Katerina

Katerina


París, 1992

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París, 1992

Sentado en un banco enfrente de La puerta del infierno. El sol quema, alto y resplandeciente, el museo acaba de abrir estamos en pleno verano si quiero disfrutar de algo de paz, de un rato a solas con La puerta, tengo que llegar antes que las hordas. Tengo una botella de agua un paquete de cigarrillos uno de mis cuadernos un bolsillo lleno de bolígrafos negros. Estoy escribiendo. No tonterías de diario. No las meditaciones del día. No mis pintorescas observaciones desde la cafetería o lo que he desayunado, sino el principio de un libro. Y a pesar de lo que digan los periodistas cursis y los autores de libros para aprender a escribir y los profesores de los talleres de escritura creativa, escribir para publicar es muchísimo más difícil que para un diario. Nadie va a leer tu diario. Si lo hacen, o si les pides que lo lean, no te dirán nada sincero. Podría ser la mayor mierda de diario de la historia mundial, y quienquiera que lo lea te sonreirá y te dirá cuánto talento tienes y lo mucho que ha disfrutado con él. Cuando escribes de verdad, para publicar, con la intención de sacar tu obra al mundo, cada palabra importa. Cada frase importa. Cada coma, signo de puntuación, elección gramatical. Cómo se leen y cómo suenan las palabras y cómo quedan en la página. Todas implican una decisión y todas importan. Y cada decisión tomada debería estar sustentada en una razón. Se nota la presión. La presión por tomar las decisiones correctas y tomarlas una y otra vez, una y otra vez. Si lo haces correctamente, si lo haces bien, gente ajena a ti, gente que no conoces ni conocerás jamás, leerá lo que has escrito. Y se formará una opinión al respecto. Y te guste o no su opinión, es una opinión válida. Y por tanto cuando me siento a escribir, me lo tomo en serio. Sé lo que quiero hacer y lo que quiero decir y lo oigo y lo veo en mi mente, y lo siento en el latir de mi corazón. Es ambición y rabia y radicalidad. Es sexo y amor y el olor de una corrida. Es tristeza y dolor. Es la alegría y libertad de que no te importe un carajo, y es la carga de que te importe demasiado. Es la fuerza bruta de mi alma desnuda. Es directo y económico. Nada manido. Nada florido. Nada para impresionarte con mi virtuosismo o mi maestría. Quiero que sientas como yo, honda e intensamente. Quiero sacudirte y conmoverte y hacer que apartes la mirada de la página porque te he abrumado, quiero obligarte a volver porque quieres que vuelva a abrumarte. Quiero marcarte de un modo que nunca olvidarás. Y aunque lo sé, y puedo verlo y oírlo y sentirlo, sentado en un banco, La puerta del infierno frente a mí, un estadounidense de veintiún años en París, perdido y a la deriva, ubicado y centrado, no puedo hacerlo. Todavía no puedo. Todavía. Y por tanto trabajo. Escribo. Pienso. Siento. Intento trasladar a la página lo que quiero y lo que sé y lo que siento. Miro la tinta negra sobre el papel marrón. Escucho el ruido que hace el bolígrafo al moverme, veo aparecer las marcas. Y creo, de un modo que nunca podría enseñarse, que llegará el momento en que seré capaz de hacer lo que quiero hacer, de escribir lo que veo y siento y escucho. Si me siento y trabajo y creo durante el tiempo suficiente, quizá un año, quizá cinco, quizá diez, quizá veinticinco, lo que tengo en la cabeza coincidirá con lo que pone en el papel.

Mientras miro fijamente el cuaderno y pienso en la siguiente palabra, y siento el sol matinal en la cara y los brazos, y oigo a los pájaros en lo alto de los árboles, y huelo el pan de una panadería local, y saboreo los restos del café solo que me he tomado de camino hacia aquí, noto que alguien se acerca, oigo pasos en el sendero de gravilla, una sombra pasa sobre mí. No alzo la mirada. Sé que hay un banco vacío unos pasos más allá, pero la persona se sienta conmigo. Nos separa medio metro. Bajo la vista, veo un par de Converse All Star negras, calcetines cortos negros, largas y finas piernas pálidas. Pienso en moverme o girarme, supongo que la persona sacará la foto que busca y se marchará. Así que miro la tinta negra sobre el papel marrón, el vacío de la página que me dispongo a llenar. Y mientras pienso, oigo una voz.

¿Qué estás escribiendo?

Una mujer, aunque ya lo sabía. Leve deje en su inglés que no consigo ubicar, aunque supongo que procede de algún lugar de Escandinavia. Una voz dulce y grave, como café con un poco de crema y diez cucharadas de azúcar. No levanto la mirada, ni respondo. Oigo rebuscar en el interior de un bolso, encenderse un mechero, inhalar, huelo tabaco, el áspero y delicioso aroma del alivio y la adicción. Vuelvo a oír la voz, no levanto la mirada.

Te estás haciendo el difícil. Qué mono.

Río entre dientes, pero no miro.

Puedes mirarme. No soy Medusa. No te convertirás en piedra.

Otra risa.

Qué terco. Al menos responde a mi pregunta, tengo curiosidad.

¿Qué estoy escribiendo?

Sí.

No es asunto tuyo.

Se ríe. Miro fijamente la tinta negra, el papel marrón. No se va y oigo más ruidos. Intento retomar el hilo de mis pensamientos, volver a lo que estaba haciendo, pero no lo consigo. Me enderezo, miro, alta y delgada, pálida, larga melena espesa y rizada de pelo caoba, pecas en las mejillas y en el puente de la nariz, ojos castaños del color del cacao, gruesos labios mullidos como una tarta de cerezas, sin carmín. Lleva un vestido blanco de manga corta con estampado de pequeñas calaveras, calaveras rojas, negras, amarillas, calaveras azules y rosas y verdes, las Converse negras y los calcetinitos negros. Es de una belleza que desarma, sin que parezca que lo intente, y el vestido, su humor negro, su primor burlón, la hacen aún más guapa.

Bonito vestido.

Sonríe, dentadura blanca y perfecta.

Gracias.

Las deportivas también.

Son cómodas. Prácticas para caminar.

¿De dónde eres?

De las tierras del norte.

Me río.

¿De cuál de ellas?

Una de las del norte.

Me río otra vez. Señala el cuaderno.

¿Qué escribes?

Un libro.

Un libro. Uau. Mola.

Vuelvo a reírme.

¿De qué trata?

¿Conoces Le Misanthrope?

¿La obra de Molière?

Sí.

Sí, conozco Le Misanthrope.

Pronuncia Le Misanthrope con un acento francés casi perfecto.

Estoy escribiendo un libro basado en Le Misanthrope, pero ambientado en la actualidad, en Nueva York.

Se ríe.

¿Te hace gracia?

Asiente.

Es gracioso.

¿Por qué?

Nadie lo leerá.

¿Por qué?

Le Misanthrope trata del capullo más grande del mundo.

Es un hombre íntegro.

Lo único que hace es criticar, gimotear y quejarse.

Está enamorado, atormentado.

Está enamorado de la peor bruja del mundo.

Me río.

Deduzco que no te gusta Le Misanthrope.

Seguro que hace trescientos años era fabulosa, pero ¿ahora? No escribas ese libro. Será horrible, nadie lo leerá.

¿Eres crítica literaria?

No.

¿Escritora?

No, por Dios.

¿Simplemente te gusta sentarte con escritores y meterte con ellos?

Eres casi mono. Casi.

Sonríe y acerca el índice al pulgar, casi.

Se me ha ocurrido sentarme contigo a ver qué hacías.

Ahora ya lo sabes.

Aunque no me tiro a escritores. Son unos melodramáticos. Una vez me tiré a uno y el pobre rompió a llorar y quiso acurrucarse conmigo después de hacerlo.

¿Qué te hace pensar que quiero acostarme contigo?

¿No quieres?

Niego con la cabeza, miento.

No.

Sonríe, acerca su mano a la mía.

¿Puedo?

Asiento, me coge la mano y se la lleva muy despacio a la boca. Entreabre los labios, gruesos y mullidos como una tarta de cerezas, sin carmín, me mira a los ojos, se mete el índice y el corazón en la boca y me los chupa. Tiene la boca cálida, suave y húmeda, y clava sus ojos castaños claros como el cacao en los míos. Saca muy despacio los dedos, los lame por la base, los rodea con los labios. Estoy sin aliento, me empalmo súbita, inmediatamente, y quiero follármela más que nada en el mundo. Cuando tengo los dedos fuera, apoya la mano en mi regazo, sin apartar la mirada.

¿Y ahora?

Sí.

¿Sí?

Sí.

Sonríe. Todavía tengo los dedos calientes, mojados, la polla dura.

Y no soy muy de acurrucarme, así que no te preocupes por eso.

Se ríe.

¿Y eres escritor? ¿Eres uno de esos?

Sí.

¿Qué has escrito?

Levanto el cuaderno.

¿Eso es todo?

Tengo varios como este.

¿Publicados?

Todavía no.

O sea que finges ser escritor.

No.

No eres escritor de verdad hasta que publicas.

Me parece bien que lo veas así. Yo lo veo diferente.

¿Y cómo lo ves?

Es solo cuestión de tiempo. Cuando publique no seré más escritor de lo que ya soy, simplemente habré trabajado más.

¿Qué tipo de libros quieres escribir, aparte de Le Misanthrope, con el que claramente no deberías malgastar más tiempo?

Quiero incendiar el mundo.

Sonríe.

Me gusta.

Es una sonrisa bella, perfecta.

Gracias.

Puede que me tire a otro escritor.

Sonrío.

¿A qué te dedicas?

¿Tú qué crees?

Ni idea.

Soy alta y delgada y llevo ropa guay.

Parece un buen curro.

Lo es.

¿Y cómo se consigue un curro así?

Genética y suerte.

¿Pagan bien?

Absurdamente bien.

¿Qué haces en tu tiempo libre?

Juego.

¿Qué quieres decir?

Sonríe.

Quiere decir que juego.

Nos miramos un momento, verde pálido y castaño claro como el cacao. Se me acelera el corazón, se me tensan los nervios, estoy mareado y colocado. Tiene algo. Los ojos o el pelo o los labios, la sonrisa, la actitud, las largas y finas piernas pálidas, el leve deje de las tierras del norte, las calaveras de su vestido, la sensación de mis dedos en su boca, que conozca Le Misanthrope, que deteste la idea para mi libro que le guste la idea de incendiar el mundo que mi polla siga empalmada. Tiene algo. El tacto de su piel cuando me toca la mano. Tiene algo. Su denso y espeso pelo caoba. Tiene algo. El champú que usa o el jabón, las feromonas, no lo sé, algo. Se me acelera el corazón, se me tensan los nervios, estoy mareado y colocado. Quiero besarla, saborear sus labios, chuparle la lengua. Quiero meter las manos por dentro de sus muslos, por la curva de su culo. Quiero besarle el cuello, el pecho, quiero notar sus pezones duros entre mis dientes. Quiero lamerle el culo, el coño, el clítoris, moverme dentro de ella, quedarme dentro, hondo y duro y mojado, con los ojos, las manos, las puntas de los dedos encadenados. Quiero oírla gemir.

Nos miramos un momento, verde pálido y castaño claro como el cacao. Se inclina adelante y delicada y suavemente me sopla en la mejilla, su aliento es dulce, cierro los ojos me sopla en la mejilla aliento dulce y cálido. Cuando para abro los ojos, está sonriendo.

Hora de irme.

¿Por qué?

Tengo cosas que hacer.

¿Qué?

Cosas.

Me río.

¿Cómo te llamas?

Te lo diré la próxima vez que nos veamos.

¿Cuándo será?

No lo sé.

¿Me das tu número?

Dejemos que los dioses decidan.

Me río.

¿Los dioses?

Soy de las tierras del norte, todavía creemos.

Se levanta.

Hasta.

Asiento, sonrío.

Hasta.

Da media vuelta y se aleja y aunque quiero mirarla quiero seguirla quiero ir adondequiera que vaya no lo hago. Bajo la vista al cuaderno tinta negra sobre papel marrón. Miro La puerta del infierno y la lujuria y el dolor y el éxtasis y el horror se ciernen sobre mí inamovibles y permanentes. Miro al azul del cielo infinito y precioso.

Todavía la huelo, noto su aliento en mi mejilla dulce y cálido.

Todavía tengo la polla dura.

Hasta.

Mi nuevo mejor amigo es un basurero llamado Philippe. Es de una familia pija francesa que posee hoteles y viñedos, pero decidió cumplir el servicio militar obligatorio en la parte de atrás de un camión de la basura en lugar de correteando por los bosques fingiendo ser un soldado. Nos conocimos a través de una chica americana con la que sale, a la que yo solía venderle cocaína en Estados Unidos. Ella se vino a trabajar para la gigantesca compañía inmobiliaria global de su padre y se enteró de que yo estaba en París y me localizó y salí con ella y Philippe quedamos en un bar elegante cerca de la avenida George Cinq repleto de jóvenes profesionales franceses. Acabamos en el Polly Maggoo gritándoles a los turistas, meando en la alcantarilla, comiendo bocadillos de la Maison de Gyros y vomitando en el Sena desde el Pont Neuf me desperté en el suelo debajo de la Fontaine des Innocents. Fue una noche fabulosa, aunque recuerdo muy poco de ella. Salimos la noche siguiente me desperté en el Square du Temple. Salimos la noche siguiente me desperté debajo de un árbol del boulevard de Clichy. Philippe tiene el tipo de horario y el tipo de trabajo que propician un mal comportamiento. Entra a trabajar a las cuatro y media de la madrugada, termina a las diez y media de la mañana. No importa que apeste porque trata con basura todo el día. No importa si está enfermo, culpa a la basura. Cuando termina duerme hasta las cinco o las seis de la tarde. Si ha quedado con su chica sale con ella. Si no pasa a buscarme, a veces por mi piso, a veces por el Polly Maggoo, a veces por la Shakespeare and Company, a veces por el Stolly’s. Le encanta beber, fumar, reír, comer, chillar, vagar, está siempre dispuesto a meterse en líos, a ir en busca de aventuras, a hacer cualquier cosa que la mayoría lamentaría pero que a nosotros nos hace gritar de alegría. Y es mi único amigo que no vive en mi mundo. Que pertenece a las altas esferas de la sociedad francesa y se mueve por ellas sin problemas. Tiene un apartamento enorme en el 8ème arrondissement, la zona más lujosa y cara de París. Puede ir a los locales más de moda y lo más probable es que conozca al propietario. Veranea en el sur, en el Mediterráneo, donde su familia posee una casa en Beaulieu-sur-Mer, a medio camino entre Niza y Mónaco. La mayor parte del tiempo salimos por ahí, va bien vestido, pantalones planchados y camisa por dentro, una americana de buena marca y zapatos de ante. Siempre lleva la cartera llena, estudiará empresariales cuando termine el servicio militar, sin duda tendrá éxito en lo que sea que haga. De momento, sin embargo, es basurero, y un borracho, y un maníaco. Y mi nuevo mejor amigo. Me anima a que tome otra copa, a hablarle a una chica con la que no me atrevería de no ser por él, me enseña lugares de París que de otro modo no conocería o no sabría buscar. Me lleva a un antro del 11ème que vende absenta si conoces la contraseña (Rimbaud), y no la porquería falsa que beben la mayoría, sino el brebaje auténtico que te hace sonreír y vibrar y alucinar y soñar. Me enseña dónde comprar cocaína en la estación de tren de Saint-Denis y qué camellos me timarán y cuáles no. Me da la dirección de dos burdeles, uno en Le Marais y otro en Montmartre, donde las chicas flirtean y puedes fumar hachís de un narguile y cuentan con saunas y jacuzzis y ofrecen masajes entre sesiones. Me lleva a Les Bains Douches a reírnos y burlarnos de los famosos y a babear ante las modelos que vemos en las portadas de las revistas. Suele invitar él, a pesar de mis protestas, dice que hasta el último céntimo que se gasta conmigo merece la pena, que a sus amigos franceses les interesan más la política y los negocios o la añada de los vinos que beben que la juerga y armar follón. A veces viene con un maletín, donde guarda el uniforme verde de basurero, a veces se lo pone mientras estamos por ahí, a veces desaparece en medio de lo que sea que estemos haciendo, sé que se va a trabajar y que volveré a verle pronto. Y aunque nunca ha visto ni leído una sola palabra de lo que escribo, es la primera persona que conozco que cree en lo que hago y no piensa que esté loco por hacerlo. Si quieres ser un gran escritor, Jay, me dice, necesitas vivir y ver y sentir y soñar y amar y follar y llorar y fracasar y gritar por las calles y que te pateen los putos huevos, todos los grandes escritores hicieron todas esas cosas, y tú las estás haciendo y se te dan de miedo, en particular recibir patadas en los putos huevos, así que, por supuesto, algún día escribirás un gran libro y todo el mundo te odiará y te meterás en un montón de problemas y tú estarás en tu casa y te partirás de risa, ¡pues claro! Y aunque no es el tipo de promoción que hará que un libro llegue a las librerías ni se instale en el canon literario, para mí significa algo, significa que quizá no esté loco, que quizá lo consiga, que quizá el camino que he tomado sea el adecuado para mí, significa algo, joder. Así que sigo su consejo. Vivo y veo y siento y sueño y amo y follo y lloro y fracaso y grito por las calles y recibo patadas en los putos huevos.

La relación con el matrimonio propietario de la panadería de debajo de mi piso continúa deteriorándose. Aunque sigo yendo a diario, y a menudo dos veces al día, parecen mostrarse cada vez más hostiles conmigo. He refinado mi comanda de tal modo que siempre pido o bien baguette, o bien sándwich poulet, que es un trozo de baguette de veinticinco centímetros relleno de pollo, lechuga, tomate y mayonesa. A pesar de que intento hablar en francés y caer simpático, cuando la Vieja Dama me ve, deja de sonreír y pregunta con su voz más adusta: Sandwich ou baguette? Cuando respondo me entrega el producto y coge el dinero y me fulmina con la mirada hasta que me marcho. Buenos tiempos, tío, buenos tiempos con mis vecinos, buenos tiempos de cojones.

Conozco a una chica llamada Suzie en el Café de Flore. Estamos los dos sentados fuera, de cara al boulevard Saint-Germain, apretujados en las sillitas y mesitas bebiendo cafecitos el mío solo el suyo café crème. Estamos cerca ella lee una revista yo leo Justine de Lawrence Durrell. Nuestras piernas se rozan constantemente, por accidente o no, y en un momento dado ambos abandonamos la lectura para contemplar la riada de paseantes no hay mejor ciudad que París y quizá tampoco un café mejor que el Flore para contemplar las riadas de paseantes. Cae la tarde y la invito a una copa pide champán y, aunque no suelo beberlo, pido yo también. Tiene la melena larga y morena, los ojos azules, lleva un vestido Chanel y tacones, trabaja en RR.PP. de moda, enviando invitaciones para los desfiles y decidiendo dónde se sienta cada uno, una tarea que compara con ejercer de árbitro en una reyerta a navajazos, la gente se mataría por un buen asiento y la mataría a ella si no les consiguiera lo que quieren. Es inglesa, se crio en Knightsbridge, estudió en Suiza, pasó los veranos en la finca de su padre en Gloucestershire, tiene los brazos delgados, las manos bonitas, manicura francesa. Su acento es una delicia, cada palabra suena delicada y sofisticada y de algún modo más inteligente y ponderada y maravillosa que cualquiera de las palabras que pronuncio yo con mi lento arrastrar de americano básico. Hablamos de la gente que pasa caminando imaginamos quiénes son y adónde van hablamos del presidente estadounidense a quien ella considera un imbécil discutimos quién es mejor Miguel Ángel o Rafael, si preferimos el Museo Rodin o el Picasso, si el Centro Pompidou es un edificio hermoso o absurdo. Cambiamos el champán por whisky nos toqueteamos los pies por debajo de la mesa nos acercamos empezamos a hacer manitas igual que con los pies. Pago la cuenta y nos marchamos paseando por Saint-Germain hace una noche clara y cálida de verano y se diría que el mundo reluce. Caminamos por el bulevar frente a las luces de los cafés resplandecientes entre el gentío que bebe y come. Bajamos por la rue de Buci sin coches ni vehículos, con las sillas y las mesas de la acera repletas y con risas y palabras y las miradas de mil personas buscando amor y sexo y conversación e ideas. Hace calor y está oscuro y Suzie y yo caminamos cogidos de la mano tonteando juguetonamente chocándonos uno con otro, nos paramos a comprar helado, un cucurucho para compartir, miro su lengua deslizarse por la crema de fresa y quiero unirme a ambas en su boca. Atajamos por la rue de Seine más oscura menos concurrida ella me conduce a su edificio una hermosa y encantadora casa parisina de unos trescientos o cuatrocientos años convertida en apartamentos, uno por planta, ella vive en la segunda, subo las escaleras detrás de ella observando mirando deseando imaginando sabiendo lo que va a pasar.

Abre la puerta.

Entramos.

Cuelga las llaves, se vuelve, sonríe, me pregunta si quiero que me enseñe el apartamento.

Le digo que no, no quiero una visita guiada.

Doy un paso hacia ella.

La beso.

Labios y lenguas y aliento.

La empujo contra la pared.

Le levanto las manos por encima de la cabeza con una de las mías.

Labios y lenguas y aliento.

Huelo a alcohol y cigarrillos y verano, huelo a los restos apagados de su perfume. Huelo a la promesa de sexo.

Labios y lenguas y aliento.

Manos.

Subiendo por su vestido dentro de mis pantalones.

Mojado y duro.

Labios y lenguas y aliento y manos mojado y duro.

Los dos estamos borrachos, lo bastante para que desaparezcan las inhibiciones, pero suficientemente sobrios para saber lo que hacemos, lo bastante sobrios para saber cómo queremos hacerlo. Se aparta de la pared y me lleva hacia el interior del piso al sofá del salón la luz se cuela por unas altas puertas acristaladas pero por lo demás estamos a oscuras. Me empuja al sofá, me saca la polla y se sube el vestido, se monta en mi regazo. Le bajo los hombros del vestido junto con los tirantes del sujetador, se sienta sobre mi polla y empiezo a lamerle y chuparle las tetas.

Se mueve despacio.

Mi boca alterna entre su lengua, cuello y pezones. Mis manos por su pelo la parte baja de la espalda agarrándole las nalgas.

Se mueve despacio.

La noto chorreando sobre mis muslos ella me siente palpitar en su interior.

Se mueve más rápido.

Ambos gemimos.

Se mueve más rápido, más duro.

Más rápido.

Más duro.

Más rápido más duro.

Me susurra al oído me pide que la avise cuando vaya a correrme.

Digo

Pronto

Casi

Ahora

Se aparta, se arrodilla delante de mí, se lleva mi polla a la boca, la envuelve con los labios desliza la lengua su mano moviéndose, estoy duro y está mojado y el mundo se vuelve blanco blanco blanco Dios.

Labios lengua y mano moviéndose.

Blanco blanco blanco.

Dios.

No quiero moverme nunca ni pensar ni sentir nada aparte de esto ahora y para siempre no quiero que termine.

Blanco blanco blanco.

Dios.

Ella espera de rodillas hasta que. Cuando se retira estoy flácido se incorpora junto a mí me besa se recuesta contra mí entre mis brazos. No nos movemos ni hablamos la luz entra en la habitación por las cristaleras altas y finas. Media hora después tal vez más tal vez menos se pone de pie y me conduce a su dormitorio limpio blanco y sencillo, con recortes satinados de Matisse en las paredes parece salido de una revista. Follamos encima de las sábanas blanco blanco blanco Dios follamos otra vez debajo de las sábanas blanco blanco blanco Dios nos dormimos cuando me despierto por la mañana no está.

Busco una nota o alguna indicación de que quiera volver a verme pero no encuentro nada.

Me voy.

Por mucho que beba y fume y por mucho que camine y deambule y por mucho que sueñe y por muchos cuadros y esculturas que vea nunca me olvido de por qué estoy aquí, para leer y descubrir y convertirme. Estoy aquí para poner palabras sobre papel una palabra tras otra tras otra, estoy aquí para encontrar la manera de hacerlas algo más de lo que son, simples palabras. Estoy aquí para aprender a jugar con fuego. Quiero quemar quemar quemar, joder, estoy aquí para aprender a jugar con fuego.

Originalmente una estación ferroviaria. La cosa salió mal y acabó en ruinas. Reconvertida en central de correos para los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Tras la guerra el edificio quedó vacío y sirvió ocasionalmente de decorado cinematográfico. En 1970 se decidió su demolición, fue salvado en 1974 por la Dirección de Museos de Francia. Las obras de rehabilitación empezaron en 1981 y concluyeron en 1986. Acoge la mayor colección de arte preimpresionista, impresionista y postimpresionista del mundo. Tres millones de visitantes anuales.

Voy al Musée d’Orsay más o menos una vez por semana. No queda lejos de Saint-Placide, es un paseo agradable. Voy a ver las esculturas, a ver las pinturas, a sentarme entre ellas, a que me den lecciones de humildad. Adoro el arte, contemplar arte, sentir arte y leer y hablar sobre arte, pero la razón principal por la que voy al Musée d’Orsay, y a todos los museos y galerías de París que frecuento, es que quiero aprender a pensar, cómo piensan los artistas, cómo piensan unos artistas concretos y por qué hicieron lo que hicieron. Quiero saber qué tenían en su corazón y en su mente, en su sangre, qué los impulsaba y qué les costó. Mientras pienso en libros y en cómo quiero escribirlos, pienso más en arte que en otros libros. Los libros tienen reglas. Cómo se llama una cosa, cómo se lee, reglas gramaticales y de puntuación, reglas sobre cómo deben disponerse visualmente las palabras en la página, sobre cómo deben emplearse y con qué otras palabras combinarlas. Hay reglas sobre publicación y clasificación, sobre cómo pueden venderse los libros, en qué estantes deben colocarse. Las reglas son estúpidas. Carecen de sentido. Y están para romperlas, ignorarlas y desafiarlas. Y aunque todavía leo y amo los libros, pese a las normas chorras que los gobiernan, acudo al arte cuando pienso en cómo quiero escribirlos. En el arte no hay reglas. Ni gobierno. Hay un lienzo, o un bloque de mármol, o un trozo de papel o un pedazo de madera, y lo que sea que el artista quiera hacer con ellos. El artista no está limitado respecto a los colores que puede utilizar, o los tipos de pintura, o los pinceles, no está limitado respecto a las pinceladas que puede dar ni cómo ni dónde, ni a las herramientas y su tamaño ni a cuántas marcas puede dejar el cincel y dónde deben estar. Un artista tiene materiales y construye algo con dichos materiales. Cuanto termina obtiene una obra de arte, que es lo que es y funciona o no, es efectiva o no, es bella o no, conmovedora o no. O pasa a la historia y se convierte en historia, o la historia la ningunea y la olvida. Es lo que es y tienes que reaccionar a ella tal cual es. Cuando miro arte no tengo que considerar si la obra de arte es ficción o no ficción, si es un cuadro de género o literario, si es serio o comercial, si el artista fue a una academia o si el editor tiene o no prestigio. Es lo que es. Algo que ha hecho alguien porque lo llevaba dentro, porque sintió la necesidad de hacerlo. El arte dicta las normas. Yo quiero escribir libros así. Llevo palabras dentro y siento la necesidad de hacer algo con ellas. Serán lo que son, tal cual, libros. A la mierda con todo lo demás.

El arte del Musée d’Orsay es magnífico, copioso, un símbolo del dominio artístico y cultural de Francia durante los siglos XVIII y XIX y la primera mitad del XX. Las obras empiezan en la década de 1840 con Ingres, Delacroix, Carrière. Courbet. Pasan a Corot, Cabanel, Moreau, Pissarro. Al gran Manet. A los famosos Degas y Cézanne y Monet, Sisley y Cassatt, Renoir y Van Gogh. Al malo de Paul Gauguin y el loco de Toulouse-Lautrec. A la maldita Camille Claudel y su torturador Rodin. A Seurat y Derain y Munch y Klimt. A Mondrian. En cualquier museo, siempre me siento atraído por la obra más radical, por la obra que provocó mayores problemas, levantó mayor controversia. La obra que hizo lo que nada había hecho hasta entonces, que desconcertó, dividió y enfureció, la obra que marca al espectador, lo cambia, lo obliga a tener opinión. Si puedo pasar de largo ante una obra de arte, no prestarle atención, verla sin querer comprenderla, sin que me obligue a participar, entonces no la necesito y no me interesa. Tal vez sea bella, pero me aburre. Quiero ver y sentir y comprender y experimentar el arte más difícil y problemático.

Hoy voy a ver Olympia, de Édouard Manet. Es lo único que quiero ver. Pintado en 1863, después de que el salón oficial rechazara su anterior cuadro, Le déjeuner sur l’herbe, por obsceno. Es un retrato de grandes dimensiones de una mujer desnuda en una cama, con un codo alzado, recostada contra un almohadón, una orquídea en el pelo, un lazo de seda negra alrededor del cuello, una sirvienta llevándole flores. Mira directamente fuera del lienzo, directamente al espectador. Es una mirada desafiante, de confrontación, como si acabara de decirte que te den. Está basado en la Venus de Urbino de Tiziano, que fue pintado para el cardenal Hipólito de Médicis hacia el 1534, y retrata a una Venus magnífica y elegante reclinada en un ambiente de gran lujo, repleto de símbolos de la piedad y la virtud. La pose de Olympia es idéntica a la de Venus, pero mientras que Venus representa el ideal femenino, Olympia representa el poder femenino. Es evidente que manda ella. El entorno no es un ambiente de piedad y virtud, sino más bien la residencia de una cortesana, y su mirada, y su indiferencia ante las flores que le llevan, demuestran que domina a quien ha venido a verla. En lugar de la novia de un cardenal, es una mujer independiente, que utiliza su cuerpo para dirigir su vida. Apuntalamientos filosóficos aparte, es una obra de bella factura, pintada a todas luces por un virtuoso. Cuando se exhibió por primera vez en el Salón de París de 1865 provocó un escándalo, los críticos la calificaron de «vulgar», «inmoral», «una afrenta a la civilización», y sobrevivió a múltiples intentos de destrucción. Levantaron una barrera para mantener alejados a los espectadores, fue la primera vez que una obra del Salón requería protección. Manet estaba encantado, divertido, y cuentan que, entre risas, dijo: «Querían una nueva Venus y se la he dado, una Venus real, una de verdad, del tipo que se ven por las aceras o en los salones de baile, y para mí es la belleza». El cuadro marcó la pauta del resto de su carrera, durante la cual pintó repetidamente temas obscenos o revisitó cuadros históricos de modos impactantes para los públicos modernos. Se le considera el Padre del Modernismo y, probablemente, es el pintor más influyente de su época.

Yo me río cada vez que veo Olympia. Imagino en qué estaría pensando Manet cuando lo concibió, cómo se sentiría mientras lo pintaba, me pregunto si sabía lo que iba a provocar, cómo reaccionarían crítica y público. Me pregunto si, en una época en que podía permanecer en el anonimato, alguna vez visitaba la sala de exposición y observaba a la gente derretirse delante del cuadro, los veía encogerse, los veía tambalearse, los escuchaba discutir, condenar, maldecir. Espero que lo hiciera, y espero que le gustara, y también espero que se durmiera con una sonrisa. Para mí Olympia es un monumento a cómo debería ser el arte y lo que debería conseguir. Y es todo cuanto quiero hacer. Así que voy y me planto delante. Lo miro. Lo pienso. Lo estudio. Me río con él. Aprendo de él. Reconozco su grandeza.

Subo las escaleras hasta la segunda planta pasando junto a turistas con cámaras donde no se permite usar flash, y entro en la sala donde se expone Olympia. Durante las dos últimas semanas, desde el momento en que la conocí, he pensado a menudo en la chica del vestido de calaveras, sus palabras, su sonrisa, el modo en que se despidió, su melena caoba. Y mientras he pensado en ella, la he buscado. En cafés y por las calles, en librerías y bares, al pasar frente a restaurantes, en galerías y parques. En el Museo Rodin y enfrente de La puerta. Dondequiera que he visto a una pelirroja, incluso a sabiendas de que no era ella, me ha dado un salto el corazón, y he confiado, y deseado, y perseguido hasta confirmar que no era ella. Como tantas otras chicas que he conocido en mi vida, compartiéramos un minuto o cinco, una hora, un día o una semana o dos, di por supuesto que no volvería a verla, que París era una ciudad demasiado grande, que los minutos que pasamos juntos serían los primeros y los últimos, que su vida seguiría adelante sin mí.

Hasta.

Hasta.

Hasta.

Entro en la sala donde se expone Olympia y está justo delante del cuadro, con vaqueros y tacones, una blusa blanca sedosa, un bolso Hermès azul claro en la mano, el pelo rojo le cae por la espalda. Está con un hombre de traje gris, zapatos caros, pelo engominado hacia atrás. Le veo gesticular al hablar, aunque no alcanzo a oír lo que dice. Me acerco a ellos, me coloco junto a él, escucho. Ella está mirando el cuadro, no se percata de mi presencia.

El original, el Tiziano, está en Roma, y lo he visto en diversas ocasiones y, de hecho, lo prefiero. Posee una majestuosidad de la que este, por magnífico que sea, carece.

Interrumpo.

Nunca has visto el original.

Se gira hacia mí. También ella. Habla él.

¿Perdón?

No digas gilipolleces. Nunca has visto el original.

Ella sonríe, él frunce el ceño.

¿Y tú quién eres?

Un tipo cualquiera.

El hombre imita mi acento estadounidense.

¿Un tipo cualquiera?

Asiento.

Sí.

Él sigue frunciendo el ceño, ella sigue sonriendo.

¿Y qué sabrás tú de mí?

Que nunca has visto la Venus de Tiziano, que te echas demasiada colonia y que te estás esforzando demasiado en agradar a la señorita.

Que te den.

Vale.

¿Qué sabrás tú?

Que el cuadro de Tiziano está en Florencia, no en Roma.

Te equivocas.

No.

¿Lo has visto?

No.

Entonces ¿cómo lo sabes?

Porque sé leer.

Estás equivocado.

Me río.

No.

Que te den.

Ya te he oído la primera vez.

Vuélvete a América, cerdo.

Algún día, amigo. Algún día.

Él me mira fijamente. Ella sonríe. Yo miro a Olympia, lo señalo.

Y este es mejor. Este cuadro incendió el mundo. Y hay que ser muy idiota, como tú, para pensar lo contrario.

Ella se ríe, él menea la cabeza, la coge de la mano y se la lleva. Yo le sonrío mientras se marchan, ella alarga una mano y me roza la espalda con la punta de los dedos al pasar. Me da un salto el corazón y se ensancha mi sonrisa y me vuelvo y la veo alejarse y mientras entran en la siguiente sala, ella se gira y me sonríe y me da un salto el corazón y ya da lo mismo lo que ocurra el resto del día, será un día cojonudo. Cuando se han marchado, me giro de nuevo hacia el cuadro y me quedo mirándolo, me maravillo, paso más rato del acostumbrado delante de él.

Una Venus real.

Una Venus de verdad.

Del tipo que se ven por las aceras o en los salones de baile.

Y para mí es la belleza.

Intento dejar de beber. Me siento cansado y me duele el cuerpo y no paro de vomitar, a veces con sangre, sé que necesito un descanso. Tras dieciocho horas sin beber estoy sudando y temblando y viendo mierdas que sé que no están ahí y oyendo mierdas que sé que tampoco están ahí y parece que me vaya a estallar el corazón. Louis me encuentra en el suelo del lavabo y quiere llevarme al hospital le digo necesito una botella de vino, solo dame un poco de puto alcohol. Me da una botella y vacío la mitad de un trago, acto seguido la otra mitad. De inmediato vomito pero retengo suficiente vino para dejar de sudar y aplacar los temblores, dejo de ver y escuchar mierdas que sé que no están ahí, el corazón se ralentiza y se me aclaran las ideas, me bebo otra botella de vino y salgo a caminar y acabo sentado en un banco cerca de La Fête des Tuileries. La Fête es un sitio alegre, quizá el más alegre de París, hay una noria y una pequeña montaña rusa y columpios voladores y autos de choque y una casa encantada y juegos y premios. Es luminoso y ruidoso y oigo a los niños chillar y jugar y divertirse y siento su felicidad en la oscuridad de la noche, huelo el algodón de azúcar y las manzanas caramelizadas y las palomitas de maíz. Me siento en un banco y bebo y miro las luces de la noria girar y girar, fumo y escucho la felicidad de los niños siendo niños sin el peso de las gilipolleces de la vida, sin la anticipación de la muerte que les aguarda. Nadie se sienta conmigo ni reconoce mi presencia, cuando me ven aprietan el paso, solo soy otro borracho solitario en un banco de un parque, otro borracho solitario echando a perder su vida. Me pregunto dónde y cuándo y cómo me equivoqué, o si me equivoqué, si simplemente yo soy este, yo soy esto y debiera limitarme a aceptarlo. Sé que no quiero morir. Sé que es posible que muera. Sé que debería parar pero no sé si puedo o ni tan siquiera si quiero parar. Tengo veintiún años y llevo bebiendo y drogándome casi una década. Aparte de los libros y el amor, las drogas y el alcohol son las únicas cosas que consiguen que me sienta bien. Quiero respuestas pero no obtengo ninguna. Tengo una botella de vino y un paquete de cigarrillos y un banco para mí solo y tengo las luces y los sonidos y los olores de La Fête y tengo París y la noche y un sueño y un corazón que late, de momento tengo un corazón que late.

Pego un trago a la botella.

Quiero respuestas pero no obtengo ninguna.

Voy a una reunión de AA.

Voy a una iglesia.

Voy a la sección de autoayuda de una librería en lengua inglesa.

Reduzco de cuatro botellas a tres y a dos y a una.

Me cuesta dormir, pero tampoco quiero moverme ni levantarme de la cama.

Los libros que leo no me alegran, estoy demasiado cansado para salir de casa estoy demasiado cansado para andar demasiado cansado para contemplar arte. Soy tan borde con la pareja de la panadería como ellos conmigo como una baguette al día me sabe a madera.

El café no me consuela el tabaco no me quiere. Fumo un poco de hachís con Louis hace que odie el mundo y a mí mismo todavía más.

Tres días cuatro días cinco días seis uno detrás del otro.

Puede que del otro modo me estuviera matando pero esto tampoco es vida. Y no conozco nada intermedio, no quiero nada intermedio.

Trabaja ahorra vota obedece enseña a tus hijos a hacer lo mismo, muere y púdrete en un puto agujero en el suelo.

Al carajo con esta mierda.

Al carajo con esa mierda.

Golpes en mi puerta que ignoro.

Golpes en mi puerta.

No paran.

Alguien grita mi nombre.

Estoy medio borracho pimplándome una botella de Jack Daniel’s. He empezado un libro nuevo. La chica tenía razón. Un libro basado en Le Misanthrope es una estupidez. Este se titula Vándalo. Trata de un chico que quiere destruir su instituto. El instituto lo merece.

Siguen aporreando la puerta, siguen gritando.

Jay.

Jay.

Jay.

Me acerco, abro, Philippe aparece frente a mí. Voy en calzoncillos y calcetines negros, sin camisa. Philippe se ríe.

¿Qué coño te ha pasado?

Me encojo de hombros.

No lo sé.

Pareces diez kilos más flaco. Y ya eras un puto palillo.

He estado enfermo.

¿Y ahora?

Ya no.

Vístete, nos vamos.

¿Adónde?

A cenar, a beber, de fiesta.

No me iría mal nada de lo que dices.

Se ríe, voy a ponerme unos pantalones, una camiseta.

¿No tienes ropa buena?

¿Por qué?

Vamos a comer bien.

Pues no.

Se da la vuelta y entra en el cuarto de Louis. Me calzo. Regresa con un polo morado.

Póntelo.

¿En serio?

Vamos a un sitio bueno.

No tengo dinero para nada bueno.

No te preocupes.

Me pongo el polo, salimos del piso cruzamos el 6ème arrondissement por rue Saint-Placide y rue de Sèvres y rue des Saints-Pères hacia Saint-Germain. La calle está concurrida, ajetreada, De Flore y Les Deux Magots están llenos, cambiamos de acera a la Brasserie Lipp, una brasserie de la vieja escuela con un toldo naranja gigante y un enorme letrero de neón encima. Hay cola pero Philippe se la salta, le sigo. Mientras nos abrimos paso llama al maître, que sonríe y nos indica que pasemos. Philippe y él se abrazan, charlan, y aunque ahora hablo un francés funcional y ya no necesito recurrir al inglés en ningún lugar de la ciudad, me pierdo cuando los franceses hablan rápido y no entiendo una palabra de lo que se dicen. De inmediato nos conduce pasando entre un montón de gente molesta que claramente lleva rato esperando hasta una mesa junto a una de las paredes.

La sala es bonita. Techos de paneles de roble con murales pintados dentro de grandes cuadrados. Espejos altos en las paredes separados por pinturas de bambúes y palmeras. Bancos de cuero marrón con suelo ajedrezado azul y amarillo, manteles y servilletas blancos, cubertería de acero inoxidable. Es lo más clásico en términos de restaurante que existe en París, un modelo imitado y reverenciado. Philippe da las gracias al maître, le entrega discretamente una propina. Llega un camarero y pide Philippe, dos botellas de Bordeaux, foie gras de canard, tostadas, escargots de Bourgogne, deux filets de boeuf, sauce béarnaise, frites. Cuando traen el vino, levanta la copa, sonríe.

Por no parecer un prisionero de guerra.

Me río, alzo la copa, bebo.

Durante los noventa minutos siguientes comemos bebemos reímos. Un desfile de personas se acerca a nuestra mesa para saludar a Philippe, algunas amistades suyas, otras amistades de su padre, a todas me presenta como Jay Bush, sobrino del presidente George Bush, les dice que he venido a París a aprender francés y difundir el evangelio de las grandes guerras y el petróleo barato. Yo hablo con un acento texano impostado, les digo que las grandes guerras y el petróleo barato están infravalorados, todos se marchan perplejos y desconcertados. La comida es excelente, seguramente la mejor que he probado desde mi llegada y probablemente la primera comida francesa de verdad. El foie gras se funde en la boca, los caracoles son pedacitos deliciosos de gomoso esplendor, el filete está crudo y sanguinolento, la béarnaise dulce y densa, las patatas fritas crujientes y calientes. Philippe pide un postre de cada de la carta y nos comemos unos trocitos de cada uno, profiteroles glacées, mille-feuille, crème caramel, mousse au chocolat, tarte Tatin, le Mont-Blanc Angelina. Cuando acabamos estoy medio borracho y con el estómago a punto de reventar. Cuando llega la cuenta, Philippe me impide pagar y me invita. Se lo agradezco y cuando le quita importancia vuelvo a darle las gracias.

Salimos y decidimos cruzar el río. Philippe quiere ir a Les Bains Douches, dice que es la primera y posiblemente última vez que voy lo bastante elegante para que el portero me deje entrar y no piensa desaprovechar la ocasión. Tomamos la rue Danton hacia la place Saint-Michel, cruzamos la Île de la Cité y el Pont au Change hacia la place du Châtelet. Son las diez en punto y demasiado temprano para ir a Les Bains de modo que cortamos hacia la place Edmond-Michelet y buscamos un sitio para matar una hora o así bebiendo. En la planta baja de un viejo edificio de una esquina hay un bar pequeño llamado La Comédie, con un gran toldo verde, un cartel, mesas en la acera, unas cuantas ocupadas pero la mayoría libres. Entramos nos sentamos a la barra es un sencillo y anticuado establecimiento de bebidas francés, mi clase de sitio favorito. Una camarera alta y flaca con el pelo azabache y ojos a juego se acerca sonriente y pregunta qué nos apetece, pedimos la bebida y empezamos a mirar alrededor. La parroquia es mayoritariamente joven y, como nosotros, parece que está tomando una copa antes de irse a otra parte. Philippe me pregunta si he visto algo interesante contesto que no la camarera nos trae las copas un bourbon doble para mí, un escocés con hielo para Philippe. Sonríe paga le pregunta el nombre a la camarera que se llama Petra, él le pregunta de dónde es ella dice de Oslo. Mientras bebemos hablamos con ella cuando no está sirviendo a otros clientes, llegó aquí hace un año, su mejor amiga es modelo, vive en el barrio, era bailarina de ballet pero se lesionó, terminará volviendo a su país pero de momento está contenta aquí. Pedimos una segunda ronda, una tercera. Mientras Petra sirve las bebidas suena la campanilla de la puerta y se vuelve a mirar, sonríe, saluda. Philippe y yo nos giramos para ver a quién saluda y me río y el corazón me da un salto y la cabeza comienza a darme vueltas y siento un subidón.

Alta y flaca y pálida.

Larga melena caoba.

Pecas en las mejillas en el puente de la nariz, ojos castaños claros del color del cacao, gruesos labios mullidos como una tarta de cerezas, sin carmín.

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