Katerina

Katerina


XXII

Página 24 de 37

X

X

I

I

Desde que salió de la celda de aislamiento, Sigui ya no dejó de rezar y de persignarse, proclamando que tenía a Jesús posado en la palma de la mano, que el Dios de la venganza había llegado y que también les había llegado su hora a los judíos. Una especie de llama brillaba en sus mejillas huesudas. Hasta su forma de hablar en ruteno había cambiado: hablaba como las viejas del pueblo, mencionando a Jesús cada vez que abría la boca, y a la Sagrada Madre y a los ángeles, que vencerían al mal y a todos los hijos de Satanás.

Yo había perdido a una amiga. Hablaba con ella muy pocas veces, pero ella, no sé por qué, buscaba mi compañía, echándome en cara y recordándome que no hay vida sin fe, y que sin Jesús estamos perdidos en el mundo. Su voz daba miedo: «A ti te han influenciado demasiado los judíos. Te han echado uno de sus conjuros y han destrozado la fe pura que había en ti. Los hijos de Satanás distinguen muy bien el alma pura de una mujer y la compran por nada. No debes tenerles pena; han ennegrecido el alma rutena».

Yo me zafaba de su presencia, y estaba dispuesta a trabajar en el campo helado con tal de no estar cerca de ella. Una noche no pude soportarlo más y le dije: «¿Qué quieres de mí?». Ella se sobresaltó y dijo: «Nada. Yo te quiero. Quiero que vuelvas al seno de la fe. Los hijos de Satanás te han hecho mucho daño».

—No sigas esparciendo esas chifladuras —dije, y mi propia voz me dio miedo.

—No lo hice para mal, solo por ti. Yo te quiero —tembló su voz.

Pero la advertencia tuvo efecto. La gente, según parece, tiene miedo de los asesinos, y hasta yo tenía miedo de mi propia voz. Durante el juicio, habían exhibido la navaja que yo había usado para asesinar al asesino, y preguntaron si era esa misma navaja. No era más que una navaja normal, que yo me había llevado al irme de casa de Henni. Un pequeño hurto sin razón alguna.

Luego, los días se hicieron cortos. Hacía mucho frío, y el trabajo era agotador. Las ideas se me secaban, y las piernas se me movían como por sí mismas. Yo había quedado separada de mí misma y de mi vida, inmersa en una especie de dura vaciedad. No estaba enfadada ni quería nada; si me hubieran castigado con horas extra, hubiera trabajado sin decir ni una palabra. Todo el mundo esperaba los días de visita con impaciencia, pero yo no los anhelaba. Mi abogado venía una vez al mes y me traía, como una costumbre suya, unos cuantos dulces y algo de mermelada.

—¿Cómo les va a los judíos? —pregunté, con una voz que no era la mía.

Al abogado le sorprendió esta pregunta, y me dijo: «¿Por qué lo pregunta?».

—Por aquí corren rumores de que ha habido matanzas de judíos en los pueblos.

—¿Y eso le preocupa?

—Usted debería saber que yo me siento muy próxima a los judíos.

—Mejor haría pensando en cosas más alegres —me dijo en un susurro.

—Me son muy queridos —dije, con una voz que me salía de la garganta.

—No entiendo adónde quiere llegar.

—Me encantan sus casitas.

—No hable tan alto —me interrumpió.

—Me encanta hablar en yiddish. Lo echo de menos como al aliento de la vida.

El abogado se levantó y dijo:

—Esto es irrelevante. Ya lo hablaremos en otra ocasión.

—No tengo miedo.

—Aunque no lo tenga.

—No voy a dejar de amarles —conseguí decir esa frase antes de que terminara la visita.

Más tarde, supe que quien hablaba no era Katerina. Cuando Katerina estaba vinculada a sus seres queridos, tenía una voz plena, su vocabulario era diferente, y sus sentimientos le emanaban del cuerpo; pero, cuando la habían arrancado de ellos, estaba como cualquiera, agotada y deprimida.

Aquel fue un invierno muy largo. De vez en cuando, me asaltaban sentimientos poderosos, creencias agudas que me turbaban hasta el desmayo. Hubo momentos en que estaba muy cerca de mis seres queridos, con una cercanía muy grande, muy íntima, especialmente de Benjamin, mi angelito. Durante aquel invierno, le dije a una de las presas: «No necesito a Jesús. Yo tengo a mi propio Jesús». No sabía de qué hablaba, pero me dejaban decir y pensar lo que quería. La gente tiene precaución con los asesinos.

Pero la mayor parte de los días me sentía deprimida y me encerraba en mí misma. Mi vista disminuyó, mis oídos se volvieron sordos y yo estaba sellada como un muro. Cuando apagaban las luces, me hacía un ovillo como un animal abandonado. Las mañanas no me inspiraban deseo ni fe: me vestía y me presentaba al recuento como si fuera una extensión de un sueño agitado. Esperábamos a la camioneta largo rato, y cuando por fin llegaba, las presas subían a bordo a toda velocidad, golpeándose entre ellas con las prisas. La camioneta estaba cubierta con un toldo, y allí dentro hacía más calor.

«Empezad a trabajar. Así entraréis en calor», decía el viejo guardia. No nos pegaba, pero nos reprendía por todo, diciendo que el hombre había nacido para trabajar, que no había pecado sin castigo, y que uno debe aceptar los sufrimientos con amor. Los guardias no eran espíritus del mal, sino seres humanos que cumplían con su obligación. Este mundo no era sino un lugar de paso hacia una antecámara. Indudablemente, sus palabras tenían un dejo religioso; a veces, ese tono me inspiraba una especie de sobrecogimiento, como las plegarias funerales de un cura.

Pasábamos seis horas sacando remolacha de la tierra helada. Las palas eran poco útiles, pero a fuerza de brazo conseguíamos lo imposible, sacar las remolachas de sus lechos congelados. Al cabo de unas pocas horas, teníamos ya una pila de remolachas blancas. Por la tarde nos daban sopa y una corteza de pan. Esta comida era insípida, pero uno se acostumbra a todo. A veces, alguna mujer no podía más e intentaba escaparse, pero no llegaba muy lejos. Los guardias la encontraban.

—¿Por qué no aceptáis los tormentos con amor? —nos sermoneaba el viejo guardia.

—Esto no son tormentos, son humillaciones —le respondió una de las presas sin alterarse.

A mí todo me daba igual. En aquellos días oscuros y opacos, hacía lo que tenía que hacer. No me quejaba ni acusaba a nadie. Pero, algunas veces, en el invierno —y esto sucedió más de una vez—, cundía una especie de alegría maliciosa que me destrozaba los nervios. Me resultaba muy doloroso, pero me aguantaba. Al final no podía soportarlo más, y alzaba la voz para gritar: «¡Silencio!».

—¿Qué quieres? —me preguntó otra presa a bocajarro.

—A callar.

—¿Yo?

—Tú.

La gente trata con respeto a los asesinos. A mí no me gritaban ni las carceleras, pero en el fondo de mi corazón yo sabía que esa fuerza no me pertenecía. Yo solo tenía una voz cuando estaba cerca de mis seres queridos, y solo entonces tenía poder.

A finales del invierno nos llegaron un montón de blusas y jerséis robados. Todo el mundo estaba feliz, pero no lo demostraban. «No te pongas esa blusa, que anda Katerina por aquí», oía susurrar, mi pequeña venganza entre tanta oscuridad.

Ir a la siguiente página

Report Page