Katerina

Katerina


Los Ángeles, 2017

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Los Ángeles, 2017

Empecé a ir a la iglesia en París.

Cada vez que me sentía perdido o deprimido o con ganas de morirme, iba a la iglesia.

Me sentaba solo.

Leía la Biblia.

Hojeaba el Libro de Oración Común.

Observaba la luz atravesando las vidrieras de colores.

Imaginaba todas las bodas ante el altar, todos los bautismos, todos los funerales.

Imaginaba cuántos servicios se habían celebrado.

Cuánta gente había adorado.

Lo que pensaron.

Lo que sintieron.

Lo que creían.

Cómo rezaban.

Por qué rezaban.

Si sus plegarias fueron atendidas.

A veces me arrodillaba.

A veces permanecía en pie.

A veces en la parte de delante de la iglesia, a veces al fondo.

Me quedaba mirando el suelo.

Miraba la Cruz.

Esperaba.

Y miraba.

Esperaba.

Y miraba.

Esperaba.

Siempre quise creer. Hallar consuelo o alivio. Descubrir alguna conexión entre Dios y yo, o entre Cristo y yo, o entre el Espíritu Santo y yo.

O entre todos Ellos y yo.

Quería una señal.

Algo.

Lo que fuera.

Una señal.

De que sabían que estaba allí.

A veces leía las oraciones del Libro. Las leía en voz baja pero a un volumen que cualquiera que prestara atención habría oído.

A veces leía versículos de la Biblia.

A veces miraba la Cruz y hablaba.

Pedía ayuda.

O compartía mis pensamientos.

Buscaba consejo y guía.

Me desahogaba.

Lloraba.

Suplicaba.

Suplicaba.

Suplicaba.

París, Londres, de vuelta en Estados Unidos antes de ponerme fuera de circulación.

Mientras estuve fuera de circulación, no encerrado, pero enfermo, la hostia de enfermo al borde de la muerte con otros que estaban igual que yo.

No quería morirme.

Estaba asustado.

Muy asustado.

Estaba tan asustado que la primera semana mojé la cama todas las noches.

Tenían una capilla, así que iba.

Leía la Biblia.

Me arrodillaba.

Rezaba.

Suplicaba.

Lloraba.

Quería una señal.

Algo.

Lo que fuera.

Por favor.

Una señal.

Superé la enfermedad.

Podría decirse que me recuperé.

Pero no.

La desafié.

La burlé.

La engañé.

La enfrenté.

La derroté.

Y si hubo alguna señal, me la perdí.

O no estuve lo bastante consciente para verla.

Seguí yendo a la iglesia.

A veces por el silencio.

El profundo y denso silencio cavernoso.

A veces por la paz.

A veces para leer libros, no los Libros de Dios, sino solo libros, novelas, el Tao Te Ching, Rimbaud y Baudelaire, y por alguna razón cuando lees en una iglesia todo cuanto lees es más denso, más profundo, más impactante, más poderoso.

Hablaba con Dios.

Decía

¿Qué pasa, Tío? ¿Cómo va por el Cielo?

Le pedía consejo.

Me mola mucho una pava pero ella pasa de mí, ¿alguna idea?

Lo maldecía.

Me duele de la hostia y te estoy pidiendo ayuda, joder.

Buenos tiempos.

Malos tiempos.

Una vez al mes o cada par de meses.

Iglesia.

Cuando pude escribir lo bastante bien como para escribir libros, escribí libros sobre Dios.

La gente creyó que trataban de otras cosas, de drogas o sexo o una ciudad o un amigo, pero no.

Trataban de Dios.

Mi lucha con Él, mi falta de Él, mi anhelo de Él, mi fe y mi duda, mi ira dirigida hacia Él.

La portada de mi primer libro mostraba la mano de Adán tratando de alcanzar a Dios la mano estaba recubierta de bolitas seductoras y devastadoras una mano buscando a Dios cubierta de tentación.

Otro fue mi propia Biblia, una Biblia sobre un Dios en el que podía creer.

Todos los días.

Pensaba en Dios.

Ahora y entonces, a veces por ninguna razón pero a menudo porque

Iba a la iglesia.

Me sentaba me levantaba me arrodillaba hablaba reía rezaba me quejaba maldecía cantaba leía buscaba todas las veces que iba buscaba.

Una señal.

Quería creer.

Quería.

Quería.

La vida siguió, buenos tiempos malos tiempos, triunfo y desastre, alegría y devastación, la vida siguió.

Un día.

Un día.

Un día cualquiera.

Recibí una nota.

La enviaron a mi editor.

Que la mandó a mi oficina.

Que es lo que hacen cuando la gente me envía notas.

La nota iba en un sobre bonito en un papel bonito.

Y decía

He leído todos tus libros. Y una entrevista en la que decías que ojalá creyeras en Dios, pero que no creías. Estás equivocado, absolutamente equivocado. Sí que crees en Dios, solo que no comprendes lo que crees y no comprendes cómo creer. Algún día lo comprenderás, un día Dios te tocará. Hasta entonces, aguanta…

Seguí pensando en la nota mucho tiempo después de leerla.

Normalmente meto esas cosas en una caja, debajo de mi escritorio, y cuando la caja se llena la almaceno, con el otro par de cientos de cajas llenas de cosas parecidas.

Pero esta me la guardé.

Y ahí sigue, tres años después de su llegada.

En mi mesa.

En la esquina.

Está ahí.

Mi mesa negra.

Contrachapado pintado de negro apoyado en dos archivadores negros.

Y la veo.

Pienso en ella.

Y sé que la persona que la escribió

Tiene razón.

Ya soy viejo.

No en años todavía, sino en experiencia y sufrimiento, penas y lamentos, en buenas intenciones que se torcieron horriblemente y malas intenciones estranguladas por la culpa, ya soy antiguo.

Y espero.

Aprendo.

O veo.

O sé en algún momento sé.

Cómo creer.

Cómo mirarme en el espejo.

Cómo arreglar lo que he roto.

Cómo sonreír y sentirlo.

Cómo amar sin dolor.

Cómo saldar las cuentas que debo a tantos, tantísimos.

Cómo despertarme y rezar.

Cómo alzar la vista y creer.

Me pregunto si lo merezco, algo de todo esto, si soy digno o no.

Me queda otra oportunidad o ya las he gastado todas.

Sigo yendo a la iglesia.

Mándame una señal.

Una señal.

Una señal.

Muéstramela.

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