Katerina

Katerina


XXXII

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Encontré un lápiz y unas hojas de papel, y aquí estoy, sentada y escribiendo palabras que me iluminen la oscuridad. Escribo

shabes[11] y, como un milagro, esa simple palabra tiene el poder de evocar no solo silencio sino también una melodía. Desde que ya no quedan judíos en el mundo, todas las semanas hago el sabbat para mí misma. Me libero por dentro de todos los malos pensamientos, proclamo un sabbat para el Señor, y paso todo el día envuelta en él como si fuera un manto.

Al finalizar el sabbat, para mi sorpresa, siento una leve tristeza que me va creciendo por dentro, y me doy cuenta de que la reina del sabbat, bajo cuyas alas me he cobijado por un instante, está a punto de irse. La separación es dolorosa y salgo a mirar como cambian de guardia en el cielo; la suave luz se pierde en la oscuridad.

Ahora escribo

shvues[12], y de inmediato me llega a la nariz un aroma de plantas verdes y productos lácteos. En Shavuot, se dejan abiertas las puertas de las casas, y el aire tibio fluye por el interior. En Shavuot fue dada la Torá desde el cielo, y Rosa lleva un vestido de flores, que solo se pone en Shavuot.

Ahora escribo

tishebov[13]. Este era el día más triste de todos. Las personas huían unos de otros, como si los persiguiera el ángel de la muerte. Benjamin no hablaba con nadie, tenía el rostro sellado, y Rosa se acurrucaba en el suelo y leía los cantos fúnebres en voz alta. Esta es una destrucción sin fin, una falta que no podrá enmendarse; solo podrá venir a repararla el Mesías. Y ahora anoto:

rosheshone, y

yonkiper, y

suques, y

januke, y

purim, y

tubisbas, y

peisaj[14], y así una tras otra y tras otra. Escribo y las diversas luces se amalgaman convirtiéndose en palabras, para que las palabras se enciendan en mi recuerdo. Ahora ya no quedan judíos en el mundo, pero un poco de ellos se halla enterrado en mi memoria, y tengo miedo de que esa pequeña parte se pierda. Mi memoria se está debilitando, así que no dejo de escribir:

tref, turne, orel, velas de sabbat, velas de

yonkiper, nile, jaroses, tkin-jatzes, slijes, sbabesnajmu, sude-mafsekes[15]. Anoto las palabras con letras grandes, comprimiendo mucha vida en palabras, porque tengo miedo de mi memoria. Aquí, en este desierto verde, uno puede perder la memoria con facilidad. Luché contra el olvido durante largos años, y ahora siento que ya no podré vencerle, así que sigo escribiendo.

Por la noche, los niños volvían de la escuela, a la que llamaban

jéder. Llevaban en la mano unas linternitas, y parecían ángeles en la nieve blanca. Ahora, yo les quitaba los abrigos y allá que se iban. Su padre solía preguntarles algo de la Biblia, y yo no entendía ni una palabra. ¿Qué dice Rashí?, preguntaba el padre, y Abraham le daba una respuesta larga y, al parecer, clara; el padre se sentía complacido, pero no dejaba ver que estaba contento con facilidad.

Luego oía a los niños recitar la

Shemá[16] antes de irse a dormir. Esa plegaria traía a la casa una especie de luz nueva. En aquellos años, que Dios me perdone, yo no veía la luz que me rodeaba. Mi cuerpo era todo confusión, y yo estaba inmersa en mi interior, sin salida. Ahora todo está lejos, olvidado. Aquí la verde frondosidad es dura y espesa, así que, para no resbalar hacia los abismos del vacío, escribo:

simjestoyre, banderitas de

hacofes[17] con manzanas rojas en el extremo del palo. Unos perros grandes ladran a mi alrededor, pero los chicos agitan sus banderas y proclaman: «No hay perros, ni lobos».

«Venid, niños, es hora de volver a casa». Oigo la voz de Rosa. Cuesta sacar a los chicos de la celebración, pero Rosa les lleva a la fuerza, riñéndoles y dándole una bofetada a Abraham. Ahora no estoy segura de si realmente todo sucedió así y los perros ladraban de verdad, de si era Simjat Torá o el día antes de que mataran a Rosa. Rosa tenía buenas manos, y pegaba fuerte a los niños. Me da mucha pena que pegara a los niños la noche antes de que la mataran. Uno no olvida los golpes: se nos quedan marcados en la piel.

Tras el asesinato de Benjamin, sentí por primera vez que me temblaban los dedos. Siempre tuve una especie de temblor en los dedos, pero entonces entendí por primera vez que era un temblor que tenía fuerza. Después de que asesinaran a Benjamin, le dije a Rosa: «Deberíamos matar al asesino». Rosa me oyó, pero no contestó, y también yo tenía miedo de hablar. Cuando mataron a Rosa, quise salir por los pueblos en busca del asesino. Ahora ya no hay víctimas en el mundo, solo asesinos. Ahora cierro los ojos y reposo la cabeza contra la pared.

Veo las velas de Yom Kippur. Rosa solía hacer las velas de Yom Kippur con sus propias manos. Compraba la cera de abeja a judíos de las montañas. Preparaba todo con gran cuidado y en silencio. Qué vida tan simple, tan completa. La gente inocente es la única que no tiene miedo de los asesinos; cualquiera que haya nacido en un pueblo sabe que los asesinos acechan en sus cubiles. Más de una vez quise gritar «huid de este lugar malvado». Pero, en el fondo de mi corazón, sabía que no me iban a escuchar. Yo tenía sentidos de campesina, y sabía que el asesino no perdonaría a mujeres ni a niños. Debería haberlo dicho, debería haber gritado, debería habérmelos llevado a un pueblo y enseñarles cómo actúa un asesino. Yo, Dios me perdone, no supe qué decir ni cómo decirlo. Y ciertamente me temblaban las manos, pero no sabía qué querían decirme.

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