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DK 6

EL INFIERNO DE LAS MUJERES

¿Qué saben los hombres del infierno si no han vivido nunca en el cuerpo de una mujer? ¿Si no han padecido la violencia del hombre que es la violencia que el cuerpo le hace a la mujer desde el comienzo de los tiempos? ¿Si sólo entran en nosotras unos minutos al día para violarnos y luego salen huyendo como cobardes, poniéndose el sombrero en señal de despedida, hasta pronto, mi amor, como antes se lo quitaron para estar con nosotras del único modo que les gusta de verdad? No me habléis de mitos y fantasías, de leyendas tribales y mistificaciones urbanas. Todo se reduce a esto para ella. Pero ¿quién es ella? No, desde luego, la que habla por ella. La que dice en su nombre que todo consiste en implantar mentiras en su cerebro para que el día de su boda acepte sin rechistar todo el asco y la violencia que, tras decir sí a todo, sí lo quiero todo, todo lo que me dé y no me dé, todo lo que me haga o no me haga, como una tonta, se someta a las crueldades y a la suciedad que la convivencia con el hombre le supondrán. La violencia, el asco, la crueldad, la infamia, la villanía caerán sobre ella sólo por haber aprendido desde que era una niña que eso era lo que debía tolerar por ser mujer. Como decía su madre, el infierno de las mujeres dura toda la vida, desde el nacimiento hasta la tumba, y acaba un día u otro como empezó, mientras el infierno del hombre sólo comienza a su muerte y es eterno, infinito, como lo son sus crímenes contra la mujer. El buen Dios había hecho bien las cosas, en definitiva, dando a cada sexo lo que le correspondía, con una sola idea en mente, la libertad total en vida para el hombre, la esclavitud total para la mujer. La muerte pone fin a este estado inicuo de cosas. Por eso la muerte es la gran amiga de las mujeres. Sólo la muerte las comprende y las anima para que sigan dando la vida, esto es, la muerte, y así consigan estrechar aún más sus lazos con ella. Alimentándola con sus hijos y con sus hijas, sabiendo que el hombre que hace de ellas una madre y una criada, una hija y una esposa, hace también de ellas una prostituta y una víctima. Todo organizado a la medida de sus deseos y necesidades. El hombre tiene toda la vida por delante para satisfacer unos y otras, mientras la mujer, garante de esta satisfacción, podrá librarse al llegar el último espasmo de esa carga interminable y disfrutar de un merecido descanso, mientras su explotador paga en el infierno una a una todas sus culpas. ¿Es esto una buena educación? ¿Puede llamarse así a lo que su madre le enseñó sobre los hombres y las mujeres? ¿Hay alguna especie de consuelo en ello? ¿Algo que ella no percibe? Cuando se acuesta por la noche y atrae el cuerpo de su hija hacia sí para darle calor y amor no sabe qué palabras deberían salir de su boca para calmar la sed de conocimiento de la niña. No sabe repetir el gesto que su madre, con una facilidad heredada de generaciones precedentes, practicaba con ella para instruirla sobre el recto camino a seguir en la vida. Ahora es madre aunque no ejerce como esposa, con lo que no siguió ese camino con la rectitud aconsejada. Emprendió un camino propio, con errores y licencias que su madre criticaría sin dudar. No, no está en condiciones de enseñarle a su hija el camino a seguir, como tampoco lo estaba su madre, pero tuvo el atrevimiento de predicarle las bondades de una vida que carecía de ellas en exceso. Esa cosa entre sus piernas, eso es lo que los hombres más querían de ella desde que cumplió quince años. Por qué extrañarse entonces de que ella hiciera el uso que más le convenía. ¿No era eso lo que significaba para ellos la mujer? Esa cosa entre sus piernas, de la que tanto se avergonzaba, esa suciedad era lo que los hombres querían para ensuciarse, para asociarle la suciedad que también ellos necesitaban hacer aflorar en sus cuerpos. La diferencia es que ella pasaría por eso para no perecer, mientras ellos se condenaban cada vez que entraban ahí sin caer en la cuenta de que, al hacerlo, contraían una deuda que sólo pagarían después de muertos, eso decía su madre al menos, y ella la escuchaba con horror y luego, a medida que fue teniendo experiencias que confirmaban esas terribles palabras, con mayor comprensión. Muchos años después, la comprensión se había convertido en una especie de complicidad en la abyección. Mi madre no tenía razón, no entiendo nada de lo que veo todos los días a mi alrededor. No entiendo nada de lo que hacen los hombres, no entiendo nada de lo que hacen las mujeres. No entiendo nada en ninguno de mis actos. Pero esto es mentira. Lo entiendo muy bien, sé lo que hago. El infierno en el que vivo comienza por mi barrio, donde los jóvenes y los niños destruyen su vida y la de otros vendiendo sustancias que ofrecen un falso paraíso, pero quién los podría culpar. ¿Se puede vivir aquí y no querer escapar a toda costa? Nadie tiene que decirme cómo es el infierno, vivo en él día tras día. Es mi vida. Sólo espero que el infierno que aguarda a los hombres sea parecido al que recorro a diario cuando llevo a mi hija a la parada del autobús de la escuela o cuando, algo más tarde, voy a coger el metro para ir a trabajar. Conozco a casi todos los que se apropian de las esquinas principales del barrio y se pasan allí todo el día, vendiendo la basura que otros, ocultos tras fachadas de ladrillo rojo o de ladrillo negro, la gama de colores del infierno es muy reducida, elaboran con esmero calculando el precio que sacarán enseguida en el mercado. Todo esto mientras sus mujeres hacen lo que les corresponde, limpiar la casa, lavar la ropa sucia, cuidar de los hijos y de los enfermos. No me quejo, tengo suerte. No hay un hombre en mi casa que me esclavice. No hay un hombre que me viole por las noches y salga por la mañana dando un portazo, como muchos de mis vecinos, porque no le he mostrado a la mañana siguiente que me gusta que lo haga, que le doy permiso para hacerlo cada noche, que es una forma de amor a la que me resigno a falta de otras formas de amor, y que además, mientras le preparo el desayuno y se lo sirvo y le lleno la taza de café cada vez que lo necesita, soy capaz de transmitirle todo mi amor y mi agradecimiento porque otra noche más me ha elegido a mí y no a otra, ha elegido mi orificio y no el de otra para meter su cochino rabo y vaciar sus mierdosos testículos. No, no me quejo, por la mañana estamos solas, mi hija y yo, y nuestro amor no necesita de otros ingredientes para expresarse con toda la alegría que una madre y una hija saben compartir sin necesidad de palabras ni de actos que lo refrenden. Un amor instintivo, un amor total, como el que mi madre y yo nunca compartimos, en una casa donde había hermanos que eran los preferidos y un padre que se ausentaba con frecuencia, para desgracia de mi madre, pero que cuando estaba se hacía notar, prefiero no recordarlo. Mi madre lo acogía en su lecho y aceptaba todas las porquerías que le decía y le hacía, como se las hacía y decía a otras que no eran mi madre, blancas o negras, eso le importaba poco. Yo también fui víctima de sus excesos, abusó de mí y mi madre me echó la culpa y, con menos de dieciséis años, tuve que irme de una casa donde el desprecio de mis hermanos y de mi madre se sumaba a los abusos de mi padre, reiterados, aprovechando la ausencia de madre, que había ido a comprar comida o a la peluquería para gustarle más a su hombre o a tomar café con las amigas y hablar todo el rato de las proezas de sus hombres como si fueran dioses del cielo y no seres brutales que se arrastran por el suelo para sobrevivir. Mi hija nunca conocerá tal cosa, ni le contaré nunca lo que viví entonces, no quiero contaminarla, quiero que estudie y que salga del gueto lo antes posible y pueda ser como esas hermanas con las que me cruzo en la ciudad, mujeres orgullosas y eficientes, preparadas y guapas, que pasean por la calle con la arrogancia que da el haber escapado del infierno. Uno de ellos, hay muchos, desde luego, y quizá, sin que yo lo adivine por sus gestos o sus rostros de satisfacción, ellas también tengan el suyo y hayan cometido el error de dejarse violar por un jefe o un compañero. Mi trabajo en el hotel me ha permitido conocer cosas repugnantes como éstas. Yo limpio las habitaciones y hago la cama después de que se vayan los clientes. No importa que sea un hotel caro. No importa que las habitaciones parezcan palacios al lado de las casas que conozco en el barrio. Eso no importa. Cuanto más lujosas las habitaciones, más asquerosas me parecen las cosas que ocurren allí. Más repugnancia me da limpiar el cuarto de baño y hacer la cama, ver y limpiar los desechos que dejan a propósito para que se sepa lo que han hecho allí. Me avergüenzan ellas, cuando las veo salir contentas de la habitación en compañía de ese hombre que las acaba de violar, y parecen orgullosas de lo que les han hecho, de que las hayan elegido para hacerlo, convencidas de que esa cosa que tienen entre las piernas y que los hombres quieren poseer como perros les da todo el poder que no tienen en realidad. Esa cosa que tengo entre las piernas, en carne viva, esa cosa que los hombres quieren de nosotras, sí, esa cosa, es parte de nuestro infierno. Mi amiga Lucinda, que trabaja conmigo en el hotel y es bastante más atractiva que yo, lo veo cuando los clientes se cruzan con nosotras y la miran a ella de arriba abajo, como si fuera un trozo de carne colgado de un gancho en una carnicería, se ha dejado violar por muchos de ellos a cambio de un dinero con el que paga el hospital donde su hijo lleva en coma dos años, un dinero con el que su marido compra la droga que consume a todas horas sin que ella lo sepa aunque sí sepa que la consume cuando vuelve a casa y le pega o se pone más violento de lo normal porque le falta la dosis necesaria para calmar su temperamento agresivo. Esa cosa entre las piernas de Lucinda paga por todo eso y hace pagar a los clientes por tenerla. Ella también vive en el infierno, como yo y como tantas otras, pero siempre canta mientras trabaja, siempre está alegre, la sorprendo cantando mientras cambia las toallas y coloca los jabones en el cuarto de baño, y le pregunto por qué está tan contenta, y me señala el cartón donde figura su nombre clavado en la camisa, el cartón con su nombre y su apellido que deja depositado para que el cliente sepa que ella ha hecho bien su trabajo. Ese cartón la hace sentirse una artista, me lo ha dicho muchas veces, una artista reconocida, así se siente ella cuando la llaman de recepción porque el cliente de tal habitación o de tal otra quiere felicitarla en persona por su trabajo. Y ella sigue cantando después, aunque la violen, no conozco otra palabra para lo que los hombres les hacen a las mujeres, para lo que la cosa de los hombres le hace a esa cosa que las mujeres tenemos entre las piernas como una maldición genética. Trabaja y canta, la violan y canta, le pagan y canta. Ya no sé si canta porque le gusta su trabajo, porque le gusta que la violen o porque le gusta ganar más dinero que la miseria de salario que nos pagan en el hotel por arreglar las habitaciones de los violadores y sus acompañantes violadas. Se siente una estrella sólo porque la llaman para darle la enhorabuena todos los que leen su nombre en el dichoso cartón. A mí se me olvida a menudo dejarlo, yo no canto ni me alegro de limpiar la mierda de los demás. Alguna vez he vomitado incluso por lo que he encontrado en la cama o en las toallas, he vomitado por tener que limpiar las huellas de otra violación. Alguna vez he vuelto a destiempo, Lucinda me lo había recordado, para depositar el cartón en el mueble del cuarto de baño o en la mesilla de noche, mientras el cliente dormía la siesta o se duchaba. Me he arriesgado a eso, sabiendo lo peligroso que puede ser para una mujer como yo. Lucinda es católica, yo no, quizá sea ésa la razón de sus canciones y de su alegría y de su facilidad. Yo me gano la vida como puedo para pagar el futuro de mi hija, yo no creo tenerlo, pero no me importa mientras ella pueda tenerlo algún día. Lucinda no entiende que no use esa cosa que tengo entre las piernas para ganar más y darle un futuro mejor a mi hija. Tampoco yo lo entiendo, pero no puedo hacerlo. Me daría asco hacerlo, entregársela a uno de esos clientes con que me cruzo en el pasillo y me miran también de arriba abajo, dónde lo habrán aprendido, todos lo hacen, todos parecen haber pasado por la misma escuela, donde les enseñaron desde muy jóvenes cómo degradar a las mujeres. No podría mirar a la cara a mi hija por la noche si me dejara violar por alguno de ellos, por más que me prometieran una fortuna con la que dejar de trabajar y pagarle a mi hija lo que se merece, las mejores escuelas y los mejores médicos y los mejores vestidos. No es fácil educar a una hija cuando una ha echado a la calle al perro de su marido cuando apenas tenía unos meses. Me violó una vez y me casé con él y me siguió violando todos los días estando ya embarazada de mi hija. Una noche se atrevió a susurrarme en el oído, después de violarme repetidas veces, que me deshiciera del bebé, que no lo necesitábamos para ser felices. A la noche siguiente volvió a hacerlo, estaba contento, le había ido bien en un negocio sucio de los suyos con la gente sucia del barrio, y me pidió otra vez que nos libráramos de ese estorbo, esa carga, ese lastre. Así hablaba, rugiendo como una bestia, con su cosa metida a fondo en esa herida que tengo abierta entre las piernas. Nació la niña y enseguida me violó y me siguió violando, haciéndome mucho daño cada vez, para hacerme pagar por haberla traído a este mundo en contra de su voluntad. Así me lo decía cada noche, cada mañana, cuando me violaba como un salvaje y me hacía sangrar. Me amenazó con violar a otras mujeres, supongo que lo hizo, nunca lo supe, y con entregar a la niña a la asistencia social. Así todos los días durante meses, hasta que me cansé y lo eché, la casa era mía, por fortuna, para quedarme con mi hija a solas. Volvió algunas noches aporreando la puerta, avergonzándome ante los vecinos, que no sabían nada, pero aguanté sin temor. No estaba dispuesta a que también violara a mi hija en cuanto cumpliera diez años. No se lo habría perdonado ni me lo habría perdonado. Lucinda no tiene ese problema, su único hijo está muy enfermo y se morirá algún día y el marido que la viola cada noche es como otro de los clientes, aunque no paga, sólo pega y grita, como si no le bastara con violarla, pero ella no necesita más para sentirse viva y seguir cantando a la vida por todo lo que le ha dado. No lo entiendo. A ella le basta con saber que los perros, en el hotel y en el barrio, desean como locos esa cosa asquerosa que tiene entre las piernas, se la comerían si pudieran y ella les dejara hacerlo con tal de que pagaran lo que vale en metálico. Eso le gusta, ser sólo eso, una cosa entre las piernas que atrae con su olor nauseabundo a una jauría de perros hambrientos. Yo no soy así, ni quiero que mi hija lo sea, lo siento por los perros, quizá no tengan la culpa de ser así, lo siento por los violadores, quizá no puedan evitarlo. Han sido programados para actuar así, eso decía mi madre, resignándose. Salieron de esa cosa que tenemos las mujeres entre las piernas y siempre quieren volver a ella, por la fuerza, usando la violencia, la fuerza y la violencia que han recibido como un regalo del cielo para poder violarnos desde que somos niñas, sólo por tener esa cosa entre las piernas. Y también lo siento por Lucinda, algún día se dará cuenta de su error y será tarde para rectificar. El marido la matará después de violarla, la estrangulará porque no está contento con ella, o porque habrá encontrado a otra mujer más joven a la que hacerle las mismas cosas, otra mujer con una cosa nueva y fragante entre las piernas, o algún drogadicto del barrio la degollará para atracarla alguna noche de las que vuelve tarde de trabajar, o algún cliente descontento, y esa cosa entre las piernas de la que está tan orgullosa morirá y se pudrirá con ella. Podrá descansar al fin, se dice mientras arregla otra vez la cama deshecha y termina de limpiar este sucio cuarto de baño sabiendo, para su tranquilidad, que su amiga Lucinda la espera ahí afuera, como todos los días, de pie junto al carrito de la limpieza, haciendo la contabilidad de los artículos que han gastado a lo largo de la mañana para que no las acusen de robar, como han hecho otras veces, amenazándolas con echarlas del trabajo por ladronas. Quizá morir, sí, piensa esta mujer que habla en su nombre sin que ella lo sepa, en defensa de una causa indefensa, sea la forma más fácil de acabar de una vez con el infierno de las mujeres. Lo he visto, existe. De acuerdo, de acuerdo, es una idea terrible, es cierto, intolerable, es posible, se nos ha enseñado a desconfiar de los peligros de cualquier enunciado maximalista y no estamos en condiciones de afirmar lo contrario. Nada garantiza, desde luego, que detrás de las mejores intenciones no se oculte a veces el terror. El terror y la crueldad y la sangre derramada, por unos y por otros. Pero, antes de nada, ¿quién es la que habla por ella? ¿Ella, y quién es ella? Sí, ¿quién es ella para hablar así?

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