Katerina

Katerina


Los Ángeles, 2017

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Los Ángeles, 2017

Se me han concedido tantos dones, tantas bendiciones, tantas gracias. Una mujer preciosa, hijos sanos, una familia que me quiere y unos amigos de confianza, hogar trabajo éxito, comodidades que sobrepasan mis necesidades, recursos de sobra. Y lo agradezco. Doy gracias. Comprendo que las cosas podrían haber sido muy distintas. Y que he tenido mucha suerte, una suerte increíble.

Y sin embargo.

Y sin embargo.

Y sin embargo.

Vuelvo la vista atrás. Pienso, reflexiono y me maravillo. No por todo lo que ha salido bien y por todo aquello por lo que debo sentirme agradecido, sino por los errores que he cometido, el dolor que he causado, el destrozo que he dejado a mi paso. El dolor que he causado resuena a través del tiempo y los años, me llama y lo oigo, canta una canción triste que vive conmigo, llora y no importa el cómo o el qué o el porqué no puedo pararlo. No importa el cómo o el qué o el porqué no importa cuánto tiempo pase arrodillado o cuánto alzando la vista al cielo no puedo y no parará lo oigo y llora una canción que no cesa.

Me encanta el sol de Los Ángeles. El cielo azul cristalino. La brisa cálida. Pero más que el sol me encanta el agua, el acechante horizonte negro del denso mar, el rompiente de las olas repitiéndose infinitas y eternas, las profundidades desconocidas e inexploradas e insondables. Cuando la canción del pasado irremediable viene a mí cantando y llorando me voy al agua. Conduzco por una carretera serpenteante flanqueada de privilegios y cuidados jardines entre las colinas y bajo hasta la arena y aparco lo más lejos que puedo de todo el mundo, me quito la camisa y los zapatos y me pongo un simple bañador negro me desnudo todo lo que puedo. Camino por el ardiente asfalto negro cabizbajo no quiero ver a nadie no quiero hablar con nadie lo único que quiero es escuchar la canción que me trae los ecos y los llantos y la tristeza y la pena y el lamento, los días pasados que no puedo recordar ni cambiar ni arreglar ni mejorar, daría cualquier cosa lo que fuera por poder mejorarlos. La arena se mueve bajo mis pies sé cuándo me acerco me acerco me acerco mientras el eterno rompiente sin fin resuena sigo avanzando hasta que en un paso dos pasos tres pasos entro.

Siempre la impresión del frío. El Pacífico vasto y hondo el Pacífico elegante y terrible el Pacífico nunca se calienta. La impresión del frío más fuerte a cada paso como con tantas otras cosas de la vida si te paras te asustará y te paralizará de modo que sigo un paso dos pasos tres pasos cuatro. Me estremezco cuando el frío y la negritud me sobrepasan la cintura y me estremezco cuando me cubren el pecho y los hombros me estremezco cuando desciendo, zambulléndome en el rompiente y atravesándolo a nado, encuentro el punto de ruptura y lo supero.

Y allí me quedo.

En la calma más allá del rompiente.

Es frío y calmo y profundo y negro.

Desconocido e inexplorado e insondable.

Y allí me quedo.

Escuchando la canción y los llantos y los ecos, las voces y las palabras y las historias, el dolor y la tristeza y la pena y el lamento.

Y allí me quedo.

Solo, flotando, perdido.

Y allí me quedo, pasado el eterno e infinito, antes del horizonte, de espaldas, mirando al azul cristalino del cielo y henchido de amor y vida y esperanza y absolución y caminos cambiados y dolor perdonado y errores enmendados.

Y allí me quedo, flotando en el agua y flotando en mi cabeza y flotando en mi pasado y flotando en mi corazón y mi alma, flotando en una especie de sueño de que de algún modo puedo arreglarlo todo, arreglarme, arreglarlo todo, conseguir que resulte más fácil mirarse al espejo, aligerar el yugo y aliviar la carga y convencerme de que en cierto modo merezco cuanto me ha sido concedido porque no creo merecerlo, no creo que lo merezca, no lo creo. Pero allí sigo, esperando y soñando que algún día lo mereceré.

Seré capaz de escuchar la canción y sonreír.

Escuchar los ecos y que me traigan paz.

Escuchar los llantos y llorar con ellos.

Convencerme.

Convencerme.

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