Katerina

Katerina


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Iba de taberna en taberna. La estación estaba llena de ellas, algunas ordenadas y otras menos. Yo prefería las tranquilas. Dos o tres tragos me devolvían a Rosa y a Benjamin. Nunca me perdonaré por haber permitido que aquellos rutenos me robaran a los niños. A veces sentía que estaban pensando secretamente en mí. Si hubiera sabido dónde estaban, hubiera ido a por ellos a pie. A veces me parece que el tiempo se ha detenido y aún estamos juntos en la misma cabaña, en el mismo invierno. La estufa rústica exhala su espeso calor y yo estoy en la gran cama de madera, acurrucada con los dos niños.

Cada una de las tabernas me hacía evocar una visión diferente. En la taberna Royal, junto al ventanal, veía a Henni. Entonces me parecía entender más cabalmente su rigor. Ella no soportaba los «casi» ni las medias tintas. Sin ese rigor, se hubiera remontado. Así era su carácter, de esa forma se castigaba a sí misma. Ahora corría atosigada por las provincias, deleitando los oídos obtusos de los ricos. El rigor de Izio era incluso más severo que el de ella. Recuerdo haberle oído decir: «Hay que ir pelando las capas superficiales una a una para revelar la semilla». En aquel momento el término «pelar» me dejó boquiabierta. Hoy entiendo el pavor que encerraba esa palabra. La taberna Royal era tranquila, y podía pasarme muchas horas sentada allí. Hubo un tiempo en que los hombres me abordaban, pero ya solo les interesaba a los viejos. En la Royal conocí a Sammy, un hombre alto y de voz ronca con ojos de niño.

Dicen que los judíos son tramposos. Sammy, sin ir más lejos, no tenía ni un gramo de picardía. Le vi sentado en una esquina, tomando su bebida. En Strassov, ningún judío entraba en la taberna. Milagro de milagros, he aquí a un judío sentado y trasegando un vaso tras otro. Me acerqué a él: «¿Qué hace un judío en una taberna?».

—Me gusta tomar un trago, ¿qué se le va a hacer?

—Los judíos no beben, ¿lo sabías?

—Yo soy un pecador, ¿qué se le va a hacer?

Se le veía raro en aquella taberna, como un niño en una cueva de ladrones.

—No debes estar aquí —le dije con descaro.

—¿Por qué?

—Porque los judíos deben llevar negocios. Si no los llevan ellos, ¿quién va a hacerlo?

El hombre se rio con ganas, y su risa me contagió.

Le vi a menudo, pero no volví a acercarme. Sentía que mi presencia le resultaba incómoda. Al final, se sobrepuso a ello y fue él quien vino a mí, pagándome con la misma moneda: «¿Qué hace Katerina en una taberna?».

—Katerina es Katerina, rutena desde tiempos inmemoriales.

Ambos reímos, y bebimos como viejos amigos.

Yo pasaba la mayor parte del día vagando por las calles, absorbiendo lentamente la gran ciudad. Lo cierto es que no me alejaba mucho de las calles que rodeaban la estación, pero hasta esas callejas apartadas tenían algo del aroma de la gran ciudad.

Cuando se ponía el sol, me sentaba con Sammy, y Sammy me contaba su vida. Dos veces casado y dos divorciado. Se había divorciado de su primera mujer porque era una dominante, y de la segunda porque estaba loca. Tenía una hija ya mayor, de su primera mujer, pero la veía muy de tarde en tarde.

—¿Cómo es que no tienes un trabajo fijo? Todos los judíos tienen trabajo fijo.

—¿Cómo lo sabes? —dijo, reprimiendo una risita.

—He trabajado para los judíos durante muchos años.

—Espero que no te hayan contaminado.

Sus réplicas tenían una especie de honradez cortante. Yo, por mi parte, le hablaba de mi pueblo natal. Sammy era un hombre afligido, y cada palabra que salía de su boca estaba ungida de pena. Sin embargo, algunos de sus movimientos eran un placer para los ojos, y también su voz, o mejor dicho su entonación, me sonaba como una melodía.

Tampoco yo tenía trabajo por entonces. Despilfarraba alegremente el dinero que me había dado Henni y cada mañana me iba a vagar por las calles. La ciudad estaba llena de judíos. Pasaba horas sentada, observándolos.

Por la tarde entraba en algún restaurante judío. Los comensales se quedaban sorprendidos por mi aspecto unos instantes; cuando pedía, en yiddish, una sopa de pollo con croquetas de

matza, abrían los ojos, pero yo no me daba por aludida. Me sentaba en mi sitio, comía y miraba. Las comidas judías son agradables al paladar: no llevan demasiado vinagre ni pimienta negra en exceso. Al ponerse el sol volvía a la taberna y me sentaba junto a Sammy. Mientras estaba bebiendo, nadie se metía con él, pero cuando se había emborrachado le insultaban, llamándole judío borracho. Sammy era fuerte, se defendía incluso embriagado, pero no tenía fuerzas para enfrentarse al dueño de la taberna, a su hijo y a su yerno. Hacia la medianoche, le agarraban y le echaban a la calle. «¡No volveré por aquí!», gritaba, pero volvía al día siguiente.

—Tienes que sobreponerte —intentaba convencerle yo.

—Tengo que sobreponerme —asentía.

En el fondo de mi corazón, yo sabía que no iba a conseguirlo, que no podría ser dueño de sí mismo, pero aun así lo acosaba con exigencias.

—¿Y tú, qué?

—Yo soy rutena, hija de rutenos. Por mis venas corren muchas generaciones de borrachos.

—Yo me emborracho enseguida —admitía él.

Las horas del día me pertenecían solo a mí. Vagaba por las tiendas, los patios y las sinagogas, y a mediodía entraba en el restaurante judío. El yiddish es un idioma lleno de sabor; podía pasarme horas sentada, escuchando su sonido. El yiddish de los viejos me evocaba deliciosos platos de invierno. Pasaba horas observando los gestos de los ancianos. A veces me parecían unos olvidados sacerdotes que hubieran perdido la arrogancia, pero a veces uno de aquellos ancianos levantaba la vista y fijaba la mirada sobre algún impertinente, y entonces se veía con claridad el fuego sacerdotal bollándole en los ojos. A mí, por ejemplo, me encantaba sentarme junto a la ventana de una sinagoga y escuchar las oraciones de Rosh Hashaná. La gente dice que las plegarias judías son lloronas, pero yo no noto ningún llanto en ellas. Al contrario, me suenan como la queja de unas personas fuertes, de opiniones firmes.

Mientras vagaba sin hacer nada, olvidada de mí y rodeada de tanto que ver, me fijé en un gran aviso que venía en el periódico: «La gran pianista Henni Trauer ha fallecido en la ciudad de vacaciones de Cimpulung. El funeral se celebrará mañana a las diez». Lo leí, y todo se volvió negro.

Me fui de inmediato a la estación para tomar el expreso. Ya era tarde, la estación estaba vacía de viajeros y solo se veía a borrachos por las esquinas, armando jaleo.

—¿Hay forma de llegar a Cimpulung esta noche? —pregunté, desesperada.

El taquillero abrió la ventanilla y dijo:

—¿Qué pasó?

—Debo llegar a Cimpulung —le hice saber.

—A estas horas no hay trenes para las provincias. Es medianoche, para su información.

—¿No hay ni trenes de mercancías? No me importa. Viajaré como sea, a cualquier precio.

—Los trenes de mercancías son para las bestias, no para los seres humanos.

Las ventanillas se fueron cerrando una tras otra. Las luces se atenuaban. Hasta los borrachos fueron cayendo como fardos y quedándose dormidos.

—Señor, envíame un tren desde el cielo —imploré.

No acababa de decir en voz alta la plegaria cuando un tren de mercancías paró entre una nube de vapor.

—¿Puedo ir hasta Cimpulung con usted? —rogué al maquinista.

—¿Estás dispuesta a ir conmigo en la cabina?

—Lo estoy.

—Sube —dijo, bajando la escalerilla.

—Tengo una gran urgencia —le dije—. Debo llegar a Cimpulung.

—Llegarás —prometió.

Yo sabía que tendría que pagar el billete con mi cuerpo, pero el viaje me importaba más que el cuerpo. Me quedé de pie en aquella cabina estrecha, sabiendo lo que me esperaba.

—¿Por qué tiemblas?

Le conté que una mujer más querida para mí que una hermana acababa de morir de repente y que sentía una gran necesidad de darle el último adiós.

Mis palabras no le impresionaron mucho:

—Todos tenemos que morir.

—Es cierto, pero mientras a algunos les llega su hora otros siguen vivos.

—No es nada nuevo.

—Es difícil soportar la despedida —yo trataba de ablandarle el corazón.

—Así va el mundo —el hombre era duro de pelar.

No supe qué más responder y me quedé callada. Mientras el hombre ponía en marcha aquella enorme locomotora, me preguntó de qué pueblo era. Le conté detalladamente; no tenía miedo. Estaba dispuesta a todo con tal de llegar a tiempo a Cimpulung.

En el camino, el hombre empezó a sobarme y me dijo: «Los judíos te han echado a perder. No debes trabajar para ellos».

—¿Por qué?

—Porque te arruinan el sentimiento.

Mi corazón me pedía a gritos decirle: «También los judíos son seres humanos», pero no lo dije.

Luego, estuvo muy ocupado poniendo a punto la locomotora. Tuvo una larga conversación con el inspector de ruta, y al final le pidió que informara a todas las estaciones de que el tren llegaría con retraso. Una vez más, me di cuenta de las noches en una estación de tren son diferentes de cualquier otra noche. El ruido se congela. No es silencio, sino una especie de apresado rumor. Desde que me fui de mi casa, siempre he conocido esos lugares olvidados por Dios.

Luego, el hombre puso en marcha la locomotora y me habló mucho rato de los judíos, del daño que hacen y de la necesidad de barrerlos del mundo.

—También hay judíos buenos —yo no podía quedarme callada.

—Ninguno —esa palabra aislada se mezcló con el ruido del motor, y el hombre no añadió nada más.

Luego, dejó de sobarme y, como quien no quiere la cosa, me dijo: «Has trabajado demasiado tiempo para los judíos. No debes hacerlo más. Te arruinan el sentimiento y el cuerpo». El alba iba iluminando el horizonte, y de repente se me hizo claro que Henni ya no vivía. Esa certidumbre me asustó, y me eché a llorar. El maquinista estaba ocupado con la locomotora y no prestó atención a mi llanto.

Estaba amaneciendo cuando llegamos a Cimpulung. Mi temor de que el hombre me llevara de la estación a un hotel resultó infundado. Me dijo, con cierto asco: «Quedas libre». Me acordé de que así era como el dueño del restaurante en Strassov despedía a las mujeres mayores que trabajaban para él. La luz de la mañana inundaba el andén vacío. Salí corriendo hacia una cafetería como si en ello me fuera la vida.

El café estaba cargado y muy caliente, y me sumergí completamente en su sabor. Por un instante, olvidé qué me había arrastrado hacia allí. Me quedé sentada largo rato, recordando mi infancia. Mi padre y mi padre me parecían ahora muy borrosos, como si nunca hubieran existido. Solo cuando fui a pagar al cajero me acordé del viaje nocturno. Y mi cuerpo volvió a temblar.

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