Katerina

Katerina


VII

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VII

El otoño llegó a tiempo, y Jamilio me trajo dos cestas de víveres. Su expresión es muda y concentrada, como si su voluntad se hubiera borrado completamente. Su cercanía me resulta embarazosa. Y, aunque ya casi no sea ni humano, es más que humano. Gracias, Jamilio, por tomarte tantas molestias. Dios te bendiga, me gustaría decirle en voz alta. Coloca sus provisiones en la despensa y se va a cortarme un poco de leña.

El otoño se nota en mis piernas. La lluvia no es abundante, pero no para. Sin una estufa encendida, uno podría congelarse en esta casa. Jamilio trabaja de firme durante un buen rato arreglando la casa. Cuando acaba, se va en silencio. «Mi ángel, te doy las gracias», le digo con todas mis fuerzas. Hoy, no sé por qué, me parece que ha llegado a oír mi grito.

Estoy conmigo misma durante días enteros. Enciendo la estufa, y el olor de la madera al fuego me lleva a las dispersas regiones de mi vida. Estoy otra vez en Strassov, los huérfanos están conmigo, todo el mundo sumido en el duelo, y nadie viene a visitarnos. Un silencio húmedo nos envuelve, a todos juntos en el suelo. Por la noche, las hordas se desmadran por las calles gritando: «Muerte a los mercaderes, muerte a los judíos». Han forzado la entrada principal de la tienda de cueros de Weiss, robando toda la mercancía, pero el olor de la piel permanece y se dispersa por la calle. Ese olor me saca de quicio.

Sentí que los últimos días me habían cambiado. Era como si un temblor me recorriera los dedos, y supe que si uno de aquellos desalmados hubiera entrado por la fuerza, yo me las hubiera visto con él como lo habría hecho mi padre. No hubiera dudado en clavarle un cuchillo. Sin embargo, decidí que no iba a ponerme a prueba. Recogí algo de ropa y, sin pedir permiso a nadie, salí para el campo con los dos niños.

Había dos judíos pálidos junto al muro de la casa. Tenían el miedo coagulado en el rostro y en los largos abrigos. «¿Por qué no os marcháis?», supliqué. Mi ruego no les hizo ni moverse. Parecían animales enfermos, hipnotizados y sumidos en la ensoñación de la muerte.

Llegué al pueblo a mediodía. Era un pueblo pequeño, colgado en las faldas de una montaña, no como mi pueblo natal, donde las casas están hundidas en el valle y en el fango. Aquí las colinas sonríen, las barrancas son anchas y abiertas y la nieve se reclina en calma, suave y tersa.

Alquilé una casa de inmediato, una casa baja, hecha de gruesas vigas de madera y con techo de paja. «Las ventanas son grandes pero cierran bien, y hay leña de sobra para la estufa», me dijo el casero, feliz de hacer un negocio que no esperaba.

—¿Ha habido disturbios aquí?

—Nada. Ha sido un invierno normal.

Los niños dormían, y yo me cobijé a escondidas en su sueño. Salía a por víveres solo una vez a la semana. Tenía cuidado de no comer nada que no fuera casher, prometiendo a Rosa que vigilaría bien a los niños para que ni una brizna de impureza se les pegase. En mi corazón, sabía que prometía en falso. Aquí los rutenos eran los que mandaban en todo, también en mí. El panorama invernal me cautivaba con su encanto. ¿Qué iba a hacer? «¿Qué hago?», me preguntaba, y en el fondo de mi corazón yo sabía que todo aquí —la estufa y los platos, el pan y el aceite, cada centímetro del suelo, el olor de la ropa blanca, todo, hasta las sábanas— era tref [3].

—¿Qué hago? —vuelvo a preguntar.

—No importa —dijo Abraham, el mayor, aliviándome de mis dudas.

Así empezó nuestra vida aquí. Fue un invierno largo, del cual pasamos la mayor parte en la gran cama rústica. La estufa rugía y esparcía su calor por la fina penumbra. Los chicos descubrieron rápidamente los placeres de la lengua rutena. Al principio hablaban titubeando, pero luego se acostumbraron a ella. Yo les contestaba en yiddish y les advertía, con una voz que no era la mía, de que debían conservar su idioma, y de que el olvido tenía mucho poder aquí.

El invierno se recrudeció, y me dejó muda. El vodka me arrancaba del silencio por unos instantes. Yo no bebo mucho, pero lo poco que bebía me quitaba el miedo y me devolvía las palabras. Les hablaba a los niños de la necesidad de ser fuertes y de enfrentarse a los malvados sin temor. Sabía que había un punto débil en este discurso, pero no podía reprimirme. Mi valiente, mi amarga madre, hablaba por mí. Aquel invierno, que Dios me perdone, yo amaba a los niños y odiaba a los judíos. Una noche les mostré un cuchillo de carnicero y les dije que era nuestra arma para los momentos de apuro. No debemos temer. Contra los malvados, uno debe luchar con todas sus fuerzas. Estaba borracha, claro está.

Los vientos cálidos llegaron pronto, y fueron desmenuzando imperceptiblemente la nieve de las montañas. Grandes bloques de hielo caían en los barrancos y se hacían añicos con un trueno ensordecedor. Yo sabía que era una señal de lo alto, pero no sabía qué quería decir.

Poco después, la primavera brotó de la nieve muerta. Fue una primavera llena de barro, húmeda, amasada como de por sí. Estos dolores de parto duraron un mes, y por fin la niebla se rindió y el sol bañó la casa y el patio con su cálida luz.

Los niños trabajaban conmigo en la huerta. El sol refulgía agradablemente desde primera hora de la mañana hasta que oscurecía. El día se nos pasaba en un abrir y cerrar de ojos. Por la noche, yo cocinaba mamaliga con queso, con un tazón de leche y huevos cocidos. Teníamos buen apetito, el tacto de la oscuridad era agradable, y nuestro sueño profundo.

Los chicos crecieron y se pusieron morenos. En mi corazón, yo sabía que Rosa no hubiera estado contenta al ver a sus niños en la huerta. Pero yo, o más bien el espíritu malvado que tenía dentro, decía: hay que ser recio. La gente recia devuelve ojo por ojo. Esos judíos muertos de miedo son los que despiertan a los demonios.

En estos paisajes de verano, es fácil convertirse en adicto a las vistas, al agua tan agradable, a la hierba suave y lisa. Mi vida estaba llena de límites, pero también de energía. Por la noche me derrumbaba junto a los niños, y parecía como si mi mano quisiera hacer la señal de la cruz. Sabía que algo no iba bien, pero no sabía exactamente qué es lo que iba mal. Los chicos fueron perdiendo sus recuerdos junto a mí. Los días se hicieron más largos, y por la noche nos sentábamos en un peldaño y devorábamos sandías.

En el curso de aquel largo y maravilloso verano, que Dios me perdone, me olvidé de Rosa más de una vez. No les recordaba a los niños sus deberes y no les insistía en que rezasen. Después de trabajar todo el día, corrían por las laderas como los hijos de los campesinos. Más de una vez, pequé por embuste. Les prometí que un día regresaríamos a la ciudad y a los judíos. Ellos no hacían muchas preguntas, y yo no les daba respuestas. Yo sabía, lo sabía en todo momento, que este placer no duraría mucho más, pero dejaba de lado los malos pensamientos y los temores. Trabajaba en el campo. Lavaba. Planchaba. Estaba segura, en mi inocencia, de que esas tareas tenían el poder de ocultarme de los malos ojos.

El verano estaba en su cénit cuando, como en mitad de una pesadilla, apareció la cuñada de Rosa, una mujer recia y decidida, a la que acompañaban dos matones rutenos. La vi en la puerta de la cabaña, y me quedé helada. «¿Dónde habéis estado?», increpó a los niños como si yo no existiera. Los niños se quedaron estupefactos. Luego se dirigió a mí, con una voz que yo no había oído desde que mi madre muriera, mezcla de ira y ahogo, y me dijo: «¿Por qué has secuestrado a los niños? Es delito secuestrar a niños. Todo el mundo confiaba en ti, ¿y así es como nos pagas?».

La sangre me hervía en las venas, pero no me salían las palabras. Era como antaño, en el campo, cuando mi madre caía sobre mí por sorpresa y me pegaba hasta hacerme sangrar. Esta vez no me golpeaba una mano, sino una boca. La mujer se volvió hacia los niños de inmediato y, con una sonrisa falsa, les dijo: «No nos habíamos olvidado de vosotros. Os hemos estado buscando por todas partes. Hasta en el último rincón». Los niños no dijeron ni una palabra. Se acercaron más, apretándose contra mí, y su cercanía me liberó del silencio. Abrí la boca y dije: «¿Por qué hace usted esas falsas acusaciones contra mí? He cuidado de los niños. Los hijos de Rosa me son tan queridos como los míos propios. ¡Deje que los niños hablen por sí mismos!».

Los niños seguían a mi lado, temblando.

La mujer no me hizo el menor caso.

—¿No reconocéis a la tía Frantzi? —les dijo con voz gruesa.

Yo no podía moverme, como prisionera de un sueño. Todo el mundo parecía más alto y más fuerte que yo. Me volví hacia uno de aquellos rutenos rústicos y le dije:

—No la creas. Te está malmetiendo.

—¡Secuestradora! ¡Cállate! —la mujer me oyó y me increpó.

—¡Maldita seas! —las palabras se me escaparon desde lo más profundo.

Los rutenos se acercaron y me dijeron que los judíos estaban pagando seis mil en monedas por cada persona desaparecida a la que localizasen.

—¿Para qué quieres a estos chicos? Te daremos un abrigo nuevo y unos chanclos alemanes —me dijeron en mi lengua, como a una hermana.

Mientras tanto, la mujer se había agachado y estaba hablando con los niños. Sus palabras se me clavaban en la carne.

Déjales en paz, quería gritarle.

—Coged vuestras cosas y vámonos —dijo uno de los rutenos a los niños.

Esa interpelación directa les asustó, y se me pegaron aún más.

—Queremos devolveros a vuestra familia.

—Yo quiero con Katerina —dijo Meir, estallando en lágrimas.

—Katerina no es vuestra madre, ni siquiera es vuestra tía.

Entonces les habló su tía:

—No debéis olvidar que vosotros sois judíos. Vuestra madre está en el reino de la verdad, y no tiene paz allí. Llevo ya dos meses yendo de pueblo en pueblo.

—Queremos con Katerina —aulló Meir otra vez.

—No debéis hablar así. Vuestra tía ha venido a rescataros. Sois judíos; no debéis olvidar que sois judíos.

—¿Por qué hablas con él? ¿Por qué tenemos que rogar nada? —dijo uno de los rutenos—. Nos los llevamos y en paz.

—No te los lleves por la fuerza —las palabras me salieron solas.

La paciencia del ruteno se quebró.

—Hacemos lo que podemos. Pero, si la gente no quiere entender, no hay elección. ¿Qué quieres? ¿Vernos suplicar?

—Chicos —dije, y la voz se me quebraba en la garganta—, vosotros decidís. Yo no quiero interferir.

—Nos quedamos contigo —dijo Abraham, que aún no había pronunciado palabra.

—¿Qué dices? —le dijo el ruteno con brusquedad—. Tenéis que volver. Donde tenéis que estar es con los judíos. Esta señora os ha estado cuidando, pero ahora os vais a casa. ¿Entendido?

Por un instante, estuve a punto de suplicar a los rutenos, mis paisanos, de decirles que esos niños eran para mí lo más precioso del mundo. Yo los había criado y, sin ellos, mi vida no era vida. Pero me di cuenta de que no iban a renunciar a la recompensa, y me callé.

De repente, los niños dieron un salto y echaron a correr en dirección al bosque. En cuestión de segundos, habían desaparecido.

«¿Qué les has hecho?». La mujer estaba conmocionada, pero los dos rutenos no se arredraron. Subieron a la cima de una ladera y se separaron. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al ver su fuerte determinación. Avanzaron con lentitud, con pasos ágiles y, en el borde del bosque, saltaron sobre la vegetación como lobos. El bosque cerró de un golpe sus accesos.

—¿Qué les has hecho? —me repitió la mujer, rechinando los dientes—. ¿Por qué huyen de mí?

—No lo sé, no soy bruja —dejé caer toda mi ira en la última palabra.

Al parecer, la mujer notó mi furia y dijo:

—Soy su tía. La obligación de criarlos y educarlos recae sobre mí. Llevo ya dos meses de acá para allá. ¿Por qué no nos los trajiste?

—Tenía miedo —y ahí revelé una media verdad.

Esa simple frase le hizo efecto. La mujer escondió el rostro entre las manos y se echó a llorar. Yo entonces supe con gran claridad que había adoptado a los niños en las dos estaciones que había pasado con ellos. Nadie podría romper ese vínculo.

Mientras tanto, la mujer se sacudió las lágrimas.

—He ido a pie de pueblo en pueblo. Por fin, los judíos tuvieron piedad de mí y pagaron a esos rutenos para que me encontraran a los niños. Yo no tenía confianza en ellos, pero la verdad es que sabían dónde buscar.

Me sentía débil y, en mi gran debilidad, dije:

—Los niños han rezado todas las mañanas.

—Gracias. Te doy las gracias de corazón —dijo la mujer, sin prestar mucha atención—. ¿Que han rezado, dices?

—Sí.

—Gracias a Dios, no todo es tan negro —el temor se le borró del rostro por un instante, y añadió—: es duro andar de acá para allá. Se me hincharon las piernas. Pero hay cosas más importantes que la vida de una. Esto debes decírtelo de vez en cuando. Más de una vez, me dije a mí misma, «deja a tu pobre cuerpo que descanse un rato». Gracias a Dios superé la tentación. ¿Qué hacían los niños todo este tiempo?

—Jugaban en el patio.

—¿Y tú no les decías nada?

—¿Qué les iba a decir?

En el fondo de mi corazón, sabía que la suerte de los niños estaba echada. Nada escapa a las fauces del lobo, y esos rutenos eran peores que lobos. No saldrían del bosque con las manos vacías. Pero en secreto, Dios me perdone, estaba satisfecha del valor de los niños. Era una señal de que yo había hecho germinar algo de mí en su interior.

—¿Dónde están? —la mujer pareció salir de un letargo—. ¿Tú conoces el bosque?

Me sobrepuse a la reticencia y la miré de cerca. Tenía unos cuarenta años, el pelo ralo, y dos grandes arrugas rosadas le surcaban la frente. Había sido robusta en tiempos, según parecía, pero ahora tenía las piernas hinchadas y apenas se sostenía de pie.

—Rosa nos ha dejado —siguió murmurando—. Dios quiera que sus méritos protejan a los niños. Yo ya no puedo más con las piernas.

Cayó la tarde, pero el cielo no se oscureció. Las luces del atardecer ardían en las copas de los árboles.

—¿Dónde están? Soy su tía. Es mi deber. ¿Por qué han huido de mí? No soy ningún monstruo.

No te preocupes, que los encontrarán, estuve a punto de decirle, pero fue innecesario. Desde el bosque nos llegaron unos gritos rotos, sofocados. En cuestión de segundos, los gritos se convirtieron en llantos ahogados.

Los rutenos salieron del bosque, enarbolando a sus presas como si fueran conejos. «Hijos de puta», las palabras llegaron a mis oídos antes de que arrojasen a los niños al profundo remolque de su carreta. La mujer se levantó y corrió hacia ellos con cierta torpeza apresurada, como quien oye que ha sucedido una catástrofe. Los dos rutenos la esperaban junto a uno de los caballos, en una postura que traslucía su brutal satisfacción.

—¿Dónde están los niños? —preguntó la mujer, con voz estúpida.

Subió a la carreta a gatas y se agarró a las barras. Los rutenos montaron de un salto y, sin decir nada, hicieron restallar los látigos. Los caballos alzaron las patas y la oscuridad los engulló.

Yo me derrumbé como un edificio al cual le hubieran quitado los cimientos. Durante un buen rato traté de obligarme a entrar en la casa, pero me pesaba todo el cuerpo, y las fuerzas se me habían acabado.

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