Katerina

Katerina


XX

Página 22 de 37

XX

El domingo me llevaron a la cárcel. Sonaban campanas, y un sol otoñal inundaba las calles. Dos agentes armados me condujeron, y había gente señalando hacia mí por todos los lados: el monstruo. Yo me sentía vacía y helada, y ningún dolor llegaba a molestarme. De hecho, me parecía que, a ese paso, hubiera podido seguir horas caminando. Sentí por primera vez que tenía a mi madre dentro, no a la madre que me pegaba, sino a la madre valerosa que me había querido transmitir su valor durante años sin saber cómo. Ahora andaba con ella, indivisibles las dos, como un único cuerpo.

Y así empezó mi nueva vida. Las mujeres de la cárcel lo sabían todo, hasta el último detalle, y no tuve buen recibimiento. Más tarde me enteré de que tampoco recibieron con alegría a otras mujeres. El que entra en prisión sabe que aquí uno no se muere, sino que se desintegra. No hay hilo que pueda zurcir los desgarros. Tuve miedo no de los muros, sino de los rostros.

El juicio no había sido largo. Admití la acusación con todos sus detalles, y el juez, un hombre viejo, dijo que hasta ese día no se había encontrado con un horror semejante. Si no se hubiera tratado del asesinato de un asesino, hubiera ordenado que me hicieran el nudo de la horca alrededor del cuello. No hubo nadie en la sala de juicios. El defensor de oficio dijo: «Puede usted estar contenta. Mientras hay vida, hay esperanza». Era un abogado judío, que iba siempre corriendo de un lado para otro y parecía avergonzado de sí mismo. No sé por qué, me recordaba a Sammy, aunque no se parecían en nada.

En la cárcel, la vida era muy metódica. Nos levantábamos temprano y las luces se apagaban a las ocho y media de la noche. Entre la hora de levantarse y la de irse a dormir… trabajo. Un equipo iba a trabajar a una fábrica textil, otro al campo y un último realizaba el mantenimiento de la cárcel. Años atrás, se había encadenado a las mujeres por las piernas, pero esa práctica ya se había abolido. En ese tiempo, se las ataba unas a otras con una cuerda, y las llevaban en grupos de tres. Cada equipo constaba de treinta mujeres. Algunas, más mayores, sobrellevaban su castigo con desprecio y la espalda muy recta. A la edad de setenta años, se ponía en libertad a las presas, pero esto no era siempre así: había una mujer de noventa y un años.

A mí me tocó integrarme en el equipo de mantenimiento. Yo prestaba mucha atención y hacía lo que se me ordenaba, pero mi vida era muy reducida, como la de una bestia de carga. Después de diez horas fregando suelos, caía sobre el catre como un fardo. Dormía como confinada, como si estuviera en un pasillo oprimente.

Cuando sonaba la campana, me levantaba y me presentaba al trabajo. Hacía mi tarea a conciencia, y las guardianas no me pegaban ni me atormentaban. Tenía muy poco contacto con mis compañeras de presidio. Ellas pasaban horas sentadas y charlando. A veces, como entre la penumbra, escuchaba sus confesiones y sonaban como anhelos que ya no tocaban la vida.

Una vez, durante el almuerzo, una de las presas me dijo: «Katerina, ¿de dónde sacaste el valor?».

—No lo sé —le contesté.

Y esa era la verdad. Mi vida se había visto truncada, como si ya no me perteneciera, pero yo, yo misma, qué milagro, seguía en pie.

Las otras presas no se metían conmigo ni se burlaban de mí. Hay que tener cuidado con una mujer que ha sido capaz de destazar un cadáver en veinticuatro trozos, las oía decir en susurros. La mayoría estaba en la cárcel, según me fui enterando con el paso del tiempo, por envenenar o tirar ácido. Solo había dos verdaderas asesinas, y yo era una de ellas. El alcaide me llamó a su presencia y me preguntó: «¿Tiene usted familia?».

—No. Mis padres murieron, y soy hija única.

—¿Y de qué se ríe?

—La expresión «hija única» de repente me ha parecido graciosa.

—¿Tiene algún otro pariente?

—Mi padre tuvo hijos bastardos, pero yo no les conozco —dije, y seguí riéndome.

—Aquí la gente no se ríe. Salga de mi despacho.

Yo sentía estar riéndome, pero no podía controlarme. Veía ante mis ojos a los dos bastardos pelirrojos de mi padre, tal y como les había visto muchos años antes, sentados en una carreta estrecha.

Aunque aquí todas están sentenciadas a muchos años de prisión, siguen contando los días, los meses y los años. Yo estaba tan hueca que todo lo relacionado con el tiempo me daba igual. Trabajaba como una máquina, y por la noche, al sonido de la campana, dejaba mis útiles en el almacén y me presentaba al recuento. Tras la cena cerraban los barracones, y yo caía en el catre como un fardo.

Los días pasaban, cada uno igual que el anterior. Las presas que trabajaban al aire libre solían hablar del sol del verano y de las cosechas. Aquí, entre cuatro paredes, hacía frío siempre, incluso cuando lucía el sol. Pero a mí, la verdad sea dicha, nada me molestaba.

Una vez al mes había visitas. Todas las anhelaban, e incluso se ponían maquillaje. No había nadie que viniera a visitarme, y yo estaba contenta de no tener que pasar por esa consternación. Tras las visitas, la cárcel estaba en efervescencia toda la noche.

—¿En qué piensas? —una presa me sorprendió con esta pregunta mientras yo fregaba de rodillas.

—No pienso, estoy cansada.

—Me dio la impresión de que estabas pensando.

—¿Y en qué voy a pensar? —dije, tratando de poner fin a la conversación.

La mujer, que era de mi edad, me contó que ya llevaba seis años presa, y le quedaban aún diecisiete más por delante.

—¿Por qué te enviaron aquí? —le pregunté, y me arrepentí de inmediato.

—Por tirar ácido —me dijo, y sonrió con un gesto extraño.

Antes de casarse, también ella había trabajado para unos judíos durante muchos años. Yo me di cuenta enseguida de que recordaba esos años con cariño, y, como yo, primero había trabajado en una familia religiosa y luego, en la ciudad, para unos judíos laicos.

—Fueron los mejores años de mi vida —dijo, y las lágrimas se agolparon en sus ojos.

Así es como empezó nuestra amistad. Se llamaba Sigui. En el invierno, con la oscuridad y las heladas, sacábamos nuestros recuerdos de Jánuca y Purim; en primavera, de Pésaj y Shavuot. Por Yom Kippur, se cubría con un chal y ayunaba. De no haber sido por el hombre que la había seducido, de no haber sido por aquel farsante, ella se hubiera quedado con los judíos para siempre.

Y así, milagrosamente, encontré un túnel secreto que me llevó de vuelta a mis seres queridos. Una noche vi a Henni. Sabía lo que había sucedido y cómo había llegado yo allí. Yo le dije que no tenía remordimiento en el corazón; estaba dispuesta a vivir largos años en la cárcel, sin ilusión alguna.

—¿De dónde sacas esa fe? —me preguntó Henni.

—De mi madre —dije sin dudar.

—Qué raro —dije Henni—. Si tú no querías a tu madre.

—No sabía quererla.

—¿Y ahora sí la quieres?

—Ahora la tengo dentro.

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando una gran oscuridad cubrió la clara visión y me sumergí en el abismo.

Ir a la siguiente página

Report Page