Katerina

Katerina


XXIX

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XXIX

Yo no sabía qué hacer, y caminé hacia la salida. Me sentía en paz. Las verdes praderas se extendían ante mí. Los años en la cárcel hicieron que mi corazón se olvidase de mucha gente, pero no de los prados. Unos cuantos animales abandonados pastaban en las zanjas. Por el aspecto de estos animales, supe que había sido un año lluvioso, que los cultivos se habían dado bien y a su debido tiempo, y que también la cosecha había sido puntual. En épocas de cosecha, mi madre era como un viento tempestuoso. Prefería a los temporeros antes que a mi padre, que no conocía la devoción al trabajo. Cuanto más viejo se hacía, más perezoso. Mi madre, por el contrario, nunca descansaba. Trabajaba desde la mañana hasta última hora de la noche. Al finalizar la cosecha, llevábamos los sacos de grano al molino de harina, donde la gente reñía y se insultaba. Recuerdo que, en una ocasión, apuñalaron a un hombre en el pecho.

Me volví y vi que la cárcel seguía de pie en su sitio. Desde allí parecía desvencijada. Vistos en conjunto, los edificios recordaban los refugios que se construyen los campesinos en la época de la cosecha. El miedo era infundado: toda la fortaleza tenía aspecto precario, y hasta las vallas estaban hechas con descuido.

Por alguna razón, quería ver qué me había quedado de aquellos años de reclusión, y lo único que veía eran brotes de remolacha entre la nieve. La gente que me había rodeado, y hubo años en que no estuve en régimen de aislamiento, no me habían dejado ni el recuerdo de sus rostros ni su olor.

No lejos de allí, las presas iban en grupo levantando columnas de polvo, y por un momento creí que sería así para siempre. Yo las miraría desde lejos, y ellas se dirían cosas en voz baja unas a otras y, aun si nos movíamos, no se acortaría la distancia entre nosotras. Esa idea hizo temblar en mí un miedo antiguo.

Fui hacia las zanjas. Las vacas levantaron la cabeza; yo me acerqué y les toqué la piel. Hacía muchos años que no tocaba un animal. De hecho, no lo hacía desde que me había ido del pueblo. Luego, caí de rodillas y arranqué puñados de hierba.

El tacto de la hierba fresca me conmovió, y volví cuesta arriba, hacia la parte superior de las colinas, que me recordaba la casa de mi tía Fanka. La tía Fanka, la hermana de mi madre, era una mujer muy especial. Vivía en las afueras del pueblo, en la cima pelada de una colina, y no necesitaba a nadie. Yo solo la vi una vez, pero su delgado rostro se me quedó grabado; tenía un tipo de espiritualidad que no se encuentra entre los rutenos. Esa cara no se me había revelado en muchos años, pero de repente, como salida de las profundidades de la oscuridad, apareció de nuevo.

Al pie de la colina se veía un estanque lleno hasta los bordes. Ese tipo de estanques se encuentran en los alrededores de todos los pueblos: aquí vienen a dar de beber a los animales, y los chicos a bañarse. Una vez, Waska me había llevado al estanque, pero era recatado y no me tocó los pechos.

Se veían unas cuantas balas de paja abandonadas junto a un roble. Me acerqué a ellas y dije, «Descansaré un poco». La paja seca me hizo caer en un sueño profundo, una ensoñación sin visiones. Al principio era ligero como un vuelo, pero se hizo más denso durante la noche, arrastrándome hacia abajo. De no haber sido por la sed que me despabilaba de vez en cuando, dudo de que hubiera vuelto a despertar.

Una lluvia súbita me hizo dejar las balas de paja, y me cobijé bajo un árbol. No se veía a nadie hasta donde alcanzaba la vista, solo campos de rastrojos amarillentos, con matices azules como de ámbar oscurecido. No había visto un color amarillo como aquel en muchos años. Sobre mí cayó el temor de Dios, y me arrodillé.

La lluvia resultó ser un chaparrón de verano pasajero. Las nubes se fueron dispersando y el sol volvió a lucir en lo alto del cielo, un sol enorme y redondo como el que brillaba sobre mí en los prados, cuando era niña. También este iba descendiendo progresivamente, como si fuera a caer a mis pies. De repente, me di cuenta de que todo lo que veía no era sino un fragmento de una visión cuyo inicio estaba muy lejos de mí, cuyo centro estaba dentro de mí, y de que lo que se revelaba frente a mí en ese momento era meramente un pasaje iluminado que llevaba a un amplio túnel. La luz era potente y se derramaba a mis pies; me pareció que había estado en ese mismo lugar años atrás, pero por entonces bullía la vida, rostros me rodeaban y yo los observaba.

Se acercaba la puesta de sol cuando una carreta pasó cerca de mí. Una campesina, cubierta con una pañoleta rústica azul, dirigía indolentemente sus caballos. Cuando la tuve cerca, le pregunté: «¿Dónde está la ciudad?», e inmediatamente la palabra que acaba de pronunciar me hirió como un rayo.

—Por aquí no hay ninguna ciudad. Está usted en pleno campo, Madre —la mujer me habló de esta forma anticuada, justo como hablábamos en mi casa, en pleno campo.

—¿Y dónde están los judíos? —le pregunté, y supe de inmediato que la pregunta estaba fuera de lugar.

—¿Por qué lo pregunta, Madre? —me contestó, dejando ver su cara, una joven cara femenina, dentro de la pañoleta.

—No lo sé —dije.

Tras un instante de sorpresa, la mujer dijo:

—Se los llevaron.

—¿Adónde se los llevaron? —pregunté otra vez, con una voz que no era la mía.

—A su destino, ahí se los llevaron, Madre. A su destino. ¿No lo sabe? —había ingenuidad en su rostro.

—¿Y tú no tienes miedo? —dije sin pensarlo.

—No hay de qué tener miedo, Madre. Dios se los llevó. ¿Y usted de dónde viene, Madre?

—De la cárcel.

—Gracias a Dios —dijo, santiguándose—. Alabado sea Dios que pone en libertad a los presos. ¿Estuvo usted allí mucho tiempo?

—Más de cuarenta años.

—¡Dios nos asista! Coja un poco de fruta de temporada —dijo, ofreciéndome un puñado de ciruelas.

—Gracias, hija mía.

No había visto ciruelas desde que había entrado en la cárcel. A veces alguien conseguía colar en los barracones alguna manzana pasada, y las engullíamos a toda velocidad, con corazón y todo. La vista de las ciruelas me conmovió, como si fueran un regalo del cielo.

—Gracias por este precioso regalo, hija mía. Nunca lo olvidaré. Que Dios recompense tu bondad con todas las cosas buenas y preciosas que Él tiene.

—Gracias por la bendición —dijo, inclinándose como hacemos en el campo—. ¿Cuál es su nombre, Madre?

—Katerina.

—¡Dios Todopoderoso! —dijo, abriendo los ojos de par en par—. ¡Usted es Katerina, la asesina!

Y, sin un instante de demora, como quien se ha encontrado con el mismo diablo por el camino, levantó la fusta y azotó a los caballos en la grupa. Los animales, sorprendidos por el latigazo súbito, se irguieron sobre las patas traseras y salieron a toda prisa, arrastrando la carreta.

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