Katerina

Katerina


XXI

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XXI

El trabajo consumía los días, las noches parecían no acabar nunca por culpa del frío, y aun así yo me levantaba cada mañana y me ponía en la fila. No hay límite para lo que uno puede aguantar.

A veces, sentía que estaban teniendo lugar ciertos cambios en mi cuerpo: se me hinchaban las piernas, y las venas de las manos se me ponían azules, pero no tenía dolores. Trabajaba de la mañana a la noche. Por la noche, a veces me quedaba de pie y me decía a mí misma «otro día». Las ideas se me secaban dentro de la cabeza, como si fuera una calabaza ahuecada.

—¿Estabas casada? —me preguntó Sigui.

—No, pero tuve un hijo.

—Hiciste bien.

Más tarde, ella me contó cosas de sus primeros días con los judíos, del miedo que les tenía y cómo había superado ese miedo. En su primer invierno había caído enferma, con neumonía, y había creído que seguramente la despedirían de inmediato, pero ellos la sorprendieron cuidándola. En el primer verano había conocido a Herz Reiner, un judío joven y laico, que estudiaba en Lemberg y la había cortejado con una gentileza aterradora.

—¿No te gustaría volver con ellos?

—Ojalá.

Sigui era alta, fuerte y llena de contradicciones. «Amo a los judíos», solía decir, «pero qué pena que sean judíos. Si no lo fueran, los amaría todavía más. Son seres únicos. Me encanta estar con ellos».

—¿Te hubieras casado con Herz Reiner? —ya no podía sujetarme la lengua.

—Eso es distinto. Una mujer debe casarse en la iglesia. Nosotras pecamos, nos enamoramos de los judíos jóvenes, pero en la iglesia no se les quiere. Debemos casarnos con los de nuestra clase.

—Eso es que no les amas.

—Soy rutena, querida, una salvaje bestia rutena. Los judíos son de otra raza. Podemos admirarlos, acostarnos con ellos, amarlos y maldecirlos, pero no nos casamos con ellos. Somos distintos, ¿qué le vamos a hacer? No es culpa nuestra. Así nos hizo el Creador.

Yo quería a Sigui. No hablaba con ella de todo, pero sentía que estábamos vinculadas a unos recuerdos llenos de calor y pecado, y que ese sentimiento nos daba como cierta ventaja invisible. No hablábamos de eso con nadie, ni tampoco mucho entre nosotras, pero lo pasábamos bien juntas.

Por la noche se charlaba mucho. Hubo noches en que se dejaban llevar y hablaban de amores desgraciados, y hubo noches en que hablaban de padres duros y despiadados, o a veces sobre hermanos y hermanas, y hubo noches en que solo hablaban de los judíos, y esas eran las noches más animadas. Todas habían trabajado para los judíos. Había algunas cuyos padres y antepasados habían trabajado para la misma familia.

Robar en la casa de un judío era un arte que se aprendía con los años. No era fácil robarles a los judíos, que siempre eran rápidos y estaban atentos pero, si se les liaba, podía hacerse. Al cabo de un año o dos, una se sabía todos los secretos: cuándo rezaban, y cuándo se apareaban. Durante los días de fiesta se iban todos a la sinagoga, y ese era el momento de revolver los cajones. Robar en la casa de un judío era un placer especial, dijo una, casi como hacer el amor, y eso hizo reír a todas. Los asuntos amorosos con los judíos… eso también era un asunto que les gustaba analizar en profundidad. Sobre ese tema había diferencias de opinión: algunas decían estar seguras de que no hay nada como el amor de un judío; eran limpios, delicados, y nunca trataban mal a una mujer. Otras sostenían que sus modales eran demasiado refinados. Una mujer necesita una bestia del campo, no caricias y susurritos.

Uno de esos días, me hicieron saber que mi abogado había venido a visitarme. Las horas de visita eran tensas: en un plazo de tiempo muy corto, había que contar y volver a contar todo, y siempre con una valla de por medio. Los gritos eran ensordecedores. Mi abogado consiguió permiso para verme en la sala de los guardias, no con los demás.

Desde el juicio, su pelo, o mejor dicho lo que quedaba de su pelo, se había vuelto gris. El hombre era bajo y se estaba quedando calvo, pero nada había cambiado en su expresión, afable y atenta. «Hace mucho tiempo que quería venir a verla, pero no pude organizarlo», se disculpó. Me había traído una caja de dulces y un tarro de mermelada. Durante la visita me contó que se las había arreglado para recuperar las joyas que Henni me había dejado, del despacho donde me las había confiscado. En adelante, estarían en las oficinas de la cárcel y, llegado el momento, cuando me dejaran libre, me las devolverían. «Y tendrá por lo menos un mendrugo que llevarse a la boca».

—No hacía falta —le dije, estúpidamente.

—Nadie sabe qué nos traerá el día de mañana.

Ahora, también él parecía avergonzado. Quizá estaba molesto porque yo no había apreciado sus esfuerzos suficientemente. Para corregir esa impresión, le dije: «A mí todo me parece bien». Y ya no me salían más palabras. El hombre tampoco supo qué más decir, y se puso en pie. Nadie nos urgía para que pusiéramos fin a la conversación, pero yo, no sé por qué, me fui corriendo al barracón.

Por la noche, yo seguía tratando de encontrar un camino que llevara a mis seres queridos. Me parecía, por alguna razón, que, si conseguía llegar hasta Henni, llegaría a todos. Esa idea me tenía sin rumbo. Las noches se volvieron completamente opacas: ni una grieta, ni una luz. Solo oscuridad y más oscuridad, y también aquí, de litera a litera, como en cualquier taberna, maldecían y culpaban a los judíos. Si no fuera por los judíos, todo sería diferente. Hay que exterminarlos, borrarlos de la faz de la tierra. Esas voces no tenían ningún tono de falsedad: sonaban con la misma claridad que el mugido de una vaca, a veces como una ordinaria canción campesina.

En lo profundo de mi corazón, yo sabía que esas voces no tenían el poder de dañar a mis seres queridos, pero aun así no me sentía tranquila. ¿Quién sabe qué daño puede causar una maldición? Mis seres queridos andaban errantes por el reino de la verdad, al desnudo, almas sin cuerpo, pero aquí los malvados seguían injuriándoles día y noche.

Y no temía en vano. Al día siguiente me enteré de que se había producido un pogromo en uno de los pueblos que estaban cerca de la cárcel. No había muchos muertos, pero sí muchos heridos. Uno de los carceleros nos contó los detalles, y las noticias se difundieron con rapidez. Al parecer, el botín había sido suculento: los paisanos ya no necesitarían las tiendas de los judíos. Tendrían sus propias ropas, su propio azúcar, y zapatos de todos los modelos y tallas. A última hora de la noche, una botella de vodka fue pasando de mano en mano. Todo el mundo estaba feliz de que al fin les estuvieran dando lo suyo a los judíos.

En Pascua, cuando estaba permitido llevar a las presas ropa y comida, ya se veían abrigos de los judíos… hasta vestidos de encaje y medias de lana, y también algunas fajas nuevas. Todas estaban muy contentas, y todas se probaron las prendas.

—¿Por qué estás aquí sola? —dijo una de las presas, volviéndose hacia mí.

—Echo de menos a unas personas —las palabras me salieron solas.

—Deberías olvidarte de todo. Todo lo que fue es como si nunca hubiera sido.

—¿Y tú nunca tienes recuerdos?

—Claro que tengo, pero enseguida me digo a mí misma: «No debes recordar». He mandado a mis hermanas y a mis primos que no vengan nunca a visitarme. No me deben nada. Las visitas solo sirven para sacar a la gente de quicio. Yo ya no echo nada de menos. Hice lo que tenía que hacer, y ahora ya puedo sentarme tranquila.

—¿Qué hiciste? —pregunté.

—Maté a mi marido. Solo tú y yo hicimos el trabajo entero, hasta el final. Las otras solo lo intentaron y acabaron arrepintiéndose —le brillaba una lucecita en los ojos.

La cárcel estaba bien protegida, pero aun así las noticias se colaban por cualquier grieta. El día anterior, habíamos oído que habían matado al marido de Sigui en una taberna. Todo el mundo se alegró y bebió, y también yo me uní al regocijo. Sigui se emborrachó y, en plena borrachera, declaró: «Amo a nuestro Señor Jesucristo con un amor inmenso y poderoso. Es nuestro Señor, nuestro Salvador. Sabía que Él se vengaría por mí. Y ahora les ha llegado el momento a los judíos, que mataron a nuestro Señor. Cómo se atrevieron esos hijos de Satanás a matarle, a Él que es el amor, que es la gracia. Dios no les perdonará, y ha preparado para ellos una gran venganza. ¡Ya veréis!».

Sigui habló tanto que acabó vomitando y se puso blanca como una sábana, pero no por eso dejó de maldecir a todos los que la habían atormentado en el curso de su vida: a su padre y su madre, a su marido y sus hijos, a los judíos y sus engaños. Si no hubiera incluido a las carceleras en sus maldiciones, la noche hubiera acabado felizmente y todo el mundo hubiera dormido en paz pero, como las incluyó, las carceleras cayeron de inmediato sobre ella, le pegaron y la llevaron a la sala de los guardias. Las súplicas de la mujer no sirvieron de nada. Esa noche la juzgaron y la metieron en una celda incomunicada, y así acabó la gran celebración.

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