Katerina

Katerina


XXVII

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Durante aquella atroz década de 1940 casi no escribí y, lo que escribí, lo destruí con mis propias manos. Trabajaba sin desmayo, como si el campo de remolachas fuera mi propia granja. Los trenes que pasaban por delante de nosotras iban atestados de judíos. Todas las mujeres estaban encantadas de librarse de ellos, de una vez por todas.

Peleaban entre sí por cada trozo de pastel, cada blusa o cada ungüento. Las celdas de aislamiento estaban llenas, y se oían gritos día y noche. Las carceleras rociaban con agua el interior de las celdas para acallar a las mujeres. Durante la década de 1940, la oscuridad se cernió sobre mí. Quedaron rotos todos mis vínculos con mis seres queridos. Por las noches, golpeaba las puertas en vano. Ningún signo, ni una palabra me llegaba de ellos, solo oscuridad sobre más oscuridad, y un gran abismo.

Por aquella época se me extendió por todo el cuerpo una afección de la piel. La enfermedad me devastó el rostro, afeándolo. «El monstruo», susurraban las presas. Tenía la cara cubierta de puntos rojos y rosas, y las manos hinchadas. Yo era como una cueva deshabitada, no veía nada ni pensaba en nada. Ciertamente, las mujeres seguían sin atreverse a ofenderme, y nadie me maltrataba. Trabajaba sola casi siempre y, si me ponían a otra presa al lado, la mujer se guardaba de hablarme. A veces la carcelera en jefe venía a mi habitación y cambiábamos unas cuantas palabras. Una vez me preguntó si quería volver al barracón. «Estoy mejor aquí», le dije, y no se molestó en volver a hablarme de eso más.

Nos llegaban por todos los lados bocanadas de olores agridulces. Yo no sabía que era el olor de la muerte. Todas las demás sabían, y lo decían, que era el olor de la muerte de los judíos, pero yo me negaba a escuchar. Estaba segura de que eran alucinaciones malignas.

A primera hora de la mañana, cuando estaba aún sacando remolachas de la tierra, pasaban largos trenes de carga. Las presas solían saludar estos trenes con gritos de alegría. «Muerte a los mercaderes, muerte a los judíos». Lo sabían todo. Tenían los sentidos bien despiertos. Estaban metidas en una cárcel, pero sabían todo lo que sucedía a su alrededor: a cuántos judíos habían mandado ya, y a cuántos iban a mandar. Cada tren levantaba una ola de alegría, y por la noche solían cantar:

Ya arden entre las llamas

Los que mataron al Señor

El humo de esas hogueras

Nos deleita con su olor

Era un cántico poderoso que reverberaba hasta muy tarde. Las carceleras simplemente no cumplían las normas y las dejaban cantar. Las mujeres cantaban con entusiasmo, como lo hacían con los villancicos, dando pasitos de baile y rugiendo.

Y yo, Dios Todopoderoso, me cuidaba a mí misma. Estaba segura de que aquella enfermedad rosada y virulenta acabaría conmigo. Esa preocupación llenaba todo mi ser. Ahora, cuando pienso en mi ceguera, en mi egoísmo, me devora la vergüenza. Dejadme añadir rápidamente que fue entonces cuando de nuevo encontré un camino que me llevara a los Salmos. Me aferré a las palabras sagradas, y pasaba largas horas rezando. Los versículos aplacaban mis temores. Perdóname también, Señor, por esa forma egoísta de orar.

Los trenes pasaban día tras día. Ya no había dudas de que la muerte se hallaba cerca. En el patio, se veían carros abandonados llenos hasta los topes de ropa. Nadie la quería. La humedad la echaba a perder, y en cuestión de días perdía la forma. En los días de visita, la gente ya no traía ropa, sino joyas de oro.

Sigui se me acercó, a la hora de comer, y me dijo: «Me cuesta mucho soportar tu silencio, Katerina. No hace tantos años, éramos amigas. ¿Por qué me apartas de tu lado? No tengo a nadie en el mundo».

—No estoy enfadada contigo.

—Entonces, ¿por qué no vuelves al barracón con nosotras? Todo es más fácil juntas que solas. El aislamiento te enferma.

—Necesito estar sola. Sentarme tranquilamente y curar mis heridas.

—Ven con nosotras. Te necesitamos mucho.

—Gracias, Sigui.

—Nosotras, las mujeres, somos responsables unas de otras, ¿no?

—Es verdad —dije como respuesta.

Sigui se había avejentado en los dos años anteriores. Su cara llena, que había conocido tanto la lujuria como la fe, se había marchitado. Cuando llegara el momento y la dejaran libre, no sabría qué hacer con su libertad. Su cara llevaba puesta una máscara de la cárcel, la misma palidez y el mismo abandono. Ahora aún cantaba por las noches, pero fuera no sabría ni abrir la boca. No era de extrañar que todos sus parientes la hubieran abandonado, que sus hijos no la hubieran visitado ni una vez.

—Estás pensando en los judíos —dijo, sorprendiéndome.

—Es verdad, ¿cómo lo sabes?

—No debes pensar en ellos. Es su destino. Es lo que Dios ha querido.

—Ya entiendo.

—No debemos preguntar por lo que está encima de nosotros ni por lo que tenemos debajo. ¿Me entiendes?

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