Katerina

Katerina


VIII

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VIII

Al día siguiente me levanté temprano, empaqué mis escasas pertenencias y, sin demora, me puse en camino. Los vientos del otoño soplaban ya con fuerza, pero el cielo estaba despejado. Todo lo que había sucedido el día anterior parecía haberse borrado de mi memoria. Mi cuerpo estaba hueco, como después de una noche de borrachera.

Al mediodía me sentía más animada y me senté bajo un árbol. Un cachorrito se me acercó y estuve jugando con él. Después, me sentí tentada de bajar al río y darme un baño, pero cambié de idea inmediatamente. Me puse de pie y volví a la carretera principal.

El atardecer iba esparciendo sus frías sombras por los campos cuando volví a ver, como en un escenario, a los dos rutenos que habían llegado en secreto y estaban en el patio. Tampoco aquella mujer se me borraba de la vista, su cuerpo torpe y sus piernas hinchadas, y la pregunta que me repetía: «¿Quién te enseñó yiddish?». Al final, no pude reprimirme y le dije: «Nada judío me es ajeno». Al parecer, notó mi ira y no me preguntó nada más.

Aquella misma noche me senté en El Ratón de Campo y me bebí unos cuantos tragos. Las calles estaban tan iluminadas como el primer día en que yo había llegado allí. Estaba cansada, y me temblaban los dedos. Desde que no había ido por allí, la gente había cambiado. Los borrachos de siempre se habían ido, y ahora otros nuevos ocupaban su lugar. Mientras buscaba alguna cara conocida, vi a mi prima María. Llevaba años sin verla. No había cambiado nada: la misma mirada de descaro, la misma vitalidad vigorosa. La apreté contra mi pecho y todas las humillaciones que había pasado parecieron levantarse frente a mí. María pareció notar que me sentía perdida, y allí mismo, en el momento, declaró: «Vamos a darnos una cena a cuerpo de rey».

—¿Dónde estás tú?

—Con los judíos.

—A mí me cuesta mucho trabajar para judíos más de un mes.

—¿Por qué?

—Me ponen nerviosa.

Desde mi infancia, siempre que me sentía deprimida, María me sacaba del hoyo. No conocía la palabra peligro. Saltaba al río desde el puente como los pescadores, montaba a caballo, navegaba en una balsa y gritaba a voz en cuello «¡Hijo de puta!». Si se le metía algo en la cabeza, lo hacía sin vacilar.

—¿Adónde te diriges? —le pregunté.

—Me voy dentro de dos horas.

—¿Adónde?

—A Viena.

Se había complicado en más de una ocasión y más de una vez necesitó un ginecólogo. Y sin embargo, de todas sus tribulaciones salía más fuerte y más audaz.

—Estoy cansada de todos. Necesito renovar el paisaje —exclamó.

La envidié, porque mi voluntad está siempre acobardada. Por un instante, estuve a punto de decir: yo también voy, pero sentí que no estaba preparada aún para un viaje como ese. A María le bastaba con formular un deseo para extender las alas y despegar.

Dimos cuenta de una cena estupenda. De repente, vi mi pueblo frente a mí, los prados y el ganado, y a mi madre delante de la puerta del establo con una horca en la mano, los ojos llenos de desprecio condensado. Claramente, su desprecio iba dirigido no solo a su marido y a su cuñada, sino también a sus amigas de la infancia que se habían enriquecido y ahora fingían no conocerla. Algo de esa mirada asomaba ahora en los ojos de María.

La acompañé hasta el andén. Supe entonces que, de no haber sido por María, es posible que yo no hubiera llegado a dejar mi pueblo. María me miró con bondad pero sin compasión, y dijo: «No te desalientes. Debes aprender a escuchar tus deseos y a no tener en consideración los de nadie. La gente que es demasiado considerada cae en la trampa. Si estás decidida a robar, pues roba. Si un muchacho te gusta, acuéstate con él allí mismo. La verdadera voluntad no tiene límites».

Así era María. La acompañé hasta la escalerilla y me eché a llorar. Mi corazón me decía que no la iba a ver más. Mucha gente se me ha borrado de la memoria, pero María no. La tengo bien guardada en el corazón, y muchas veces pienso en ella. Hay que decir en su favor que nunca daba falso consuelo a nadie. Exigía valor a todo el mundo, incluso a los débiles. Despreciaba a los judíos porque aman la vida, porque se aferran a la vida a cualquier precio. «Si no arriesgas tu vida, no merece la pena vivirla», solía decir.

Me separé de María, y se apagó de golpe la luz que brillaba sobre mí. Si aquel viejo revisor hubiera venido a mí y me hubiera dicho: «Ven conmigo a la casa del guarda y caliéntame los huesos», me hubiera ido con él. No había en mí voluntad alguna. Me derrumbé en una esquina y me quedé dormida.

La mañana siguiente fue fresca y despejada, y yo sentía ardor de estómago. Unos cuantos borrachos se apiñaban en una esquina y maldecían la oficina de impuestos y a los judíos. Había unos judíos vendiendo, en puestos ambulantes, caramelos envueltos en un repugnante papel rosado.

—No tengo miedo —dijo uno de los judíos más viejos, emergiendo de una abertura en la pared.

—Volveré —le amenazó el matón.

—Ya no tengo miedo a la muerte.

—Eso lo veremos.

—Iré hacia la muerte con los ojos abiertos —el judío salió de su escondrijo y se puso en mitad de la acera.

—¿Y por qué tiemblas?

—No estoy temblando. Ven y lo verás.

—Me das asco.

—Tú no eres un ser humano. Eres una bestia de rapiña —dijo el judío, y se metió en su agujero sin darse prisa.

Yo no tenía amigos ni parientes allí. Mi bolsa primero disminuyó y luego se vació. Me quedé en la bulliciosa estación de tren igual que el día de mi llegada. Mi lengua materna me evocaba una visión escondida en mi interior: el funeral de mi madre. Yo me había prometido a mí misma con frecuencia que volvería al pueblo y me arrodillaría ante la tumba de mis padres, pero no había cumplido la promesa. Mi pueblo natal siempre me había dado miedo, y más aún entonces. Me acurruqué en una esquina y me quedé dormida. En sueños vi a Rosa sentada en la cocina, rodeando con la palma de la mano una taza de té. Una luz fría se derramaba sobre su frente, tenía los pómulos muy marcados y no se cubría el cabello gris con una pañoleta. En su rostro no había belleza, solo un raro sosiego.

Al día siguiente, estaba allí de pie, perdida entre la masa, cuando una mujer se acercó a mí y me dijo: «Quizá quieras trabajar para mí». Tras varios días deambulando, viviendo penosamente y desesperándome, de nuevo aparecía un ángel de las alturas. Dios Todopoderoso, no me suceden más que milagros. Milagros que se renuevan cada día y yo, con mis prisas, diciendo que aquí no hay más que fealdad y tinieblas.

La mujer era alta, de movimientos mesurados, muy hermosa, como una heroína de la nobleza polaca. Por un instante, me agradó que la suerte me hubiera favorecido con una cara nueva, esta vez. Un hogar judío es un lugar tranquilo, pero estricto.

—¿Dónde has trabajado hasta ahora?

Se lo dije.

—Yo también soy judía, espero que no te importe.

Me quedé boquiabierta y, muy abochornada, le dije:

—Estoy familiarizada con las leyes del cashrut.

—Nosotros somos judíos, por supuesto, pero no seguimos los mandamientos.

No supe qué responder, así que respondí:

—Como usted diga.

La casa era espaciosa, diferente de los hogares judíos habituales. En el salón había un piano, y estanterías de libros en todas las habitaciones. Aquí nadie bendecía ni rezaba, y en la cocina no había separación entre leche y carne. Aquí solo se cuidaba una cosa: el silencio. «También hay judíos de otras clases», me había informado María en una ocasión. «Judíos librepensadores. No me gustan. Los ortodoxos son un poco ásperos, pero estables». En aquel momento, no entendí a qué se refería.

—Me llamo Henni, y soy pianista —se presentó la mujer—. No me llames señora ni señorita Trauer, y no te dirijas a mí formalmente. Llámame Henni y te lo agradeceré.

—Como usted diga.

—Comemos muy poca carne pero mucha fruta y verdura. El mercado no está lejos. Aquí está la despensa, y estas son las cazuelas y las sartenes. Yo no tengo tiempo de nada. Soy una esclava, como podrás ver. ¿Qué más? No me parece que se me olvide nada.

Henni practicaba hora tras hora, y por la noche se encerraba en su habitación y no salía hasta la mañana. Con Rosa yo me había acostumbrado a hablar y comentábamos todo, hasta los secretos. Hubo días en que me olvidaba de que yo había nacido de padres cristianos, de que estaba bautizada y había ido a la iglesia, tan inmersa llegué a sentirme en el modo de vivir judío y en sus días sagrados, como si no hubiera habido otros. Y aquí no había sabbat ni días de fiesta. Al principio aquella vida me pareció un camino de rosas continuo, pero pronto me di cuenta de que la vida de Henni no era fácil en absoluto. Una vez al mes viajaba hasta Czernowitz para actuar en el auditorio y cuando volvía su rostro casi siempre estaba demacrado, tenía el humor sombrío y no salía de su habitación durante días. Su marido, Izio, un hombre callado y de modales suaves, intentaba consolarla, pero las palabras no servían de nada. Henni estaba furiosa consigo misma.

—Henni, ¿por qué estas enfadada? —me atreví a preguntar.

—Mi actuación fue horrible, peor que despreciable.

—¿Quién dijo eso?

—Yo lo dije.

—Uno no debe culparse a sí mismo —usé aquí una de las expresiones de Rosa.

—Eso es fácil de decir.

No me hacía caso. Me resultaba difícil acercarme a ella. No la entendía. En el pueblo nunca había conocido a mujeres como ella, y Rosa era distinta. A veces, tras muchas horas tocando el piano, venía a mí y, como distraída, me decía: «Katerina, te agradezco mucho tus servicios. Te doy cien de más. Si no fuera por ti, yo no tendría casa. Mi casa eres tú».

La madre de Henni solía aparecer antes de las vacaciones; era una mujer alta y poderosa, que daba miedo a todos. La anciana señora era muy ortodoxa y le angustiaba el modo de vida de su hija. Se dirigía directamente a mí, diciendo: «Mi hija, y bien que lo siento en el corazón, ha olvidado sus orígenes. Su marido no es mejor que ella. Lo que uno debe hacer es lo que place a Dios».

De inmediato, me ordenaba sacar todas las cazuelas y sartenes de los armarios, hervir una gran perola de agua y preparar arena y lejía. Henni se encerraba en su habitación y no salía de ella. La anciana señora se puso muy contenta de que las leyes del cashrut no me fueran desconocidas, y de la alegría me dio un gran abrazo y me dijo: «Estoy contenta de que haya en este mundo alguien que me entiende. Mi hija no me entiende, piensa que estoy loca. Katerina, tenga la atención de vigilar la casa y le pagaré bien por estar en guardia. ¿Qué puedo hacer? Para mi hija son más importantes los conciertos que una casa casher. Pero usted me comprende, ¿verdad?».

Pasamos una semana trabajando para purificar la casa. Al final de ese periodo, la cocina estaba dividida en dos zonas, de lácteos y de carnes, como mandan las reglas. La anciana señora me dio un billete de doscientos y dijo: «Esto es mucho dinero, pero me fío de usted. Mi hija está viviendo en pecado, y no puedo hacer nada. Todo lo hace solo por molestarme. Si usted vigila la cocina, quizá la comida casher le transmita buenos pensamientos».

Luego, se acercó a la puerta de la habitación de su hija y dijo: «Henni, Henni, he dejado la cocina organizada junto con Katerina. Me vuelvo a casa. ¿Me oyes?». No se oyó respuesta alguna. La mujer subió a su coche de caballos y se puso en camino.

Por la noche, ya tarde, Henni salió de su habitación y dijo: «Se acabó. Hemos sobrevivido al paso de la apisonadora otra vez». En ese instante, nuestros ojos se encontraron y mi alma se unió a la suya. Aquella misma noche me contó que había habido un tiempo en que su madre y ella estaban muy unidas, pero que en los últimos años su madre había sido presa de los escrúpulos religiosos. Aparecía una vez cada dos meses, como un tornado. Era una mujer muy fuerte y el efecto de sus temores era fuerte también. Le parecía, nadie sabía por qué, que Henni estaba a punto de convertirse al cristianismo.

Aquella noche Henni me contó que Izio no era su marido sino un amigo de la infancia, con el que llevaba años viviendo. Izio estaba estudiando los antiguos, maravillosos monasterios que se hallan dispersos por Bucovina. Con el paso de los años, había empezado a hallar placer no solo en las antigüedades, sino en el modo de vida de los monjes. Los fines de semana volvía, cansado y lleno de polvo, como un vagabundo. Eso, por supuesto, era solo que lo que estaba a la vista; se hallaba completamente anegado de descubrimientos y experiencias, y parecía uno de los monjes.

Yo estaba feliz allí. Tenía toda la casa a mi entera disposición, y la recorría de parte a parte, con la música por compañía en cada rincón. A veces me parecía una iglesia donde reinaban los ángeles. Cuando Henni se iba a Czernowitz, el silencio me pertenecía solo a mí.

Me pasaba días enteros sola, siguiendo escrupulosamente las reglas de la anciana señora. Henni a veces me tomaba el pelo y decía: «Tú eres mi rabino, tú eres mi Biblia. Si no fuera por ti, ¿quién iba a saber que hoy es Shavuot?». Para la fiesta de Shavuot preparé queso y tarta de fresa; me acuerdo de cómo Rosa me contó que Shavuot era una fiesta blanca, que la Torá se había dado en un día en el que todo era luz. Mis pasteles no conseguían endulzar la tristeza de Henni. Cuando volvía de sus viajes, estaba hecha trizas y tenía el ánimo turbio.

—¿Por qué no estás contenta? ¿Qué ha pasado? Todos los periódicos alaban tu actuación.

—Pero yo, querida mía, sé de los defectos. Los aplausos no pueden reparar unos defectos tan hondamente arraigados.

—¿Por qué te torturas a ti misma? —ya no puede reprimirme más.

—Soy así, ¿qué le voy a hacer?

En el fin de semana, Izio solía volver con un fardo de libros apretados contra el pecho. Parecía un monje de los que van recorriendo el patio en silencio con pasos firmes e iguales; cuando llegan a la pared norte, dan un golpe con un mazo de madera, para recordar a sus hermanos que ha llegado la hora de la oración.

—¿Adónde vas? —oí la voz de Henni.

La respuesta de Izio me impresionó:

—Voy a mí —respondió, sin añadir más.

Me resultaba difícil entender su vida juntos. A veces parecían enamorados, y a veces era como si estuvieran juntos por azar. Yo, en cualquier caso, respeté mi promesa y observaba las leyes del casher. Observarlas me da mucha alegría, como si hubiera vuelto con Rosa y con los niños.

Al cabo de un tiempo, la vieja señora volvió a caer sobre la casa como un torbellino. Cuando se hubo asegurado de que todas las ollas y sartenes estaban aún en su lugar, y los utensilios para la leche separados de los de la carne, me abrazó y me besó. Henni, naturalmente, no se sintió muy complacida. Unos días antes había vuelto de la capital, cansada y, otra vez, deprimida. Una vez más, los periódicos habían alabado su forma de tocar, pero ella los despreciaba y ahora tenía a su madre en casa, con sus creencias anticuadas y todos sus miedos. Como Henni no quería abrirle la puerta, su madre se sentó conmigo y me explicó el asunto: «Todo es culpa de Izio. Él la ha corrompido».

—Es un hombre muy apacible —dije yo en favor de Izio.

—Eso no es paz, sino locura. Está enamorado de los monasterios, y no me sorprendería nada que un día se convirtiera, abandonando la fe de sus antepasados.

Antes de irse, me dijo: «Los grandes días sagrados están a punto de llegar. Por favor, sea atenta y recuérdeselos a Henni. Ha perdido todo contacto con el cielo. Está completamente sumida en sí misma. Ojalá Dios tenga compasión de ella; necesita mucha compasión».

Pasó aquella estación, y así año tras año; yo estaba inmersa en la vida de Henni como si fuera la mía propia. La acompañaba cuando se iba, y le daba cariño cuando volvía. Volvía hecha trizas, sombría, pero yo también le tenía cariño a su tristeza. Al cabo de una semana de sueños inquietos, solíamos sentarnos durante horas. Yo vi con mis propios ojos cómo la música la iba destruyendo día tras día, cómo se embriagaba, vomitaba y se embriagaba otra vez. No tenía el poder de salvarla.

El desastre, o como se le quiera llamar, vino de otro lado. Izio se derrumbó y se aferró a los monasterios con una especie de deseo morboso. Le cambió el rostro y una luz verdosa lo cubrió. La anciana señora resultó tener razón: Izio fue demasiado lejos. La fe cristiana le dio alcance, y un día apareció con hábito de monje.

Esa misma semana, Henni vendió la casa, hizo tres maletas y, sin despedirse de nadie, se fue a Czernowitz. Me liquidó hasta el último céntimo. Antes de dejar la casa, me dio un paquetito de joyas y me dijo: «Esto es para ti. Te será muy útil».

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