Katerina

Katerina


Historia

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Historia

Nací en Cleveland. Mi padre era abogado, mi madre se quedó en casa para criarnos a mi hermano y a mí. No éramos ricos, pero tampoco pobres. Vivíamos en una casa bonita de una calle bonita de una ciudad bonita. La primera zona residencial en el límite de East Cleveland. La ciudad era mitad negra, mitad blanca, y la mitad de los niños blancos eran judíos. Todos éramos amigos, jugábamos juntos, estudiábamos juntos, peleábamos juntos y unos contra otros. Hasta que fui más mayor no aprendí que se suponía que debíamos odiarnos. Que en América te juntas con los tuyos. Cuando lo aprendí, como tantas otras cosas que he aprendido en la vida, me pareció una estupidez. La sangre es sangre y toda es roja. Muéstrame lo que hay en tu corazón y en tus ojos. Me importa un carajo el color de tu piel o el Dios al que adores.

Mis padres eran buena gente. Los dos trabajaban mucho. Mi padre trabajaba para una empresa que fabricaba volantes y piezas de automóvil, mi madre cocinaba y limpiaba y jugaba al tenis y al bridge. Se querían y nos querían. Intentaron inculcarme valores y moral. Intentaron que fuera a la iglesia y me convirtiera en un miembro productivo de la sociedad. Mi hermano era un buen chico. Cuatro años mayor que yo. Le iba bien en la escuela, obedecía a nuestros padres, nunca se metía en problemas. Era un gran hermano. Nunca me pegaba ni me hostigaba. Siempre me incluía en las actividades que compartía con sus amigos. Me ayudaba cuando necesitaba ayuda, no se inmiscuía cuando no la necesitaba. Yo no era un chico bueno. Iba al colegio, pero no prestaba atención. No me importaban las notas. Me peleaba, a puñetazos y a mordiscos. Respondía y decía que no. A partir de una edad relativamente temprana mi actividad favorita fue el vandalismo. La destrucción genera alegría, una gran alegría. Ya sea con un aerosol de pintura o un bate contra un buzón o un contenedor volcado o una docena. Mis otras alegrías eran las chicas, los cigarrillos, los licores robados, las drogas, la lectura de libros y los deportes. Era buen deportista. Tan bueno que patear un balón en una portería me metió en la universidad a pesar de una media de 2,2 en el instituto. Mi carrera universitaria pasó sin pena ni gloria. Me lo tomé como unas vacaciones largas. Mientras apareciera por clase aprobaría. No quería ser abogado ni médico ni profesor ni empresario. No quería promocionar nada. Ni fabricar nada. Ni vender nada. Ni comprar nada. No quería llevar traje ni recibir informes trimestrales. Jugaba al balón y leía libros y perseguía chicas y me emborrachaba y esnifaba cocaína. En verano cortaba céspedes y arrancaba malas hierbas e iba a la playa. Al tercer año me rompí una pierna y se acabó mi carrera deportiva. Fue un alivio. Basta de entrenos, basta de fingir interés. Iba a clase, leía libros, aunque rara vez los que tocaban. Pasaba el tiempo libre con Kerouac y Bukowski y Hunter Thompson. Con Knut Hamsun y John Dos Passos y William Saroyan. Ken Kesey y Allen Ginsberg y Tom Wolfe. Tim O’Brien y John Kennedy Toole y William Burroughs. Seguía bebiendo, seguía esnifando, empecé a hacerlo tanto que me puse a vender para costearme el hábito. Compraba media onza, que son catorce gramos, por mil dólares. Vendía diez gramos a cien dólares el gramo y me quedaba cuatro. A veces cortaba la droga con NoDoz y convertía catorce gramos en dieciocho y me quedaba los cuatrocientos dólares extra, compraba alcohol para los amigos, libros, flores para las chicas que me gustaban, me llevaba un coche lleno de gente al Taco Bell y pedía una ración de cada cosa de la carta. Seguía leyendo. James Joyce y Oscar Wilde y Henry James. Leí El despertar de Kate Chopin y me hizo llorar. Leí Don Quijote y aullé de risa. Leí a Hugo y a Dumas, Tolstói y Dostoievski y Gógol. Empezó el último curso. No pensé en lo que haría cuando acabara. Mi padre quería que fuera a la facultad de derecho o consiguiera empleo en Wall Street. Me sugirió que trabajara en publicidad porque era creativo. Mi hermano había estudiado derecho y se había hecho abogado y se había casado e iba camino de convertirse en un ciudadano respetable y productivo. Yo me alegraba por él. Y sabía que se esperaba lo mismo de mí. Me daban ganas de estampar el coche contra un árbol. O esnifar cocaína hasta que me explotara el corazón. O entrar caminando en el agua y no detenerme.

Leía y bebía y esnifaba cocaína y vendía cocaína y comía tacos y compraba flores a las chicas y de vez en cuando me enamoraba un par de horas o de noches, de vez en cuando alguna se enamoraba de mí un par de horas o de noches. Entonces la conocí a ella y me enamoré de verdad, o lo que yo pensaba que era de verdad, y la vida se volvió simple y preciosa y absorbente. Dejé de trapichear y reduje la bebida y los libros que leía adquirieron un nuevo sentido, puesto que me sentía como si viviera en uno, en una gran novela romántica, en alguna historia de amor profunda y real. Me gustaba todo de ella. Su voz, sus ojos, las palabras que elegía al hablar, su letra, cómo se reía y sonreía, cómo fumaba, los libros que leía (libros de tantas mujeres como de hombres leía yo) y las conversaciones que teníamos al respecto, la ropa que se ponía, cómo se la veía cuando no la llevaba puesta. Era todo lo respetable y decente que yo no era. Su padre era ejecutivo en una empresa militar, ella se había criado en San Francisco, había estudiado en colegios privados. Pensaba regresar y trabajar en tecnología y quería fundar su propia empresa. Yo me imaginaba acompañándola, me imaginaba, por primera vez, que podría ser normal, tener un trabajo, llevar traje, ir a la oficina todos los días, pagar impuestos. Ser un marido. Ser un hombre, o la definición de hombre de nuestra sociedad. El amor es una locura. Puede darte la vida o quitártela. Convertirte en lo que no eres, para bien o para mal. Hacerte soñar y pensar y hablar y actuar de modos que para ti no son normales, o al menos para mí. Tuvimos dos meses estupendos. De dormirnos y despertarnos juntos, de cenas tranquilas y largas conversaciones sobre el futuro. Ojos, manos, labios y lenguas. Cuerpos. Corazones. A mí me parecieron estupendos, pero quizá me engañara. Nos despedimos con un beso y cada uno se fue a su casa para las vacaciones de Navidad. Hablamos por teléfono a diario. Nos mandamos regalos, unos pendientes para ella, una primera edición de La canción del verdugo para mí. Planeamos las vacaciones de primavera, un viaje de parejas a las Bahamas con unas amigas suyas y sus novios. Me quedé en casa y me mantuve casi todo el tiempo sobrio, lo que extrañó a mis padres. No la conocían, pero les encantó el efecto que tenía en mí. La mañana de Navidad fui con ellos a la iglesia y, aunque no recé ni entoné ningún cántico ni comulgué, asistí. Me puse una americana y los acompañé al club de campo. Sonreí y saludé a sus amigos cuando se acercaron. Me acostaba temprano y me levantaba pronto. Hablaba de hacer una carrera, tal vez estudiar empresariales, mi padre me dijo que tenía un amigo en la junta de la Universidad de Berkeley y podía ayudarme a entrar. Fue un mes largo. Yo solo quería regresar. Volver a verla. Besarla, saborearla. Sentir su aliento en el cuello por la mañana. Oírla decir mi nombre en la oscuridad. Verla vestirse. Escuchar lo que pensaba sobre lo que estuviera leyendo o viendo. Sonreír cuando se metiera conmigo por las porquerías que comía o porque fumaba demasiado. Volví un día antes. Conduje en mitad de una tormenta de nieve. Un viaje de cinco horas me llevó ocho, pero al menos estaba más cerca. Y ya estaría allí cuando ella llegara. Llegué a la casa donde vivía, entré, era el único que había regresado. Fui a mi cuarto y había un libro en la cama, con una nota encima de mi compañero de piso, Andy, que era de Los Ángeles, decía:

Feliz Navidad.

Quería dártelo antes de que te fueras.

Creo que te gustará.

Era un viejo libro de tapa dura maltrecha, con la funda azul celeste y negritas en la cubierta que anunciaban:

Henry Miller

Trópico

de

Cáncer

Dejé la bolsa, me descalcé, me tumbé en la cama, cogí el libro, lo abrí.

Y desde la primera frase.

Vivo en la Villa Borghese[2].

Primer párrafo.

No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos.

Primera página.

Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos, y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como este? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos.

Estaba extasiado.

Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. […] Habrá más calamidades, más muertes, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio en ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así que el héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad. Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar.

No podía creerme lo que estaba leyendo. Lo que Henry Miller decía, cómo lo decía.

Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar.

No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.

Me sentía como si se me hubiera encendido una bombilla, una bombilla en el cerebro, una bombilla en el corazón, una bombilla en el alma.

Entonces, ¿este? Este no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada al culo de Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que os parezca.

Sonreí, releí la página una y otra vez. Me hizo reír, me impactó, me habló. Simple y directo. Sin pretensiones. Sin tonterías. Mientras que la mayoría de los escritores trataban de impresionarte con su inteligencia, su habilidad, su virtuosismo, Henry Miller no lo hacía. Daba la impresión de que estuviera hablando, hablándome, instalado dentro de mí contándome cosas que yo siempre había querido escuchar sin conseguirlo. Tantos libros que había leído en mi vida y nunca me había imaginado capaz de escribir alguno de ellos. Los escritores siempre eran más listos que yo, más dotados, habían ido a escuelas mejores, habían viajado más, vivido más, visto, sentido y hecho más. Poseían una magia de la que yo carecía. Hacían cosas con las palabras que yo creía que jamás podría hacer. Se sentaban y trabajaban día tras día tras día contando historias que yo no creía poder contar. Eran algo que yo no era. Eran escritores. Misteriosos y talentosos y cultos y mejores que yo. Yo era un pringado. Un gamberro y un vándalo que sacaba notas penosas y disfrutaba emborrachándose y esnifando cocaína. Jamás creí que pudiera ser uno de ellos.

Hasta.

Hasta.

Hasta.

Seguí leyendo. Un libro sobre follar andar comer leer escribir desear, sobre la belleza de la rabia, la serenidad de la soledad, el poder de que te importe una mierda y la nobleza de que te llegue a lo más hondo. Seguí leyendo un libro sobre el amor, el amor por todo y por nada, el amor por las mujeres, por el arte, la literatura, un plato caliente una bebida fuerte un cigarrillo en un día soleado, un banco vacío en el parque, un bar lleno, un par de dólares en el bolsillo o nada de nada. Seguí leyendo ese libro sobre un hombre que se liberaba de las chorradas de la sociedad y hacía y decía y vivía y amaba y escribía tal cual lo sentía y le apetecía y le parecía bien a él y solo a él, ajeno a las normas, las leyes, las convenciones o las expectativas. Si le parecía bien, lo hacía. Si le parecía mal, seguía adelante y nunca miraba atrás, no se disculpaba por ser quien era ni por cómo vivía, no se arrepentía de nada. Seguí leyendo todo el día, fumé y me bebí una botella de vino barato y el mundo desapareció, estaban mi cama mi almohada mis manos pasando páginas mis ojos sobre las palabras mi mente dando vueltas mi corazón latiendo mi alma iluminada.

Mi alma estaba iluminada.

Iluminada.

Me dormí leyendo. Me desperté con el libro en la mano. Preparé café encendí un cigarrillo seguí leyendo. Tenía la cabeza llena de París, de mujeres, de soledad, de corazones rotos y hambre y alegría y rabia, de una vida desquiciada, lejos de todo lo que se supone que somos y parte de todo lo que queremos. Henry decía:

Tomé la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada.

Henry decía:

Ya he superado mi juventud melancólica. Me importan tres cojones el pasado y el futuro.

Henry decía:

Haz cualquier cosa, pero que produzca gozo. Haz cualquier cosa, pero que provoque éxtasis.

Henry decía:

Durante cien años o más el mundo, nuestro mundo, ha estado muriendo. Y, en estos cien últimos años aproximadamente, ningún hombre ha sido lo bastante loco como para meter una bomba en el ojo del culo a la creación y hacerla saltar por los aires.

Henry decía:

Y Dios sabe que, cuando la primavera se acerca a París, el más humilde de los mortales ha de sentir que vive en el paraíso.

Cuando sonaba el teléfono lo ignoraba. Cuando tenía que mear leía caminando hacia el baño y leía mientras meaba. Cuando oía a gente fuera la ignoraba. Cuando llamaron a la puerta no respondí. Leí y fumé y bebí y reí y ardí y soñé y supe. Cuando leí la última palabra de la última página lo supe. Apuré la segunda botella de vino. Me duché. Volví a mi cuarto. Me vestí y salí a andar y respiré hondo el aire helado y sonreí en la oscuridad y susurré a las estrellas y supe. Cuando empecé a tiritar de frío y comenzaron a dolerme las piernas eché a andar hacia el edificio donde ella vivía, fui a verla. Estaba con sus amigas. Compartiendo las anécdotas de las vacaciones. Habían conocido a un tipo, habían viajado a Hawái, habían completado las solicitudes de ingreso en posgrados, se habían emborrachado y se habían liado con un ex, se habían peleado con un hermano hermana padre madre. Me sonrió al verme y se levantó y me abrazó, olí su pelo le besé el cuello los labios le cogí las manos y le susurré te he echado de menos, te he echado de menos. Me preguntó dónde había estado creía que iba a venir antes, le dije que había salido a pasear y a mirar el cielo y las estrellas, se rio y me preguntó si iba colocado.

Sonreí.

En cierto modo.

¿Coca?

No.

No te gusta la hierba.

No, por lo general no.

¿Santa te ha traído algo raro?

Asentí.

Sí.

¿Qué?

Un libro.

Se rio.

¿Porno?

Algunos piensan que lo es.

¿En serio?

Sí, aunque no lo es.

Le hablé de Trópico, cómo lo había conseguido, leído, cómo me había afectado, de París, de mi plan. Se quedó sorprendida, confusa.

¿Te vas a París?

Sí.

Para ser escritor.

Sí.

Pero tú no escribes.

Escribiré.

Así de simple.

Sí.

¿Por qué no vas a un taller de escritura?

¿Quién va a un taller de escritura?

Todo el que quiere ser escritor va a un taller de escritura.

Ahora puede ser. Pero ni uno solo de los escritores que me gustan fue a ninguno.

Apuesto a que algunos sí.

Lo que hacen no se puede enseñar.

Entonces ¿cómo aprendieron?

Sentándose en un cuarto a solas y escribiendo y aprendiendo.

Hazlo en San Francisco.

París.

San Francisco.

Ven conmigo a París.

Cuándo te has acabado el libro ese.

Hace un par de horas.

Probablemente la semana que viene lo habrás olvidado.

No.

No voy a cambiar mi vida para irme a París a que te hagas escritor.

Si tú tuvieras un sueño, yo me iría contigo.

Mi sueño es San Francisco.

Es distinto.

¿Por qué?

Hay un millón de personas que estudian empresariales.

Y aún más que aspiran a convertirse en escritor.

No va a ser así.

¿Y cómo va a ser?

Voy a ser mejor que todos los que lo están intentando.

¿Mejor que la gente que va a Harvard o Princeton o Stanford?

Sí.

No pienso irme a París, Jay.

No pienso irme a San Francisco.

Tenía ganas de verte.

Y yo a ti.

Pensaba que sonreiríamos, nos besaríamos, nos cogeríamos de la mano e iríamos al bar, que tomaríamos unas copas y volveríamos aquí.

Todavía podemos hacerlo.

Todas mis amigas creían que estaba loca por salir contigo. Me advirtieron: es un borracho, está jodido y terminará por joderte. Nunca pensé que sería por culpa de un libro, pero parece que así es.

No te estoy jodiendo.

Me enamoré de ti, hicimos planes, hablamos de un futuro juntos.

Todavía podemos tenerlo.

¿Con el sueldo de un escritor? ¿Vamos a comprar una casa, a tener hijos?

¿No dices que quieres una carrera? Ganarás dinero.

No quiero casarme con un aspirante a escritor que se pase la vida garabateando en un cuarto mientras yo pago las facturas.

Uau.

Lo siento.

No lo sientes. Eso es lo que piensas. Muy bien. Te equivocas, soy un capullo, pero nunca seré un mierda.

No habló, se quedó mirando al suelo. Me levanté.

Me voy.

Alzó la vista.

Lo siento.

Ya.

De verdad.

Yo también.

Sonrió, una sonrisa triste, ambos sabíamos que se había acabado, lo que fuera que fuéramos había terminado. Me incliné, la besé, dejé que el beso languideciera.

Di media vuelta y me marché, no le di ocasión de decir nada, de todos modos no sabía si lo habría hecho. Salí de su casa y oí a sus compañeras preparándose para salir y volver ya de noche. Estaba oscuro frío veía mi aliento notaba cómo me latía el corazón notaba cómo se me rompía el corazón. Porque por mucho que la quisiera, y la quería más que a nada ni a nadie en la vida, y por mucho que la deseara y por mucho que hubiera podido imaginar un futuro con ella, no iba a pasar. Cualesquiera que fueran nuestros sueños se habían desvanecido. Me iría a París solo. A encontrar mi camino o a destruirme. A convertirme en escritor o a fracasar a lo grande. A darme festines a morirme de hambre a vagar a morir a devenir, a gritar al cielo y dormir en el arroyo y bailar sobre las tumbas de mis héroes. Y tal vez ella tuviera razón y terminase siendo un fracasado de mierda, pero tal vez estuviera equivocada y al final consiguiera hacer algo. En cualquier caso, sabía lo que pasaría con ella. Acabaría el curso y volvería a casa y estudiaría empresariales y conseguiría un trabajo estupendo y conocería a un tipo estupendo y tendrían citas estupendas y harían viajes estupendos y lo llevaría a su casa para presentárselo a sus padres y a ellos les parecería un tipo estupendo y él le compraría un anillo precioso y centelleante y se arrodillaría sobre su sana y exitosa rodilla y ella fingiría sorpresa y aceptaría y lloraría y se casarían en un bodorrio estupendo en Napa y vivirían en un piso estupendo de la ciudad hasta que ella se quedara embarazada, y entonces se mudarían a Marin y se harían socios de un club y tendrían un par de niños estupendos y los niños irían a colegios privados estupendos y pasarían las vacaciones en Hawái y Aspen y serían en cierto modo felices y en cierto modo completamente desgraciados y todo sería estupendo. Y yo me iría a París y me la jugaría al todo por el todo.

Me metí en mi cuarto y volví a mirar el libro, la portada azul sobre la cama. Lo abrí y leí la primera página y me reí al terminar y lo supe lo supe lo supe. Lo supe como jamás en mi puta vida había sabido nada. París. Solo. Tan pronto como pudiera.

Tan pronto como jodidamente pudiera.

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