Katerina

Katerina


XI

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X

I

Como todos los funerales judíos, el de Henni fue sombrío y confuso. La gente se agolpaba junto a la puerta del cementerio y hablaban en tono asustado. Yo me quedé a un lado: aquel tumulto de desconocidos me coagulaba la pena por dentro.

Un hombre alto y muy activo contaba, alargando el relato de forma exasperante, cómo se había enterado de la muerte de Henni y cómo al final habían conseguido, él y sus dos amigos, alquilar un coche para llegar hasta allí. En una esquina, el empresario de Henni hablaba de que el programa para esa temporada se le había desbaratado y de la indemnización que tendría que pagar a los propietarios de las salas de conciertos por las entradas que ya hubieran vendido.

Se habían reunido unas diez personas, que ahora esperaban a la afligida madre de la difunta.

—¿Dónde puedo conseguir un café? Sin un café no soy nadie —reclamaba un hombre que llevaba un abrigo exótico y una ancha corbata de seda.

—Pues aquí no hay más que tumbas —le contestó otro hombre, en voz alta y clara.

—Henni me perdonará. Ella me entenderá. También era una adicta al café.

—El funeral saldrá a las diez.

—Los funerales judíos nunca empiezan a su hora. Hay un bufé por aquí cerca, ¿no quieres venir?

—Gracias, esperaré aquí.

—Yo iré a toda prisa.

Todos aquellos rostros me resultaban extraños. Muy poca gente había visitado la casa durante el año anterior. Henni siempre tenía en la boca esta frase: «Si eso es lo que te dicta tu conciencia, si es lo que tu corazón te dice que hagas, ¿quién soy yo para interponerme?». Recitaba esa frase a todas horas. Cuando la decía, se hacía un silencio, y luego volvía a repetirla. Eso pasó un sábado en que Izio no había vuelto a casa, y Henni sabía que no se podría deshacer lo que había hecho. Se dejó caer al suelo, gimiendo entre lágrimas. Yo, no sé por qué, le dije que aquello no estaba bien: «No se debe llorar de ese modo por alguien que aún está vivo».

Y ahora todo había llegado a su fin. Unos cuantos judíos, vestidos con trajes tradicionales deslucidos, se afanaban yendo de las oficinas a las tumbas. De vez en cuando, abordaban a alguien y le pedían un donativo. Uno de aquellos hombres ateos le dijo en voz alta: «Déjeme en paz», retrocediendo con repugnancia, como si el judío hubiera intentado tocarle.

El tiempo pasaba a toda velocidad, y la madre no llegaba. Los hombres seguían junto a la puerta de las oficinas, hacían preguntas y refunfuñaban. El más impertinente era el empresario de Henni, que decía: «No podemos esperar toda la vida. La paciencia tiene un límite».

—Muy bien dicho: llame por teléfono.

—¿A quién? ¿A Dios?

—A la madre de Henni.

—¿Le han informado?

—Doy por supuesto que sí.

—Y entonces, ¿a quién estamos esperando?

—A la madre de Henni.

—¿Y si no le han informado?

—Pregunte a la empresa de pompas fúnebres, no a mí —al empleado se le había acabado la paciencia.

El gerente de la funeraria no daba respuesta alguna. Estaba sentado en otro despacho, leyendo un periódico.

—Así es como hacen las cosas los judíos. Lo que hacen los judíos sale contrahecho, enredado y de mala forma —dijo el empresario, saliendo del despacho.

Más tarde, el empresario de Henni y sus dos ayudantes irrumpieron en la oficina, exigiendo:

—El funeral tiene que empezar ya. El funeral tiene que empezar de inmediato.

El gerente de la funeraria puso entonces sus cartas sobre la mesa:

—¿Y quién lo va a pagar?

—¿Quién se supone que debe pagarlo?

—Los familiares, o los amigos del finado, y, si no hay nadie… quienes lo emplearan. ¿Le parece tan difícil de entender?

—Yo, por ejemplo, no lo entiendo.

—Pues es muy simple —la voz del gerente de la funeraria sonaba fría como el hielo—. Mantener el cementerio cuesta una fortuna. Habrá que pagar algo, ¿no?

—¿Y tienen que pagar los deudos? ¿Ahora mismo, con la difunta de cuerpo presente?

—No hay razón alguna para sentirse incómodo por eso. No es más que dinero, como en todas partes.

—Y si no pagamos, ¿qué?

—Pues dejaremos el cuerpo sin enterrar, si ese es el deseo de los deudos.

—Ahora lo entiendo todo —dijo el empresario—. No esperamos a su madre, sino al dinero.

—Caballero, los enterradores también tienen que comer. Por cierto, ¿a quién tengo el honor de dirigirme?

—¿Y eso qué más da?

—No está obligado a decírmelo.

De ahí en adelante, todo se hizo agotador. Ni el empleado ni el gerente de la funeraria volvieron a salir de sus despachos. El cielo se cubrió de nubes, y empezó a gotear. Poco a poco, me iba rindiendo el cansancio. Si no hubiera sido por la lluvia, me hubiera sentado en el suelo. Intenté recordar el rostro de Henni, pero no conseguía ver nada. Al final, apareció ante mí mi vieja prima Sarina. Yo sabía que venía a atormentarme, así que cerré los ojos.

Seguíamos allí de pie cuando el empresario de Henni volvió a irrumpir en la oficina, gritando: «No voy a esperar más. Me voy. Los estafadores dominan la calle judía. Todo es dinero, dinero, nada más que dinero. Yo quería a Henni y la querré siempre. Desprecio las ceremonias. Todo el mundo sabe que le construí una carrera espléndida. Pueden llevarse su cuerpo, pero no su alma; ella merece un funeral de otra clase, un funeral tranquilo, como se hace entre los cristianos. Y me da igual, porque a mí no me enterrarán aquí: yo haré que incineren mi cuerpo, no creo en la resurrección de los muertos».

Los funcionarios no parecieron muy impresionados, y no hicieron nada. Entonces el empresario empezó a hablar de otra cosa: la muerte de un joven violinista, que había fallecido en un hotel, y la funeraria pedía una tarifa desorbitada por enterrarlo.

—Veo que también usted habla de dinero —le dijo el gerente de la funeraria, sin alterarse.

—Me está permitido hacerlo. Yo recaudo dinero para los artistas. Sin mí, el arte nunca llegaría a las provincias, las provincias languidecerían. ¿Quién iba a traer hasta aquí a pianistas jóvenes, a jóvenes violinistas o a conferenciantes famosos? ¿Quién? ¿Quién les paga? Ustedes solo cobran. Ustedes no son más que ladrones.

—Damos un servicio a la comunidad.

—Un servicio horrible, un servicio atroz, el servicio del mal. Me voy. No quiero verme en compañía de chupasangres. Vamos —dijo, volviéndose y yendo hacia la puerta. Sus dos ayudantes salieron tras él.

El gerente de la funeraria se puso de pie:

—Todo para no pagar. Todo este espectáculo es solo para no pagar. Conocemos bien a los de su calaña.

Solo quedábamos siete personas, ni familiares ni amigos, sino gente anónima que había oído tocar a Henni y la admiraban. Una mujer se dirigió a mí.

—¿Conocía usted a la pianista?

—Yo era su criada —confesé de inmediato.

—Era maravillosa —dijo la mujer—. Yo asistía a todos sus conciertos. Era una gran pianista. Es una pena que se agotara viajando: una artista debe actuar en su ciudad y no andar de acá para allá. En las provincias no saben apreciar la música, ¿no cree?

—La muerte no es el final —dije yo, por alguna razón.

—Para mi padre o mi madre todo era más fácil. Eran judíos creyentes y se resignaban a su destino, pero nosotros… cómo decir… somos distintos.

—¿Usted no cree en Dios?

—A veces creo con todo mi corazón, pero no es una fe constante, sino como destellos. No sé cómo explicarlo. Habla usted un yiddish muy correcto, ¿cómo lo aprendió?

—He pasado gran parte de mi vida con judíos.

—Un pueblo raro, los judíos, ¿no cree?

El día se iba poniendo oscuro, y nada se movía. Por un instante, pareció como si todo fuera a quedarse así para siempre. Nosotros allí fuera, los empleados sentados en su oficina. De vez en cuando, alguien se acercaría a la puerta y preguntaría algo. El empleado contestaría o dejaría de contestar, y las manecillas del reloj no avanzarían.

Seguíamos todos allí, cansados y enmudecidos, cuando el gerente de la funeraria salió de su despacho y anunció: «El funeral de Henni Trauer comenzará de inmediato. Aquí somos gente sencilla; no hemos estudiado en instituciones de renombre, pero no somos desalmados y no dejaremos un cuerpo insepulto».

Mientras decía las últimas palabras, salieron dos sepultureros con el ataúd a cuestas. Nadie preguntó qué había pasado, por qué en ese momento sí y antes no. El puñado de gente que esperaba junto a la puerta se apresuró a seguir a los sepultureros.

Se dijeron unas plegarias a toda velocidad, comiéndose la mitad de las palabras, y todos vimos con claridad que los sepultureros estaban haciendo su trabajo sin más. He visto muchos funerales en el curso de mi vida, pero ninguno tan apresurado como este.

Tras el funeral, unos cuantos mendigos salieron de los agujeros donde se escondían, gritando: «La caridad os salvará de la muerte». Nadie les dio ni un céntimo. Todo el mundo se fue corriendo como si huyeran de un incendio.

Los asistentes al funeral se dispersaron, y yo me quedé en una calle llena de gente. Me pesaba todo el cuerpo, y me resultaba difícil seguir adelante. Aquella noche me refugié en una taberna judía. Unos cuantos campesinos borrachines estaban inmersos en una animada charla y nadie me molestó. Me senté allí, bebiendo un trago tras otro y llorando.

El dueño se acercó a mí:

—¿Qué le sucede?

—Estoy muy cansada y no tengo dónde dormir.

—No pasa nada —dijo el hombre—. Puede usted dormir aquí. Ahora mismo le doy una colchoneta.

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