Katerina

Katerina


XII

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XII

Al día siguiente, el dueño de la taberna me preguntó: «¿De dónde ha sacado ese yiddish tan bueno que habla?».

Se lo dije.

—Bebe usted demasiado.

—Los rutenos tenemos esa costumbre.

—Una persona que habla yiddish así de bien debería dejar de beber.

Me conmovió. Le hablé del funeral de Henni, y toda la pena que tenía encerrada en el corazón se desbordó de nuevo. En lugar de quedarme allí pasando el día, seguí mi camino. Aquel rostro judío me acompañó durante muchas horas. Recordaba su forma de estar tras la barra, a los borrachines que le llamaban jocosamente rabino, recordaba su silencio y el tacto de sus dedos. A pesar del alboroto, el hombre hacía su trabajo con tranquilidad, como quien sabe que este mundo no es sino un lugar de paso.

El tren discurría a toda prisa por las estaciones sin detenerse. Otra vez pasé por mi pueblo natal, y sentí en el corazón una punzada de dolor. Conocía hasta la última casa, hasta el último árbol. Volvía a ver el rostro de mi madre como no lo había visto en años: la ira le nublaba el rostro. Con esa mirada golpeaba a los animales en el establo, tenía esa misma cara una vez que le gritó a mi padre: «Hijo fornicador de un padre fornicante». Supe que en un momento volvería ese rostro hacia mí, y tuve miedo.

No sé por qué, me parecía que todos, yo incluida, estábamos aún a la puerta de aquella oficina desvencijada junto al cementerio, y que el hombre que había alardeado de llegar al funeral a tiempo estaba otra vez pavoneándose. El director de la funeraria salía de su oficina y se quedaba parado en el umbral. Su cara redonda y llena reflejaba una especie de falsa indulgencia, como si dijera: «Si ustedes no tienen prisa, yo menos. Estoy encantado de pasar la noche sentado aquí. Si no pagan el funeral, no la enterramos». No debe hablar así, quería yo gritarle. Él, al parecer, notaba mi intención, clavaba en mí su mirada, y decía: «Lo primero es ganarse la vida. Dios nos ha creado, para nuestra desgracia, vestidos con cuerpos».

A última hora de la tarde ya estaba de vuelta en Czernowitz, cansada e irritable. Si hubiera tenido una habitación, me habría metido en la cama hecha un ovillo. Entré en la taberna Royal. Para mi sorpresa, allí me encontré a Sammy, borracho y feliz como Lot.

—¿Qué te pasa?

—Nada, todo va bien, de primera —le brillaban los ojos.

—Estás borracho como Lot —algo de su embriaguez me contagió.

—No estoy borracho, sino feliz.

Estaba borracho y mareado, y a todas mis preguntabas contestaba lo mismo: «Todo va bien, de primera, no sabes lo bien que me va». Su forma de cotorrear delataba claramente lo desgraciado que se sentía. Tenía la camisa rasgada, el pelo hecho un revoltijo y los ojos hinchados y saltones, pero su desgracia no era fea. De sus labios fluían palabras amables que hablaban de lugares hermosos y de buenas acciones, hasta que llegó un momento en que creí que no era un borracho, sino un creyente cuya fe se hubiera fortalecido en su interior preparándole para superar cualquier prueba. Más tarde, su charla se hizo más tranquila. De repente, levantó la cabeza y dijo: «He tomado la decisión de hacer mañana unas cosas necesarias, cosas importantes».

Al día siguiente estuve esperándole, pero no apareció. Fui hasta la estación de trenes y recorrí las callejuelas; no sé por qué, tenía la impresión de que lo iba a encontrar allí. Las calles judías me hacían pensar en calles antiguas y secretos que nunca entendería. Podía pasarme horas paseando por ellas y observando. A veces, el aroma de una comida judía me envolvía y me sumía en el sueño.

Era ya por la tarde cuando le encontré, saliendo del piso bajo de un edificio viejo, su hogar al parecer.

—No tienes casa, por lo que veo —me dijo.

—No tengo.

—Vente a vivir conmigo.

Dije que sí. El piso de Sammy consistía en una habitación, una cocina pequeña y el cuarto de baño en el exterior. La ventana era estrecha y no dejaba pasar mucha luz, las paredes rezumaban humedad y en el aire flotaba un olor rancio. Esa noche bebimos, pero no demasiado. Sammy habló de la necesidad de cambiar de casa y encontrar un buen trabajo. No se enfadaba ni se quejaba; tenía el rostro relajado.

Sammy tenía cincuenta años, y yo treinta. Aparentemente, había sido guapo en tiempos, pero las malas rachas y el alcohol le habían arruinado la figura. Tenía el estómago hinchado, los ojos saltones e inyectados en sangre. Yo oía en su voz dulzura y deseo de ser bueno con los demás. Tiempo atrás, había sido socio del sindicato, pero había dejado de ir a las reuniones porque aquellos activistas, mientras hablaban a grito pelado de justicia, malgastaban el dinero de la gente.

Al día siguiente, para mi sorpresa, salió a buscar trabajo. Vi cómo reunía todas sus fuerzas, las convertía en una sola y salía a la calle. Yo quise decirle: «Tranquilo, aún me queda dinero», pero no lo hice. Me parecía que no debía echar a perder ese buen impulso. Sammy se fue, y yo limpié la casa.

Al día siguiente, volvió a reunir toda su fuerza de voluntad y salió a buscar trabajo. Yo sabía que solo lo estaba haciendo por mí, y eso me entristecía. También yo, después de limpiar la casa, salía a buscar trabajo. Tras ser rechazada dos veces, estaba sentada en un banco del parque, mirando a los que pasaban; no sé por qué, me pareció que aquellos campesinos altos, que vendían frutas y verduras junto a sus puestos, estaban a punto de hacer restallar sus látigos sobre las cabezas de los judíos que pasaban a toda prisa.

Transcurrió una hora, y no sucedió nada. Al contrario, los campesinos disfrutaban regateando. La cercanía de los judíos les divertía. Les hablaban con gruñidos, pero no de mala forma. Yo me fui a casa temprano y le lavé a Sammy dos camisas, una camiseta y unos cuantos calcetines. Las camisas de Sammy estaban sucias, pero su olor no era desagradable. Colgué la colada en el patio.

Esa vez, Sammy volvió de buen humor. No había encontrado trabajo, pero tampoco había bebido mucho. Se decía a sí mismo: «No volveré a caer». También yo trataba de no beber demasiado… dos o tres tragos, no más. La cara de Sammy me sorprendió por su suavidad; solo temblaba cuando hablaba de sí mismo. Cuando era joven, había querido partir para América, pero sus ancianos padres no se lo habían permitido, y no se atrevió a escaparse. Sin pensárselo demasiado, se había casado. Y el matrimonio le había hecho la vida odiosa.

El dinero se estaba acabando, y tuve que vender un anillo muy caro que me había regalado Henni. Fui de tienda en tienda; los precios que me ofrecían los comerciantes eran indignantemente bajos. Se lo conté a Sammy.

—Debes saber que los judíos son unos estafadores. Para ellos, el dinero es lo primero —me dijo, con una calma que daba miedo.

Por fin encontré un comprador, un comerciante judío que me pagó tres veces más de lo que ofrecían los otros. Era un anillo bueno, de mucho valor, y el hombre no trató de negármelo. Yo me sentí contenta: Sammy y yo necesitábamos un trago tanto como el aire que respirábamos.

Durante aquel año tan raro y feliz, soñé que me nacería pronto un hijo varón. Sammy no estaba conmigo en eso: los hijos solo traen dolor, para ellos mismos y para sus padres. Ya había bastantes niños en el mundo, ¿para qué añadir uno más? Por esta época, los dos encontramos trabajo en la misma tienda: yo como limpiadora y él en el almacén. Nuestra pequeña felicidad parecía crecer. Los sábados salíamos de excursión, aventurándonos incluso hasta el Prut, en el tranvía.

Los domingos traía una botella pequeña de vodka, y nos sentábamos a beber sin emborracharnos.

—¿Nunca fuiste creyente? —le pregunté una vez.

—No. Mis padres sí lo eran, pero su devoción me molestaba.

A veces, él me decía: «Tú eres joven y guapa. Tendrías que volver a tu pueblo y casarte con un hombre rico y atractivo».

—Yo a ti te encuentro atractivo.

—¿Por qué me tomas el pelo?

—Te lo juro.

Y no juraba en vano. Tenía el encanto de un hombre cuyos sufrimientos le han afligido sin destruirle. Por supuesto, el exceso de bebida había estropeado sus facciones, pero su rostro no se había apagado; todavía se le podía iluminar con una palabra. Después de trabajar, nos sentábamos juntos durante horas. Sammy no era un hombre de muchas palabras; se atrincheraba en sí mismo y no era fácil arrancarle una sílaba. Solo al cabo de dos tragos se le abría el rostro, y entonces solía hablar, incluso contar.

Los días se sucedían, tranquilos y colmados; Sammy trabajaba hasta las cinco, y yo quedaba libre hacia las dos. Agosto fue un mes despejado, sin una sola mancha. Una especie de desasosiego hizo presa en mí; temblaba y tenía fuertes náuseas. Al principio pensé que era un resfriado severo, pero enseguida me di cuenta de que estaba embarazada. En mi corazón, yo sabía que Sammy no iba a recibir esta noticia con alborozo, pero no me di cuenta de hasta qué punto le iba a herir. En cualquier caso, le oculté la nueva. Trabajaba hasta las dos, y luego me iba a casa y guisaba. Cuando Sammy volvía, por la tarde, ya estaba todo preparado. En aquellos días su humor había mejorado; el rubor malsano, esa cara rojiza de los borrachos, se le había borrado, y su frente se había despejado.

Todavía estaba conteniéndome, escondiendo a Sammy mi embarazo, cuando me encontré a mi prima Katya por la calle. Ella me reconoció desde lejos y vino a mí a todo correr. No la había visto en más de diez años, pero no había cambiado. En su rostro aleteaba el dulce asombro de la muchacha de pueblo cautivada por cuanto se encontraba a su paso. La abracé, y sentí en ese mismo instante que su cuerpo suave contenía todo nuestro pueblo.

En el pueblo, al parecer, no me habían olvidado. Desde la distancia seguían mis pasos y, por supuesto, no faltaban los rumores. Uno de los de allí me había visto con Sammy, y de inmediato todos sabían que Katerina se había liado con un judío.

—Te hubiera reconocido incluso a medianoche.

—Yo también te hubiera reconocido, Katya.

Se había casado diez años antes, y tenía ahora dos hijos y una hija, una granja espléndida y un terreno boscoso en la linde del pueblo. Yo había oído todo eso, tiempo atrás, por boca de María, y ahora venía Katya a confirmármelo. Su rostro cordial, su cuerpo pleno y su buena sonrisa no se habían estropeado con los años, seguía tersa y sin mancha. Siempre la quise, y ahora me daba cuenta de cuánto la quería.

Algunas criaturas nacen bajo el signo de la paz, paz consigo mismos, con sus padres y con el lugar donde se crían. Katya era así. Estaba junto a ella, y la lengua se me quedó pegada al paladar, hasta que el dique se rompió y me eché a llorar. Katya me estrechó contra su pecho y dijo: «No pasa nada. Te queremos como te hemos querido siempre». Esas palabras buenas me hicieron llorar todavía más.

Luego nos sentamos en una taberna, mirándonos. Katya dijo, «¿Por qué no vuelves a casa? La casa sigue en su sitio. La tierra está descuidada, pero no será difícil devolverle la vida».

—Ahora no puedo, querida, pero algún día volveré.

Katya no me preguntó más. Yo la acompañé a la estación y le ayudé a llevar sus bultos; había comprado ropa para toda la familia. Los bultos pesaban, y yo me esforcé todo lo que pude para no perder su paso. El esfuerzo me aplacó las emociones.

—Que Dios te proteja, Katerina.

—También a ti, Katya.

Y así nos despedimos. Podía haberme subido en el tranvía para que me llevara a casa, pero, no sé por qué, preferí ir a pie. La caminata cuesta arriba me recordó el rostro amable de Katya, y me aferré a él por un instante como si fuera un icono. Aquella noche me costó mucho dormirme; veía el pueblo y los prados. No me olvidé ni por un instante de que mis padres no me habían querido, ni de que mis tías eran bastas y malvadas, pero aun así el anhelo de un trozo de tierra me desvelaba.

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