Katrina

Katrina


CAPITULO XV

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CAPITULO XV

LA Cámara de Audiencias Reales se hallaba en uno de los corredores más anchos y magníficos del Kremlin, que tenía formidables columnas de piedra a cada pocos metros. La bóveda se hacía cada vez más alta hasta que, por contraste, uno parecía ir disminuyendo en tamaño a medida que se acercaba a la inminente presencia del zar.

Esta sensación la acentuaban los oficiales de la escolta del zar que se hallaban a intervalos por el corredor, las guerreras de terciopelo color fresa orilladas con cebellina negra, y brillantes los gorros con perlas y piedras preciosas. Cada pareja de oficiales era más alta que la anterior, aumentando así la impresión de creciente altura, hasta llegar a los que guardaban con cruzadas alabardas de oro y plata la entrada a la Cámara de Audiencias en sí, que eran gigantes de dos metros diez cada uno.

Al aproximarse Menshikof y Katrina, cada uno de ellos se cuadró, con tintineo de armas y armaduras, alzando la alabarda para que pasaran por debajo al Salón del trono. Y, aunque el corredor había estado iluminado en cada columna por racimos de candelabros encendidos incluso en pleno día, le pareció a Katrina al entrar en la vasta Cámara de Audiencias como si pasara de un oscuro bosque a un claro brillantemente iluminado por él sol, cuyo techo fuese el propio firmamento. Doscientas arañas de cristal colgaban del techo y de las paredes.

En los alzados y tapizados asientos de ambos lados de la gran cámara se hallaban sentados —en completo y paralizador silencio— por lo menos doscientos nobles boyardos vestidos de oro, plata y brillante terciopelo en el que titilaban millares de joyas. Los asientos se encontraban sobre largas plataformas, a cuatro escalones de altura, de suerte que los rostros silenciosos contemplaban desde arriba a todos los que entraban formando una aterradora avenida de ojos.

El príncipe Menshikof, acostumbrado a todo aquello, pasó tranquilamente, con la cabeza erguida; pero Katrina se sintió sobrecogida. Tuvo que luchar consigo misma para no dar un traspié. Y, al ver el trono en el fondo de la enorme estancia, sintió constricción en la garganta, porque él trono parecía construido de oro puro, asentado tan macizo sobre siete escalones ascendientes, como una pirámide, que dominaba por completo hasta la inmensidad de la cámara de audiencias.

Al pie mismo del trono se hallaban cuatro de los nobles más altos del Imperio, vestidos por completo de armiño blanco, con grandes cadenas de oro colgadas del cuello. Hasta las botas, que les llegaban a las rodillas, eran de armiño, y estaban los gorros cuajados de perlas. Cada una de estas aterradoras figuras esculturales llevaba un hacha de combate de plata al hombro, y de vez en cuando volvía y alzaba lentamente la cabeza para mirar al zar sentado en su trono, como si invitase a todos los presentes a maravillarse de su majestad y esplendor.

El propio zar resultaba tan imponente y extraño, que Katrina sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas de consternación. No parecía ser ningún hombre que hubiese conocido ella jamás. Era un extraño que se hallaba sentado, enorme y gigantesco, sobre su brillante trono piramidal, y su corona de oro, de forma de pirámide también, centelleante de joyas y rematada por alta cruz de oro, cambiaba la forma de su rostro hasta el punto de hacérselo a ella casi desconocido.

Tenía el cetro real en la mano y estaba inclinado levemente hacia delante para escuchar la voz del embajador extranjero que, con una rodilla hincada en un cojín morado cerca de los escalones del trono, estaba haciendo un discurso en idioma extranjero, disipada su voz en meras hebras de sonido por la inmensidad de la cámara.

—¡Katia!

El zar la había visto. Y, sin preocupase ya más del embajador que le estaba dirigiendo la palabra, se puso en pie.

—¡Kitty! —volvió a decir en voz sonora.

Al ponerse él en pie, todos cuantos se hallaban, en la cámara le imitaron. Sonó como él paso de un gran viento por entre los árboles de un bosque.

—Ven a sentarte aquí, criatura —le dijo el zar, indicando con un gesto él ancho asiento del trono a su lado.

Katrina tenía seca la garganta. Insegura, se alzó la falda procurando que no bailaran indecorosamente los aros, y ascendió los siete escalones del trono con toda la dignidad de que fue capaz. Al llegar al lado del zar, éste se sentó, retirando sus vestiduras para hacerle sitio a ella. Cuando la muchacha hubo ocupado el asiento, sonó como un gran susurro y chirrido de seda al sentarse a su vez todos aquellos que tenían el privilegio de poder hacerlo en presencia del soberano.

El embajador extranjero, acostumbrado ya a tales acontecimientos por lo visto, volvió a hincar la rodilla en el cojín y continuó su perorata, de la que el zar hizo ahora caso omiso por completo.

—¡Rayos, Kitty! —preguntó en penetrante susurro—. ¿Adónde desapareciste esta mañana? ¿Desayunaste?

—Siií, gracias —contestó ella, poniéndose colorada al oír cómo repercutía su voz bajo el dorado dosel del trono.

Más abajo, y por todos lados, un confuso mar de rostros severos parecía estar vuelto hacia ella mirando, mirando,…

—Tiene un aspecto bastante patibulario todo esta cuadrilla, ¿verdad? —dijo, con satisfacción, el zar.

Y pareció a punto de cruzarse de piernas, pero se contuvo a tiempo.

—No te preocupes —agregó, viendo la cara de susto de Katrina—, sólo pueden oírte si gritas escalones abajo. Es una particularidad de las condiciones acústicas de esta sala… El sonido de la voz viaja hacia arriba, hacia él techo.

La muchacha absorbió tan interesante detalle, siguiendo con la mirada las concavidades del arqueado y abovedado techo. Lentamente, a medida que se fue acostumbrando a su exaltado asiento, empezó a tocar los adornos de oro del propio trono.

—¿Es todo esto oro de verdad? —inquino, impresionada.

El zar rió.

—¡Quia! —dijo—. De serlo, se doblaría como de cera. Esto es oro sobre plata…, simple fachada como todo lo demás. No te preocupes, Kitty —le dio unas palmaditas cariñosas en la rodilla—, tú alza la barbilla y devuélveles mirada por mirada. Han de irse acostumbrando a verte aquí arriba, a ti…, su futura, zarina.

La muchacha alzó la barbilla como le decían y, bajo la constelación de arañas de cristal, la rubia cabellera resplandeció y le brillaron suavemente los ojos hasta que su verdor se hizo casi oro en el amarillento reflejo del trono.

Abajo, la seca voz del embajador continuó sonando, monótona e incomprensible…

* * *

El banquete de aquella noche fue concienzudamente ceremonioso y transcurrió con una suntuosa majestad que obligó al zar a tragarse con frecuencia los bostezos como si fueran píldoras, a fuerza de vino. Había presentes muchos diplomáticos extranjeros de las cortes de Europa, y la situación como consecuencia de la guerra con Suecia era demasiado delicada para que Pedro corriera el riesgo de entregarse a sus acostumbradas y pesadas bromas. En teoría, estaba haciendo alarde de dignidad, pero se retorcía en su dorado asiento exactamente igual, pensó Katrina, que un niño lleno de desasosiego en una fiesta de personas mayores.

Un poco antes de medianoche, el zar hizo su salida oficial de las salas de Estado, y se retiró a su pequeño despacho oficial que daba a la Plaza Roja. Tras él salió el privilegiado grupo de compañeros cuya compañía le gustaba. Katrina se encontraba con ellos.

No bien se hubo cerrado la acolchada puerta tras ellos, el zar se arrancó el corbatín de hilo almidonado con un bramido de risa y de alivio, y se despojó de su pesada túnica de paño de oro con tanta prisa, que rompió varios de los ganchos que la sujetaban. Le arrojó la costosa prenda a Romdanovsky.

—Toma, Fedor —dijo—, juega tú a ser zar. ¡Yo ya lo he hecho bastante esta noche!

Era evidente que el obeso Jefe de la Policía le había tocado con frecuencia desempeñar aquel papel antes, porque se puso el enjoyado uniforme sin vacilar y, durante un rato, los dos nombrados se entretuvieron haciendo tantas bufonadas el uno con el otro, que hicieron las delicias de todos cuantos les contemplaban.

Luego el zar, riendo y de un buen humor excelente, se dejó caer en una silla y tomó a Katrina sobre sus rodillas.

El príncipe Menshikof se había quitado la chaqueta, sentándose en el borde de la mesa con su indolente postura favorita, chupando su larga pipa holandesa. El mariscal Ogilvy, de pajizo pelo, había ocupado un sillón frente al zar. Había bebido mucho en el banquete; pero sus incongruentes ojos escoceses, azules e infantiles, seguían brillantes y alerta.

El zar miró a todos con la misma radiante alegría: a su estratega naval, François de Villebois, excontrabandista francés de enorme tórax; al rollizo y riente judío polaco Solly Shapirof que podía rivalizar en ingenio sobre cualquier tema con todos ellos, salvo, quizá, con el conde Andrés Tolstoi, jefe de los cancilleres del zar, que estaba sentado en un rincón junto al fuego y sacándole brillo a su monóculo con el aire nervioso de una ardilla que roe una bellota.

El ver al conde Tolstoi le recordó al zar los asuntos sin terminar del día. Dijo, de buen humor:

—¿Has hecho los preparativos para mi boda en la Catedral de la Anunciación, Andrés?

La pregunta le iba dirigida al conde Tolstoi, pero todos los que se hallaban en el cuarto parecieron oírla. La conversación y las risas cesaron. Reinó, de pronto, un silencio que pareció caer como la helada en la noche. La sonrisa desapareció del arrugado y jovial rostro de Shapirof. De Villebois arqueó los anchos hombros como si se dispusiera a atacar al enemigo. Hasta el propio Menshikof detuvo, durante un momento, el rítmico balanceo de su pierna.

En aquel silencio lleno de tensión, el zar exigió con voz gruesa y creciente impaciencia:

—¡Bien! ¿Qué os pasa a todos? Cada uno de ellos miró a los otros, como implorando que hablase otro primero. Fue el conde Tolstoi quien, calándose él monóculo, anunció:

—Majestad, sería muy poco prudente semejante matrimonio.

Katrina sintió que los músculos del soberano se endurecían. Barrió la estancia con iracunda mirada.

—Alec…, Fedor…, Chapi…, ¿está borracho? Las bromas se han terminado.

El príncipe Menshikof dijo, con voz tranquila:

—Has de procurar tener paciencia, Majestad. ¡Semejante matrimonio pudiera costarte el trono!

Y, viendo el sobresalto reflejado en el rostro de Katrina, agregó, con dulzura:

—Lo siento, pequeña Kitty, pero él bien de Rusia ha de anteponerse a todo.

—¡Maldita sea vuestra estampa! —bramó el zar. Y se puso en pie, dejando caer a Katrina como a un gato olvidado—. ¡Maldita sea vuestra estampa! ¿Qué es lo que intentáis decirme?

—Hemos de enfrentarnos con los hechos —dijo el conde Tolstoi con tenacidad—. Si Vuestra Majestad se casa con Katrina, la Iglesia dará quehacer.

El zar Pedro empujó hacia atrás su pesada silla con un gruñido.

—Que lo dé. Jamás ha hecho otra cosa.

Menshikof alargó una mano hacia Katrina, y dijo, con dulzura:

—Es que una boda real en la Catedral de la Anunciación, Kitty, duraría cuatro o cinco días. Y se esperaría que todas las demás iglesias de Moscú celebraran misas también. En este preciso instante ello proporcionaría a los enemigos del zar una magnífica oportunidad para subir al púlpito y recordar a la gente que la primera mujer del zar aún está viva y prisionera en el Convento de Susdal.

—Y no es sólo la Iglesia —dijo Romdanovsky, frotándose las rollizas mejillas con embarazo—. El zar tendría que conceder los indultos y amnistías de rigor, y poner en libertad a millares de presos políticos en él momento más inoportuno.

—Y que harían correr el rumor de que él zar había muerto en una batalla y que el diablo se había presentado en Moscú representando su papel —ceceó Solly Shapirof, dirigiéndole una mirada triste a Katrina—. No vas a casarte con un hombre tan sólo, querida…, ¡vas a casarte con una situación política también!

—Sí, y eres una extranjera para estos rusos —dijo el mariscal Ogilvy con su cuidadoso acento escocés y voz de borracho—. No debes olvidarte de que eres una extranjera.

Todos estos comentarios le fueron dirigidos a Katrina; pero ella sabía que su objeto era que los oyese el zar. Y éste, que se había alzado de su asiento hecho una furia, fue serenándose gradualmente al escuchar e irse dando cuenta de la prudencia de tales consejos. Se volvió hacia el conde Tolstoi, que estaba sentado en silencio, con los labios comprimidos.

—Bueno, Andrés —dijo—. Estés ahí sentado con la misma cara que si tuvieses ácido en la boca. ¿Te ha agudizado eso el ingenio?

El conde se caló, serenamente, el monóculo.

—¿Majestad?

—¿Qué hemos de hacer, hombre de Dios?

Su Canciller mayor extendió las delgadas manos con resignación.

—Aplazar la boda, Majestad, hasta que la guerra con Suecia haya terminado.

Katrina palideció y el zar soltó un resoplido.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¡La guerra puede durar años y años… y yo quiero hijos! No puedo estar esperando eternamente. ¿No se le ocurre nada a ninguno de vosotros?

Era muy posible que el conde Tolstoi hubiese pensado ya en algo, porque la blanda sonrisa no desapareció de sus labios al decir:

—Si Vuestra Majestad consintiera en no casarse en una iglesia…

—Pero ¿cómo es eso posible? —exclamó Katrina—. ¿Acaso no ha de casarse uno en una iglesia?

El conde carraspeó secamente.

—El zar de Rusia puede casarse por declaración si Su Majestad así lo desea. Los estatutos declaran que el zar puede proclamar su matrimonio en un lugar público y que, si no se alza ninguna voz en protesta…

—Por fuerza habré alguna voz que se alce en protesta —gruñó Pedro.

Y volvía la espalda, impaciente, cuando el conde dijo:

—Esa ventana da a la Plaza de la Ejecución, y ése es un lugar público.

El zar enarcó las negras cejas, sin comprender; pero Menshikof, dándose cuenta del plan, dijo, encantado:

—¿Quieres decir con eso que el zar debiera anunciar su matrimonio ahora?

—¿Por qué no? —El conde Tolstoi encogió los hombros—. Si hay algún ciudadano en la Plaza de la Ejecución a estas horas, y es ya más de medianoche, no tiene más que alzar la voz en protesta si es que tiene algo que objetar.

El zar sonreía expansivamente ya.

—¿Es legal eso? —exigió—. ¿Es eso un matrimonio de verdad según la ley rusa?

Y, al mover Tolstoi afirmativamente la cabeza, el zar le dio en la espalda una afectuosa palmada que le dejó sin aliento.

—¡Andrés, eres una verdadera maravilla! ¡Más vino para todos! Mi pequeña Kitty, te casarás esta noche. Proclamaré mi matrimonio por esta ventana, y mis oficiales de Estado, aquí presentes, serán los testigos. ¡Te acostarás esta noche zarina de Rusia! ¿Qué tal te parece eso?

Katrina alzó la mirada hacia él.

—Si es así como lo deseas, señor… —repuso, dulcemente.

Y fue entonces cuando le vio lágrimas en los ojos.

—Deseabas los ritos de la iglesia, ¿verdad? —dijo, compasivo—. Pero esto te convertirá en mi legítima esposa, eso te lo prometo. Y dentro de unos meses, cuando las cosas se hayan asentado podremos casarnos en la Catedral de la Anunciación y ¡todas las campanas de Rusia sonarán en tu honor!

Abrió la ventana de un tirón y la llamó para que se colocara a su lado en él silencioso y nevado balcón.

—Mira —dijo, y su voz tenía una dulzura desacostumbrada—, mira ahí fuera… Todos los tejados blancos de Moscú, Kitty. Jamás hubo una catedral mayor que ésta, Kitty…, con todas las estrellas del cielo como sacerdotes tuyos y para que sean testigos de mis votos.

En boca de tan acabado don Juan como Menshikof, semejantes palabras hubieran podido parecer vulgares. Pero, al oírlas pronunciar tan suavemente a aquel hombrazo tan sencillo que tenía a su lado, Katrina se sintió profundamente conmovida. Y, cuando la miró con tan suplicante sinceridad, tuvo que sonreír.

—Sí, Majestad —anunció—. Creo que bastará. Volvieron a entrar en el cuarto, cubiertos los hombros de copos de nieve, y los amigos del zar alzaron la mirada de sus copas con expectación.

—¿Hubo alguno que objetara? —sonrió Menshikof.

—Ninguno, que yo oyese —respondió, con solemnidad, el soberano.

Y Katrina hizo eco a la carcajada con que fueron acogidas las palabras.

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