Katerina

Katerina


IV

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IV

«Estoy con los judíos», dije, y no sabía lo que decía. Aquella noche, quemé mis ropas húmedas y andrajosas. Las prendas que ya no usaba la señora de la casa me servían: estaban limpias, no olían a nada, y no sé por qué me despertaron la sospecha de que habían pertenecido a judíos muertos. La señora de la casa, al parecer, se dio cuenta de mis aprensiones, así que abrió la puerta y me enseñó el piso: tres habitaciones oscuras, no muy grandes, una salita y dos dormitorios.

—¿Habías visto judíos antes de ahora?

—Solían venir al pueblo a vender mercancías.

El trabajo era sencillo, pero agobiante. Mi padre y mi madre me habían enseñado a trabajar, pero no a ser meticulosa, y aquí había que tener cuidado hasta con el último cazo. El señor de la casa, un hombre alto y reservado, solía sentarse a la cabecera de la mesa y, tras recitar la bendición, no decía ni una palabra más. La religión de los judíos, por si ustedes no lo saben, es sobria.

La señora de la casa no me pasaba ni una. Me enseñó, con gran rigor, lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido. Cashrut, así es como se llama la separación entre leche y carne. Para ellos, la estricta observancia de la cashrut está conectada como una especie de preocupación continua, como si no fuera un asunto de cacharros domésticos sino de sentimientos. Durante muchos años traté en vano de entender esa preocupación.

Si no hubiera sido invierno, me habría escapado. Hasta la libertad más miserable es libertad, y aquí no había más que prohibiciones. Pero cuando me asomaba a la ventana, veía la nieve amontonada sobre los tejados, el tráfico escaso por la calle, nadie entraba ni salía de las tiendas; no tenía valor de saltar y caer sobre aquella helada.

No he mencionado aún a los dos chicos, Abraham y Meir. El mayor tenía siete años y el pequeño seis. Dos criaturas rosadas y alegres, como dos payasitos viejos, que de repente se quedaban en silencio mirándote de hito en hito con sus ojazos, como si fueras un ser de otro mundo.

Los chicos estudiaban desde buena mañana hasta última hora de la tarde. Esa no es forma de hacer estudiar a niños: se hace estudiar así a curas y monjes. Entre nosotros, se estudiaba como mucho cuatro horas al día. Pero ellos le meten a un bebé un libro en las manos antes de que abra los ojos; ¿y se asombra alguien de que tengan el rostro hinchado y rosáceo? Entre nosotros, un crío va a nadar en el río, va de pesca, y agarra un potro en plena carrera. Todo mi ser retrocedía de horror ante la visión de esos dos niños a los que llevaban a su cárcel cada mañana a primera hora. En esos momentos, odiaba a los judíos. No hay nada más fácil que odiar a los judíos.

Yo pasaba los domingos muy a menudo con los de mi propia clase, en la taberna. La mayoría trabajaba también para los judíos, algunos en sus cultivos, algunos en sus tiendas. Todos teníamos de ellos la misma impresión. Nuestra juventud, nuestra forma de disfrutar de la vida, nos hacían despreciar a los judíos: su altura, su ropa, su comida, su forma de hablar, la forma en que se vestían y en que se emparejaban. No nos perdíamos ni un detalle. Lo que no sabíamos, lo suplíamos con la imaginación, que florecía tras dos o tres tragos.

Competíamos a ver quién era más divertido. Cantábamos maldiciendo a los hijos de Satanás, para los que todo es contabilidad, dinero, inversiones e interés. Todo se hacía con medida: la comida, la bebida, el copular. Durante horas cantábamos:

Un judío paga en centavos

Y se guarda los billetes

El jueves le toca baño

Y el viernes echa un polvete

En primavera me enteré de que estaba embarazada. Tenía diecisiete años. Yo sabía que a las chicas embarazadas las despiden al instante, así que no dije ni una palabra a la señora. Hice un esfuerzo por trabajar con mucha atención, por no engañarles ni robarles, pero, en cuanto al chico que me había dejado así, lo acosé. Hizo un gesto muy raro con la cabeza y me dijo: «Deberías volver al pueblo. En los pueblos nadie da ninguna importancia a eso».

—¿No nos vamos a casar?

—No tengo ni un centavo.

—¿Y qué pasa con el niño?

—Déjalo en un convento. Es lo que hace todo el mundo.

Supe que hablando no conseguiría nada. Gritando solo le hubiera enfadado más, pero, de todas formas, ¿cómo iba a quedarme callada? Así que, como una estúpida, le pregunté:

—¿Y qué hay de tus promesas?

—¿Qué promesas? —dijo, enrojeciendo de ira. Yo me callé la boca y me di la vuelta.

Ahora no recuerdo su altura, no sé si era alto o bajo, y su rostro se me ha borrado completamente de la memoria, pero a la niña recién nacida, carne de mi carne, a ella no puedo olvidarla. Es como si no la hubiera abandonado, como si hubiera crecido conmigo. Hace años tuve un sueño, y en sueños la llevaba al altar. La joven era hermosa como un ángel, y yo la llamaba Ángela. Quién sabe, quizá todavía camine por la tierra de los vivos.

Otra vez me he adelantado a los hechos. En el quinto mes, confesé mi secreto a la señora. Estaba segura de que me iba a despedir al instante, pero, para mi sorpresa, no lo hizo. Me quedé en la casa y seguí trabajando. El trabajo no era fácil, pero ella no me apuraba ni me echaba en cara mi desgracia. Sin darme cuenta, me fui acostumbrando a los olores de la casa, a la extraña separación entre leche y carne, a la penumbra que reinaba de la mañana a la noche.

En el noveno mes del embarazo viajé hasta Moldovitsa y allí, en una casa junto al convento, pregunté a una campesina dónde podía alquilar una habitación. La anciana supo por qué había ido a preguntarle a ella, y me pidió un alquiler muy alto. Yo no tenía dinero: había robado una joya de oro y eso fue lo que le ofrecí.

—¿De dónde la has sacado?

—La heredé de mi madre.

—No perturbes el descanso de tu pobre madre, y no digas mentiras.

—¿Qué quiere que le diga, Madre?

—Di la verdad.

—No es fácil decirla, Madre.

La anciana me cogió la joya de la mano y no preguntó más.

Desde mi ventana veía los muros del convento, el campanario y los prados que lo rodeaban. Pasé muchas horas detrás de aquella ventana, y por la tarde tenía la cabeza embotada y mareos.

—Debes rezar, hija mía.

—No me resulta fácil rezar.

—Véndate los ojos con un pañuelo. Los ojos son los grandes seductores del pecado. Sin ojos es más fácil rezar.

Hice lo que me ordenaba y me até una pañoleta alrededor de los ojos.

El embarazo se prolongó más allá de su término y yo daba vueltas alrededor de los muros del convento día tras día, como los hijos de Israel marchando hacia Jericó. El deseo de entrar, de tocar el altar y prosternarme a sus pies, era fuerte, pero no me atrevía. Cuando volvía de caminar por los prados, el temor de Dios me dominaba. Conseguí controlarme durante unos cuantos días, pero al final le hablé de ello a la señora.

—¿De qué tienes miedo, hija mía? —me preguntó con dulzura.

—De Dios.

—No tienes nada que temer. Dejarás al bebé en una caja, como dejaron a Moisés, y luego el buen Dios sabrá lo que hay que hacer. Las monjas son compasivas y lo cuidarán. Todos los meses vienen aquí mujeres que dejan a sus bebés. Los niños serán educados en el convento y se harán curas o monjes.

La señora me hacía cada mañana una papilla de cereales. Yo tenía todo el cuerpo hinchado, y el cansancio me llevaba directamente al lecho. Ya no me quedaban fuerzas para acercarme a los muros del convento, ni llegaba muy lejos andando. La anciana me insistía todas las mañanas en que rezara. «No debes ser perezosa. Todos debemos levantarnos por la mañana y cumplir con nuestras tareas». Sus reproches se me hincaban en el cuerpo como espinas. Yo sabía que no había forma de compensar mi pecado.

El parto fue duro y doloroso. La partera dijo que no había visto un parto tan malo en muchos años. Si alguien va a dar a luz a un sitio así, nadie respeta su honor, y la partera no me respetaba:

—A partir de ahora, no te fíes de los hombres. ¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—¿Y cómo sé que vas a cumplir tu promesa?

—Lo juro.

—Los juramentos se quebrantan fácilmente.

—¿Qué quiere que haga, Madre?

—Te ataré una cadena al tobillo, y así siempre te recordará que no debes acostarte con chicos.

—Gracias, Madre.

—No me des las gracias. Con que no te acuestes con chicos, me doy por pagada.

Al día siguiente estuve a punto de abandonar al bebé, pero no tuve fuerzas para levantarme. La anciana no parecía muy satisfecha, pero no me echó. Se quedó junto a mi cama y me contó cosas de su lejana juventud, de su marido y sus hijos. Su marido se había ido siendo joven, y sus hijas no habían elegido el buen camino. Se habían echado a perder en la ciudad, y ahora ella no tenía nada más que esas cuatro paredes.

—¿Y dónde trabajas? —me preguntó de repente.

—Para unos judíos.

—¿Y esto es de los judíos?

—Es de los nuestros —dije yo—. Es nuestro.

Cuando anochecía, se vio más tranquila y me consoló. Las monjas del convento la criarían y la llamarían Ángela. A veces, es mejor para una persona no tener recuerdos de su padre ni de su madre: así la fe le viene directamente del cielo. Todos nacemos en pecado. Tú ya has sufrido bastante. A partir de ahora, la Iglesia se ocupará. En la iglesia todo está limpio y tranquilo. Nuestras vidas pasan como torbellinos, y allí existe la paz perfecta. No tienes que preocuparte de nada. Estás haciendo lo correcto. Sin darme cuenta, se me cerraron los ojos y me quedé dormida.

La niña mamaba sin pausa y me dejaba extenuada. Si no hubiera estado tan cansada, quizá me hubiera quedado más tiempo. Pasé una semana refugiada allí, dándole el pecho. Tras esa semana, me fallaron las fuerzas. Le pedí a la anciana que me trajera la cesta para que pudiera acolcharla con mis propias manos. La anciana me ayudó en silencio, como cómplice total. Al día siguiente, cuando la oscuridad aún cubría los prados, coloqué al bebé en la cesta. La niña dormía tranquila y no emitió ningún sonido. Crucé el jardín con largos pasos y, en la puerta del convento, reuní todo mi valor y la dejé en el peldaño de la entrada.

A veces, en las largas noches de invierno, la veo de lejos, alta y delgada, envuelta en muchos velos de luz, tan hermosa como los cuadros de las iglesias. He pasado tanto, me digo, y siento que pronto estaremos frente a frente, sin divisiones. Mi fe en el otro mundo a veces me inunda como una ola cálida.

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