Katerina

Katerina


XXVIII

Página 30 de 37

X

X

V

I

I

I

Otra vez los días eran claros y calurosos, y trabajábamos en la cosecha de maíz. La enfermedad de la piel seguía extendiéndose por mi cuerpo en forma de una erupción gruesa, y todo el mundo me evitaba. La carcelera en jefe me asignó a una esquina del campo, para que no tuviera contacto con nadie. Tras la jornada de trabajo, volvía sola y, detrás de mí, a buena distancia, me seguía la carcelera. Si no hubiera sido una asesina, seguramente me hubieran dejado en libertad. Dejan libres a los enfermos, pero con los asesinos son muy estrictos.

Solo la otra Katerina, la de mi pueblo, osaba acercarse a mí. Yo le conté que no me dolía mucho, que podía soportarlo. Era una incomodidad que podía superarse. Me alegré de haber encontrado las palabras justas. Katerina bajó la cabeza, como si yo hubiera recitado un versículo de las Escrituras.

La pobre Sofía, la mujer a la que había pegado, me llamó un día desde lejos: «Katerina, por mi parte te perdono todo. Ojalá pudiéramos verte con salud entre nosotras». Llevaba una pañoleta ancha de campesina en la cabeza, y tenía el aspecto de una sirvienta miserable.

Las noches eran cálidas y oprimentes, sin aire para respirar. Los trenes serpenteaban por el valle como culebras negras. Las presas ya no se asomaban entre los barrotes a gritar «Muerte a los mercaderes, muerte a los judíos». Ahora ya no había duda de que, cuando todos los judíos hubieran muerto, nos pondrían en libertad a todas. Había que esperar con paciencia hasta su muerte. Ya no quedaban muchos, y esos pocos iban ya en los trenes. Oí estos susurros a través de las grietas de la pared. No era maldad, sino una tensión expectante.

Cuánta razón habían tenido en sus predicciones, solo lo vi más tarde. Incluso durante aquel verano maldito yo seguía desvinculada de mis seres queridos. Mi aislamiento y mi enfermedad me rodeaban como un anillo asfixiante. El fuego atrapado en los huesos aniquilaba todo lo demás. Mi alma se secaba día a día dentro de mi cuerpo inflamado.

Y por las noches, unas llamas violentas penetraban en mi sueño y abrasaban mi carne. Me hallaba al borde de la muerte, pero siempre se abría ante mí una vía de escape. A fin de cuentas, una cárcel no es un vagón de carga sellado. Durante aquel largo verano, más de una vez quise quitarme los grilletes de las manos, agarrar a una de las presas y sacudirla con todas mis fuerzas. Solían rebajarse ante las carceleras como esclavas, solo por un poco de bebida, o polvos, o colonia.

No debe uno humillarse, y no se debe desear la muerte del prójimo. La muerte no es el final. Hay alturas por encima de todas las alturas, gritaban todas las fibras de mi cuerpo. Mi madre solía volver a mí y llenarme el cuerpo de valor. Tenía los brazos preparados para la lucha, pero sin fuerzas. Las presas lo sabían, y ya no me tenían miedo.

En los barracones había una mujer muy vieja, de unos noventa años, que ya había cumplido su condena años atrás, pero se negó a que la pusieran en libertad y pidió quedarse. Le concedieron el deseo, pero se quedó no solo con las de su generación, sino con las de dos generaciones posteriores. Era la memoria de la cárcel. Se acordaba de todo lo de años anteriores, a quién habían puesto en libertad y cuándo, quién estaba enferma y quién se había curado, quién tenía el rostro amargado y quién tenía suerte. Pero, sobre todo, enseñaba a las presas a tener paciencia. La paciencia es una virtud sagrada. Cuando alguien la adquiere, ningún daño puede acaecerle.

Años atrás, nuestras miradas solo se encontraron, y ya me odió. Al instante, declaró que en mi expresión —aunque era sin duda rutena, y se veía que me había criado en un buen hogar cristiano— había algo que se había enturbiado irremediablemente. La pobre Katerina intentó defenderme, pero la anciana se mantuvo en sus trece: «Los judíos le han destruido el alma, y nunca podrá redimirse». Desde que había caído enferma, me ponía de ejemplo a todas horas: «Aquí veis con vuestros propios ojos lo que le hicieron los judíos. El infierno la está chamuscando en este mundo».

—¿Cuántos trenes pasaron esta noche?

—Siete.

—Veo que han aumentando su frecuencia —oí la voz de Sigui.

Todas comparaban y llevaban las cuentas. Los trenes cruzaban el valle con vigorosa velocidad, como balas al rojo vivo. Yo estaba encerrada en mí misma y me sentía pesada. Si a alguien odiaba, era a aquella anciana. La mujer ya no hablaba, sino que profetizaba, y sus profecías eran flechas envenenadas: «Dentro de muy poco», susurraba, «muy poquito, llegará el final para todos los que mataron a Nuestro Señor Jesús. No hay que acelerar el fin. Dejad que las cosas sigan su curso. Todo es para bien».

Nadie se daba cuenta de lo cerca que estaba el final. Una mañana, vimos que ya no quedaba nadie en las torres. Había cuervos negros dando saltitos sobre los tejados. Las carceleras habían huido también. Hasta el encargado del economato había abandonado su almacén. Nadie podía creer lo que veían sus ojos.

«Ya no quedan judíos», anunció la anciana. «Levantaos, mujeres, y regresad a vuestros hogares». Pero nadie osaba levantarse. El sol estaba lleno, bajo en el horizonte, y un silencio como el de después de una gran guerra cubría el valle y las cordilleras yermas. Sigui sacó una mano, una mano muy grande, por entre los barrotes de la ventana, y dijo: «Todo ha dejado de moverse».

Ir a la siguiente página

Report Page