Katerina

Katerina


XXXIII

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XXXIII

Pasada la Semana Santa, como ya he mencionado, volví a mi aldea natal, a la granja de mi padre, pequeña y ruinosa, en la que no queda en pie construcción alguna excepto esta cabaña en la que vivo. Pero tiene una ventana, abierta de par en par, que deja entrar todo el ancho mundo. Mis ojos, a decir verdad, ya no son lo que eran, pero aún late en ellos el deseo de ver. A mediodía, cuando más potente es la luz, frente a mí se extiende un paisaje abierto que llega hasta los márgenes del Prut, que en esta época tiene el agua de color azul y vibra esplendoroso.

Dejé atrás este lugar hace más de sesenta años —hace sesenta y tres años, para ser exactos—, pero no ha cambiado mucho. La vegetación, esa verde eternidad que envuelve estos montes, conserva su verdor. Si los ojos no me engañan, está todavía más verde. Algunos árboles de mi lejana infancia siguen en pie, con hojas brotando, y las colinas tienen aún ese movimiento encantador, como de olas. Todo sigue en su sitio, menos la gente. Se han ido todos, y ya no están.

Por la mañana temprano, aparto las envolturas que oscurecen los largos años y los examino, observándolos en silencio, cara a cara, como dicen las Escrituras.

Las noches de verano en esta época son largas y espléndidas; en el lago se reflejan no solo los robles, sino hasta los humildes juncos que se nutren de sus aguas claras. Siempre me ha gustado este lago humilde, pero especialmente durante esas brillantes noches de verano, cuando se difumina la línea que separa tierra y cielo y todo el cosmos queda bañado de luz celestial. Los años que pasé en tierra extraña me distanciaron de estas maravillas y me las borraron de la memoria, pero parece que no del corazón.

Ahora sé que esta luz es lo que me hizo volver. ¡Qué pureza, Dios mío! A veces siento el deseo de extender la mano y tocar la brisa que viene a mi encuentro por el camino, porque en esta época es suave como la seda.

Cuesta dormir en estas brillantes noches de verano; a veces me parece que es pecado dormir en medio de tanto brillo. Ahora entiendo lo que dicen las Sagradas Escrituras: «Él, que extiende los cielos como un tenue velo». La palabra velo siempre me sonaba rara, lejana; ahora veo ese velo.

Caminar me resulta muy difícil. Si no tuviera mi ancha ventana, abierta de par en par, que me saca de aquí y me vuelve a traer adentro, estaría encerrada como en la cárcel, pero esta abertura me concede la gracia de dejarme salir con facilidad y vagar por los prados como cuando era joven. A última hora de la tarde, cuando la luz va muriendo en el horizonte, vuelvo a mi jaula, saciada mi hambre y aplacada mi sed, y cierro los ojos. Entonces me encuentro con otros rostros, unos rostros que veo por primera vez.

Los domingos, reúno todas mis fuerzas y bajo hasta la capilla. La distancia entre la capilla y mi cabaña no es grande, un cuarto de hora a pie. De joven, yo salvaba esa distancia de un salto. En aquella época toda mi vida era como una única bocanada de aire, pero hoy, aunque cada paso me duele, ese paseo aún me resulta precioso. Las piedras me despiertan el recuerdo, más bien el recuerdo anterior al recuerdo, y veo no solo a mi madre que en paz descanse, sino a todos los que alguna vez anduvieron por este camino, todos los que cayeron de rodillas, lloraron y rezaron. No sé por qué, ahora me parece que siempre llevaban abrigos de pieles. Será por un campesino anónimo que una vez vino aquí en secreto, rezó, y luego se quitó la vida. Sus gritos me perforaron las sienes.

La capilla es antigua y desvencijada, aunque tiene encanto en su sencillez. Los puntales de madera que instaló mi padre todavía la sostienen. Mi padre no era muy mirado con el culto, pero creía que era su obligación cuidar de nuestro pequeño santuario. Recuerdo, aunque como en penumbra, las vigas que trajo a hombros, gruesos troncos, y cómo los clavó en la tierra con un enorme mazo de madera. Por entonces mi padre me parecía un gigante, y su trabajo era el trabajo de los gigantes. Y esas vigas, aunque ahora están podridas, siguen bien arraigadas al suelo. Los objetos inanimados tienen larga vida; solo el hombre es arrancado antes de tiempo.

¿Quién iba a pensar que yo volvería? Yo había borrado este primer seno familiar de mi memoria como un animal, pero la memoria de una persona es más fuerte que ella misma. Lo que el deseo no hace, se hace por necesidad, y la necesidad llega a ser, al cabo, deseo. No lamento haber vuelto. Al parecer, estaba de Dios.

En el banco que hay a la entrada de la ermita me quedo sentada una o dos horas. Aquí el silencio es muy grande, quizá gracias al valle que rodea el lugar. Cuando era pequeña correteaba detrás de las vacas y las cabras por estos senderos. Qué ciega y maravillosa era entonces mi vida. Yo era como uno de esos animales a los que guiaba, fuerte como ellos, y como ellos muda. De esos años no queda visible rastro alguno, solo yo, los años que se han ido acumulando en mí, y mi vejez.

La vejez le acerca a uno a sí mismo y a los muertos. Los muertos bienamados nos acercan a Dios.

En este valle oí una voz que me hablaba desde las alturas por primera vez; de hecho, fue en una de las laderas más bajas de este mismo valle, donde se abre y se expande en una pradera llana. La recuerdo con gran claridad. Yo tenía siete años, y oí de repente una voz, que no era la de mi padre ni la de mi madre, una voz que me decía: «No tengas miedo, hija mía. Encontrarás la vaca que se ha perdido». Era una voz muy segura, tan calma que me quitó todo el miedo del corazón en un segundo. Me quedé sentada, sin moverme, mirando. La oscuridad era cada vez más densa. No se oía sonido alguno, y de repente la vaca salió de lo oscuro y vino hacia mí. Desde entonces, siempre que oigo la palabra salvación veo esa vaca parda que había perdido y que volvió a mí. Aquella voz se dirigió a mí solo una vez, nunca más. No se lo conté a nadie; guardé el secreto en mi corazón y me regocijaba en él. Por aquella época yo tenía miedo de todo; de hecho, fui presa del miedo durante muchos años y solo me libré de él cuando llegué a cierta edad. Si hubiera rezado, las oraciones me habrían enseñado a no tener miedo. Pero mi destino se determinó de otra manera, si se puede decir así. Aprendí la lección años más tarde, inmersa en muchas experiencias.

Cuando era joven, no sentía inclinación alguna ni a la oración ni a las Sagradas Escrituras. Lo que decían las oraciones que recitaba me sonaba ajeno; iba a la iglesia solo porque mi madre me obligaba. A los doce años, tenía visiones obscenas en mitad de las plegarias, unas visiones que me oscurecían enormemente el espíritu. Un domingo tras otro fingía estar enferma y, por mucho que mi madre me pegara, no servía de nada. Tenía tanto miedo a la iglesia como al médico del pueblo.

Sin embargo, gracias a Dios, no me aparté del todo de los manantiales de la fe. En mi vida ha habido momentos en que me olvidé de mí misma, en los que caí a lo más bajo, en los que perdí hasta la imagen de Dios, pero, incluso en esas épocas, era capaz de ponerme de rodillas y rezar. Señor, recuerda esos momentos, porque muchos han sido mis pecados y solo Tú, en Tu inmensa misericordia, conoces el alma de Tu sierva.

Ahora, como dice el dicho, las aguas han vuelto a su cauce, el círculo se ha cerrado, y yo estoy aquí otra vez. Qué pena que a los muertos no se les permita hablar; tienen cosas que contar, estoy segura. Pero los días son largos y espléndidos, y paseo a placer. Mientras mi ventana esté abierta y mis ojos despiertos, la soledad no me pesa en el alma.

Fin

1 diciembre 2012

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