Katerina

Katerina


VI

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VI

—Tienes los ojos rojos —me dijo la señora.

—Los sueños me torturan —mentí.

Mientras tanto, la vida seguía su curso: levantarse, limpiar la casa, lavar, planchar. Durante los ratos de descanso, o por la noche, les hablaba a los niños de mi casa, de los prados y los ríos, todas las cosas tan amadas que preservaba en mi interior desde la infancia. Pero, para que no pensaran que todo era apacible y agradable, me levantaba las mangas y les enseñaba las cicatrices de los brazos.

Más de una vez los contemplé mientras dormían y pensé para mí: «Ay, Dios, son tan frágiles. ¿Quién los defenderá si vienen malos tiempos? Todo el mundo les odia, y todos quieren hacerles daño». Más de una vez les hablé de esto. Los niños de su edad, en el pueblo, montan a caballo, van a recoger la hierba, afilan las guadañas. Los de diez años son como los de veinte, meten mano en todo. Nadan en el río y navegan en balsas y, cuando hace falta, también se enzarzan en peleas. Cuando les contaba todas estas maravillas, me miraban con mucha atención y asombro, pero sin miedo. Al parecer, sabían lo que podían esperar del futuro. Estaban preparados para ese futuro. Hablar con ellos, en cualquier caso, me divertía mucho: aprenden a preguntar de muy pequeños. Mis historias les hacían reír y les maravillaban. Pedían detalles, a veces los más mínimos detalles.

Por diversión, también yo empecé a preguntar. Fueron muy parcos con las respuestas; no hablan mucho. Eso es una regla general para los judíos, con la que son muy estrictos. También yo había aprendido a callarme, por otras razones. Mi madre me pegó varias veces por irme de la lengua. Desde entonces, me resulta difícil hablar.

Mientras tanto, recibí noticias de mi pueblo. Mi primo Karil me buscaba y me encontró. Las lluvias de invierno eran malas, las cosechas magras, la peste se había extendido entre el ganado. Ahora, mi viejo padre necesitaba un poco de dinero. Mi primo Karil hablaba con voz seria y mesurada. Yo me desanudé la pañoleta y le di todo lo que tenía.

—¿Tienes algo más? —preguntó.

—Esto es todo lo que tengo. —¿Cuándo tendrás más?

—Dentro de un mes o dos, cuando me den.

—Honra a tu padre y a tu madre —mi viejo primo encontró la ocasión perfecta para enseñarme una lección de moral, y añadió—: hónralos no solo de palabra, sino también con dinero.

Me hace reír la forma en que los campesinos aplican las frases de la Biblia.

En un corto espacio de tiempo, mi primo se las arregló para contarme por qué la nueva esposa de mi padre no era tan buena como mi madre. Era perezosa, se hacía la enferma, y en el verano anterior no se la había visto por el campo. Los detalles de su relato elevaban mi pueblo natal ante mis ojos, a mi padre y a mi madre. Ahora sentía la extrañeza que flotaba entre yo y ellos, como si un profundo abismo y un río negro nos separaran. Dios Todopoderoso, ¿qué había pasado? Quise gritar. Todo aquel verdor amado había sido mío en tiempos. ¿Qué me lo había arrebatado? Yo no sabía entonces que los pocos años que llevaba en la ciudad me habían moldeado, cambiándome, y que todas las posesiones que traía de la casa de mis antepasados se habían perdido. Pero no importa: yo había recibido mucho, más de lo que merecía. Los judíos no me abandonaron. Yo estuve con ellos hasta el final.

Al día siguiente brillaba un sol frío y la señora me anunció: «Se acerca la fiesta de Pésaj[2]». ¿Quién recuerda todavía un Pésaj judío por aquí? Yo soy la última, creo yo. Aquellos días no eran fáciles: trabajé mucho, fregué las ollas con arena. Luego, las sumergía en agua hirviendo, para purificarlas. Tengo aún aquellos olores encerrados en mi interior, como secretos escondidos. Años de servicio a los judíos no son cosa de risa: el aroma judío es un asunto complicado. De pequeña, había oído decir que los judíos huelen a jabón. Es mentira. Cada uno de sus días y cada una de sus fiestas tiene un olor diferente, pero los más penetrantes son los aromas del Pésaj. Viví muchos años rodeada de aquellas fragancias.

El Pésaj huele a muchas cosas, pero para mí las flores de primavera se convirtieron en flores de luto. En el segundo día de Pésaj, en mitad de la calle, mataron al señor de la casa. Un asesino cayó sobre él y le apuñaló hasta matarlo. Cada Pésaj matan a un judío, a veces a dos. Luego, en la taberna, oí cómo lo habían asesinado. Uno de los bravucones de allí había decidido que ese año mi señor sería la víctima, porque se había negado a fiarle a uno del pueblo. Era solo una excusa, claro está. Cada Pésaj hacen un sacrificio, y aquella vez le tocó a Benjamin.

Así, a plena luz del día, murió mi amado. Perdóname, Jesús, si digo algo que Te desagrade, porque si ha habido un hombre al que yo haya amado en mi vida, fue Benjamin. He amado a muchos judíos en mi vida, judíos pobres y ricos, judíos que se acordaban de que lo eran o que trataban de olvidarlo. Pasaron años antes de que aprendiera a amarlos como es debido. Hubo muchas trabas que impidieron que me acercara a ellos, pero tú, Benjamin, si me permites dirigirme a ti personalmente, tú pusiste los cimientos para mi gran amor, tú, en cuyos ojos yo no osaba mirarme, cuyas plegarias oía desde lejos, en cuyos pensamientos es posible que yo nunca llegara a entrar. Tú me enseñaste a amar.

En los preparativos del entierro, como en otros asuntos rituales, los judíos son terriblemente prácticos. Todo su dolor y su duelo se desarrollan sin una melodía, sin una bandera, sin una sola flor. Colocan el cadáver en la tumba y lo cubren rápidamente, sin demora.

Al día siguiente, tras el funeral, yo estaba segura de que todos los judíos reunirían sus enseres y saldrían corriendo. También yo sentí miedo a la muerte pero, para mi sorpresa, ni uno dejó la ciudad. La señora se sentó en el suelo con sus dos hijos, y la casa se llenó de gente. Hubo pocos llantos, nadie maldijo, nadie levantó la mano al prójimo. Dios nos dio y Dios nos quitó; ese es el versículo, y esa es la enseñanza. La opinión corriente de que los judíos son cobardes no tiene base alguna. Una gente que deja a sus muertos yaciendo en una tumba desnuda, sin adornos ni galas, no es cobarde.

Yo me mantuve recluida, para que nadie pudiera ver mi duelo. Los pensamientos me torturaron toda la semana: la visión del rostro de Jesús y del rostro de mi madre. Pero con más claridad que a ninguno veía yo a Benjamin: no como a un fantasma, sino como lo había visto durante cinco años, sentado a la mesa, el rostro concentrado, pero lleno de luz.

Tras la semana de duelo, Rosa se levantó y fue a la tienda; los niños volvieron a la escuela. La muerte de Benjamin me acompañaba a todas partes. Si no hubiera tenido miedo, habría ido a postrarme sobre su tumba. Ese duelo disimulado me hizo volver a la taberna. Tomé unos cuantos tragos. No me emborraché, pero volví a casa aturdida. Cuando iba hacia allá, me encontré con uno de mis conocidos rutenos, que me propuso pasar la noche con él.

—Estoy enferma —le dije.

—¿Qué te pasa?

—No lo sé.

—¿Por qué no dejas a los judíos?

—Son buenos conmigo.

La cara se le torció en un gesto de repugnancia, asco y desprecio. Escupió y se dio la vuelta. Ese fue el final de mis relaciones íntimas con mis paisanos rutenos. En lo más profundo de mi alma, decidí que no dejaría la casa, aunque me pagaran menos, a partir de entonces. La muerte de Benjamin me acercó a Rosa, su mujer. Hablábamos mucho de los niños, de insultos y heridas. Los judíos no se permiten a sí mismos la charla ligera, pero Rosa, en el momento del dolor, se acercó. Más de una vez nos quedamos inmersas en la conversación hasta muy tarde.

Y así se unió mi alma con la de ellos. Criaba a los niños como si fueran los míos. Rosa confiaba en mí, y no cerraba con candado los armarios ni los cajones. El reparto de la tarea era simple: ella trabajaba en la tienda, y yo trabajaba en la casa. Los niños estudiaban y sobresalían en clase y, como ella, yo me alegraba de cada uno de sus logros.

Me escapaba de mis antiguos amigos, pero ellos me seguían a todas partes, y siempre con la misma pregunta:

—¿Qué te pasa, Katerina?

—Nada, ¿qué me va a pasar? —decidí contestar.

A veces iba a la taberna y me tomaba un traguito o dos, pero no me sentaba mucho rato. La vida de mi pueblo natal me quedaba muy atrás. Seguí yendo a la iglesia, pero solo en las fiestas. Los judíos son malvados, los judíos son corruptos, hay que arrancarlos de raíz, oía en todas las esquinas. Ese runrún me recordaba los inviernos del pueblo, cuando los jóvenes del lugar se organizaban para salir a cazar judíos. Pasaban muchos días hablando sobre ello y riéndose. Para la caza llevaban caballos, perros y espantapájaros, y al final conseguían acorralar a algún judío viejo en el centro del pueblo, torturarlo y amenazarle con la muerte porque él había matado a Jesús. El anciano suplicaba que no lo mataran y, al final, tenía que pagarse él su propio rescate en dinero, y se quedaba allí como helado del susto, mucho rato después del acuerdo.

Entretanto, me enteré de que mi padre había fallecido. Nadie se molestó en informarme. Un paisano del pueblo, con el que me encontré por casualidad, me lo dijo. Cuando volví a casa y se lo conté a Rosa, me dijo: «Quítate los zapatos, siéntate en el suelo, y llora a tu padre como si hubiera muerto hoy».

—Mi padre no me quería.

—Eso no cambia nada. Tenemos el mandamiento de honrar a nuestros padres.

Esa respuesta me impresionó en su sencillez. Me quité los zapatos y me senté. Rosa me dio una taza de café. No lloré a mi padre, que Dios me perdone, sino a mi amor secreto.

Abraham y Meir me enseñaron a leer alemán, y les estoy muy agradecida. No hay placer mayor que la lectura. Abro un libro y ante mis ojos se abren puertas de luz. He ido perdiendo mi lengua materna, y cuando hablo ahora con un campesino, se me mezclan palabras en yiddish con mi idioma. El paisano se ríe y me pregunta: «¿De dónde eres?». Y, cuando le digo que soy rutena, una hija de este pueblo, me reprende. Un campesino me maldijo a voz en grito, diciendo que yo era una bruja, peor que el demonio.

Ciertamente, tras la muerte de Benjamin adelgacé. Ya no tenía los andares de antes, me costaba digerir la comida que no fuera judía y el vodka me daba ardor de estómago, pero no estaba débil ni enferma. Muchos sueños llenaban mi descanso, y eso no era buena señal. Todos los sueños auguran enfermedad. A veces me parecía ver ángeles negros y a veces aves de rapiña. Cuando me levantaba, el olor de la sangre me rodeaba por todas partes. Esos sueños volvían noche tras noche. No le había hablado a Rosa de ellos, pero por fin ya no pude retenerlos más, y se lo conté. La respuesta de Rosa me sorprendió: «¿Y qué querías? Están siempre ahí, acechando».

Al parecer, no era consciente de cuánta razón tenía. En Jánuca, las hordas brotaron de las tabernas y saquearon todas las tiendas judías. Había mucha nieve, las carreteras estaban cortadas y nadie acudió a los gritos de socorro. Los brutos hicieron su sangriento trabajo sin cortapisas. Tampoco pasaron por alto a las mujeres ni a los viejos. Sus gritos se elevaron hasta el cielo, pero nadie vino en su ayuda.

Al día siguiente la policía contó veintiún muertos, entre ellos tres niños. Rosa había protegido su tiendecita con fiera tenacidad, pero las hordas fueron más fuertes, y la estrangularon.

Nunca olvidaré aquel funeral en la nieve. Los muertos eran más que quienes los lloraban. La nieve cayó sin tregua, y el silencio era como hielo. Los campesinos se encerraron en sus casas como bestias salvajes en sus guaridas. Yo apreté a los niños contra mi pecho y juré sobre la tumba de Rosa que no los abandonaría.

A veces me parece que el tiempo ha detenido su fluir: estoy aún en casa, junto a la pila, lavando sus camisas, sacando brillo a sus zapatos y acompañándolos al colegio. El aire, fuera, es claro. Con los años, su claridad solo se ha hecho más pura. Mi amor por Benjamin no decayó, ni quedó olvidado. Lo veo a veces claramente, pero Rosa está más cerca de mí, como una hermana. Con ella puedo conversar en cualquier momento, y durante horas. Y es siempre como si estuviera sentada a mi lado, con un sentido práctico sin mancha. Hubo un tiempo en que yo no era capaz de valorar como esa rectitud. Ahora sé que vosotros, queridos míos, sois mi raíz en este mundo. He servido en muchas casas durante mi larga vida, he amado a mucha gente y algunos de ellos me amaron a mí, pero de ti, Rosa, recibí valor y paciencia.

Ahora, Dios Todopoderoso, no hay otra alma cerca mí en la tierra. Todos han perecido con muertes horribles. Ahora solo yo los guardo en mi interior. Por la noche, los siento. Se apiñan cerca mí, juntos, y con todas mis fuerzas intento protegerlos. Todos a mi alrededor son delatores y malvados. Nadie es honrado ni nadie tiene compasión.

A veces oigo sus voces, bajas pero muy claras. Entiendo hasta la última palabra. El vínculo no se ha roto, gracias a Dios, y continuamos nuestra larga conversación del verano, las buenas charlas del invierno y vosotros, hijos míos, Abraham y Meir, vuestros uniformes planchados, los maletines atados a la espalda y los excelentes boletines de notas… estáis todos conmigo. Los años no os han hecho separaros de mí. Ahora estoy aquí y vosotros allí, pero no alejados, y no extraños.

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