Katerina

Katerina


XIII

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XIII

Mi secreto, ahora, nos separaba. A veces Sammy se volvía hacia mí, diciéndome: ¿En qué estás pensando?

—En nada.

Nos levantábamos por la mañana a nuestra hora y nos íbamos a trabajar. Solíamos citarnos en la cantina a las diez de la mañana para tomar un café. Ese rato, a pesar de la gente, nos era muy agradable a los dos. Éramos felices estando juntos. En aquellos bancos duros y poco acogedores de la cantina, Sammy me contó algunos secretos de su pasado. Yo tenía miedo de que me hiciera una pregunta directa.

Al parecer, Sammy se dio cuenta de que me sentía muy débil, y se permitía a sí mismo quedarse más rato en la taberna. Volvía alrededor de las diez de la noche, no borracho, pero sí algo nublado, como si supiera que yo no le iba a regañar.

¿Qué iba a suceder, qué nos traería el futuro? No lo sabía; estaba dominada por el miedo. Para aplacar ese miedo, trabajaba. Trabajaba en la tienda, trabajaba en casa, y a veces me levantaba temprano y le preparaba a Sammy un desayuno caliente.

—¿Por qué te tomas tantas molestias? —se extrañaba Sammy.

—Me cuesta mucho dormir.

Esto era una gran verdad. Ya desde las cinco de la mañana reptaban a mi cabeza pensamientos malignos que me llenaban de temor. Por supuesto, podría haberme ido en secreto a un médico que me practicase un aborto, pero esa idea me daba más miedo aún. Las chicas de los pueblos solían viajar a la ciudad para hacerse un aborto; al volver, tenían un angustioso color amarillento en la cara.

—¿En qué estás pensando? —volvía a preguntar Sammy.

—Cosas mías.

—Algo te inquieta.

—No me pasa nada.

La verdad ya no podía esconderse pero yo, no sé por qué, seguía escondiéndola, como si enterrase la cabeza en la arena.

Sin que me diera cuenta, llegaron las noches largas, noches de desvelo. Yo me encontraba muy mal, y tenía que salir a vomitar. Las primeras veces, Sammy no se dio cuenta, pero para cuando lo notó, la visión de mi cuerpo le reveló el secreto. Sammy abrió los ojos, y la sorpresa prácticamente le congeló la mirada.

¿Qué iba a decirle? Las palabras se me atropellaban, y cuantas más decía, más se le congelaba el rostro. Cuando ya salía para el trabajo, me dijo: «Lo siento mucho. No sé qué he hecho para merecer esto. Hay cosas que escapan a mi entendimiento». Cada una de estas palabras, cada una de las pausas que hizo entre estas palabras, me hirieron como cuchillos.

Me sentía muy débil, pero aun así fui a trabajar. No quería quedarme en casa. En el patio, vi a Sammy; estaba agachado, ocupado en clasificar la mercancía. Reuní todas mis fuerzas y me acerqué a él; el hielo de sus ojos aún no se había fundido. Se le veían las venas rojas, en el blanco de los ojos, hinchadas y saltonas. Su aspecto no era severo, sino el de una persona exhausta.

—Perdóname —le dije.

—No tienes que pedirme perdón.

—Es que no sé qué decirte.

No respondió. Se alejó de mí y se sumió en el trabajo. Yo me quedé donde estaba, mirando sus movimientos reprimidos, como los de quien acaba de levantarse después de una enfermedad. A la hora de cenar, le serví la comida y no dijo nada. Lavé los platos y algo de ropa y, cuando volví a entrar en la casa, ya estaba dormido.

Las palabras fueron reduciéndose entre nosotros. Los judíos no pegan a su mujer, pero se enfadan en silencio; yo sabía eso muy bien. Al final, le dije: «No quiero ser una molestia para ti. En cuanto pasen las lluvias, volveré a mi pueblo. Tengo una casa allí».

Sammy me clavó la vista y dijo: «No hables sin sentido», haciendo un gesto convulso con la mano que fue como un mal presagio. Volvió a la taberna, y empezó a beber como antes. Los primeros días, regresaba a casa como ausente, pero no borracho; antes de que acabara la semana, ya había dejado de levantarse para ir a trabajar. El rostro se le volvió gris, y los dedos empezaron otra vez a temblarle. Yo estaba acostumbrada a sus borracheras, y no le tenía miedo, pero estas resultaron ser diferentes. Volvía tarde y se sentaba a la mesa, murmurando en una mezcla de yiddish, alemán y ruteno. Antes, cuando se emborrachaba, yo solía rogarle que parase, pero ahora me quedaba junto a él sin decir nada. Mi silencio solo servía para aumentar su caudal de palabras. Yo no le tenía miedo a él, pero sí a sus palabras rutenas. Una vez le dije: «¿Por qué no te acuestas y descansas?».

—No me digas lo que tengo que hacer —me reprendió.

Se levantaba tarde y se iba a la taberna; eso mismo hacía mi padre en sus tiempos. Yo, por mi parte, trabajaba de firme desde la mañana a la noche, para que nada faltara en casa. El pequeño amor que alguna vez nos habíamos tenido se iba desintegrando poco a poco. Cuando volvía, solía hablarme en ruteno, como se le habla a una criada que nos parece despreciable.

—Sammy… —le rogaba yo.

—¿Qué dices? —y me miraba de una forma que me hacía apartarme de él.

Una noche se dirigió a mí diciendo:

—¿Por qué no me traes un poco de vodka? No necesito pan ni patatas.

—Está lloviendo.

—Necesito una botella de vodka ahora mismo.

Los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas, con las venas hinchadas de sangre. Esa forma de ira no era la suya. La borrachera rutena había hecho presa en él. Yo me envolví en mi abrigo y salí a buscarle esa botella. Aquella noche estuvo cantando y maldiciendo a judíos y rutenos. Tampoco a mí me dejó en paz: me llamó mujer callejera.

Entonces tuve miedo y me escapé.

Czernowitz es una ciudad grande; las calles parecen no tener fin. Estuve vagando sin rumbo fijo. Más de una vez pensé en volver, pero no tenía fuerzas para soportar la mirada de Sammy. No era violento cuando se emborrachaba, pero las palabras caían sobre mí como látigos húmedos.

Dormía en pequeñas tabernas de dueños judíos. No tuve más opción que vender otra de las joyas de Henni. Cada vez que me disponía a vender una, el miedo me atenazaba. Llevaba esas joyas pegadas al cuerpo, y me resultaba difícil separarme de ellas.

En esa ocasión le tocó a un broche, un broche hecho de finas hebras de plata, con una gran gema azul en el centro. Lo toqué, y me abrasó los dedos. Yo no odio a los comerciantes judíos, pero sí a los joyeros; a ellos les vendí las joyas de Henni por casi nada. A ellos les guardaba rencor, pero a Sammy no; si me lo hubiera cruzado, me habría ido otra vez con él. Pero no me lo crucé. Fui de comerciante en comerciante, parándome ante sus puertas como una mendiga. Uno de ellos me preguntó, sin pudor alguno: «¿De dónde has sacado este broche, si se puede saber?».

—No lo he robado, señor —dije, sacando fuerzas de flaqueza.

Llegó el invierno, y alquilé una habitación en casa de una familia judía; eran gente pobre, abrumados de hijos, y la habitación era más bien una alcoba, pequeñísima. Por suerte para mí, estaba pegada a donde vivían ellos, y le llegaba algo del calor de la casa. Yo estaba contenta de hallarme de nuevo en un hogar judío, de oír su idioma, sus plegarias, y de poder juguetear con la idea de que había vuelto a casa.

Durante aquellos últimos días, vi con frecuencia a Rosa, que se había vuelto muy vieja. Tenía el cabello ralo y gris, y una profunda arruga le dividía el rostro a lo largo. No sé por qué, me pareció que era el tajo que le había hecho su asesino; aunque la herida había cicatrizado, la profundidad del corte se veía aún. Para mi sorpresa, no me hizo falta contarle nada: sabía toda la historia, e incluso pronunció el nombre de Sammy. Cada vez que estoy en los caminos, veo a Rosa; la tengo asociada a mis pensamientos más íntimos. La última vez, hablamos mucho rato, y se mostró muy contenta de ver que yo hablaba su lengua con fluidez y que pronunciaba correctamente los nombres de la gente y de los sitios.

Mi casera se llamaba Perl, y siempre se quedaba maravillada de mi yiddish. Cuando le dije que el yiddish es un idioma agradable, dulce de oír, le vi una sonrisita de sospecha. No dejaba que los niños se me acercaran, y yo pasaba la mayor parte del día en mi alcoba, pensando, en duermevela.

La venta del broche me dolió. Me dieron mucho dinero por él, y quizá por eso conseguí refrenarme las lágrimas. Pagué la renta a mi casera, que no podía creer lo que veían sus ojos y se azoró tanto que me dijo: «Es usted muy buena».

—¿Qué tiene esto de bondad?

—Hasta hoy, todo el mundo me había engañado, y usted me paga puntualmente.

A la noche me siento en mi cama y anoto los sucesos del día. Adquirí ese hábito cuando vivía con Rosa. Mis seres queridos me han abandonado, y ahora no tengo nada en el mundo más que lo que escribo. En mis notas guardo todo lo que pienso; son abundantes y confusas, y a veces resulta difícil descifrar la letra, pero sigo haciéndolo. Escribo incluso cuando estoy cansada, porque a veces me parece que es mi obligación preservar cada rostro, cada detalle, para que a su debido tiempo pueda regresar y recordarlos. Pero el temor lo traspasaba todo. Yo temía al silencio invernal, a los borrachos que vagaban por la calle, a los policías, a las turbas de campesinos sentados en sus carretas jugando a los dados. El miedo se anidaba en todos los miembros. Veía con claridad que, a lo lejos, la tormenta iba formándose, y que esas turbas caerían como una jauría sobre las casas de los judíos. Recordaba a los jóvenes de mi pueblo, que volvían después de sus saqueos, felices y borrachos. Me acordaba de mi amigo Waska, un muchacho tranquilo y de buen corazón, con el que salía a pastorear los rebaños. Yo le quería por su generosidad, por sus buenos modales y su nobleza. Pasábamos muchas horas en el campo, y, cuando mi padre se casó con su segunda mujer, me quedaba con Waska por las noches hasta muy tarde; prefería ver la oscuridad de la noche que la cara de mi madrastra. Ese mismo Waska, que me abrazaba y besaba con tanta dulzura, que se avergonzaba de pedir mi cuerpo, el querido Waska había salido una noche de invierno a cazar judíos junto con todos sus amigos, y cuando un judío que se había topado con ellos, un hombre ya no joven, se las arregló para escapársele de las manos, Waska no se rindió. Corrió detrás del judío, le dio alcance, y descargó sobre él toda su furia. Y, no contento con eso, le arrastró hasta el pueblo.

En Semana Santa, el pueblo se llenaba de un aire apasionado. Los jóvenes desataban toda su furia contra los judíos, y siempre tenían una recompensa rápida; si atrapas a un judío, vendrán otros a salvarle. Si atrapas a un judío, puedes estar seguro de que conseguirás una maleta llena de mercancías.

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