Katerina

Katerina


XIV

Página 16 de 37

XIV

En febrero di luz a un varón. La comadrona, una anciana judía, me informó inmediatamente de que el niño tenía todos los miembros en su sitio y de que su peso era satisfactorio. El parto fue intenso, pero yo estaba tan contenta que no sentí los dolores.

Al día siguiente, le dije a la casera que quería hacer circuncidar al niño y llamarle Benjamin. La casera, que era una mujer sencilla y de fiar, que tenía un puesto donde vendía dulces y semillas, se quedó boquiabierta ante mis planes, y me dijo: «¿En qué estás pensando? ¿Por qué imponer a la criatura un defecto tan grave? Le hará sufrir toda su vida».

—Lo he jurado de corazón.

—No te entiendo —dijo ella.

Yo tenía mucha leche. Daba el pecho al niño mañana, tarde y noche. Era raro, pero había pasado años sin acordarme de la hija que había tenido en Moldovitsa y ahora, mientras amamantaba a Benjamin, recordaba su rostro con gran claridad. Un escalofrío me recorrió por un instante, pero esa tristeza resultó pasajera. Estaba exhausta del parto, de dar de mamar y, cada vez que el bebé se dormía, me dormía yo con él.

Mis pensamientos se iban limitando más y más, y se puede incluso dudar de que en aquella época yo pensase en absoluto.

—¿Dónde vive el mohel[4]? —dije en un impulso.

—¿Para qué le quieres? ¿Para qué? —el rostro de la casera era como un libro abierto que hablara de lealtad y honradez.

—Le pagaré —repuse, en pleno estupor.

—El mohel es un hombre temeroso de Dios, y no hará una cosa así —dijo la mujer, bajando la mirada.

Al día siguiente, fui al tren y viajé hasta un pueblo. Me había imaginado que en el campo no serían tan estrictos, pero enseguida caí en mi error. Pasé muchas horas en tabernas remotas, intentando por todos los medios conseguir a un mohel. La gente con la que hablaba no me animaba a conseguirlo: «¿Para qué? Hay que protegerse, a uno mismo y a los hijos».

Tuve una larga conversación con una viuda, en una de aquellas tabernitas que bordeaban los caminos. Aquella mujer me habló como una madre: «Estás castigando a tu hijo con tus propias manos. ¿No ves lo que están haciendo con los judíos? No pasa ni un día sin que asesinen a alguien y tú, en vez de protegerle, quieres dañarle con una tara. Nosotros no tenemos elección, pero tú, con tus propias manos y en plena posesión de tus facultades, le estás sentenciando a ser un desgraciado».

La mujer hablaba de forma cortante y clara. Pero, no sé por qué, y no sé de dónde saqué las fuerzas, yo seguí repitiendo la misma frase como una imbécil:

—Estoy decidida a hacer que el niño sea circuncidado.

Anduve de pueblo en pueblo y de taberna en taberna. En cada localidad vivían unos cuantos judíos, y en cada taberna encontré a gente tranquila, maravillosa, que ofrecían al niño un poco de leche caliente y a mí una taza de café, pero que no accedían a mi petición, y más de una vez me la echaban en cara. Estaba tan angustiada que a veces sentía el deseo de abrir la boca y decir: «Soy rutena, hija de rutenos, pero mi destino me ha alejado de mis ancestros y ahora no tengo a dónde aferrarme excepto a los bordes de los hogares de los judíos». En el fondo de mi corazón, sabía que no me entenderían, así que me callaba. Por fin, en una aldea perdida encontré a un tendero judío que, en caso necesario, también hacía de mohel. El hombre me vio tan afligida que se comprometió a circuncidar al niño. El que aceptara me sorprendió tanto que me eché a llorar.

Aquella noche no dormí. Me atormentaban pensamientos malignos y, como para aumentar mi temor, el bebé mamaba tranquilo, apacible. Súbitamente, la idea de que a la mañana siguiente le harían la circuncisión me llenaba de pánico, y sentí deseos de huir de allí. Pero mi determinación fue mayor que mi miedo y me quedé en la casa.

A primera hora de la mañana fue circuncidado, y yo no pude dominarme: sollocé como una sierva. Cuando me recuperé un poco del mareo, vi que el niño respiraba, y me sentí mejor. Tomé las manos de la señora de la casa, me incliné y se las besé, como hacemos en el pueblo.

La primera noche después de la circuncisión la pasé sin dormir. El bebé, para mi sorpresa, no lloraba, solo murmuraba y suspiraba. Yo le velaba junto a su maltrecha cunita, y de mi boca salían palabras que, sin duda, había escuchado de pequeña, en los prados.

Pasé un mes en la casa del mohel. Su mujer me hacía cada mañana cereales con leche y café. Yo daba de mamar al niño a todas horas. Me rodeaba una especie de olvido, como no he conocido en toda mi vida, y dormía muchas horas. De nuevo estaba en compañía de Henni. Henni me contaba muchas cosas de su infancia y de sus padres, que escatimaban hasta el último centavo para que ella pudiera estudiar con un profesor famoso. Las exigencias del profesor eran muchas y difíciles. Tras pasar el día bajo aquella tortura, ella volvía a casa en el tren nocturno. Había rogado más de una vez: «Dejadme en paz, no quiero ser pianista», pero sus padres no la escuchaban. Si no quería levantarse por la mañana, la obligaban, y si se negaba a subirse al tren, uno de los dos, su madre por lo general, iba con ella. Y así año tras año. Cuando tenía veinte, se escapó de casa con Izio. Su madre, de tanta pena, retornó a su religión, y empezó a volverse exigente, en su casa y con su marido.

—Es buena cosa que hayas tenido un niño —me dijo Henni—. Si yo hubiera tenido un bebé, no me habría suicidado. Pero ¿por qué le has hecho circuncidar?

—Porque es lo que me ha pedido el corazón.

—Los judíos no tienen ninguna excelencia en particular… la misma estupidez y la misma maldad.

—¿Qué voy a hacer? Solo me siento en paz cuando estoy entre judíos.

Mi respuesta la entristeció, y se hizo un ovillo doblando las piernas, como solía hacer en vida, con una pesada tristeza y absoluta abnegación.

—Estás enfadada conmigo —dije, sin poder contenerme.

—Estoy asombrada de tu dureza de corazón.

—¿A qué te refieres con dureza de corazón?

—¿Cómo quieres que lo llame si no? ¿Se te ocurre otra expresión? A alguien que lleva a un niño lleno de salud y le inflige una cicatriz… ¿cómo le llamas? ¿Qué nombre damos a ese crimen?

Yo quería llorar, pero mi llanto se reprimía en mí y no emití sonido alguno.

Abrí los ojos, pero tenía miedo de seguir en aquella casa. La aparición de Henni me había llenado de horror. En aquel mismo momento, decidí ponerme en camino: «¿Cómo es que no te quedas un poco más? Hace frío fuera», me rogó la casera.

—Debo partir —le dije, sin más explicaciones.

La nieve caía en silencio y un sol frío reverberaba en el cielo. Abrigué a Benjamin, y pagué la cantidad que habíamos convenido. La mujer, para mi sorpresa, no quedó satisfecha, y me pidió que le diera más. Añadí más dinero, pero no pude contener mis palabras y le pregunté: «¿Por qué hace esto?».

—He pedido lo que nos corresponde, no más.

—¿No habíamos convenido una cantidad?

—Nosotros hemos hecho lo que se nos pidió… y más —replicó la mujer, hablando con un tono de negocios que imponía.

Hasta que no estuve fuera, bajo el frío sol, no me di cuenta del bien que me habían hecho aquellos días en la casa del mohel. En el fondo de mi corazón, sentí irme de esa forma. No hay nada en el mundo que te toque sin dejar huella. Quise volver y pedir perdón, pero, por alguna razón, no lo hice. Hoy, cuando me acuerdo de aquella mujer, me doy cuenta de que no era mala ni codiciosa, que solo estaba amargada. Todo su ser gritaba su esterilidad.

Me quedé en mitad de la plaza del pueblo sin saber hacia dónde tirar. De no haber sido por las joyas de Henni, quién sabe qué hubiera sido de mí. Cubrí a Benjamin con dos retales de piel y se durmió plácidamente. Su sueño tranquilo me dio fuerzas, y pensé muy seriamente en partir a pie.

—¿Adónde vas? —un viejo campesino detuvo su carreta junto a mí.

Yo dije el nombre de una aldea cercana.

—Sube.

—¿Cuánto debo pagarle?

—Nada.

Al cabo de una hora de viaje, me preguntó:

—¿De dónde eres?

Se lo dije.

—Pues no tienes pinta de ser de pueblo.

—¿De dónde, entonces?

—No lo sé.

—Pues soy de pueblo, abuelo, del campo —la antigua melodía de mi lengua natal me salió del alma.

—Tienes algo en la voz.

—¿Qué, abuelo?

—No sé, como otro tono, distinto.

—No entiendo.

—¿Y qué haces por aquí? —indagó.

—Estuve visitando a unos parientes —mentí.

—Yo no dejaría a una hija mía viajar sola.

—¿Por qué?

—Porque los caminos te echan a perder. La persona se embebe de palabras extranjeras, de gestos extraños. Nosotros, los rutenos, tenemos que cuidarnos. Los judíos lo echan todo a perder, ahora están arruinando a nuestras mujeres. No debes trabajar para los judíos: te corrompen el alma.

Me bajé en la plaza del pueblo más cercano, contenta de verme libre de aquel hombre y de sus reproches.

Ir a la siguiente página

Report Page