Katerina

Katerina


XXVI

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V

I

Yo leía los Salmos y rogaba a Dios que no me dejara caer en la tentación. Los libros estaban prohibidos, excepto el Viejo y el Nuevo Testamento. Solo allí, en aquella oscuridad, aprendí yo a rezar. No podría decir si eran plegarias convencionales, pero sentía devoción hacia las palabras, y a veces esa devoción me sacaba de la oscuridad en la que yacía.

Pero lo que uno ve tiene más fuerza que los anhelos de su corazón. El ala de las mujeres estaba inundada de blusas, jerséis, almohadas y candelabros. Ese botín me nublaba la vista. Todo el mundo recibía regalos, incluso las que al principio no habían tenido nada. Llegaron a entrar allí lápices de labios, botellas de colonia y alguna pastilla de jabón.

La carcelera en jefe no tomaba en cuenta algunas infracciones, se veía claramente que iba despuntando un nuevo régimen y, fuera, las cosas habían cambiado de cara: todas las mujeres aguardaban a un hombre alto y fuerte que iba a venir, rompería las puertas de hierro y las dejaría en libertad. Una especie de negro jolgorio parecía cubrir a las mujeres junto a sus camas. Reían sin motivo, e iban de aquí para allá con la ropa de los judíos.

A Sofía, mi vecina de cama, su hermana le llevó un vestido largo de seda, un collar y dos chaquetas. El ansia hacia la ropa nueva le calmó el miedo, y andaba dándose aires, estirando el cuello como un pavo real. «No te pongas esa ropa», le dije, pero no hizo caso.

Aquel vestido largo la llenaba de valor. Hablaba como una campesina que estuviera a punto de casar a su hija en la ciudad, como si hubiera olvidado sus temores. Me temblaban las manos, pero yo me contenía. Al final, no pude refrenarme y le dije: «Cuando cayere tu enemigo, no te huelgues[9]».

—¿Así que está prohibido vestirse bien? —me dijo, sin ningún pudor.

—Vestirse bien está permitido, pero regodearse no.

—Odio a la gente santurrona.

—Yo soy una mujer sencilla, no una santurrona. Nunca en mi vida he sido santurrona. No me he guardado mi cuerpo para mí, pero no llevaría la ropa de aquellos a quienes persiguen. Ponerse la ropa de las víctimas está prohibido. Los que han sufrido tormentos son sagrados.

—¿Por qué defiendes siempre a los judíos?

—Estoy hablando de alegrarse de la desdicha ajena.

—Yo no vivo de proverbios. Para mí, lo que siento es lo primero.

Yo ya tenía los brazos cargados de energía, pero, no sé cómo, aún me controlaba. Pero ella siguió, diciendo: «Estamos hablando a las claras. No escondamos nuestro odio». Y ya no lo pude soportar. Levanté los brazos y la derribé. Nadie vino en su ayuda, y me di cuenta de que nadie iba a hacerlo. Me quedé allí, golpeándola sonoramente con los puños. Cuando la carcelera en jefe la rescató, sangraba.

A las verdaderas asesinas no las mandan a la celda de aislamiento, sino a una habitación especial, con un catre y un lavabo. La carcelera en jefe no tardó mucho en hacerme un gesto para que empacara mis cosas y me las llevara a esa habitación especial. Lo hice sin decir nada.

—¿Por qué le has pegado? —me preguntó la carcelera en jefe, sin alzar la voz.

—Porque me sacó de quicio.

—Tienes que controlarte —me dijo, como quien conoce bien las debilidades humanas.

—Hace tiempo que quería pegarle.

—Pues ahora tendrás que vivir en aislamiento total.

—Ya estoy acostumbrada a no hablar.

—Una persona necesita algo de compañía, de todas formas, ¿no es así?

—Yo sé estar sola.

—Vendré a visitarte —dijo la carcelera en jefe, echando el cerrojo.

Ante mí se abrió una nueva vida. La habitación era muy pequeña pero luminosa y, si me ponía de pie en la cama, podía llenarme los ojos de campos y praderas. Y, mejor aún, la celda no estaba completamente aislada. Por las noches, oía las voces de las presas, y por esas voces me enteré de que a los judíos ya los habían expulsado de sus hogares, y de que los saqueos continuaban. La gente lo celebraba con alegría maligna hasta altas horas de la noche.

Solo después de la medianoche podía estar conmigo misma y con mis seres queridos. Las puertas de la tierra se abrían frente a mí, y Benjamin venía a mi encuentro, gateando bajo la mesa. Veía las sombras de sus manos, y su risa llenaba la habitación. No había crecido desde que me lo arrebataran: ahora se parecía más a un jesusito, sujeto en brazos por su madre, igual que el que se veía en el retablo de madera que había en la capilla. Yo doblaba las rodillas y le llamaba: «Benjamin, querido mío». Pero enseguida me alarmaban las palabras «querido mío», porque yo nunca le decía querido mío. «Benjamin», le digo, «tu madre te está hablando. ¿Por qué te escondes?». Y daba un paso atrás, esperando que apareciera, pero no salía de debajo de la mesa. Yo reunía todas mis fuerzas y avanzaba un poco, de rodillas, diciendo: «Benjamin, soy tu madre. ¿No te acuerdas de mi voz?».

—Estoy aquí —oí su voz, tan familiar hasta a la última fibra de mi cuerpo.

—Quiero verte.

—Estoy justo a tu lado —oí su risa.

Yo intenté levantarme, pero tenía las rodillas clavadas al suelo.

Al despertarme, al día siguiente, sentía su cuerpo entre mis brazos.

Esa mañana nos colocaron, a Sofía y a mí, en la misma fila. Todavía tenía en la cara algunas marcas negruzcas y azuladas de los golpes que yo le había propinado. Sofía rogó y suplicó que no la pusieran junto a mí. Unas cuantas presas le tuvieron pena y dijeron que le cambiarían el sitio, pero la carcelera se negó con terquedad. Al final, no tuvo más opción que agarrar la pala y clavarla a la fuerza en la dura tierra. Trabajó a mi lado muerta de miedo, sin levantar la cabeza y sin decir ni una palabra.

—¿Por qué no hablas? —la interpelé.

Sofía se alarmó. Levantó la cabeza y dijo:

—Tengo miedo. Te mandaron a la celda de aislamiento por mi culpa.

—No volveré a pegarte.

—Tengo miedo igual.

—Por mi parte, no te voy a pegar. Te juro por mis difuntos padres que no voy a pegarte. La celda de aislamiento no está tan mal. Y, ¿qué tal van las cosas por el barracón? —dije, intentando seguir la conversación.

—Todo bien. La gente está de buen humor. Los alemanes están haciendo grandes cosas en el frente, sacando a los judíos de los pueblos. Hay un buen botín: todo el mundo está sacando algo.

Por un instante, Sofía se dejó llevar por el entusiasmo, pero enseguida se dio cuenta de su error, se agarró la cabeza con las dos manos y gritó:

—¡Ya he vuelto a equivocarme! ¡Ya he vuelto a pecar!

—¿Qué pasa? —dije yo, tratando de calmarla.

—Siempre acabo por molestarte.

—Hoy ya no me estás molestando. Puedes hablar todo lo que te apetezca.

—No diré nada. Me da miedo hablar.

—Yo soy rutena, hija de rutenos, y nada de los rutenos me es extraño. Cuando me muera, me harán yacer junto a mi padre y mi madre. No debes tener miedo.

—Tengo miedo, ¿qué le voy a hacer? Me cuesta dejar de tener miedo.

Al parecer, se sentía aliviada, y se echó a llorar. Por un instante, estuve a punto de ponerle las manos en los hombros, pero en el fondo de mi corazón sabía que eso la asustaría muchísimo. Lloró durante largo rato, y al final se concentró en el trabajo, y no volvió a hablarme otra vez hasta última hora de la tarde.

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