Katerina

Katerina


IX

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I

X

Volví a la taberna. Cada vez que dejaba una casa, volvía a la taberna. Me sentaba junto a la ventana, y ante mis ojos aparecían una por una las imágenes de los días del pasado. Dos comerciantes habían comprado la casa de Henni tras una breve negociación; Henni no regateó mucho. Quería vender la casa, pero sobre todo quería quitársela de encima; los comerciantes se dieron cuenta y consiguieron hacerle firmar un contrato rápidamente.

Tras la venta, Henni rompió en lágrimas. Los sollozos le hacían temblar todo el cuerpo. Yo quise decir algo, pero nada de lo que se me ocurría parecía apropiado. Me quedé allí como una imbécil y, cuanto más tiempo pasaba, más evidente parecía mi imbecilidad.

—Haz una sopa de verduras —me dijo Henni de pronto.

—Ahora mismo —respondí, contenta de que me liberara de la vergüenza de estar en silencio.

Comimos la sopa, y Henni habló con entusiasmo de la necesidad de huir de los empresarios dominantes y vivir una vida sencilla, lejos de la gente y cerca de un bosque. Me costaba seguir sus palabras, pero sentía que estaba intentando determinar el error que había arruinado su vida, y advertirme contra la ceguera que la va arrastrando a una, imperceptiblemente, hacia la destrucción.

Al día siguiente Henni estaba ya de camino a Czernowitz y yo, con dos fardos a cuestas, me hallaba sin hogar, como el día de mi llegada. Podría haber vuelto al pueblo. Las mujeres de mi edad solían volver al pueblo, casarse y tener hijos, y el pasado quedaba borrado. Hasta las prostitutas volvían y se casaban y criaban a sus niños, pero yo sabía que ese no era mi sitio y no volví.

Me sentaba en la taberna y esperaba un milagro. Mientras tanto, las proposiciones ofensivas no escaseaban. Los campesinos jóvenes se me pegaban, me hacían promesas, me amenazaban. En tiempos me hubiera acostado con cualquier tipo de buen grado, pero los años de servicio a los judíos me habían cambiado, al parecer. Aquellos bastos campesinos ahora me daban asco.

—Estoy enferma —mentía.

—¿Qué te pasa?

—Me duelen los riñones.

Los rumores corrían de boca en boca. Ahora me evitaban o se mantenían a distancia y, cuando se emborrachaban, me echaban a empujones. Yo me daba cuenta de que miraban como se mira a un judío: con una mezcla de ira y asco.

Pasaba horas sentada recordando el rostro de Henni. Su presencia era palpable incluso en su ausencia. Me parecía entonces que podía tender un vínculo hacia ella, como con una hermana, pero Henni estaba en Czernowitz y yo allí. Bebía un trago tras otro y me animaba. Con Rosa yo había intentado quitarme de beber, pero mi fuerza de voluntad no era firme. Sin un trago, me entraban temblores. Cinco o seis me elevaban por encima de la depresión y me daban fuerzas para vivir. Pero en los días en que se me iba la mano —y una vez a la semana se me iba— tenía alegres alucinaciones. A veces me parecía que estaba sentada junto a mi madre. También a mi madre le gustaba beber, pero ella siempre bebía sola. Todas sus acciones se realizaban en soledad, con los dientes apretados.

Mientras tanto, empezaban a rodearme unas miradas llenas de maldad. Tienes que volver a tu pueblo, me regañaban los ojos de los rutenos. Así era la costumbre de esta zona: si alguien está enfermo o ha perdido la cabeza, le devolvían a su pueblo natal. Si los hermanos no conseguían devolverle, le devolvían sus primos. A veces, la buena acción la realizaba un ruteno cualquiera: un ruteno siempre es un ruteno. Si la vida se te ha torcido, debes volver a tu pueblo natal y pedir perdón a tus difuntos padres, prometiendo que en adelante no vas a volver a dejar su amparo y, si te vas, todo lo que suceda será por tu propia culpa.

Esos ojos llenos de maldad me persiguieron durante semanas. A final, hice lo que tenía pensado hacer: me subí en el expreso de la noche y me fui a Czernowitz. Tuve la mala suerte de encontrarme a bordo a mi vieja prima Sarina, que empezó a acosarme a gritos: «Has abandonado la casa de tus antepasados. No se abandona la casa de los antepasados». La recuerdo muy bien: era una mujer con mala suerte, viuda desde muy joven. Sus hijos no la querían, se apartaban ella, y ella no les dejaba en paz. Una vez azuzó a un cura contra sus hijos para que les recordara su deber de honrar a la madre. Había pasado su vida en soledad y amargura. Y ahora me había encontrado a mí.

¿Qué iba a responder yo? Me callé, por supuesto. Le dije que iba a hacerme unas pruebas al hospital y que, cuando las acabaran, volvería a casa. Se aplacó un poco, pero no del todo: insistió en que se lo prometiera, y de hecho se lo prometí. Durante el viaje me habló de los últimos días de mi padre, de su enfermedad y de su esposa, que lo había atormentado. Mientras estuvo enfermo hablaba a menudo de mi madre, su amor de juventud, y con eso solo había conseguido echar más leña al fuego de la maldad de su mujer.

—Ella lo envenenó —dije, sin poder contenerme.

—Eso dijo la gente. Pero su castigo no fue pequeño, tampoco —escupió Sarina, no sin cierto placer ante la desgracia ajena.

Al cabo de una hora de viaje, Sarina dejó de hablar y se quedó dormida. Yo eché un vistazo a mi alrededor: no había extranjeros, solo rutenos hijos de rutenos. Su naturaleza campesina llenaba el vagón. Yo entendía su forma de hablar y apreciaba los sabores de su idioma, y cuando sacaban una torta de maíz de sus cestas de colores, sabía que ese alimento les deleitaba el paladar más que ninguna otra exquisitez. Incluso el olor de sus abrigos, el sudor de sus cuerpos… todo, hasta la forma de anudarse los cordones de los zapatos, me era cercano y familiar, pero una fina barrera seguía separándome de ellos. Esa barrera me impedía acercarme, preguntarles cómo estaban y probar sus alimentos tan queridos.

—¿Por qué no te bajas conmigo? —me preguntó distraídamente Sarina, cuando la desperté. Parecía haber olvidado los pretextos que yo le había aducido.

—Iré pronto —dije, y la ayudé a bajar sus fardos.

—Júralo —me sorprendió.

Juré.

El olor de los campos tan familiares me abrumó a la vez que el juramento, y me eché a llorar. Lloré por mi soledad, por mis pasos errantes, por aquel lugar que me había expulsado sin una sola bendición. Recordé a los dos niños a los que habían arrancado de mí, y la herida volvió a sangrar. Los vagones se pusieron en movimiento, y el tren empezó a ganar velocidad. Mi llanto fue serenándose.

En las siguientes estaciones el paisaje cambió. Unos cuantos judíos se unieron al viaje. Yo era capaz de distinguir a los judíos desde lejos, tanto si eran religiosos como si no. De joven les había tenido miedo, pero ahora, cuando me encontraba a un judío, sentía una secreta afinidad. Se les distinguía por unas cuantas señales: eran bajos, delgados, e iban cargados de bultos. Su abundancia de fardos llamaba inmediatamente la atención. En los trenes, los campesinos trataban de robarles. Ellos suplicaban y sobornaban y, cuando el soborno no surtía efecto, defendían sus maletas con peligro de sus vidas. A mí me gustaba observarlos. No voy a ocultarlo: me atraían. Los años que había pasado con ellos no habían echado a perder esa atracción secreta. Me embrujaba su forma triste de sonreír, pero Rosa estaba más cerca de mí que ninguno de ellos. En compañía de Rosa, yo podía hablar o quedarme callada, y no importaba.

Mientras les miraba maravillada, un judío viejo se acercó a mí y me preguntó si querría ayudarle a llevar sus bultos desde el andén hasta el tranvía.

—Encantada.

—Te pagaré.

—No hace falta.

—¿Por qué? Tengo seis bultos, y pesan mucho.

—No necesito el dinero.

Al judío le asustaron mis palabras, y dijo: «Lo haré yo solo». No conseguí convencerle: todas mis súplicas fueron en vano, y se mantuvo en sus trece: «Lo haré yo solo. Siempre lo hago yo solo». La confianza que había depositado en mí un momento antes parecía haberse desvanecido. Cuando llegamos a Czernowitz, ató los seis bultos en uno, se los sujetó al cuerpo y, muy lentamente, los arrastró hasta el tranvía.

Pasé en la taberna mi primer día en la capital. Las tabernas de la capital, hay que admitirlo, son más vistosas, pero están hechas más o menos con las mismas pautas: dos largas mesas de madera con un banco macizo a cada lado. Yo había tenido en mente la idea de irme directamente al auditorio de la ciudad, donde solía actuar Henni, pero, como me sucedía tantas veces, no llegué a tiempo. Bebí demasiado, y a última hora ya no podía tenerme en pie. El dueño de la taberna me dejó dormir en el suelo, pagándole.

Al día siguiente encontré a Henni, y las dos lloramos como crías. Henni se había quedado muy delgada, tenía el rostro demacrado y llevaba un vestido que le marcaba todos los huesos de los hombros. «Necesitas descansar», le dije. Y, aunque ella dijo que era verdad, ¿cómo iba a librarse de un contrato que la obligaba a dar veinticuatro conciertos?

Solo entonces me di cuenta de cuánto la había echado de menos. Por cierto, no había abierto aún el paquetito de joyas que me había dado; lo llevaba atado al cuello, y me decía a mí misma: «Este será mi talismán». Ahora sentía el deseo de adornarme con una de ellas.

Henni estaba de un humor difícil y determinado. Hizo unos comentarios despectivos sobre Izio y su decisión de hacerse monje, y al final dijo: «Odio los monasterios. Nunca perdonaré a los monjes por los pecados que cometen. La gente es libre».

Al día siguiente conocí a su empresario: un judío joven y rechoncho, codicioso y exigente. Él había preparado la gira de conciertos hasta la última nota. A mí, no sé por qué, aquella precisión me sonaba como una orden de destierro. No debes alejar a la gente de su hogar, estuve a punto de gritarle, pero mi voz no me secundó.

Más tarde, nos sentamos y bebimos unos tragos. La voz de Henni vibraba. Hablaba con algo parecido al entusiasmo de la necesidad de superar las debilidades y practicar mucho, ya que solo la práctica puede enmendar los fallos. Aquella voz no era la suya, sino una prestada para esa conversación. De qué hablas, quise decir para que se detuviera. Debes cuidar de tu salud, descansar en el campo. Pero no fui capaz de hablar. Su voz salía a borbotones y me sumía en el silencio. Al final, dijo: «No importa, nos veremos mucho y pasaremos muchos días hablando. Tenemos mucho de qué hablar. Mucho».

Al día siguiente, Henni salió hacia las provincias y yo, en mi desesperación, me senté en la taberna y me tomé unos cuantos tragos. Después, como sin darme cuenta, recorrí la calle que bordeaba la estación de trenes. Las luces de la noche fluían húmedas sobre las aceras y yo, como he dicho, carecía de objetivo. Si un hombre hubiera aparecido y me hubiera llevado a rastras hasta su habitación, hubiera ido. Nadie se acercó a mí. La marea de gente se apresuraba. Me dolía que nadie se me acercase, que todos me ignoraran, pero seguí caminando. No sé por qué, giré y me metí en una calle lateral. Mientras caminaba, vi una luz mortecina y me llegó el olor de comida judía. Sentí un enorme deseo de subir hasta el primer piso y pedir un poco de sopa, pero no me atreví. Me quedé parada, esperando que se abriera la puerta y alguien me llamara: «Katerina, entra. ¿Qué haces ahí fuera?». Pasé allí de pie un buen rato. Mis esperanzas, se vio enseguida, eran vanas. Una tras otra, las casas se fueron cerrando tras muros de oscuridad. «¿Por qué nadie me da un poco de sopa?», grité al final. Nadie respondió. Las casas parecían fortalezas, la oscuridad caía sobre más oscuridad. Seguí andando y, mientras avanzaba, el olor me perseguía. Estaba tan irritada que tenía ganas de subir hasta el primer piso y armar un escándalo delante de la puerta, pero no lo hice.

Mientras seguía allí, me di cuenta de que estaba ante la puerta de una tiendecita. Viendo la puerta y el cerrojo, supe que era una tienda judía. Estuve a punto de seguir andando, pero algo me dijo que me quedara en el sitio, y eso hice. Ahora resultaba fácil entrar. Rompí el cristal de la ventana con un golpe del brazo, y un segundo después estaba llenándome el bolso de cigarrillos y chocolatinas.

Luego me levanté y, furtivamente, seguí andando por las callejas. Sabía que era un pecado feo, digno de desprecio, pero no sentía remordimientos. Un tosco placer me recorría el cuerpo. La noche se pasó sin sentir. Tenía sed, pero todas las tabernas estaban cerradas. Ya se acercaba el alba cuando caí rendida en la estación de tren y me dormí.

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