Katerina

Katerina


III

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III

Dos días caminé por los senderos llenos de barro. El otoño había llegado ya por todas partes, lluvia y densas nieblas, pero más amargo que todo ello era la mirada indiferente de mi padre. Me abandonó como se abandona un animal enfermo al que uno no quiere matar de inmediato. Yo no tenía miedo de los perros; estaba acostumbrada a los perros. Cada vez que me cruzaba con uno, me quedaba quieta y me hacía amiga suya, porque entiendo el lenguaje de los perros. Me basta juzgar la forma en que ladran para saber si están contentos o enfadados. Los perros vagabundos son mudos. No es fácil reconocerlo, pero estamos más cerca de los animales que de los humanos. ¿Cuántos amigos se gana una persona en toda su vida?

Entre una lluvia y otra, cogía una manzana o una pera, me sentaba, y trataba de aferrarme a la memoria de mi madre. Cuando uno tiene un alma cercana, uno se aproxima a los muertos. Mi madre, en vida, fue una mujer amargada, y esa amargura se incrementó con la muerte. Más de una vez pedí compasión para ella. Hasta en el mundo de los muertos está consumida de amargura. ¿No nos libera la muerte de nuestros afanes mundanos? ¿Es que todo lo que hicimos, nuestras estupideces y nuestras porquerías, están vinculados a nosotros eternamente?

Por la noche, dormía en algún granero o en un cobertizo abandonado. Desde muy pequeña estaba acostumbrada a la humedad. Quien nace en un pueblo sabe que la vida no es un eterno festejo. Yo no lloraba, ni le echaba la culpa a nadie, pero me detenía junto a la ermita para rezar. En las bajas y humildes capillas aprendí a orar. Es difícil superar el orgullo y caer de rodillas, pero cuando uno deja su casa y no tiene ningún otro hogar en el mundo, las rodillas caen de por sí. En esas pobres ermitas se aprende cómo acercarse al prójimo con compasión. Al lado de esas casas de devoción, la gente me ofrecía un pedazo de pastel o de queso. Un campesino hasta me dio una moneda. Pero eso no sucedía siempre. Alguna vez vi a alguna paisana salir de la ermita y arrojarse sobre su animal para golpearlo salvajemente, como si no fuera una bestia muda sino un delincuente de nacimiento.

Una noche llegué a Strassov, ciudad que consistía en una calle y una bulliciosa estación de tren. María me había hablado mucho de la ciudad, pero lo que vi no era como lo había imaginado. La gente se agolpaba cerca de las salidas, los trenes iban y venían y unos hombres robustos cargaban sacos de grano en los andenes.

—No permitas que te toquen —me había advertido María.

Más tarde, la estación se fue vaciando, los trenes dejaron de correr, la cafetería cerró, y de las esquinas oscuras empezaron a salir mendigos y borrachos.

—¿Y tú quién eres? —me preguntó uno de los borrachos.

Yo estaba asustada, y me había quedado muda.

—¿De qué pueblo? —siguió preguntando.

Se lo dije.

—Ven con nosotros, enseguida vamos a hacer café.

Y así fue como conocí el mundo de la noche en la estación. Tenía dieciséis años. Todos me llamaban la nena, pero allí ese término no era condescendiente. Si alguien no da lo que debe, le echan hasta de esa esquina oscura y fría.

Al día siguiente empecé a lavar platos en un restaurante. Quien haya nacido en un pueblo conoce los abusos. Mi madre me pegaba, y mi padre tampoco se compadecía de mi cuerpo. El dueño del restaurante no era mejor que ellos. A última hora de la tarde, antes de pagarme, me sobaba los pechos. Por las noches, muchas manos me manoseaban. Hacía frío en la oscuridad, y la ropa de los pobres exhalaba un fuerte olor a moho. Ese olor fétido llegó a impregnarse también en mi ropa. «El cuerpo no es sagrado, no te va a pasar nada», me dijo uno de los borrachos, estirando la mano para tocarme la entrepierna.

Aquel otoño fue muy frío en la ciudad. Si hubiera tenido una habitación, habría huido, pero una persona sin habitación es como un perro callejero. Todo el mundo se mete con él. Y, ya que no tenía opción, yo me sentaba, daba mis cosas y recibía las de los demás. Daba la calderilla que había ganado, y recibía de ellos algo de beber y una taza de café. Yo sé que la bebida amortigua el miedo. Mi madre no bebía vodka fuera de casa, pero durante el frío invierno se sentaba a solas y se emborrachaba. Cuando ya estaba borracha, en su rostro volvía a insinuarse algo de cuando era joven; me contaba cosas de su pueblo natal, de las fiestas y las celebraciones. Me gustaban mucho esos raros momentos, pero al día siguiente se levantaba otra vez amargada y furiosa, y caían sobre mí rayos y truenos.

En la estación de Strassov aprendí a meterme en el cuerpo un trago de un solo golpe. Después de dos o tres, ya no sientes miedo ni dolor; hasta disfrutas de los manoseos. De hecho, ya nada te molesta: reposas la cabeza contra la pared, cierras los ojos y cantas.

Una noche, mientras estaba allí hecha un ovillo con los borrachos, ante mí apareció mi madre, despavorida y llena de ira.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —pregunté yo como una estúpida.

—¿Y tú me lo preguntas? —me contestó iracunda.

Quise ponerme de rodillas y pedirle perdón, pero desapareció, tal como lo hacía en vida, en un remolino de furia, con la urgencia de quien no tiene en cuenta la opinión de nadie. Al día siguiente le conté a otra borracha mi sueño. Ella hizo un gesto de desdén con la mano y me dijo: «No la escuches. Mi madre también solía atormentarme en sueños. Yo no creo en nadie, ni en los muertos. Todo el mundo intenta aprovecharse de ti. Yo no volvería a mi pueblo por nada del mundo. Para mí, mi cuerpo no vale nada en absoluto. Si alguien quiere acostarse conmigo, le dejo. Así los dos estamos más calentitos».

De esta forma iban pasando los días, sin ver el final. En el restaurante, no sé por qué, me despidieron. Ahora no tenía ni un centavo, y robaba lo que tuviera a mano. Más de una vez me sorprendieron, y más de una vez me pegaron, pero yo no lloraba ni imploraba compasión. Solo apretaba los dientes.

Las promesas que me hacían los chicos fueron mentira. Durante el otoño me sobaron todo el cuerpo, pero cuando el frío del invierno se hizo más glacial, desaparecieron dejándome con los enfermos y los viejos. La gente vieja sabe cuándo se acerca el fin, y se acurrucan en una esquina para esperarlo en silencio. Se dice que morir de frío no duele, pero yo he visto con mis propios ojos cómo la gente se retuerce bajo las quemaduras del frío y gime de dolor. ¿Quién les escucha en el ajetreo de una estación de tren? Cada uno va a lo suyo. Durante aquel invierno, maldije a mi padre por no haberme dado ni un centavo para mantenerme.

Pero no hay oscuridad absoluta, aunque a veces lo parezca. Mientras estaba allí, abandonada en aquella bulliciosa estación, una mujer baja se me acercó y me dijo sin más: «¿Quieres trabajar para mí?». No sé qué aspecto tiene un ángel de Dios, pero aquella voz me sonó como venida de las alturas. Mirándola de cerca, me di cuenta de que su rostro, envuelto en un chal, no era suave. Tenía cierta severidad coagulada en los ojos. A mí no me gusta la gente baja: siempre me provocan cierto desasosiego y sentido de culpa. «Pero si alguien se ofrece a resguardarte del frío, debes quererle», me dije, y fui tras ella.

—¿De dónde eres? —me preguntó.

Se lo dije.

—¿Y alguna vez has visto judíos?

—A veces —sonreí.

—Yo soy judía. ¿Te doy miedo?

—No.

—Pero, antes de nada, debes tomar un baño.

Hacía meses que mi cuerpo no veía el agua. Mi ropa estaba empapada de olor a moho, vodka y tabaco; uno se acostumbra a la mugre y deja de notarla. En aquel momento, allí desnuda, el miedo me recorrió todo el cuerpo y me hizo estremecer. Por todas partes aparecían judíos que se quedaban junto a mí, todos con el mismo aspecto: un hombre flaco con una espada desenvainada en la mano. Yo caí de rodillas y me persigné. Mis pecados habían llegado a lo alto, y ahora estaba a punto de pagar por ellos.

Aquella noche me acordé de los judíos que solían vagar por nuestro pueblo, dando brincos entre los árboles y por los patios de las casas, o junto a sus puestos improvisados, demonios vivientes, demonios que hablaban, y me acordé de los paisanos que aparecían y hacían restallar el látigo sobre ellos. Entonces, no sé por qué, me pareció que eran más ligeros, que podían saltar sobre las zanjas y por encima de las vallas; parecía que les hubieran quitado su peso terrenal. «No se les puede derrotar», oí que decía María, riéndose, «el cuerpo de un demonio no siente el dolor». Los paisanos seguían dándoles latigazos, y la risa de María, su risa franca, era engullida por el chasquido de los látigos. Me desperté.

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