Katia

Katia


Capítulo IX

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CAPÍTULO IX

Nuestra casa de Nikolski, tanto tiempo desierta y fría, volvió a revivir, mas lo que no revivió fue lo que allí había existido: la madre de Sergio ya no estaba; quedábamos solos, uno frente al otro y, ahora, no solamente la soledad no era ya lo que nos hubiera convenido, sino que significaba un tormento para nosotros. El invierno transcurrió muy malo para mí, puesto que estuve enferma y no me restablecí hasta después de nacer mi segundo hijo.

Las relaciones con mi marido seguían siendo las de una fría amistad, como desde los tiempos de nuestra estancia en San Petersburgo; pero en el campo, el sol, las paredes, los muebles, me recordaban lo que él había sido para mí, y lo que yo perdiera. Entre nosotros había como una ofensa no perdonada: habríase dicho que quería castigarme por alguna cosa, y que simulaba no darse cuenta de ello. ¿Cómo pedir perdón sin saber de qué culpa? Me castigaba únicamente no entregándose a mí por completo, no ofreciéndome su alma, como en tiempos pasados; pero a nadie ni en ninguna circunstancia no entregaba esta alma suya, cual si careciera de ella. A veces, se me ocurría la idea de que fingía ser de aquella manera sólo para atormentarme, y que en él seguía viviendo el mismo sentimiento de antes; entonces me esforzaba en provocarlo para que lo manifestara, pero él eludía siempre toda franca explicación. Habríase dicho que me sospechaba capaz de disimular, y que rehuía como una ridiculez toda manifestación de sensibilidad. Sus miradas y su aire parecían decir: «Lo sé todo; no has de explicarme nada; todo lo que tú quieras confesarme, lo sé; sé que hablas de una manera y obras de otra». Al principio me ofendía el temor que manifestaba a ser franco conmigo; después me acostumbré a la idea de que en él no era un defecto de franqueza, sino la ausencia de una necesidad de franqueza.

A mi vez, la lengua ya no habría sido capaz de decirle espontáneamente que le amaba, o de pedirle que leyera conmigo las oraciones, o de llamarle cuando yo interpretaba alguna pieza de música sentíase incluso entre nosotros, algo como una tácita fijación de ciertas reglas de conveniencia. Vivíamos cada uno por nuestro lado: él, con sus ocupaciones en las cuales yo no tenía necesidad ni deseo de tomar parte; yo, con mi ociosidad, que no le lastimaba ni le afligía como en otros tiempos. En cuanto a los hijos, eran aún demasiado pequeños para que pudiesen servir de lazo entre nosotros.

Y así llegó la primavera. Macha y Sonia vinieron a pasar el verano en el campo; se iniciaron reparaciones en nuestra casa de Nikolski, y fuimos a establecemos en Pokrovski. Aquélla seguía siendo nuestra vieja morada, con su terraza, su salita de fiestas, y su piano en el fondo del luminoso salón; mi antiguo dormitorio, con sus blancos cortinajes y mis ilusiones de muchacha, que parecían haber quedado olvidadas allí. En aquella habitación había dos camas: una que fue mía, y en la cual por las noches iba a bendecir al mofletudo Kokocha[5] que jugaba con sus piececitos; y otra cama donde se entreveía la carita de Vasika[6] entre sus pañales. Después de haberlos bendecido, me quedaba a menudo en aquella habitación tan apacible; y de pronto, de todos los rincones de las paredes, del fondo de los cortinajes, alzábanse olvidadas visiones de mi juventud, y empezaban a repetirse los estribillos de canciones infantiles. ¿Qué había sido de aquellas visiones? ¿Qué había sido de aquellas graciosas y dulces canciones?; todo cuanto apenas me había atrevido a esperar, habíase cumplido. Mis más confusas y complicadas quimeras habían llegado a ser realidad, y era aquella misma realidad la que hacía mi vida tan pesada, tan difícil, tan desprovista de alegrías. Y, no obstante, ¿no seguían siendo las cosas iguales a mi alrededor? ¿Acaso no es éste el jardín que yo veía desde la ventana, esta mi terraza, estos mismos senderos, estos mismos bancos? Allá sobre el barranco, los cantos de los ruiseñores parecían seguir surgiendo de las aguas del estanque, y sin embargo, ¡todo era tan terriblemente cambiado para mí, cambiado más allá de lo posible!

Como en los viejos tiempos, seguíamos hablando pacíficamente Macha y yo, sentadas en el salón, y hablábamos de él. Pero Macha frunce las cejas; su rostro se pone amarillo; sus ojos no brillan de contento y de esperanza; expresan una tristeza afín y casi compasiva. Ya no nos extasiamos hablando de él: ahora lo juzgamos; ya no nos admiramos de la dicha que nos embarga, ni sentimos la necesidad de explicar a todo el mundo, como antes, todo lo que pensamos: como unos conspiradores, nos hablamos una a otra en voz baja; por centésima vez nos preguntamos mutuamente por qué todo es tan triste y ha cambiado tanto. Sergio es el mismo de siempre; sólo el surco que dividía su frente se ha hecho más hondo; su cabeza tiene las sienes más grises; y su mirada atenta, profunda, continuamente rehuyendo la mía, hállase empañada por una nube. Yo también sigo siendo la misma; pero en mí no hay ni amor ni deseo de amar. Ni más necesidad de trabajo, ni más satisfacción de mí misma. ¡Qué lejanos e imposibles me parecen hoy mis transportes religiosos de otros tiempos, mi antiguo amor por él, y aquella plenitud de vida que experimentara al propio tiempo! Ahora ya no comprendía lo que entonces hallaba tan luminoso y verdadero: la dicha de vivir para los demás. ¿Por qué para los demás, si no quería vivir ni para mí misma?…

Durante la estancia en San Petersburgo abandoné completamente la música, pero ahora, el viejo piano, las viejas partituras, habíanme reavivado de nuevo el gusto por la música.

Un día que me encontraba indispuesta, quedeme sola en casa; Macha y Sonia se habían ido con Sergio a Nikolski para inspeccionar las obras. La mesa del té estaba puesta; yo me había levantado y, esperándolos, me senté al piano. Abrí la sonata Quasi una fantasía, y me puse a tocar. No se veía ni oía alma viviente; las ventanas estaban abiertas sobre el jardín; los acentos tan conocidos, de una solemnidad triste y penetrante, resonaban en la sala. Acabé la primera parte, y de una manera inconsciente, obedeciendo a una antigua costumbre, miré al rincón donde él solía sentarse a escucharme. Pero no estaba: una silla que desde hacía mucho tiempo no había sido movida ocupaba sola su rincón predilecto; sobre el alféizar de una ventana se veía una mata de lilas destacándose sobre una puesta luminosa, y el frescor de la tarde entraba por las ventanas abiertas. Me apoyé en el piano; me cubrí el rostro con las dos manos, y empecé a soñar. Permanecí así durante largo rato, acordándome, con dolor, del tiempo huido, irreparablemente desvanecido, y escudriñando tímidamente los tiempos venideros. Pero de ahora en adelante, parecíame que nada existía ya, que no esperaba ni deseaba nada más, «¿es posible que haya sobrevivido a todo esto?», pensaba, moviendo la cabeza con horror; y con el fin de olvidar y de no seguir pensando me puse a tocar, siempre el mismo andante. «¡Dios mío!», decía, «perdóname si soy culpable, o devuélveme todo lo que hermoseaba mi alma, o enséñame qué debo hacer. ¿Cómo he de vivir?».

Sobre el césped que se extendía delante de la escalinata oyóse ruido de ruedas; después, oí en la terraza pasos discretos que me eran familiares, y luego el ruido cesó. Pero ya no era el sentimiento que otras veces despertaba en mí el ruido de aquellos pasos familiares. Cuando hube acabado la pieza, los pasos reanudaron su marcha detrás de mí, y una mano se apoyó sobre mi hombro.

—¡Qué buena idea has tenido de tocar esta sonata! —exclamó.

No respondí.

—¿No tomas el té?

Moví la cabeza negativamente, sin volverme hacia él para no dejarle ver las huellas de la agitación que dominaba aún mi semblante.

—Macha y Sonia llegarán en seguida; el caballo se ha espantado, y regresan a pie, por la carretera —añadió.

—Las esperaremos —dije y pasé a la terraza, aguardando que llegaran para unirme a ellas; pero Sergio preguntó por los niños y se fue a verlos. Una vez más, su presencia, el sonido de su voz, tan buena, tan simple, me convencieron de que no estaba todo perdido para mí. «¿Qué más desear?», pensaba: «Es bueno y dulce; es un marido excelente; padre excelente, y yo misma no sé lo que me falta».

Salí al balcón y me senté bajo el toldo de la terraza, en el mismo banco en que me hallaba sentada el día de nuestra explicación decisiva.

El sol se acercaba a su ocaso; empezaba a oscurecer: una nube de primavera empañaba el cielo en donde se encendía ya el fuego de una pequeña estrella. Había amainado el viento, y no se movía ni una hoja ni una hierba; era tan fuerte el olor de las lilas y cerezos, que habríase dicho que todo el aire florecía y se esparcía a ráfagas por el jardín y la terraza, debilitándose y reforzándose alternativamente, y produciendo deseos de cerrar los ojos, de no ver ni escuchar nada, y de limitarse como única sensación a respirar aquel dulce perfume. Las dalias y las matas de rosales, sin hojas todavía, alineadas inmóviles en la tierra negra, con sus cuadros removidos, parecían levantar lentamente sus cabezas por encima de sus pulidos puntales. Por su parte, los ruiseñores se transmitían a lo lejos sus intermitentes cadencias, y se les oía volar inquietos de un sitio a otro.

En vano intentaba tranquilizarme; parecía que esperara y que deseara alguna cosa.

Sergio bajó de la habitación, y se sentó a mi lado.

—Me parece que lloverá —dijo—. Y que Macha y Sonia se mojarán.

—Sí —repuse.

Los dos quedamos silenciosos durante largo rato.

Entre tanto, habiendo cesado el viento, la nube había seguido descendiendo poco a poco sobre nuestras cabezas; la naturaleza, más perfumada, más inmóvil, adquiría por momentos mayor calma: de pronto cayó una gota de agua, resonando en el toldo de la terraza, y otra se aplastó sobre los guijarros del sendero; finalmente, con un ruido de granizo que se precipita furiosamente, sobrevino un chaparrón de gruesos goterones, que todo lo refrescaba, adquiriendo mayor violencia por momentos. Con esto, los ruiseñores y las ranas suspendieron su concierto; sólo se oía el rumor de la torrentera, aunque amortiguado por el ruido de la lluvia; no obstante, aún se distinguía la nube en el aire, y había no sé qué pájaro, oculto sin duda bajo una rama de hojas secas, que no lejos de la terraza, lanzaba sus gorjeos con un ritmo siempre igual, basado en dos notas monótonas. Sergio se levantó, como con intención de marcharse.

—¿Adónde vas? —le pregunté deteniéndole—. ¡Se está tan bien aquí!

—Conviene mandarles paraguas y chanclos.

—No es necesario; esto pasará en seguida.

Sergio accedió, y nos quedamos juntos cerca de la baranda del balcón. Apoyé la mano sobre el antepecho húmedo y escurridizo, y asomé la cabeza al exterior. Una lluvia fresca me roció los cabellos y el cuello con salpicaduras irregulares. La nube, luminosa ya y cada vez más clara, se deshizo en agua encima de nosotros; al rumor regular de la lluvia sucedió muy pronto el de las gotas que caían del cielo y de las hojas, más y más espaciado. De nuevo las ranas reanudaron su canto; de nuevo los ruiseñores sacudieron sus alas y volvieron a responderse tras las matas húmedas, a un lado y a otro. Todo se serenó ante nuestros ojos.

—¡Qué bueno es vivir! —exclamó Sergio, apoyándose en la baranda, y pasando suavemente la mano sobre mis cabellos húmedos.

Esta simple caricia obró sobre mí como un reproche, y me asaltaron deseos de llorar.

—¿Qué más le falta a un hombre? —prosiguió—. En este momento estoy tan contento que no echo nada de menos, y soy completamente feliz.

«No me hablaste así cuando esto habría constituido mi dicha», pensé. «Por muy grande que fuese la tuya, decías entonces que querías más y más aún, y no obstante te sientes tranquilo y contento, cuando mi alma está llena de un arrepentimiento en cierto modo inexplicable, y de lágrimas no derramadas».

—Para mí la vida también es buena —dije—; pero estoy triste precisamente porque la vida es tan buena para mí. Siento tal desasosiego, me siento tan incompleta; siempre tengo ganas de alguna otra cosa, incluso cuando todo es aquí tan bueno, tan tranquilo. ¿Es posible no lamentar que no se mezcle alguna pena a los goces que la naturaleza te ha concedido como si, por ejemplo, echaras de menos algo del pasado?

Sergio retiró la mano que apoyaba sobre mi cabeza, y guardó silencio durante un momento.

—Sí, esto también me había ocurrido tiempo atrás, sobre todo en la primavera —dijo, cual si recopilara sus recuerdos—. Sí, yo también me he pasado noches enteras alimentando deseos y esperanzas, y, ¡qué noches aquéllas!…, pero entonces lo tenía todo ante mí, y ahora lo he dejado todo detrás; ahora estoy contento de lo que es, y esto para mí constituye la perfección —concluyó con una seguridad y una desenvoltura que, por doloroso que me resultara de oír, me convenció de que decía la verdad.

—¿Así, tú no deseas nada más? —pregunté.

—Nada imposible —contestó, adivinándome el pensamiento—. Mira cómo te has mojado la cabeza —añadió, acariciándome como a una niña, y pasándome nuevamente la mano sobre mis cabellos—; tú tienes celos de las hojas, de la hierba que ha mojado la lluvia; tú quisieras ser la hierba y las hojas y la lluvia; pero yo me conformo sólo con verlas, así como con ver todo lo que es bueno, joven y feliz.

—¿Y no sientes añoranza del pasado? —seguí preguntándole, sintiendo que un peso cada vez mayor oprimía mi corazón.

Sergio permaneció un momento abstraído, y guardó silencio. Notaba que quería responder con toda franqueza.

—¡No! —respondió por fin, brevemente.

—¡Eso no es verdad! ¡No es verdad! —exclamé volviéndome hacia él, y clavando mis ojos en los suyos—. ¿No echas de menos el pasado?

—¡No! —respondió una vez más y con decisión—. Lo bendigo, pero no lo echo de menos.

—¿Y no desearías revivirlo?

Sergio se volvió, y se puso a contemplar el jardín.

—No lo deseo, como no deseo que me nazcan alas. No sueño imposibles.

—¿Y no quisieras reconstituir el pasado? ¿No te haces reproches, ni me los haces a mí?

—Nunca; todo ha sido para bien.

—¡Escucha! —dije, cogiéndole la mano para obligarle a volver la cabeza hacia mí—. ¡Óyeme! ¿Por qué no me has dicho nunca lo que querías de mí, a fin de que yo pudiera vivir exactamente como tú deseabas? ¿Por qué me has dado una libertad de la que no supe hacer buen uso? ¿Por qué dejaste de instruirme? Si lo hubieras querido, si hubieras querido dirigirme de otro modo, nada, nada habría pasado —proseguí con una voz que, más enérgica por momentos, expresaba un despecho frío y un reproche, mas no el amor de otras veces.

—¿Qué es lo que no habría pasado? —dijo sorprendido, volviéndose hacia mí—. ¡Si no ha pasado nada!; todo está bien, muy bien —repitió, sonriendo.

«¿Será posible que no me comprenda o, peor aún, que no quiera comprenderme?», pensaba, y las lágrimas humedecían mis ojos…

—¿Crees que de no haber ocurrido nada sufriría yo el castigo de tu indiferencia y hasta de tu desdén? —repliqué de pronto—. Lo que no habría ocurrido es que sin ninguna culpa por mi parte me viera privada repentinamente por ti de cuanto me era más caro.

—¡Pero qué dices, amiga mía! —exclamó como si no comprendiera lo que yo decía.

—No, déjame terminar. Tú me has privado de tu confianza, de tu amor, hasta de tu estimación, y esto porque he dejado de creer que me amabas aún después de lo ocurrido. No, me precisa decir de una vez para siempre todo lo que desde hace tanto tiempo me atormenta —repuse, interrumpiéndole—. ¿Era yo culpable de no conocer la vida, y de que tú me la dejaras descubrir por mí sola?… ¿Soy culpable, ahora que he acabado por comprender yo misma lo que conviene en esta vida, ahora que desde hace un año lucho por acercarme a ti, si tú insistes en rechazarme, haciendo como quien no comprende lo que quiero? ¿Soy culpable de que las cosas se arreglen de tal forma que no tengas nada que reprocharte, y yo siga siendo culpable y desgraciada? Sí, ¡tú quisieras aún lanzarme de nuevo a esta vida que habría de labrar mi desgracia y la tuya!

—¿En qué te fundas para decir esto? —preguntó con sorpresa y espanto sinceros.

—¿No me decías aún ayer, y me lo dices continuamente, que yo no me adapto aquí, que nos conviene marcharnos de nuevo a pasar el invierno en San Petersburgo, cosa que tanto me horroriza ahora? En vez de sostenerme —continué—, has evitado toda franqueza conmigo, toda palabra dulce y sincera. Y luego, el día en que caiga, me reprocharás esta caída y la contemplarás atolondrado.

—Calla, calla —dijo severa y fríamente—; no está bien lo que dices. Esto demuestra solamente que te hallas mal dispuesta hacia mí, que tú no…

—¡Que no te amo! ¡Dilo, dilo de una vez! —concluí, y las lágrimas inundaron mis ojos. Me senté en el banco, y me cubrí el rostro con mi pañuelo.

«¡Así es como me comprende!», pensé, tratando de contener los sollozos que me oprimían. «Se acabó, se acabó nuestro antiguo amor», dijo una voz en mi corazón. Sergio no se acercó a mí ni me consoló. Se sentía ofendido por lo que yo había dicho. Su voz era tranquila y seca.

—No sé qué tienes que reprocharme —empezó— a no ser que no te ame ya como antes…

—¡Como antes me amaste!… —murmuré con el rostro pegado a mi pañuelo, e inundándolo de lágrimas amargas.

—En eso, el tiempo y nosotros mismos, todos somos igualmente culpables. A cada época corresponde una clase del amor…

Se interrumpió.

—Y te diré toda la verdad ya que exiges franqueza. Así como durante aquel año en que te conocí, pasé noches enteras sin sueño, pensando en ti edifiqué mi propio amor, y este amor crecía de continuo en mi corazón, así precisamente, en San Petersburgo y en el extranjero, pasé noches horribles esforzándome en quebrantar, en aniquilar aquel amor que me torturaba. No conseguí quebrantarlo, pero al menos rompí lo que en él me torturaba; me tranquilicé, y a pesar de todo seguía amándote, sólo que con un amor distinto.

—¡Y tú llamas a eso amor, cuando no era sino un suplicio! —repliqué—. ¿Por qué me permitiste frecuentar el gran mundo, si te parecía tan pernicioso que a causa de ello tuvieras que dejar de amarme?

—No es el gran mundo, amiga mía, el culpable.

—¿Por qué no hiciste uso de tu poder? ¿Por que no me encadenaste, por qué no me mataste? Eso habría sido mejor para mí que ver perdido todo lo que constituía mi dicha; eso habría sido mejor, y me habría ahorrado la vergüenza.

Y de nuevo comencé a sollozar, cubriéndome el rostro.

En el mismo instante, Macha y Sonia, alegres y mojadas, entraron en la terraza con alborozo de risas y voces; pero al vernos, se callaron y se marcharon en seguida.

Permanecimos mucho rato silenciosos; cuando se hubieron marchado, agoté todas mis lágrimas y me sentí aliviada. Miré a Sergio. Estaba con la cabeza apoyada en la mano, y parecía querer decir algo en respuesta a mi mirada, mas se limitó a suspirar penosamente y recobró su postura.

Me acerqué a él y aparté su mano. Entonces su mirada se fijó pensativamente en mí.

—Sí —dijo, como siguiendo el hilo de sus ideas—. Para todos nosotros, y en particular para vosotras, las mujeres, es absolutamente necesario haberse acercado a los propios labios la copa de las frivolidades de la vida antes de llegar a saborear la vida misma. En esto no se cree nunca la experiencia ajena. En aquella época, tú no habías adelantado mucho en la ciencia de las frivolidades seductoras y graciosas. Te dejé, pues, sumergirte en ellas un momento; no tenía derecho a prohibírtelo por lo mismo que para mí hacía tiempo ya que aquella hora había pasado.

—¿Por qué me dejaste vivir en el seno de estas frivolidades, si me amabas?

—Porque tú no habrías querido, ni siquiera habrías podido creerme; era necesario que aprendieras por ti misma, y has aprendido.

—Razonabas mucho —dije—. Señal que me amabas poco.

Recaímos en el silencio.

—Es muy duro lo que acabas de decir, pero es la verdad —continuó Sergio, levantándose de pronto y empezando a pasear por la terraza—; sí; es la pura verdad. He sido culpable —añadió, deteniéndose delante de mí—. O no debí permitirme amarte en absoluto, o debía amarte más simplemente, sí.

—Sergio, olvidémoslo todo —dije tímidamente.

—No; lo que ha pasado no vuelve jamás; no se vuelve atrás nunca… —y su voz flaqueó al decir esto.

—Todo ha vuelto ya —le dije yo a mi vez, poniendo la mano sobre su hombro.

Sergio cogió mi mano y la oprimió.

—No, no he dicho la verdad cuando he pretendido no echar de menos el pasado; no, siento añoranza de tu antiguo amor; lloro ese amor que ahora ya no puede subsistir. ¿Quién es en ello culpable? No lo sé. El amor puede aún existir, pero ya no es el mismo; su sitio está aún ahí, pero dolorido; no tiene fuerza ni sabor; el recuerdo y el reconocimiento no se han desvanecido, pero…

—No hables así —le interrumpí—. Que renazca entero, como fue en otro tiempo… ¿es posible? —pregunté mirándole a la cara. Sus ojos estaban serenos, tranquilos, y al detenerse ante los míos, habían perdido su expresión profunda.

Mientras le hablaba, sentía ya que mi deseo, que el objeto de mi pregunta no eran irrealizables. Sergio sonrió, con una sonrisa apacible, dulce, con una sonrisa de anciano, según me pareció.

—¡Qué joven eres aún, y que viejo soy yo! —dijo—. Ya no hay en mí lo que tú puedes desear. ¿Por qué ilusionarse en vano? —añadió, sin dejar de sonreír.

Yo me mantenía silenciosa junto a él, sentía cómo mi alma recobraba más y más su tranquilidad.

—No intentemos repetir la vida —prosiguió Sergio— no intentemos engañarnos a nosotros mismos. Pero ya es una gran cosa no tener, si Dios lo permite, ni inquietudes ni turbaciones. Nada tenemos que buscar. Hemos encontrado ya y nos ha tocado en suerte buena parte de dicha. Lo que ahora hemos de esforzarnos en conseguir, es abrir el camino a éste… —dijo señalando a la nodriza, que llevando a Vania en brazos, se había aproximado y permanecía cerca de la puerta de la terraza—. Esto es lo que nos toca hacer, querida.

Y ya no era un amante, sino un viejo amigo el que me besaba.

Del fondo del jardín se elevaba, más potente y más dulce, la olorosa frescura de la noche; los sonidos lejanos esparcíase más solemnes en el aire, y sucedía a los mismos una profunda tranquilidad, mientras en el cielo se encendían numerosas como nunca las luces de las estrellas.

Miré a Sergio, y de pronto experimenté en el fondo del alma como un alivio infinito; era como si me hubiesen extirpado un nervio moral destemplado que me hiciera sufrir. Comprendí en seguida claramente y con calma, que el sentimiento que me dominara durante aquella fase de mi existencia, había desaparecido irrevocablemente, como aquella misma fase, y que su vuelta, no sólo era imposible, sino que me habría resultado penosa y hasta odiosa. Bastaba con lo ocurrido; después de todo, ¿quién me asegura que fuese realmente tan hermoso como me parecía aquel tiempo que consideré feliz? ¡Qué lejos, a qué enorme distancia lo veía en aquel instante! ¡Y había durado tanto, tanto!

—Me parece que es hora de tomar el té —dijo Sergio dulcemente, y nos trasladamos juntos al salón.

En la puerta encontré a Macha con la nodriza. Tomé al niño en mis brazos; tapé sus piececitos desnudos; lo estreché contra mi corazón, y le besé, rozando apenas sus labios. Medio dormido como estaba, agitó sus bracitos, extendió los dedos regordetes, y abrió sus ojos turbados, como cuando uno trata de encontrar o recordar alguna cosa. De pronto, sus ojos se fijaron en mí; brilló en ellos una chispa de inteligencia; sus labios carnosos y alargados se estremecieron en una sonrisa. «¡Eres mío, mío, mío!», pensé con una especie de deliciosa tensión que se propagaba a todos mis miembros, y lo estreché contra mi seno, procurando, no sin cierta dificultad, no hacerle daño alguno. Después volví a besar sus piececitos fríos, su pecho, sus brazos y su cabecita apenas cubierta de cabellos; mi marido se acercó, tapó rápidamente el rostro del niño, y luego descubriéndolo de nuevo, exclamó, tocándole el mentón con el dedo.

—¡Iván Sergueitx!

Pero yo volví a tapar el rostro de Iván Sergueitx. Nadie excepto yo, debía contemplarlo largo rato. Observé a mi marido: sus ojos reían al fijarse en los míos, y aquélla fue la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que experimenté una gran dulzura y un sentimiento de alegría al contemplarlos.

Aquel día terminó mi novela matrimonial; el viejo sentimiento quedó con aquellos gratos recuerdos que no se podían revivir, y un nuevo sentimiento de amor a mis hijos y al padre de mis hijos, inauguró el comienzo de otra existencia, dichosa en distinto sentido, y que no he agotado aún a la hora presente, convencida de que la realidad de la dicha está en el hogar y en el seno de las más puras alegrías de la familia…

 

FIN

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