Katerina

Katerina


II

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II

Pocos meses después de la muerte de mi madre, Padre trajo a casa a una nueva esposa; una mujer alta, grande, que nunca decía ni una palabra. Tenía personificada en la cara la montaña de la que venía: era una cara oprimida, como la de una bestia de carga. Padre le hablaba a gritos, como a una sorda.

—¿Qué haces? —me preguntaba la mujer, en tono amenazante.

—¿Yo? —y yo retrocedía, del miedo que me daba.

—Tienes que trabajar —decía—. No puedes sentarte sin hacer nada.

Yo pasaba gran parte del día al aire libre. Ya entonces sabía que esta vida iba a pasar y que entonces otra vida, diferente y muy lejana, emergería de esta. Veía a mi madre en sueños cada noche y, como siempre, estaba muy atareada con el trabajo doméstico, con las deudas y los animales enfermos. «¡Madre!». Yo quería tenerla cerca de mí, pero ella, como en vida, estaba enfadada con todo el mundo. Le contaba que Padre había traído a casa a una nueva esposa; parecía que alcanzaba a comprenderlo, pero hacía oídos sordos.

En el otoño, me fui de casa. «¿Adónde?», me preguntó mi padre.

—A trabajar.

—Ten cuidado, y no te apartes de la buena senda —me previno y, sin añadir ni una palabra más, desapareció de mi vida.

Mi padre era fuerte; no se atrevía a atacar a mi madre, pero he oído que golpeaba con saña a su segunda esposa. Me contaron que en los últimos años de su vida cambió mucho y empezó a ir a la iglesia los domingos.

Oigo a mi madre como un rumor bullente, pero veo a mi padre ante mí como negándose a abandonar este mundo. Una vez, en verano, hace muchos años, estaba mi padre apoyado en una larga horca y empezó a chasquear los labios en dirección a las vacas, como si estuviera tirando besos a unas mozas descaradas. Las vacas le miraban sonriendo, y eso le hizo gracia y siguió. Una extraña intimidad crecía entre él y las vacas.

Aquel verano, cuando yo estaba en tercer grado, oí de repente la voz de mi padre cuando yo salía para el colegio. «¿Adónde va?».

—Al colegio —respondió mi madre sin levantar la cabeza.

—¿Y qué falta le hace? Allí no aprenden nada.

—Tú no eres cura, y el cura nos ha mandado que enviemos a las niñas al colegio.

—Yo digo que no —dijo, como a propósito.

Pero mi madre no se alarmó, y le dijo:

—Hay un Dios en el cielo que es el rey y es el padre, y nos mandan obedecerle a Él, no a ti.

Madre era una mujer fuerte y valerosa. Ese coraje lo vi un invierno, cuando peleó con un ladrón de caballos que tuvo que huir para que no lo matara. Pero no me legó ese valor, no sé por qué. Yo tenía miedo hasta de las sombras; por la noche, incluso los grillos me llenaban de inquietud.

Este lugar apartado no me procuraba felicidad alguna, pero mis primeros recuerdos siguen claros como el agua; las lluvias, por ejemplo, aquellas lluvias furiosas, las lluvias torrenciales como las llaman aquí. A mí me encantaban las lluvias súbitas del verano, y la bruma que se alzaba desde los prados tras el chaparrón.

Nunca veo juntos a mi madre y a mi padre. Como si nunca hubieran estado juntos. Cada uno tenía una relación especial con los animales; mi madre se ocupaba de ellos con dedicación, pero de forma fría; para ella, una vaca sana era como si no existiera. Por el contrario, mi padre tenía una relación provocadora con ellas, como si fueran mujeres a las que fuera a seducir.

Mi madre le despreciaba por ese comportamiento. Después de su muerte, yo empecé a ir ocasionalmente a la ermita; me parecía verla tumbada sobre el gran icono, rezando junto a la Sagrada Madre. Yo me sentaba y miraba rezar a las mujeres, unas mujeres desoladas, que a veces me daban un pedazo de pastel y me bendecían. Allí, entre los cirios humeantes, el moho y las ofrendas, aprendí a observar a la gente.

Mi padre y su nueva esposa, al parecer, no llevaban una vida feliz. El espíritu de mi madre les acechaba desde cada esquina. La nueva esposa, la extraña, se esforzaba en vano por arrancarla de sus dominios. Más de una vez la oí refunfuñar: «Parece que no soy capaz de hacer nada. En mi casa todo el mundo estaba contento conmigo y aquí todo lo hago mal». Padre, por supuesto, no aceptaba estas excusas y, cada vez que el pan se quemaba en el horno o la comida se estropeaba, le pegaba. Ella chillaba y amenazaba con huir a su casa. Años después, oí que también ella repartió a gusto, y cuando mi padre se puso enfermo le trató mezquinamente. Hubo rumores de que le había envenenado. ¿Quién lo sabe? También ella está en el reino de la verdad. Si pecó, pagará sus deudas; al final, todas las cuentas se saldan.

De otra cosa, y no pequeña, se hablaba también entre susurros en mi casa: los bastardos de mi padre. Mi madre, por supuesto, nunca se lo perdonó, y le recordaba sus pecados uno por uno. Cada vez que mencionaba el asunto, una extraña sonrisa se le extendía por el rostro, como si ya no fuera un pecado sino un desliz trivial. Mi padre tenía dos bastardos de la misma mujer, una notoria libertina. De muy pequeña, yo los había visto con mis propios ojos: unos jóvenes robustos, sentados en una carreta estrecha conducida por dos caballos flacos. La forma en que estaban encaramados en aquella carreta tan pequeña me hizo reír. Al volver a mirarlos, me di cuenta de que se parecían a mi padre. «Los míos mueren y sus bastardos viven y prosperan», oí decir a mi madre más de una vez, rechinando los dientes.

Abandoné mi hogar sin pena ni remordimiento, por el sendero lateral que todo el mundo llama el camino de los judíos. Aquí, en primavera como en invierno, se reunían los judíos, delgados como saltamontes, para vender su mercancía. Eran una de las maravillas que más miedo me daban en la infancia. Con su aspecto, con su forma de sentarse y regatear, no parecían seres de este mundo, sino unos espectros negros a punto de saltar sobre aquellas patitas de alambre. «No vayas allí», oí decir a mi madre más de una vez. La advertencia solo servía para aumentar mi curiosidad y, cada vez que aparecían, allí estaba yo. Los judíos solían colocar unas maletas en el suelo y extender su mercancía para que todos la vieran. Tenían muchas formas de exhibirla: en cuerdas colgadas de árbol a árbol, en mostradores improvisados, sobre las ramas, o simplemente en el suelo. Aquellas maletitas arrugadas resultaban estar llenas de tesoros: camisas de colores, medias, zapatos de tacón y lencería bordada; casi todo ropa de mujer y confecciones femeninas. Las mujeres se tiraban como buitres encima de las prendas y robaban todo lo que podían. A mí me encantaban los olores de la ciudad, embebidos en aquellos camisones bordados.

Si ignorabas su presencia atemorizante, el espectáculo era entretenido. Yo envidiaba a las mujeres que iban a regatear y a comprar cosas nuevas, que les envolvían en papel y cartones. Yo nunca tenía ni un centavo. Una vez le pedí a mi madre que me diera una moneda para comprar caramelos, y me riñó diciendo: «No vayas allí. Los judíos te timarán». Pero yo me pasaba horas allí sentada. Los vendedores ambulantes eran rápidos y vivaces, y a veces parecía que no anduvieran sobre piernas humanas sino sobre patitas de ave que les permitieran saltar. De vez en cuando, aparecían súbitamente unos cuantos campesinos que los espantaban a latigazos y, en una ocasión, al salir corriendo, se dejaron un par de medias de colores. Cuando se las enseñé a mi madre, me dijo: «No te las pongas ahora, guárdalas para los días de fiesta».

Casi siempre estaban vendiendo hasta que anochecía. Entonces volvían a guardar lo que les había quedado y desaparecían. Una vez un judío se presentó en nuestro patio y nos ofreció su mercancía. Era alto y delgado, con barba negra y el cuello flaco y largo. Yo jamás había visto una nuca tan desnuda en toda mi vida.

Con el tiempo, me habitué a ellos, y a veces robaba alguna prenda de ropa o un saquito de caramelos. Recuerdo aquellos hurtos perfectamente; en ellos había algo de triunfo, y alegría reprimida sobre el miedo, porque robarles no estaba prohibido: como decía mi madre, el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

Una vez vino a buscarme mi prima María:

—Los demonios ya llegaron, ¿qué haces aquí?

—¿Qué demonios?

—Los demonios con las maletas.

—Me has asustado, María.

—No hay que asustarse —me dijo sin inmutarse—. Si te acostumbras a ellos, les puedes sacar lo que quieras.

Mi prima María tenía siete años más que yo. Había trabajado para los judíos, y los conocía de primera mano. También ella, como todos nosotros, los odiaba, pero ya sabía que no hacían ningún daño aparente, y que no envenenaban a nadie. María tenía vestidos y ropa interior que le habían dado, y una vez me trajo una combinación bordada y me la regaló.

Mi prima María, que en paz descanse, era, Dios la perdone, más fría que un témpano. No conocía la palabra miedo. Más de una vez la vi rajar un cerdo: le clavaba el cuchillo sin repugnancia, y cuando el pobre bicho chillaba, ni siquiera le cambiaba la cara. En una ocasión la oí jurar como uno de los campesinos. Recuerdo que una vez, por la primavera, se fue a uno de los puestos, escogió una blusa muy bonita y preguntó el precio. El judío dijo una cifra.

—No traigo dinero hoy —dijo ella—. Te la pago la próxima vez.

—No te la vendo —dijo el judío.

—¿Cómo que no me la vendes? —María le habló en tono normal, pero con firmeza—. Te arrepentirás.

—Yo no le he hecho daño a nadie —el hombre levantó la voz.

—Si no me la das, mi hermano te matará como a un perro en el campo —le dijo ella entre dientes.

—No tengo miedo —gritó el judío.

—Pues vaya cosa, que te maten por una blusa —susurró ella, echando a correr con la prenda. El judío estuvo a punto de seguirla, y llegó a dar un par de pasos, pero no fue muy lejos.

Aquella misma noche, María me explicó:

—Los judíos tienen miedo a la muerte, no como nosotros. Ese miedo es su problema, su punto débil. A nosotros nos da igual tirarnos desde un puente, pero a ellos no. Esa es la diferencia, ¿me entiendes?

María, Dios la perdone, era una descarada. Hasta yo le tenía miedo.

En el pueblo, los judíos aparecían en cualquier momento, y en lugares donde no esperabas verlos, junto al lago o detrás de la ermita. Su forma de vestir los hacía destacar; la gente les pegaba o los perseguía, pero ellos, como los cuervos, siempre volvían, en cualquier época del año.

—¿Por qué son así? —le pregunté una vez a mi madre.

—¿No lo sabes? Ellos mataron a Jesús.

—¿Ellos?

—Ellos.

No pregunté más. Tuve miedo de preguntar. Se me aparecían en sueños y pasé muchas noches negras por su culpa. Siempre con el mismo aspecto: delgados, morenos, saltando sobre las patas de pájaro y levantando el vuelo de repente. Una vez, me acuerdo, se me acercó un judío en medio del campo y me ofreció un caramelo. Pero tuve tanto miedo que salí corriendo como si huyera de un demonio.

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