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KARNAVAL 2 » DK 43

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DK 43

DIONISOS K

El dios K tiene una cita con la muerte en Times Square.

Él mismo la ha concertado. Ha elegido morir así. Los tiempos también lo han designado como la víctima propicia para el sacrificio humano que necesita esta convulsa época. Quizá, como piensan algunos de los que acuden esta noche a la cita, un gesto ancestral de este tipo logre calmar el alboroto y el frenesí de los mercados, o les proporcione la sangre que necesitan para no perecer de sed e inanición. Los mercados vampiro. Los mercados parásitos. Los mercados chupasangre. Sí, el dios K se ha cansado de imposturas televisivas y judiciales, se ha cansado de simulaciones y artificios. Sabe que la realidad es un ente vampírico y se alimenta de carne y de sangre. Sabe que la realidad es real y no un simulacro abstracto para monjas y financieros. Sabe que el mundo está hecho de acero y de piedra, tuvo una buena maestra que le enseñó la lección como hacen las buenas maestras, con música y baile, y en ese contexto de nada valen paripés ni conjuras de salón. Hay que coger el toro por los cuernos, afrontar la verdad. El dios K, como un torero, quiere la verdad, quiere la vida, quiere la verdad de la vida y por eso quiere la muerte. Quiere morir. ¿Dónde mejor, hoy por hoy, que en Times Square? ¿No ha sido ahí, durante los últimos meses, donde ha tenido muchas de sus epifanías históricas y algunas metafísicas? Ese enclave visionario, ese ombligo terrestre donde pasado, presente y futuro entrelazan sus memorias estelares y sus líneas de fuga hacia los límites del universo inflacionario.

Ha pasado la última semana, desde que escapó del apartamento vigilado, viviendo a la intemperie, en la calle, como un perro balduendo, conviviendo con la basura humana, la basura en que se pueden convertir los seres humanos cuando les falta todo para serlo, y los desperdicios de los otros, sí, los mismos. Antes de esto, estaba prisionero. Recluido, de nuevo, por orden judicial. Con internet, con televisión por cable, con acceso a todas las emisoras de radio del país, con catering a domicilio para el desayuno, el almuerzo y la cena, pero confinado en la suntuosa celda de su apartamento. Todos los lujos a su alcance, excepto la libertad, la libertad de movimientos y de acción. Un juez nuevo, el juez Hughes, a cargo del caso desde la retirada del senil juez Holmes, había dictado el arresto domiciliario del dios K como medida preventiva. Alguien había comenzado a sospechar que se proponía abandonar el país y pedir asilo en Canadá, ahora que el caso, tras las últimas revelaciones, cobraba un valor distinto ante la opinión pública. El dios K planeaba fugarse a Canadá, como insinuaban con malicia algunos comentaristas de tertulias nacionales de radio y televisión, atraído por los rumores sobre la generosidad proverbial de las prostitutas canadienses y la bisexualidad notoria de sus mujeres. Un rastreo rápido de llamadas y números permitiría saber enseguida que, antes de dictar esa orden taxativa, el juez Hughes había recibido en su despacho una llamada proveniente de un teléfono que no está en ninguna guía conocida, un número que no consta en ningún listín oficial. Otro rastreo similar, entrecruzando números y siguiendo la estela de las líneas telefónicas, daría como resultado el descubrimiento de que otra llamada anterior, procedente esta vez del otro lado del Atlántico, había precedido por unas horas a la llamada que recibió el juez Hughes para comunicarle la necesidad de que se hiciera cargo del caso en las condiciones menos complacientes para el acusado. Una llamada anterior, por tanto, desde otro teléfono que tampoco se encuentra en ninguna guía ni listín público, una fuente que confió el mensaje al secreto de los cables submarinos. Infinita melancolía de los cables submarinos de larga distancia, obligados a guardar secretos inconfesables y silencios cómplices en un panorama de algas y rocas y criaturas innombrables.

Todo se precipitó poco después y dos agentes del FBI, nadie se fiaba ya de la policía del estado, se presentaron en su apartamento portando la orden de arresto domiciliario. Dos tipos clásicos de la agencia, dos estereotipos andantes, con sus locuaces pinganillos y sus trajes negros impecables y sus zapatos de charol abrillantado por manos expertas. Se había vuelto un hombre peligroso, incómodo para todos, de un lado y de otro, aún más peligroso e incómodo en este momento crítico que en los meses transcurridos desde el incidente. Por todo lo que sabía y no decía y por todo lo que decía sin saber. Por todo lo que sabía y no sabía y todo lo que no sabía que sabía, eso también. Por todo lo que podía decir y todo lo que no podía decir y que, al callar, se volvía aún más elocuente, más expresivo para la audiencia. Por todo lo que callaba, con motivo o sin motivo. Un hombre muy peligroso, en suma, para todo el mundo. Un hombre incómodo para los intereses del mundo. No había otra solución que encerrarlo donde no pudiera ver a nadie ni hablar con nadie ni tratar con nadie hasta que se tomara la decisión definitiva sobre qué hacer con un hombre de estas características. Todo esto, y mucho más que queda en el secreto de los informes confidenciales, le comunicaron en persona los agentes federales con una prosa que podía resultar contagiosa para otro pero no para el dios K, que se mantenía en un silencio religioso, enfundado en su bata sempiterna de terciopelo verde, mientras los agentes le explicaban la gravedad de la situación, paso a paso, como paso a paso el dios K se explicaba a sí mismo, de nuevo, con la lucidez habitual de sus análisis, el designio de la verdadera situación y el medio infalible para escapar de ella. Nicole ya no constituía un problema. No aparecía por el apartamento desde hacía semanas, había decidido abandonarlo en el mejor momento para sus intereses. Y Wendy tampoco contestaba sus llamadas desde hacía días, como si se la hubiera tragado la tierra, o ella misma se hubiera tragado toda la propaganda calumniosa e infamante que los medios vertían a diario, en nombre de sus enemigos, contra él. Se sentía un apestado, ahora sí, más que al principio de todo el proceso, un ser solitario, un filósofo precursor de una nueva era, uno de esos profetas versátiles que viven en las más altas cumbres no para curarse los pulmones sino la enfermedad malsana del mundo y el contagio patológico derivado de las relaciones humanas. Los primeros días de su nuevo encierro se los pasó cavilando, perfeccionando el plan de evasión que había diseñado unas semanas atrás, desde la desaparición de Nicole. Especulando también sobre la situación, ya que tenía acceso a la televisión y a internet, se mantenía informado sobre el curso de los acontecimientos, sobre el devenir del mundo. Le quedaban muchas cartas por escribir a los gobernantes a los que pretendía hacer llegar la buena nueva del cambio de rumbo de la realidad, pero ya tenía la sensación de que no podría completar su proyecto político de instrucción de mandamases y mandatarios globales. La última misiva, inacabada, se la había dirigido a Steve Jobs antes de su muerte, explicándole lo que significaba para él la información, ahora que él, además de procesarla, formaba parte de los circuitos de la gran máquina, se había transformado en un personaje binario, dígitos parpadeando en una pantalla de cristal líquido antes de que alguien venga a apagarla.

Se acababa su tiempo, sí, se consumían las horas y los días del plazo concedido, en cualquier momento el juez Hughes podía ordenar otra vez su comparecencia para declarar, y no quería pasar de nuevo por las humillaciones de otra exposición pública, otro linchamiento mediático, esta vez con la prisión incondicional como horizonte ineludible. Así que la decisión estaba tomada. Con la ayuda del imprescindible Hogg, una noche de octubre llevó a cabo la primera fase de su plan aprovechando el turno de catering de la cena. Haciéndose pasar por limpiador del edificio, Hogg entretuvo a los agentes federales apostados en la puerta principal contándoles una increíble noticia que no aparecía aún en los medios y acababa de producirse. Un tiroteo con muertos en un rascacielos del barrio financiero, según le había contado aterrorizado hacía sólo unos minutos por el móvil un primo suyo que trabajaba de limpiador en el edificio en cuestión. Grupos de vigilantes de seguridad que trabajaban para distintas corporaciones se habían enfrentado a tiros en un pasillo de la planta treinta y cinco. Al parecer, por un error de información referido al programa de seguridad del edificio, uno de los grupos de vigilantes había tomado al otro por asaltantes malintencionados y habían abierto fuego sin exigirles previamente una identificación válida. Los agentes federales estaban encantados con la anécdota truculenta. Todo el mundo sabe que no hay nada que más divierta a un federal que las historias sobre los errores de los seguratas, como los llaman con desprecio apenas encubierto, esos profesionales del ridículo y la irrisión, según la opinión dominante en las oficinas de la agencia. Con espectacular despliegue de recursos y profusión de detalles, Hogg se complacía en contar la noticia para mantenerlos entretenidos mientras el dios K preparaba la huida con discreción. El estruendo de las risas se oía desde la puerta de servicio, al otro lado del pasillo, y la entrada principal del apartamento, por la que el dios K salía ahora confundido con los dos empleados del catering. Había tenido la precaución de guardarse en uno de los bolsillos de la chaqueta un rollo de carne de ternera asada de tres kilos y un gran trozo de queso Cheddar como sustento para el futuro. Tenía dos horas para desaparecer antes de que el cambio de tumo de los agentes, previsto para las once en punto, les obligara a comprobar que seguía retenido en el interior del apartamento.

Cuando salió a la calle, tenebrosa y desierta como siempre a esas horas de la noche, percibió en la piel y los músculos de la cara el brusco descenso de temperatura con que el invierno incipiente anunciaba ya su presencia. Hogg le había indicado con precisión el lugar adonde tenía que encaminarse, un viejo muelle abandonado lleno de cadáveres de barcos desahuciados. En uno de éstos, al que se accedía por un orificio en la popa, había una habitación preparada, con mantas del ejército de salvación, un colchón raído y un anticuado televisor aguardándolo para ponerse en marcha. Como le dijo Hogg, que había pasado alguna temporada refugiado en ese agujero para ratas pensantes, ésa era la televisión de los pobres, un canal local donde uno podía aprender todo lo que necesitaba para abrirse paso en el submundo de la marginación urbana. Ahí no se hablaba de él, no hacía falta, lo sabían todo, bastaba con conectar la información disponible. Durante los días siguientes paseó por las calles, observando a sus antiguos colegas de ambos sexos, los amos del mundo, como los veía ahora, con esa ridícula pomposidad de todo el que cree participar de modo privilegiado en el curso de los acontecimientos, mientras deglutían perritos calientes o comidas preparadas en parques y plazas, acogidos a los atrios de los rascacielos para tomar café, la sustancia con la que el mundo conseguía no morirse de aburrimiento, no sucumbir al tedio y el sopor de sus obligaciones y ocupaciones prioritarias. Para imitarlos, el dios K se sentaba en el suelo como un pordiosero, no muy alejado de algunos de ellos, sacaba su piltrafa de carne y su queso inglés de mala calidad y se ponía a mordisquearlos, alternándolos, primero un bocado de carne negra y luego un pastoso mordisco de queso naranja, con la intención de llamar su atención. No lo reconocían, lo trataban como a un vagabundo roñoso, un inmundo rastreador de las cloacas, a pesar de la calidad de la ropa de marca que llevaba puesta, la suciedad adherida a ella por dormir en el refugio y vagar a la deriva por las calles todo el día, arrastrándose a menudo para recoger trozos de alimentos o escarbando en las papeleras y contenedores de basura, les resultaba sospechosa y se alejaban de él con aprensión y miedo. Al verlo día tras día rondando sus lugares de distracción con el mismo atuendo mugriento, acabaron tomándolo por un colega condenado a la pobreza y el desempleo por algún injusto plan corporativo de reajuste de personal. Alguien, por tanto, que sólo podría acarrearles desgracias y mala suerte. El dios K se divertía ridiculizándolos, le quedaban unos pocos días para concluir su viaje por el infra— mundo, con lo que se sentía el hombre más libre y desprejuicia— do de la tierra. Había llegado a convertirse en lo que siempre quiso ser, aunque no sabía cómo, el Paria del Universo. Y no podía sino sentirse realizado por haberlo logrado al fin. Así que cada noche volvía al refugio contento de ser lo que era, de vivir como vivía, sin lujos y sin estrecheces, liberado de toda preocupación material, y, después de cenar sin hambre lo mismo de siempre, carne roída hasta la saciedad y queso enriquecido con una capa de moho blanco, o cualquier otro manjar indigesto que el azar hubiera puesto ese día en sus manos, consumía en el desfasado televisor su ración de información sobre la existencia menesterosa de los otros, sus nuevos hermanos de raza, los excluidos de la tribu como él. Cada noche, con asombro creciente, descubría un aspecto nuevo sobre esa forma de vida indigente que, si se confirmaban los vaticinios menos optimistas, no tardaría en extenderse e incluso en ponerse de moda entre mucha gente que hoy ni siquiera lo sospechaba. No estaba tan mal, si uno se paraba a pensarlo con detenimiento. Sobrevivir así era mucho más cómodo que vivir como vivía la mayoría, privada de casi todo lo que él había considerado básico para llevar una vida digna de ser vivida. Éste era un mundo de extremos, o lo tienes todo, el lujo y el placer, todo el lujo y todo el placer, se entiende, o más vale no tener nada. Pero nada. Nada de nada. Ésa es la nueva libertad. Un nuevo ideal de vida. La mendicidad total. Sin paliativos.

Una noche de éstas, la quinta o la sexta de su nueva vida, ya no se acordaba de cuándo empezó todo, la verdad, todo se confunde ahora en su cabeza, Hogg vino a verlo de improviso para concretar los últimos detalles del plan. Todo se había calmado tras su desaparición, según le dijo. Ni siquiera se molestaban en buscarlo o en preguntar por él a los que lo habían conocido. Sólo la teniente Mayo, al parecer, se había quedado contrariada con su fuga inexplicable, cuando todos los signos, según decía esta pesada insufrible, apuntaban en la buena dirección, hacia la resolución favorable del caso y la libertad incondicional. En fin, no merecía la pena perder más tiempo preguntándose por qué el mundo es como es y la gente está tan contenta de conocerse y de pertenecer a ese club privado en el que sólo se integran los que creen a pies juntillas en el montón de patrañas intelectuales e indecencias morales que constituyen sus estatutos de fundación. Así que el dios K, con el ánimo más sereno y calmado tras escuchar el sermón de Hogg, se decidió al fin a fijar la hora y las circunstancias en que se realizaría su plan final. El lugar, como se ha dicho, no admitía dudas. Y Hogg, su cómplice más cercano, su camarada, su compañero de lucha, lo puso en marcha esa misma noche, comunicándolo así a sus conocidos, sin perder un tiempo que a la postre resultaría precioso. A las dos horas, la información sobre el plan circulaba ya como una infección venérea entre la multitud de los interesados. Los integrantes de la Corte de los Milagros, recordando con agrado la movida velada en que le hicieron un favor al propietario vaciando el lujoso apartamento del dios K, recibieron la noticia con entusiasmo, por fin se les daba la oportunidad que llevaban esperando desde que fueron barridos de la ciudad y ésta fue entregada al poder destructivo de la policía y los promotores inmobiliarios. Los clanes del Bronx, los primeros fuera de Manhattan en conocer la noticia, se encargaron de transmitirla, por las vías habituales, a Brooklyn y a Queens, donde, por razones evidentes, fue recibida con una mezcla de salvaje nostalgia y alegría moderada, y al revés, salvaje alegría y moderada nostalgia, así son de complejos a veces los sentimientos colectivos cuando se traducen al lenguaje más limitado de los individuos. Con la fuerza de lo clandestino, así fue como llegó, en menos de seis horas, hasta el confín planetario de los edificios Pelham, ya en las afueras de la realidad, donde Hogg había tenido una novia toxicómana que se encargó de difundirla en el curso de la madrugada más allá del perímetro del estado, hacia zonas insospechadas de la región, donde también la recibieron con exaltación ferviente y ardor guerrero.

La última noche el dios K quiso hacer algo especial. Estaba contento, a pesar de todo. Su plan ocupaba la mayor parte de los informativos de la televisión de los pobres y lo consideraba un triunfo propagandístico. Hogg le trajo al final de la tarde una puta vestida de monja, como le había pedido. El dios K era agradecido y no podía olvidar que una hermana fanática le había entregado una noche, con su visita onírica, el plan que estaba a punto de realizar para resolver la situación de parálisis en que se encontraba y acabar de una vez con las calumnias y las difamaciones. Tuvo una erección colosal, como hacía años que no conocía, y se pasó la mayor parte de la noche follando como un animal con la puta que iba desnuda bajo el hábito y luego resultó que no era una puta sino una religiosa. Una monja pelirroja y tetona como Wendy. Cuando le metió el dedo en el culo y la monja le dijo al oído, muy bajito, para que nadie más la oyera, ni siquiera, eso dijo, el Dios lameculos de Ratzinger, le dijo Ave María purísima, con el dedo clavado ahí, el dios K supo entonces que su amigo Hogg le había gastado la broma de su vida trayéndole una monja católica de verdad para copular con él haciéndolo pasar por un lobo estepario de las aceras y los vertederos, un profeta de la caridad municipal, un gladiador de los albañales necesitado de un poco de amor y de cariño sinceros. Y Hogg, con gran sentido histórico, le había traído una monja perversa que se pirraba por los derrelictos y los circuncidados, como las alocadas damas de alcurnia publicitaria de Manhattan, y perdía la cabeza y los cinco sentidos de un cuerpo hermoso, aunque no tan joven como sería deseable, por los prójimos de otras etnias y credos y costumbres, como una misionera vocacional con unos métodos nada ortodoxos para difundir la fe evangélica entre los proscritos. De haber tenido tiempo, DK habría completado su misiva a Ratzinger con una posdata sobre este personaje singular, la hermana Berenice, digna de ser beatificada de inmediato, sin esperar a su tránsito mortal. Loca por las aspersiones de la bendita picha del dios K, en un momento de arrebato, subida a horcajadas sobre él, llegó a confesarle a gritos que buscaba quedarse embarazada desde hacía muchos años, pero que no había manera de conseguirlo, aseguraba, con algún renegrido hijo del demonio para sacarlo del gueto y darle un hogar cristiano y una buena educación católica de las de antes. Y si todo iba bien y las influencias eran las adecuadas, remató mientras el dios K vertía su semilla en tan angosto recipiente por séptima u octava vez consecutiva, había perdido la cuenta ya, su hijo llegaría a presidente como lo ha hecho este mulatito medio mahometano que manda ahora en la Casa Blanca. Después de su experiencia con la santa Juanita de Arco del Bronx al dios K ya no le sorprendía nada de lo que se ocultaba tras la pantalla de la fe religiosa o el sentimiento trascendente de la vida. Se estaba acostumbrando, ya en las postrimerías de su vida en la tierra, a los delirios locales de todo tipo, incluidos el financiero y el deportivo.

Por la mañana, mientras el dios K se reponía de la tumultuosa batalla de la noche con la monja poseída por el afán de reproducirse, el bueno de Hogg, sin abandonar por un instante la sonrisa bondadosa, le comunicó que todo estaba dispuesto para esa misma noche como había ordenado. Volvió el dios K, para despedirse de ellos, a los lugares del barrio financiero donde los ejecutivos y los contables de las corporaciones y los grandes bancos se reunían para almorzar y allí terminó, en presencia de sus enemigos, lo que le quedaba todavía de su podrido trozo de carne y su queso maloliente como en un banquete eucarístico de signo pagano. La gente vivía engañada todo el tiempo, así era, y lo confundían todo. Estos tipos aparentemente normales que comen al aire libre una comida sana, calculada con cuidado para no engordar ni perjudicar la salud, son los que manejan las finanzas y los mercados del mundo. La cara visible de los mercados son ellos. Estas legiones de tipos clónicos que se pasan la jornada de trabajo pulsando teclas y siguiendo índices bursátiles y dígitos en una pantalla de ordenador. Ellos son, se dijo el dios K, los que deciden el destino económico de los pueblos y no sólo sus jefes. Ellos son los guardianes del campo de concentración, los dueños de las llaves de los hornos y las cámaras de gas, los gestores directos del exterminio y la muerte. Estos gilipollas y caraculos de apariencia inofensiva, que tienen familia, mujer e hijos, que cantan villancicos en Navidad, celebran el día del presidente comprando todo lo que se pone a tiro y folian, como mucho, una vez a la semana con sus mujeres o sus maridos y se reúnen a tomar el puto pavo sacrificado en noviembre, no importa el día, lo que importa es la normalidad, la flagrante normalidad de estos tarados que, jugando a sentirse dioses sin siquiera saberlo o, aún peor, sabiéndolo, conociendo su poder de hacer daño y destruir la vida de los demás, pulsan una tecla para hundir el presente de un país en la mierda y condenar a la pobreza y la miseria a generaciones enteras, y ganar con ello qué, sí, qué ganan en definitiva esos idiotas por hacer lo que le hacen al mundo, se preguntaba el dios K, un sobresueldo mensual quizá, una prima a final de año, una falsa promesa de un paquete de acciones de la empresa cuando se jubilen, una cantidad deleznable en comparación que no les dará para pagar de golpe la hipoteca a veinte y treinta años o sufragar los gastos de un modo de vida cada vez más costoso e inasequible, con seguros médicos privativos y gastos familiares imposibles. Eso es todo lo que consiguen ganar estos esclavos por participar en la farsa en la que otros sí se hacen multimillonarios. Por fortuna, mientras se zampaba el bocado postrero, el más suculento, de su reseco rosbif y su queso incoloro y viscoso como el rostro de esos imbéciles, el dios K supo con alegría infinita que serían sus últimas horas en este condenado planeta, sí, como diría esa misma noche ante un público muy diferente:

—Este planeta entregado al control de una banda de descerebrados, empollones y tecnócratas de medio pelo.

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