Katerina

Katerina


XVIII

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XVIII

Yo tenía un tesoro precioso, un gran tesoro. Me miraba en sus ojos, y no podía creer lo que veía. Todo él era luz. Vivíamos en un pisito de una sola habitación, en la calle de los judíos. Ya era abril, pero seguía soplando con fuerza un viento escarchado. Yo pasaba horas junto a la ventana con Benjamin y, gracias a sus grandes ojos, también yo veía milagros.

—Pájaro, mamá.

—Pájaro.

—Pájaros marchó todos. Pájaros marchó.

Cada palabra que salía de su boca era como una exclamación de júbilo.

De nuevo, las noches se llenaban de calma alegría. Yo recibía en casa a mis queridos Rosa y Benjamin, y a veces también a Henni. Mi Benjamin hablaba sorprendentemente bien. Todo el mundo le llamaba el pequeño prodigio, y a mí me asombraba no haber oído antes esa palabra, una palabra tan bonita. De repente, Sammy apareció otra vez, muy borracho. Yo intenté esconderlo de mis invitados, pero él me pasó por encima, se plantó en mitad de la habitación e hizo saber a todos que aquella criatura no era ningún milagro, que no era más que un niño no deseado.

—Debes vigilarle bien —me previno Rosa.

—Le cuidaré como a la niña de mis ojos —prometí.

—Es un niño maravilloso.

De nuevo se acercaba Pésaj, y yo me quedaba junto a la ventana para que Benjamin pudiera ver el trajín, absorber los aromas y aprender que cada festividad tiene su color propio. El mundo no es todo confusión, aunque a veces lo parezca. Si Rosa hubiera estado con nosotros, hubiéramos celebrado el séder con ella. Mis seres queridos me fueron arrebatados antes de tiempo; de no haber sido por Henni, que me sacó de la escoria de la estación, seguiría allí revoleándome en el lodo hasta el día de hoy.

Cada pocos meses, vendía una joya. Cada joya que vendía cortaba un pedazo de mi carne, pero el pensamiento de que estaba criando a un niño, de que ese niño haría brillar los ojos de todos, me endulzaba un poco la tristeza. Llevaba las joyas junto a mi corazón.

La idea de que tenía mi propia habitación, de que me hijo estaba junto a la ventana conmigo, mirando… ese pensamiento alegraba mis horas. A última hora de la tarde, solía vestir a Benjamin, y salíamos a escuchar los sonidos nocturnos. Había seres malvados en la ciudad: borrachos que me conocían de la estación, gente de mi pueblo que me acechaba en silencio, y malhechores sin más, que me abordaban en la calle. Yo no tenía miedo. Cuando llevaba a Benjamin en brazos, no tenía miedo. Hazte a un lado y no te cruces en mi camino, solía prevenirles y, si me provocaban, los maldecía, a ellos y a la madre que los había traído al mundo.

Una noche, se me acercó un hombre de mi pueblo. Me reconoció a primera vista y no quiso dejarme en paz. Yo le imploré: «Pero si crecimos juntos en el mismo agujero dejado de la mano de Dios, mi padre conoció a tu padre, ¿por qué no me dejas en paz?».

—Deja a ese bastardo en el suelo y ven conmigo —dijo, sin atender a mis súplicas.

—¿Por qué llamas bastardo a mi hijo? —no fui capaz de refrenarme.

—Porque es un bastardo.

Yo le imploré: «No ves que soy una mujer sola, sacando adelante a mi hijo con mis propios medios. No es fácil sacar adelante a un hijo, pero lo hago contenta, porque es un buen chico». Le hablé como se habla a un pariente, con todas las palabras familiares que tenía, pero él siguió en sus trece.

—Deja al bastardo ahí. Tengo una habitación aquí cerca.

—¿Cómo le hablas así a una madre? Yo ya no soy joven.

—Tú te acuestas con cualquiera, pero no quieres acostarte conmigo.

—No me hables así.

—Tengo que acostarme con una mujer esta noche —dijo con voz bestial.

—Busca a otra mujer; hay muchas. ¿Por qué quieres a una que tiene un hijo?

—Me apetece acostarme contigo.

Yo reuní todas mis fuerzas, alcé la voz y le dije:

—Si te acercas a mí, te morderé como una perra.

—Puta —me dijo con odio.

—Bastardo —tampoco yo me callé.

Estaba contenta de haber luchado hasta el final. Aquella noche no seguimos paseando. Nos volvimos a casa mientras aún había luz, y al instante le dije a Benjamin: «Debes ser un chico valiente. Sin coraje, te mueres. Tenemos que hacer ejercicio todas las mañanas. Has de endurecerte los músculos y ser un cachorro de león».

Por mi parte, extraía el coraje de donde sabía: me tomaba dos o tres tragos, me calentaba el cuerpo, y veía a mi difunta madre ante mis ojos. Mi madre era una mujer valiente. Todo el mundo le tenía miedo. Nunca bebía en público, siempre sola, por la noche sobre todo.

A última hora de la tarde, cuando salíamos a dar un paseo, yo le decía a Benjamin: «No tengas miedo. Cuando una persona supera el miedo, es libre. El miedo lo afea todo. Hay que erguirse». Tenía dudas de que me entendiera, pero yo le repetía esa lección para que, a su debido tiempo, cuando lo precisara, la tuviera presente en su cabeza.

Pero, a pesar de todo, ya no paseábamos tranquilos. La ciudad estaba llena de gente del campo y de vendedores ambulantes; todos gritando, amenazando y maldiciéndose unos a otros. No era un espectáculo agradable, excepto por los viejos judíos que salían a la puerta de sus humildes tiendas a aquella hora. Si no hubiera sido por aquellos seres flacos, que siempre me dejaban maravillada, me hubiera encerrado en mi habitación. Yo me quedaba prendida en las miradas de aquellos ancianos, a veces olvidando que la ciudad hervía de malhechores.

De vez en cuando, algún hombre me abordaba, y yo huía de él metiéndome en una taberna, donde solía encontrarme a viejos conocidos. Había conocido a mucha gente en la vida, gente que quería tomar mi cuerpo, y yo generalmente les había dado lo que querían. Ahora mi cuerpo era el refugio de Benjamin, y no les permitiría que se aproximaran.

—¿Cuántos años tienes, Katerina? —me preguntó uno.

También ellos habían envejecido. El vodka les había dejado el rostro vacuo, y la piel de las manos les amarilleaba. Sin embargo, me preguntaban:

—¿Dónde se te puede ver, Katerina?

—He vuelto a casa —decía yo.

—¿Qué pasa? ¿Ha sucedido alguna catástrofe?

—Uno ha de volver a casa, ¿no es así? —yo les contestaba en el idioma de la aldea.

Esa excusa les parecía aceptable, no sé por qué, y me dejaban en paz.

Pero aquel matón, aquel repugnante paisano mío, ese no me olvidaba, y seguía esperándome día tras día. Yo sentía que estaba acechándome pero, como no le veía, creía que no eran más que mis miedos. En los últimos días, había dejado de pasear por calles pequeñas: no salíamos del centro de la ciudad, y nos íbamos pronto a casa. Sentía que la hiena yacía esperando su momento. Tampoco en casa estaba tranquila; no había ruido que no me alarmara, pero aun así me negaba a cerrar con pestillo. No debes temer, me repetía a mí misma. Si yo tengo miedo, también Benjamin tendrá miedo.

En la víspera de Pésaj me sentía muy feliz, tanto que columpié a Benjamin en el aire. Benjamin reía, y su risa resonaba por la calle. Después, le compré un helado, y me pidió otro. Se lo compré también, llamándole glotoncito mío. Se rio. Había unos cuantos campesinos en las aceras, y ellos rieron a su vez. Todo el mundo estaba ocupado en los últimos preparativos de la fiesta y yo, con todas las prisas, desprevenida, tomé por una callejuela por la que se atajaba hasta mi casa.

No acababa de poner un pie allí, cuando aquel bruto apareció, como si saliera de un hoyo, cortándome el paso. Supe que era el final, pero aun así grité: «No me toques». Era aquel mismo bruto, Karil, el mismo villano que me había acosado unos días antes, pero ahora tenía valor en la mirada. Estaba bebido, pero no borracho.

—Deja al bastardo y ven conmigo —dijo, agarrándome del brazo.

—No tengo miedo. Puedes matarme aquí mismo.

—Ya me has oído, y lo que dije lo digo en serio.

—Solo tengo miedo de Dios.

—Deja al bastardo —dijo, enseñando los dientes.

Asesino, estuve a punto de gritar, pero, antes de que me saliera la voz, me arrancó a Benjamin de los brazos y lo golpeó contra un muro. Y yo vi, Dios del cielo, la divina cabeza de mi hijo, el cáliz más precioso del mundo, abrirse en dos, y la sangre salpicando a borbotones que nublaron el atardecer. Por un instante, me quedé helada, pero inmediata, velozmente, saqué mi navaja. Di un salto, le agarré por el cuello, y le acuchillé una y otra vez. Sentí que la hoja le cortaba los tendones, y que las manos se me llenaban de sangre. El asesino se desplomó en mis brazos, dando patadas al aire, pero yo no le solté. Le descuarticé como se descuartiza a una bestia en el matadero.

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