Katrina

Katrina


CAPITULO XIII

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CAPITULO XIII

LA gran metrópoli de Moscú yacía allá, a media distancia, abajo de una pendiente colina cubierta de nieve, en la que no se observaban más señales de vida que las huellas de los lobos.

El zar se puso en pie sobre la cama, con el techo del carruaje descorrido, y alzó a Katrina en brazos para que viera por primera vez a Moscú. El viento invernal entró en torbellino en él trineo, y las campanillas de plata de los cinco caballos tintinearon al dejar el gran vehículo atrás la Cima de Susdal.

Pero no fue el viento helado lo que le hizo soltar a Katrina una exclamación. Moscú yacía ante ella, brillando en la primera hora de la tarde como un millar de soles. Había, en verdad, más de un millar de resplandores. Los rayos dorados que vio la muchacha eran los reflejos del sol sobre las cúpulas y chapiteles de las iglesias de la ciudad que hacían parecer como si el azul horizonte se hallara ocupado por una gigantesca cesta repleta de doradas frutas. Cúpulas de forma de lisas peras o granuladas fresas, como calabazas, calabacines y piñas americanas, aparecían entrelazadas con torreones romos de parte superior como una bola, dando la sensación de fantásticas coles de oro.

Los tejados de más casas de las que había soñado pudieran existir Katrina, formaban una complicada alfombra, que, al acercarse el trineo, se quebró en diseño de serpenteantes calles alrededor de los cuadrados jardines y palacios pintados de los nobles boyardos. Destacándose por encima de todo, haciendo parecer pequeña el enorme y desordenado crecimiento de aquélla, la ciudad más densamente poblada de Oriente, se alzaba el Kremlin, sus gigantescas murallas blancas adornadas de bastiones, torrecillas y atalayas, y reuniendo dentro de su fabulosa fortaleza ramos de pesadilla hechos de capiteles y cúpulas de catedral, como jarrón lleno de amapolas, tulipanes, bejines, botones de oro cuyas doradas cabezas estaban festoneadas con brillantes medias lunas, estrellas, discos y chucherías.

—¡Mírala —gruñó Pedro!—, esa maldita ciudad enclavada donde Cristo dio las tres voces…, a millas del mar y de la civilización occidental… Créeme, Kitty, antes de morir, ¡la habré trasladado totalmente adónde los barcos puedan alcanzarla!

—A mí me parece una ciudad hermosa —murmuró Katrina—. Y, sin embargo, sin saber por qué, le tengo miedo.

El zar la contempló pensativo y se quedó absorto en la contemplación del rostro juvenil, liso y ávido, de la seductora inocencia de los ojazos verdes, con atisbos de sabiduría y capacidad para soportar en la oblicuidad casi oriental de los párpados. La boca era la de una criatura inteligente, generosa e impulsiva. Conocía su sabor cálido y dulce. Los blancos dientes, libres de manchas orientales, le fascinaban. El esbelto cuerpo era tan firme como el de un muchacho, y tenía la orgullosa cabecita en la misma actitud de un pájaro que escuchara. Era el brazo suyo más grueso que la cintura de la muchacha. Cuando la asía, daba la sensación de hallarse tan impotente como un ave atrapada, de encontrarse por completo a merced de su fuerza. Y, sin embargo, él zar se daba cuenta de que existía en ella un centro, un núcleo, un ánima vital que jamás lograría subyugar por completo, porque aquella criatura poseía en su interior un orgullo que era más fuerte que todos los guerreros, y más solitario que los reyes. Lo que no sabía el zar era que estaba enamorado y que las virtudes que veía en Katrina quizás existieran o, posiblemente, no tuviesen realidad. Tal vez hubiese tenido Menshikof una visión similar. Pero era seguro que el príncipe Romdanovsky nada de aquello había visto en ella, ni Sheremetief tampoco, aunque ambos conocían a Katrina.

Para los hombres como Romdanovsky —y bien lo sabía el soberano—. Katrina no era más que otra muchacha de las millares de mujeres rollizas y pintadas de Moscú, que para los ojos del zar, eran blandas y de blanca carne como coliflores de cabeza crema, disponibles para alimentar el apetito de cualquiera con la misma indiferencia de vegetales.

En un largo momento de escudriñadora contemplación, el zar se dio cuenta de que bien pudiera haber fundado motivo para que inspirara aprensión a Katrina la capital de su reino. Para ella, Moscú estaría lleno de enemigos y de intrigantes hombres lo bastante viejos para ser sus abuelos que asirían con avidez cualquier favor o provecho, aun cuando el precio de los mismos fueses la ruina personal de Katrina, su desesperación y su muerte. No, quizá, hombres como Romdanovsky, que gozaba del privilegio de poder ser oído por el zar en cualquier momento. Ni Alec, claro. Pero habría muchos otros: Tolstoi, Golitsin, centenares de ellos. Y habría todos los amigos de Ana Mons. Más aún, era seguro que para entonces la propia Ana estaría preparando algo desagradable contra Katrina ya. Moscú siempre estaría lleno de enemigos para un zar y para toda persona a quien honrase haciéndola su favorita, sobre todo si era una mujer del mundo occidental.

Con rápido y hambriento afecto, el zar asió a la muchacha.

—Sí, mi pequeña Kitty —dijo—, tendrás que andar con cuidado en Moscú. Hay muchos corazones negros…, corazones crueles… entre esas malditas casas doradas. Eres poco más que una criatura; pero creo que eres capaz de defenderte. Dios quiera que así sea, porque yo no podré protegerte todo el tiempo.

—¿Qué trabajo hace una zarina? —inquirió Katrina.

Y él zar se echó a reír.

—Haga lo que haga, habrá siempre alguien que opine que lo ha hecho mal. ¡Mira! Llegamos en estos instantes a las puertas de Moscú. Quiero que veas lo que le sucede al campesino de la larga barba que va sentado en el pescante de nuestro carruaje.

Las puertas exteriores de Moscú eran justamente lo bastante anchas para dejar pasar al carruaje. Cuando la guardia reconoció a la resplandeciente escolta del soberano, quitaron la tranca sin demora y se cuadraron.

El zar Pedro asomó la cabeza por la ventanilla.

—¡Qué rayos! —bramó—. ¿Vais a dejar pasar este coche con ese individuo arriba?

Un teniente de la Guardia se adelantó abochornado.

—Majestad, yo…, yo creí…

El zar le rugió:

—Creíste, ¿eh? ¡Demonio, muchacho!, ¿es que quieres pasarte el resto de tu vida como bufón de mi corte, cacareando como una gallina quizá, o gruñendo como un cerdo?

—¡No, señor!

—Entonces, cumple con tu deber. Lleva una barba enorme, ¿no? ¡Pues házsela segar!

Inmediatamente, dos fornidos mosqueteros bajaron al campesino a quien el zar había escogido en la última parada.

—¿Estás enterado de que tu barba infringe la ley? —preguntó, con voz severa, el oficial.

—¿Mi…, mi barba?

—¡Nadie puede franquear las puertas de Moscú sin hacerse cortar la barba! —rugió el joven oficial, dándose cuenta de que el zar tenía la mirada fija en él—. ¡Ni se puede entrar en la ciudad con prendas que lleguen más allá de las rodillas!

El zar se volvió hacia Katrina al llegar el príncipe Menshikof al lado del carruaje a caballo.

—Pero ¿qué está ocurriendo? —preguntó Katrina intrigada—. ¿Qué van a hacerle a ese pobre hombre?

—¡Cortarle la insolente barba! —explicó el soberano—. Es mi nueva ley. ¿Cómo pueden ser tomados en serio mis embajadores en las cortes europeas, ni luchar mis soldados, si se empeñan en llevar barbas largas hasta la panza como sus santos patronos, y chaquetas que barren el suelo?

—El zar ha ordenado —dijo Menshikof, con más paciencia—, que todo ruso ha de cortarse la barba y usar ropa al estilo occidental. Pero la lucha es dura, porque cuando le quitamos las barbas a uno ¡se guarda el trozo debajo de la camisa para presentárselo a san Nicolás el día del Juicio Final!

—Mis paisanos son unos necios —dijo el zar, con desdén—. Creen que no se les admitirá en el paraíso sin la barba.

Y al teniente de la guardia de la puerta le bramó:

—Y bien, ¿qué estás aguardando? ¡Recórtale, maldita sea tu estampa!

Funcionaron las tijeras, y el campesino se dejó caer de rodillas en la nieve, para recoger los grasientos y pastosos mechones de su fenecida barba.

En la puerta de la ciudad colgaba expuesta una casaca europea típica de la época, con puños bordados y camisa plisada, tal como hubiera podido usar cualquier comerciante de Londres. Por encima de ella había un tricornio. El oficial, haciendo uso de la puntera, le llamó al gimiente campesino la atención hacia estos objetos.

—Míralos bien —ordenó—, y diles a tus compañeros campesinos cómo desea el zar que vistan. Y ahora, ¡largo de aquí!

Al pasar el hombre junto al carruaje, Katrina vio cómo se le deslizaban las lágrimas por las mejillas. El zar debió verlo también, porque llamó:

—¡Muchacho!

El campesino se sobrecogió, teniendo una nueva humillación pero el zar le arrojó un bolso lleno de monedas de plata.

—Vuelve a tu casa en la primera diligencia —dijo, con hosquedad—. Y no te preocupes, muchacho…, entraras en el cielo con barba o sin ella.

El hombre dio vueltas a la bolsa entre los dedos, y, poco a poco, algo de su dolor se desvaneció.

—Me lo gastaré en velas para pedirles perdón a los santos por mi desnuda cara —dijo, esperanzado.

El zar se encogió de hombros.

—Anda, pues, muchacho…, si no tienes sentido común suficiente para gastárselo en vodka y en mujeres…

Había muy poca nieve en el interior de las murallas de Moscú, salvo sobre los tejados o amontonada contra las casas. La mayor parte de los boyardos ricos se la habían hecho retirar de los jardines, y las estrechas calles se habían quedado secas bajo las pisadas, de suerte que el trineo resbaló ahora sobre la dura tierra y los caballos jadearon por lo mucho que tuvieron que tirar. Cada calle tenía un olor distinto. La basura yacía helada en el arroyo y de cada taberna surgía el aroma de madera vieja completamente empapada de las bebidas alcohólicas derramadas en el transcurso de los años. La gente del pueblo de Moscú, envuelta en andrajosas pieles, llenaba las estrechas calles, asomando su rostro por debajo de su desgreñado pelo.

El carruaje de un boyardo bajó arrogante-y a toda velocidad por la atestada callejuela, tintineando centenares de minúsculos cascabeles de plata en las pezuñas y en las guarniciones de los caballos. El cochero pobló el aire de gritos, abriendo paso a trapazo limpio con su látigo de seis metros de longitud. Pero el transeúnte que retrocedió tambaleándose con brazos y mejillas abiertos por el látigo no dio muestras de ira ni de rencor, sino de una simple consternación infantil, y las mujeres protegieron la cabeza de sus hijos con la misma pasividad que si la cobijaran de una tormenta inevitable.

—Nos estamos acercando a la calle de los Barberos —dijo el zar, de pronto—. Más vale que cierres esa ventanilla, Kitty.

Y la muchacha vio que, delante de ellos, el suelo parecía brillar con luz trémula, como si se hubiesen esparcido puñados de vidrio en polvo por encima de una alfombra parda.

Allí, todo a lo largo de la calle, se veían sentados hombres haciéndose cortar el pelo o recortar la barba. El pelo cortado quedaba donde caía, y los años, los siglos, lo habían convertido en mullido piso que probablemente tendría más de un metro de espesor. Los cascos de los caballos dejaron de hacer ruido al pisar aquélla sustancia que parecía mezclilla de hilos pardos, negros y grises. Los recalentados patines del trineo alzaban nubecillas de pelo, que se adhería a las húmedas ventanillas del vehículo. Katrina sintió una brusca comezón en los tobillos, porque iban filtrándose por entre las tablas del piso del trineo unos piojos negros, gordos como grosellas.

El zar, sin conmoverse, pisoteó a cuantos pudo ver, y Katrina comprendió qué era lo que había visto brillar en la Calle de los Barberos.

—Sacúdetelos —aconsejó el soberano, sin dar importancia a la cosa—. Se mueren en seguida. Los piojos de cabeza no pueden vivir más que en pelo humano.

Dijo todo esto como quien cita una frase de los clásicos. Y sus siguientes palabras revelaron por qué.

—He estudiado a los piojos con microscopio-anunció, con estudiada indiferencia.

—¿Con… qué? —preguntó Katrina, arrugando la frente.

—Con microscopio. Una especie de palo con un cristal de aumento. Se ve a los piojos así, del tamaño de habichuelas. Lo vi en Amsterdam. Soy el único hombre de Rusia que ha visto un microscopio.

—¿Sí? —murmuró Katrina—. Pues si hace que un piojo parezca más grande de lo que es, no veo qué tiene de bueno. Y no comprendo cómo puede hacer nada a un piojo más grande de lo que es.

—¡Porque tú no lo sabes todo, como verás! —respondió el zar, radiante de poseer conocimientos superiores.

—¿No estuvo el príncipe Menshikof contigo en Amsterdam, Majestad? —preguntó Katrina, con minúscula voz—. ¿No vio el microscopio él también?

—Bueno —respondió, enfurruñado, el zar—. ¡Pero yo lo vi antes que él!

Guardaron silencio un rato. Katrina, con maliciosa sonrisa en los labios, y el zar con la barbilla muy alta Pero éste no era capaz de estar con morro mucho rato. Al desembocar el carruaje en la Plaza Roja, dijo:

—Va a hacer una noche magnífica, Kitty. ¡Fíjate en lo alto que vuelan los buitres!

Muy arriba, en el cielo azul, unos buitres negros describían círculos con las alas desplegadas. No las batían, sino que las inclinaban para descender en pronunciadas curvas y en barrena, disfrutando del claro atardecer. De vez en cuando, uno o dos de ellos descendían a posarse sobre los centenares de oxidadas cadenas patibularias que colgaban de los muros exteriores del Kremlin, contemplando, con indiferencia, los inmóviles cuerpos que de ellas pendían.

Los buitres del Kremlin, hirsutos pájaros de pico ganchudo, malévolo, que sobresalía, casi sin cabeza, de los despeluzados cuellos, estaban demasiado hastiados para comer con voracidad. Siempre había comida aguardándoles.

En la Plaza Roja había puestos que vendían bebidas calientes y dulces, y vendedores cargados con bandejas de tortas de miel y pastelillos de carne. Los transeúntes comían y paseaban. Nadie se molestaba en mirar al pequeño grupo de mujeres sentadas en cuclillas en la porquería, inclinadas las cabezas envueltas en bufandas mientras entonaban un canto fúnebre. Éste parecía ser por una mujer joven que, cargada de pesadas cadenas y completamente desnuda, aguardaba tiritando junto a lo que semejaba un poso recién excavado.

—¿Qué es lo que está sucediendo aquí? —exclamó Katrina.

El zar miró en la dirección que la muchacha señalaba.

—Mataría a su marido, probablemente —dijo—. La sentenciarán a ser enterrada viva hasta el cuello. Es lo corriente, ¿sabes?

—Y, luego, ¿qué pasa?

—Se morirá de hambre, o se la comerán los perros o cualquier cosa así —respondió vagamente el soberano, al entrar él carruaje por las puertas del Kremlin.

* * *

Katrina no había visto hasta entonces la residencia de un soberano y se le antojó extraño que el Kremlin tuviera exactamente él mismo aspecto que una fortaleza armada, asediada por la población a la que regía. Sombríos soldados guardaban los muros, y había cañones dispuestos para ser usados, con pirámides de proyectiles al pie de las ruedas. Contaba con terraplenes exteriores y baluartes interiores defensivos, revueltos entre los cuales se encontraban iglesias y edificios de tamaños y estilos arquitectónicos tan variados y poco en armonía que parecía una caja de juguetes en el cuarto de jugar de un niño. Todas las ventanas eran alargadas como las de una fortaleza y estaban protegidas por fuertes enrejados.

El palacio del Kremlin se alzaba aislado en él centro de esto, y su aspecto era el de una enorme caja de rompecabezas con cúpula, ideada y pintada por salvajes delirantes de la isla de Pascua.

Por todo el palacio, lacayos, que parecían cacatúas por lo brillante de su uniforme, estaban recostados, sentados, fumando rascándose, escupiendo, jugando o riñendo. Se cuadraban al aproximarse cualquier funcionario; pero, tan tarde generalmente, que casi siempre los pillaban en su desaliño y les abofeteaban el rostro.

Los lacayos hacía tiempo ya que ni parpadeaban al recibir estos golpes que llovían sobre cada uno de ellos durante todo el día tan inevitable y espesamente como la caspa sobre los hombros de su vivido uniforme.

Casi todas las habitaciones del Kremlin eran pequeñas y de techo oscuro, entrelazadas por sombríos corredores, a lo largo de los cuales las lámparas o linternas necesarias titilaban y humeaban hasta en pleno día. Todas las paredes estaban pintadas chillonamente a retazos con rojo, amarillo y púrpura, dando constantemente la impresión de que le estaban metiendo el dedo en un ojo al que las contemplaba. Por aquellos oscuros corredores circulaba un incesante enjambre de frailes, soldados, fenómenos, monjas, lacayos y criadas y alguno que otro correo o mercader. Se empujaban unos a otros, charlaban, maldecían, rezaban el rosario o aullaban de risa. Todos iban sin lavar y muchos se encontraban borrachos.

Tales eran los corredores de las habitaciones exteriores del Kremlin. Más adentro, se observaba un brusco ensanchamiento, una gran elevación de abovedados techos en arquitectónico crescendo de magnifico esplendor. Salas para banquetes, salones, salas del trono, cámaras de audiencia, con techos pintados y brillantes tan altos, que, en la semioscuridad que dejaban las lámparas apenas parecían ser visibles siquiera y daban la sensación de que las paredes se arqueaban hasta los estrellados cielos. Por entre estas suntuosas cavernas en el centro del movimiento y confusión del Kremlin, los cortesanos pisaban con zapatillas de terciopelo, callados y alerta. Casi todos llevaban vestidos de tela de oro o de plata, incrustados de joyas como telarañas salpicadas de gotas de lluvia. Hablaban en susurros, estudiándose unos a otros con ojos cautelosos, y sobre todas estas grandes estancias se cernía un semisilencio perfumado que contenía una amenaza muda y perpetua.

—¿Qué te parece? —inquirió el zar.

Su sonora voz rebotó contra las curvadas paredes haciendo eco, y Katrina respiró profundamente.

—Es…, es como vivir en sótanos debajo de una iglesia gigantesca —repuso—. Y tiene un olor raro: el mismo que el mercado de esclavos de Pskof.

El zar rió.

—Sí, todo eso —dijo—; y es una fortaleza y una prisión además. ¿Crees tú que llegarás a acostumbrarte a esto?

—Supongo que sí —respondió ella con una sonrisita—, cuando deje de darme dolor de cabeza.

—Nunca dejará de hacerlo. A mí me lo ha dado siempre…, ¡desde que era un chiquillo!

Miró a su alrededor, viéndolo todo por milésima vez, y agregó, pensativo:

—Una cosa hay, Kitty…, y Dios quiera que jamás llegue el día en que tengas que recordarlo… Quienquiera sea el dueño del Kremlin… ¡domina toda Rusia! Escúchame bien: si yo…, sí llegaras a encontrarme muerto en la cama con un cuchillo clavado en la garganta, Kitty, no sueltes el Kremlin: defiéndelo contra todos…, por nuestro hijo —sonrió—. Quizá, cuando haya trasladado la capital a Petesburgo, podamos permitirnos el lujo de olvidar esto sitio, porque está infestado de enemigos. Pero, hasta entonces, no hemos de soltarlo nunca. El resto de Rusia se extiende como un enorme gigante sin cabeza. Esto…, ¡esto es el cráneo!

—Y ¿qué era eso? —inquirió Katrina.

Un grito agudo, que acabó en sollozante gemido, había surgido de algún enrejado oculto o de detrás de alguna puerta escondida. Era un grito de desesperada angustia, de alguna orgía, de alguna brutalidad, traición o tortura que permaneció como suspendido en él aire momentáneamente y agitó su opresión.

El zar escuchó. No se repitió el grito. Movió los labios de una forma rara.

—Conseguirías algo más que un dolor de cabeza sí intentases investigar todos los gritos que se oyen en él Kremlin —dijo.

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