Katerina

Katerina


XV

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X

V

La nieve se derretía, y un sol radiante pendía del cielo. Sentí mucho el incidente con la esposa del

mohel. De no ser por ese arañazo, guardaría el recuerdo de su rostro con amor; ahora su memoria está manchada, y solo recuerdo su última mirada. El mal sabor no enturbió mi ánimo durante mucho tiempo; enseguida me di cuenta de que estaba en una calle judía, llena de buenos olores.

Resultó que la fiesta de Pésaj se aproximaba. Quien haya estado en un hogar judío durante el Pésaj no podrá olvidarlo. La ceremonia dura como tres semanas: dos de preparación, la fiesta en sí, y el fin de fiesta. Las etapas estaban claras, nada había de superfluo. Solo había pasado unos pocos años con Rosa, pero aun así tenía las fiestas grabadas a fuego en el corazón. Hoy, el aire está despojado de todo aroma: esa limpieza me ahoga. Hoy no quedan judíos en el mundo, y solo soy yo, en secreto, quien evoca el recuerdo de sus festividades en mi cuaderno. Si no fuera por el mundo que va a venir, mi vieja vida ya no tendría ningún sentido.

Ya he vuelto a adelantarme. Estaba en Zhadova, en el día de mercado, con todo el mundo reunido en la plaza. Al acercarse el Pésaj, la gente encalaba las fachadas de sus casas. Aquellas casitas bajas, hundidas en el fango durante todo el invierno, se levantaban de su humilde posición, erguidas y brillando bajo el cielo azul. «De lo profundo a Ti clamo, oh Señor»[5], leemos en el Libro. Quien haya visto esas casas bajas elevándose sobre el lodazal comprende este versículo como está escrito.

Allí seguía yo, clavada en el sitio y mirando fascinada, cuando me inundó una vieja necesidad. Llevaba más de dos meses sin beber ni un trago. Me tomé dos y salí de inmediato, para que Benjamin no se acostumbrara a esos olores ni al lenguaje de los paisanos. En la taberna, la gente hace lo que le da la gana; no hay nada permitido ni nada prohibido. Juré con el corazón que, por el bien de Benjamin, no me acercaría a las tabernas. Quería criarle en un entorno limpio y tranquilo. Benjamin tenía el rostro franco, y una gran luz emanaba de sus ojos. Cuando abría esos ojos enormes y claros, una gran sonrisa asoma en sus labios. Yo seguía dándole el pecho tres veces al día, y esos momentos de intimidad eran el gozo de mi vida.

Alquilé una habitación en una casa judía. Los judíos son muy estrictos en el Pésaj, aunque no es una rectitud atosigada, sino una atención cuidadosa, como una purificación gradual.

Pagué la renta por adelantado y me dieron una habitación en la buhardilla. En aquella zona, mi situación resultaba extraña. Los rutenos notaban que conmigo algo no encajaba. Mi cara, sin embargo, era la misma, pero había ciertos movimientos, quizá ciertos matices en mi forma de hablar, que se habían dañado. Con los judíos, mi situación estaba más clara: había sido sirvienta en un hogar judío, hablaba yiddish correctamente, estaba familiarizada con sus prácticas y costumbres, y ellos debían cuidarse de mí. Un judío es siempre un ser cauteloso, y tiene más precaución aún con una sirvienta que haya trabajado en hogares judíos.

—¿Durante cuántos años has trabajado para judíos? —me interrogó el casero.

—Muchos años.

—¿Con quienes cuidan la tradición?

—También con quienes cuidan la tradición.

—¿Y por qué no retornas a tu pueblo?

Estaba acostumbrada a este tipo de preguntas. Toda sirvienta es sospechosa de robar o delatar. No se habla con libertad cuando ella está delante. Pero ¿qué se le va a hacer? Yo entiendo también ese lenguaje secreto, y me divierte. Más de una vez quise decirles la verdad: entiendo cada palabra, cada comentario y cada insinuación que hacéis. No debéis temer nada: no os robaré, y no os delataré. Solo quiero un refugio nocturno.

Me parecía que ahora lamentaban haberme alquilado la buhardilla. Yo bajaba muy pocas veces, solo una o dos al día, no más. El casero no paraba de reprocharle a su mujer que me la hubiese alquilado: «¿Dónde puedo encontrar un sitio para estar a solas durante la festividad? ¿Dónde puedo abrir un libro? Ya verás como no será fácil expulsar lo ajeno de esta casa».

—¿Y qué querías que hiciera? —se disculpaba la mujer—. Me pagó por adelantado. Me dio un buen dinero, eso no lo puedes negar.

El casero no se aplacaba con esto, y al final le arrancó la promesa de que nunca volvería a alquilar la buhardilla.

Pero mientras sucedía todo esto, yo tenía una amplia vista desde mi ventana. En el centro había muchas casas judías, tiendecitas bajas, y entre ellas el taller de un sastre y el de un zapatero. En los días lluviosos, la luz del cielo se volvía gris, y todo el lugar parecía una ciénaga húmeda y sombría. Pero cuando brillaba el sol, el pueblo florecía a la vida, y los preparativos progresaban a toda marcha.

Yo estaba contenta de tener a Benjamin conmigo en mitad de aquel ajetreo. Recuerdo con gran claridad cómo mi bienamado Benjamin recogía los restos del pan con levadura en la noche anterior a la víspera de Pésaj y pronunciaba las bendiciones a la luz de las velas. La quema real del pan con levadura se llevaba a cabo al día siguiente. Esa quema no era festiva, pero a mí me parecía que esa pequeña actividad encerraba un gran secreto.

El casero seguía refunfuñando sin parar. «¿Cómo has podido meter en casa a una extraña justo antes de Pésaj? La he visto merodeando por la cocina. ¿Cómo voy a dirigir el

séder[6]? Ya no me basta con todos los

goyim[7] que hay por ahí fuera, ahora los tengo en mi propia casa». La casera ya no le respondía. Al final, le dijo: «¿Y qué quieres que le haga? Cometí un error».

Esas voces perfectamente claras me hacían daño. Pero no me di por ofendida; conozco bien a los judíos. Durante todo el año llevan una vida difícil, dispersos por ahí. En estas festividades, un judío lo que quiere es estar consigo mismo y con su libro. Para que mi presencia se hiciera menos evidente, en cuanto acababa de dar de mamar me iba a dar vueltas por las calles del pueblo. Los preparativos de la fiesta crecían más y más; esa expectación solo existe entre los judíos. Si se les miraba a cierta distancia, cuando estaban en el mercado, parecían obreros pequeñitos pasándose unos ladrillos diminutos de mano en mano y acercándolos a toda prisa al andamiaje, donde los izaban para construir un gran muro. El trajín solo se aplacaba el mismo día de la víspera, y una calma repentina caía sobre las calles y las hacía enmudecer.

Llegó la fiesta. Yo dejé abierta la puerta de mi buhardilla, para que le llegara a Benjamin la historia del éxodo de Egipto en toda su extensión. Los bebés aprenden ya en el vientre de su madre, y aún más cuando están fuera. Era importante que pudiera absorber esas melodías siendo aún una criatura; recuerdo a mi bienamado Benjamin dirigiendo el

séder, un

séder sin formalidades ni grandes gestos. También yo era capaz ahora de identificar los sonidos, y decía: están dividiendo la

matza[8], la remojan, comen perejil y hierbas amargas, y me sentía feliz de que Benjamin absorbiera estos sonidos sin obstáculo alguno. Llegará un día, aunque yo no esté ya en este mundo, en que recordará y dirá: «Dios Todopoderoso, ¿dónde he oído estas palabras antes? Me son familiares».

Benjamin se desarrollaba, parecía ya un bebé de seis meses. Yo le hablaba mucho, explicándole que esta era nuestra segunda parada. La primera había sido con el

mohel, que le había quitado la piel sobrante, causándole dolor. Ahora era la Pascua, el momento de nuestra liberación, y era importante que oyera las melodías de libertad que llenaban la casa. Le hablé del pequeño Moisés, al que escondieron de los asesinos poniéndole en una cesta; pasó muchos días a la deriva en el gran río, y cuando fue mayor se convirtió en salvador, porque había visto con sus propios ojos cuán grandes son las fatigas y cuán dura la esclavitud.

Los días intermedios durante el Pésaj eran festivos a medias. La gente se paraba a charlar en la calle, sin prisa. A veces me daba la impresión de que no era una festividad, sino una especie de emoción. Las fiestas judías, y el Pésaj en especial, se expanden a lo lejos. Cada festividad pintaba el cielo de su color. El Pésaj, por ejemplo, era de un azul claro. Yo quería contarle todo esto a Benjamin, pero Benjamin no me escuchaba; estaba completamente absorto mamando. Mamaba sin parar, y me dejaba débil. Pero yo me sobreponía a la debilidad.

Ahora los días eran cálidos, y las casas tenían las ventanas abiertas de par en par. También yo salía al campo, extendía una manta en el suelo, y colocaba a Benjamin encima. Benjamin se estaba poniendo muy gordito, creía yo: tenía los ojos muy abiertos y llenos de vida, y prestaba atención a todo. Pero, en lo que concierne a mí, tenía el espíritu turbio. Ya nunca veía en sueños a mis seres queridos. Mi sueño era profundo, pero opaco, como si yaciera a los pies de una tumba. ¿Dónde estáis, amados míos? Tanteaba en la oscuridad, y me despertaba cubierta de sudor. Pasaba gran parte del día al aire libre, sin acercarme a las tabernas para no caer en la tentación. Había muchas tabernas en aquel pueblecito, y la mayoría eran de los judíos. Durante la fiesta y los días intermedios no se notaba el olor del vodka, pero ahora flotaba por todas las esquinas, despertando mi deseo.

La casera no hablaba mucho conmigo; tenía el rostro reconcentrado y, cuando yo le hacía alguna pregunta, respondía con la mayor concisión. Una noche me despertó una pesadilla: un matón ruteno trataba de arrancarme a Benjamin de los brazos. Se parecía a uno de mis primos. Yo forcejeaba con él con todas mis fuerzas y, cuando veía que no podía ganarle, le clavaba los dientes. Él me soltaba y se largaba. Aquel mal sueño me dejó marcada, y al día siguiente me encontraba muy débil. Tenía los dedos congelados. Bajé al campo, pero no dejé a Benjamin jugar sobre la manta, sino que lo tuve en brazos. Aquella noche, oí que el casero le preguntaba a su mujer: «¿Cuándo va a irse?».

—Dentro de dos semanas.

—Ya no la soporto.

—No hace nada malo, ni se la oye.

—Necesito la buhardilla como el aire que respiro. ¿Cómo has podido hacerme esto?

—No teníamos dinero en efectivo, ¿te acuerdas?

—¿Y me privas de mi rincón por dinero en efectivo?

—Perdóname —dijo la mujer con voz ahogada.

Al día siguiente me levanté temprano, empaqué mis escasas pertenencias, abrigué a Benjamin, y les hice saber que dejaba la casa.

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