Karnaval

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DK 10

THEATRUM PHILOSOPHICUM

El dios K llegó a pensar, en uno de los arrebatos de lucidez que se apoderaron de su cerebro tras el incidente en el hotel y la detención policial posterior, que la aventura con la bruja africana había sido planeada al detalle, como una maquinación maquiavélica, por el consorcio de sus archienemigos de todo el mundo, los mismos que habían intentado contrarrestar sus políticas monetarias con salvajes ataques financieros a los países más vulnerables, en un intento de debilitar sus pretensiones de equidad y justicia. En cualquier caso, estos grupos de poder también parecían al tanto de su importante reunión, varias noches antes, con los clanes más poderosos de la ciudad y de otras grandes ciudades del país. ¿No le habían dado los líderes de éstos un maletín con documentos relevantes, entre los que iban las recetas para solucionar los problemas económicos europeos? ¿No había desaparecido ese maletín tras el percance con la camarera? ¿No había huido él de la represalia de sus benefactores por guardarlo con tan poco celo y poner en riesgo la salvación financiera del continente?

Esa reunión tuvo lugar en el metro, en una estación clausurada desde los primeros tiempos del alcalde Giuliani durante la fase de normalización de la zona de Times Square, como le contaría días después mediante una carta personal, alertándolo sobre imprevisibles asechanzas a sus planes de recuperación económica, a su colega y compatriota más joven Nicolás Sarkozy. Lo que no le contó al presidente, por prudencia y por sentido de la responsabilidad, es que en el mismo sobre donde se le instaba a participar en la extraña reunión en el metro se incluían dos entradas para asistir al estreno de un espectáculo en un mugriento teatro del Off-Off-Broadway, el Mercator 29, emplazado en la calle 29 Este, al que nunca habría pensado ir por su cuenta, mucho menos acompañado por Nicole, de hecho prefirió proponérselo en su lugar a Mildred, su secretaria personal (treintañera, trabajadora, morena, de estatura media y no muy agraciada, según consta anotado de su puño y letra en el currículum que él guarda en algún cajón de su escritorio), con la que mantenía un clima de confianza y discreción que le garantizaría una coartada en el caso de que todo se revelara un fraude o una trampa. El breve mensaje que acompañaba a las invitaciones aparecía firmado por un tal Nick Bateman y procedía, según todos los indicios, de un penal de máxima seguridad del estado de New Jersey. Llevaba fecha de finales de enero, lo que hacía pensar que para llegar hasta él, casi dos meses después de su envío, había debido de atravesar innumerables barreras y controles, por no hablar de secuestros y censuras.

El teatro Mercator 29 respondía a la imagen miserable que DK se había podido hacer de él apelando más a la imaginación que a sus recuerdos, un criadero de polvo ancestral con sillas alineadas y mesas de madera gastadas por el uso en vez de butacas desvencijadas y un escenario indigno, por tamaño y medios, de la escuela primaria. Sería injusto decir que la crisis había golpeado con dureza a este establecimiento privado, pues su adinerado y cicatero dueño, Mr. Sandman, un maestro judío de marionetas retirado hacía muchos años por problemas articulares en las manos, llevaba décadas postergando la reforma completa que demandaban sus avejentadas estructuras por razones sentimentales. El publicitado estreno de esta noche se titulaba, según el programa de mano, una simple hoja mecanografiada que encontraron depositada en sus asientos, A César lo que es de César, y prometía ser una revisión del drama de Shakespeare a la luz de los últimos acontecimientos, sin especificar cuáles para incrementar la intriga de una obra clásica que se daba por sabida. El dios K esbozó un gesto de suficiencia al leer esto en el programa como una idiotez esnobista o un mal chiste cultural dirigido a los muchos bohemios, desarrapados y despectivos, que llenaban la sala con fingida expectación y, sin tardanza, se decidió a transmitir a Mildred, su secretaria, que esta noche se sentaba a su lado haciendo horas extra en el trabajo, su intención firme de abandonar la sala en cuanto concluyera el primer acto del engendro.

Como pudo comprobar apenas comenzada la austera representación, no había ningún decorado alusivo a la época histórica y los actores y actrices, negros y blancas, blancos y negras, se peinaban no a la estereotipada manera romana sino como los contemporáneos y, por si fuera poco, vestían ropa corriente, la misma, con toda probabilidad, con que solían salir a la calle, de día o de noche, sin ningún pudor, para hacer sus compras en el supermercado, pasear al perro o encontrarse con sus semejantes en antros tan infectos como esa vetusta sala. Se suponía, sin embargo, si se prestaba atención a las tergiversadas palabras del texto, que representaban emperadores, senadores, damas y nobles romanos, cuando en realidad cualquier espectador hubiera pensado que la acción ocurría entre rudos habitantes de un barrio o un gueto de cualquier ciudad americana. Estas incongruencias divirtieron al dios K en los primeros minutos, a pesar de que no conseguía concentrarse del todo por culpa de la negligente declamación de los actores. El desconcierto lo acometió cuando tras concluir el primer acto, por denominarlo de algún modo, en una especie de intermedio improvisado, apareció en el escenario una mujer desgreñada, de raza blanca, que comenzó a agitarse como poseída por un demonio y a emitir un monólogo delirante donde, entre bárbaras gesticulaciones, balbuceos y gritos de dolor, se enumeraba, según decía, la lista de los criminales, la relación completa de los asesinos del supuesto César, un cacique popular al que todos fingían reverenciar por motivos oscuros. Los idus de marzo, se dijo DK con erudita ingenuidad. Esa mujer mal vestida, mal peinada y mal hablada, cualquiera de las limpiadoras de mi despacho en el FMI viste mejor, desde luego, es la personificación del destino, o del azar, esto no admite discusión. Mildred, una mujer tan cultivada como poco atractiva en apariencia, lo que era una ventaja profesional en el entorno de DK, una suerte de garantía de inmunidad, no debía de dar crédito a su jefe cuando éste le transmitió su entusiasmo repentino por la aparición de ese mamarracho alegórico en el escenario y la caprichosa interpretación que atribuía a sus palabras, a menudo ininteligibles. En opinión de la eficiente secretaria, una mujer soltera y juiciosa como sólo pueden serlo las mujeres que no han tenido que rechazar una tras otra las ofertas matrimoniales y las oportunidades de constituir una familia propia para poder consagrarse en cuerpo y alma al trabajo y la voluntad de sus jefes, el estridente soliloquio de la mujerzuela en el escenario vacío y la actitud del dios K hacia él participaban, sin ninguna duda, de la misma clase de demencia. La menos frecuente entre hombres de su rango, según pensaba.

En el segundo acto, lleno de peripecias y largos parlamentos de personajes que se identificaban antes de comenzar a hablar con un número en lugar de con un nombre o un cargo, DK entendió, con su peculiar sagacidad, que la acción, a pesar de no indicarlo con ningún decorado nuevo, se había trasladado del barrio o el gueto urbano a una especie de campo de concentración, como si, entre otras posibilidades que barajó y luego descartó, ese barrio o ese gueto anónimos padecieran las condiciones militares y policiales de un estado de sitio. No había, sin embargo, signos visibles en el escenario que permitieran entenderlo así, sólo cabía deducirlo de las tortuosas palabras de los personajes, donde en ocasiones se deslizaban comentarios alusivos a la dura vida de los prisioneros en un campo de concentración, pero ningún otro indicio permitía representarse la situación con más exactitud. La confusa trama seguía girando sin pausa en tomo a una conspiración criminal contra un jefezuelo, un capo o un mandatario relacionado con ese lugar innombrable. El dios K, a pesar de seguirla absorto, no se aclaraba mucho tampoco sobre el designio de la representación hasta el momento, y en vano consultó a la secretaria, más bien estupefacta con la inanidad política del espectáculo. Sorprendida, sobre todo, con el extraño interés de su inteligente jefe en una obra de trazas ideológicas tan groseras como previsibles. Lo achacó, con agudeza, al poder de sugestión que para una personalidad de sus características y en su situación podía tener cualquier guiño sobre la sugestión del poder.

Sin embargo, una vez concluido el acto sin despejar ninguna de las dudas que suscitaba en muchos de los espectadores, la inesperada reaparición del oráculo femenino en el escenario despoblado desató en DK un entusiasmo pueril que lo arrastró a aplaudirla y vitorearla como a una diosa olímpica antes incluso de que tomara la palabra de nuevo, con su epiléptico repertorio de muecas y espasmos, avergonzando y preocupando sin necesidad a la modesta secretaria. La pobre Mildred, mientras su jefe se ponía en evidencia ante todos con esa manifestación de entusiasmo inexplicable, no hacía otra cosa que mirar alrededor sin disimulo a fin de comprobar que nadie entre los presentes había reconocido a la eximia figura que se ocultaba tras la ridícula apariencia de un retrasado mental que no supiera distinguir, frente a una representación teatral, entre la ilusión y la realidad. ¿Qué veía DK en esa mujerona grotesca que no haya visto en mí en todo este tiempo?, debía de decirse la compungida secretaria. ¿Es que no le transmito cada mañana, con el mayor esmero, los informes menos complacientes? ¿Es que no me ocupo de mantenerlo informado hora tras hora sobre el devenir de los mercados? ¿Es que no le doy las precisiones que requiere cuando me expone sus perspectivas menos halagüeñas sobre la situación económica de los países endeudados? ¿Qué le ve a esta loca andrajosa que no consigue ver en mí por más que me esfuerce en llamar su atención durante las interminables horas de mi jornada laboral? Por mucho que le moleste y se enfade por ello, la competente secretaria no debe juzgar a su jefe sólo porque no entienda el propósito inmediato de sus actos. Mildred no llega a darse cuenta de que la claridad racional de sus palabras sólo consigue impresionar con su eficacia las secciones más calculadoras y frías del cerebro del dios K, esas mismas que están al mando en otros despachos, departamentos y negociados, mientras que esta mujer histérica, desde la tenebrosa boca del escenario, a pesar del primitivismo y la pobreza universal de recursos de su puesta en escena, está movilizando secciones hasta entonces adormecidas en una siesta secular que podría costarle al mundo, si no despabila pronto, la salvación. ¿Tan difícil es entender esto para una mujer inteligente y bien informada como ella?

Por otra parte, es legítimo preguntarse con interés, desde otro punto de vista, ¿qué puede estar escuchando el dios K en los teatrales mensajes de la pitonisa? ¿Sólo lo que quiere oír, como todo el mundo? Eso por descontado, téngase en cuenta que DK participa del mismo error innato que los demás miembros de su especie. Por ese rasgo solo se le puede considerar humano. Más humano incluso que otros colegas del ecosistema depredador en que vive y se alimenta para sobrevivir. Nadie se engañe sobre esto. Pero también algo diferente. Un eco no apto para todos los oídos. Una resonancia radical. Donde los otros espectadores, la sala está llena hasta los topes, oyen el nombre común del César del barrio o del campo de concentración, el dios K oye otro nombre más abstracto y especulativo. Un nombre sagrado en ciertos círculos, venerable incluso. No el suyo. No ha alcanzado por ahora ese nivel de autismo que afecta ya a tantos políticos y banqueros que conoce. No lo ha alcanzado, es cierto, aunque le quede poco para hacerlo, por mucho que la secretaria trate cada día, con encomiable diligencia, de atenuar sus neurosis y frenar sus tendencias narcisistas más autodestructivas. ¿Quién, de entre todos los candidatos posibles, mató al euro? ¿Quién le dio al fin la estocada mortal? ¿Fue uno solo el asesino, como se nos quiere hacer creer, o fueron muchos? Eso es lo que oye DK, traduciéndolo a su código más pragmático, con tanta atención como asombro inconfesable. Parece mentira pero ese putón provocativo, vestido con sobras de un baratillo dominical de Washington Square, conoce la respuesta a todas esas preguntas mejor que él y mucho mejor, desde luego, que el clan de economistas y contables de este planeta entregado a la fiscalización infinita de sus caóticas cuentas. Es una lástima que ahora vuelva a esfumarse en escena, como un espectro de guardarropía, llevándose con ella un secreto de tanta importancia.

La oportuna consulta al programa de mano logra tranquilizarlo por el momento. Están previstos un tercer acto y un cuarto, con lo que aún le queda una oportunidad de entender ya sin vacilaciones el mensaje subliminal que el inconsciente de los mercados le está transmitiendo a través de esa efigie bufonesca. El tercer acto, para su sorpresa, ha vuelto a trasladar el contexto de la acción. Esta vez los mismos actores y actrices representan sus monótonos papeles en un estadio de fútbol de poca entidad que tampoco se plasma en cambio de decorado o vestuario alguno, sólo se sugiere con vagas alusiones hechas por los mismos personajes que ahora se identifican antes de hablar por el número del jugador o del socio en el curso de sus agotadoras conversaciones sobre los serios problemas que atraviesa el club, no todos económicos, por lo visto. Es verdad que una amenaza grave se cierne sobre la vida futura de ese popular deporte, pero esa amenaza creciente sobre el negocio del fútbol tiene un nombre que nadie se atreve a pronunciar en el escenario por miedo a las represalias. Un nombre corporativo que ni siquiera cruza por sus cabezas. Se supone que en algún momento alguien debería morir a manos de todos, esto es evidente, sobre eso debaten todo el tiempo los partidarios de esa muerte y los detractores más apasionados, pero la sentencia queda diferida al cuarto acto, como si careciera de relevancia que se hiciera efectiva o no para el propósito declarado de socios y jugadores, paralizados en una discusión eterna sobre sus motivaciones morales para identificarse con una u otra opción en liza.

En el escenario político más bien negativo que diseña este penúltimo acto, donde ni la acción ni la inteligencia, por más que se emplee a fondo la jauría de recursos que ambas facciones en liza controlan y se disputan, podría garantizar una solución eficaz, el dios K se predispone ya, desdeñando los juicios más duros vertidos por los conjurados antes de abandonar la escena, para la anhelada reaparición del profeta travestido. Ha llegado a considerar a este confidente subversivo su único interlocutor válido en la farsa de esta noche. Nada es tan obvio ni tan previsible como cree la severa Mildred, de modo que cuando una intromisión inesperada frustra sus previsiones, DK se sobresalta y da un respingo en el incómodo asiento. Un hombre desnudo y ensangrentado ha salido a escena dando gritos y tumbos y se ha plantado, a punto de caerse, en el filo mismo del exiguo escenario, pasmando con su inquietante actitud a los espectadores de las primeras filas. Al dios K, desde la distancia, el efecto dramático le parece sobrecogedor y se siente poseído, de pronto, por una contradicción desgarradora. Hace tiempo que no se estremecía tanto al ver a un desconocido, quizá porque no lo sea del todo. Siente, sin poder hacer nada por evitarlo, que ha empezado a identificarse con el dudoso personaje. Es el mismo hombre en el que antes había reparado como Führer del barrio o el gueto y comandante del campo de concentración y entrenador tiránico del equipo de fútbol a punto de descender de categoría, y sobre cuya muerte segura apostaban hasta hace un momento todos los demás personajes y los espectadores cómplices, incluido el propio DK. Sus últimas palabras, ahora que rompe el equilibrio para impresionar al público con gestos grandilocuentes, son terribles, son duras como una piedra chocando contra otra después de triturar la carne que se interponía entre ellas. En su agónico discurso condena a muerte a medio mundo, sin piedad, a muerte por inanición programada y por bombardeo bacteriológico, a la miseria más execrable por asfixia financiera y estrangulamiento presupuestario, jura con voz lacerante en nombre de valores que muchos, con horror, daban por superados en la historia, antes de desplomarse maldiciendo a todos los asesinos y los canallas de este mundo y emitiendo aullidos y alaridos de dolor que hielan la sangre de los espectadores y de la triste mujer, su aparente viuda, que enlazando con habilidad el intermedio con el comienzo del cuarto acto aparece al final, desnuda, para colmar las expectativas del dios K. Por lo que dice ahora, ella es quien parece poseer, en solitario, la verdad de lo sucedido. Lo ha sabido desde el principio, desde que la vio aparecer en el primer intermedio como una mensajera del destino de todos los personajes en escena. Y no puede tardar más en comunicársela, para tranquilidad de todos, debe compartirla cuanto antes con quienes pueden ayudarla a superar el duelo, castigar a los culpables y vengar así al muerto. Es en este momento cuando DK, dando pruebas una vez más de su versatilidad, comienza a interpretar la obra de un modo distinto, sin saber si esta versión de lo visto le convence más o menos que las anteriores. Ahora la entiende, más bien, como un ambiguo comentario sobre el impacto de las políticas neoliberales de la última década en la gestión del Estado, como la supresión de la función reguladora de éste en pro del libre choque de intereses y la especulación libre de trabas.

Ya sabía él que, para ratificar el mensaje subversivo de la obra, los efectos especiales no tardarían en hacer su aparición espectacular. La obra reservaba sus mejores recursos escénicos, como es tradicional desde la antigüedad, para forzar la catarsis moral que todos los espectadores esperan como recompensa a su emotiva participación en la obra. La hermosa mujer arranca entonces una pierna del cuerpo del cadáver y comienza, abrazada a ella como a un hijo nonato, a explicar el truculento suceso, sin mostrar ninguna compasión por el marido muerto, ahí tendido como una cosa más en el universo de las cosas sin valor ni precio, en términos que DK, preocupado por las oscuras circunstancias del crimen, es incapaz de entender ahora en toda su dimensión real. Para confundirlo aún más, sigue dándole vueltas a su última hipótesis sin llegar a una conclusión satisfactoria, la viuda homicida ha tenido la astucia de arrojar la pierna al público antes de arrancarle la otra sin esfuerzo y lanzarla de nuevo al mismo grupo de espectadores que se la disputan como trofeo. El dios K, intentando preservar a duras penas el control de sus emociones, la toma ahora por una bacante obscena, una ménade desmelenada, o, en su avatar más moderno, una revolucionaria de mala muerte, una terrorista antisistema, así se lo dice, con impostada seriedad, a la sumisa Mildred, que ahora sí, por primera vez, disfruta como loca del espectáculo. La sonrisa perturbadora que deforma aún más su rostro nada apolíneo, un retrato irreconocible hasta para su jefe, no deja lugar a engaño. Y así se lo comunica a DK enseguida, pidiéndole que no la distraiga ahora, por favor, con moralismos baratos. Es obvio que el momento climático de la obra ha llegado sin avisar, pero Mildred siente que no debe perder su oportunidad de participar en el festín desatado y se atreve, con un gesto de audacia inusitada, a cogerle la mano a su jefe y a estrechársela con fuerza, transmitiéndole un sentimiento de afecto y solidaridad en la victoria, no en la desgracia. Ahora viene lo mejor, se dice DK, aterrado, al ver volar por encima justo de su cabeza la cabeza del líder masacrado entre bambalinas por una turba ruidosa de cuerpos desnudos de ambos sexos y razas diversas que comienza a invadir el escenario para ayudar a la mujer en la tarea de desmembrar pieza a pieza el cadáver del dueño del casino mundial. No hay que ser un experto ni un superdotado para saber que en este último acto la verdad trágica de la obra se ha hecho manifiesta ante todos. Mildred lo reconoce así y, quizá por eso, el dios K, con una mano tomada por su secretaria en señal de complicidad más allá de la clase y el escalafón que aún los separan por más que pretenda negarlo con su gratuito gesto, tiembla ahora de pies a cabeza, sin poder reconocer el signo positivo o negativo de su conmoción física, viendo el cuerpo despedazado por la multitud y repartido entre el público como una fácil alegoría sobre las promiscuas relaciones entre el dinero y el azar de la posición, los privilegios y las relaciones. Todo está pactado, la ganancia y la pérdida, todo está pactado y bien pactado. Ése es el sentido último de la política. Preservar los pactos establecidos que garantizan el funcionamiento del sistema. ¿Cuál es, entonces, la diferencia ontológica, sí, ontológica, entre un mercado financiero y un casino de juego? Ninguna, y las que hay sólo sirven para disimular los parecidos sustanciales entre negocios tan lucrativos. Esto debe de pensar ahora la revolucionaria Mildred, con sorna apenas encubierta, cuando le muestra con orgullo al dios K una de las manos ensangrentadas de la víctima propiciatoria que ha caído por azar en su regazo, como un premio de consolación, hace unos instantes. No hay sangre manando del miembro amputado, el realismo no podría llegar tan lejos en sus pretensiones de engañar al espectador sin incurrir en algún delito tipificado. Es sólo una representación, nada más que una representación, una abstracción dramática pensada, como tantas otras representadas en otros escenarios del mundo, para distraer y mantener ocupada a la gente sin otro fin que el de hacer más tolerable y estimulante una vida intolerable y tediosa. Es cierto esto, pero esta mano de goma, pintarrajeada con escalofriante verismo, esta mano de pega expropiada al rico y al poderoso, le está diciendo la secretaria con gesto seductor a su jefe ahora que se siente más comunicativa y cercana a él que nunca, si cae en las manos apropiadas, y las mías tienen tanto derecho a sentirse así como las de cualquiera, tendría a su alcance una mayor prosperidad en el presente y, por supuesto, un futuro mucho más provechoso.

¿Puede de un solo cuerpo extraerse tanto como para obrar el milagro de otorgar la prosperidad a todo el mundo? ¿Satisfacer hasta ese punto las necesidades y el deseo ilimitado de posesión de cada individuo aislado en un mundo compuesto por un número incalculable de otros individuos aislados? ¿No es el capitalismo esa máquina paradójica que funciona cada vez mejor destruyéndose en apariencia? ¿No es esto lo que viene a representar este nuevo reparto de la riqueza y el dinero? ¿La perpetuación de lo mismo tras la implacable puesta en cuestión de su organización anterior? Todo esto se pregunta, más bien, el dios K, con su habitual perspicacia para las situaciones difíciles, al ver que la mujer insurgente del escenario y sus cómplices ludópatas, volcados como fieras sobre el cadáver del César asesinado en su vetusto palacio de cartón piedra, tienen piernas, brazos, cabezas, pies y manos para todos, como una fuente de recursos inagotables, de una prodigalidad incesante. Llueven sobre el ávido público sin cesar los miembros arrancados del cadáver entre chorros de sangre falsa que se multiplican como en una sala de trasplantes y transfusiones. Incluso a él, ensimismado en cavilaciones absurdas, acaba de caerle encima una de las muchas cabezas regias que sobrevuelan en todas direcciones, como proyectiles teledirigidos, el ancho espacio del teatro. Una sala de espectáculos enloquecida por la fiebre que altera de forma radical las relaciones convencionales entre el escenario instigador y la tumultuosa platea, como era habitual en otros tiempos menos normalizados. La laboriosa Mildred, excitada como pocas veces en su vida, quién lo iba a predecir al comienzo de la obra, hace acopio ya, tal es su fortuna en este lance de la representación, de tres manos amputadas, un pie cercenado y una testa decapitada, para que no se diga que su deseo más secreto no podía cumplirse sin tener que invocar a ninguna aciaga divinidad subalterna.

Cuánta generosidad, piensa DK decepcionado por el desenlace del drama, al servicio de fines tan mezquinos. La austeridad inicial de la obra, que le chocó por sus defectos y su alarmante pobreza de medios, se explica y justifica ahora con creces por este despilfarro populista y este derroche final de efectismos y artificios demagógicos, sólo concebidos para seducir con trucos de barraca de feria a la plebe y a la chusma que subyacen, larvadas, en todo colectivo que se precie de tal. Qué perversa lección de economía, con la gratuidad del gasto y la inversión sin medida como ideal dominante. En efecto, todo el mundo aplaude ahora, puesto en pie como en las grandes ocasiones, esta apoteosis carnavalesca de la obra. No se puede negar que la estrategia ha conquistado un éxito total con el público, no tanto con la crítica, siempre reticente ante los gustos viscerales del pueblo, como podrá comprobarse mañana en los principales periódicos de la ciudad, la escandalosa unanimidad negativa de los timoratos especialistas sobre los excesos y las exageraciones injustificables del subversivo espectáculo, reclamando la censura de la obra y el cierre cautelar del teatro. Pero la puesta en escena concluye de verdad con una recomendación demencial, una moraleja para todos y para nadie, como corresponde, y una sugerencia política de largo alcance que la secretaria seguirá escrupulosamente, como siempre hasta entonces en su ordenada existencia, al llegar a su pequeño apartamento del Village tras dar un breve paseo en la distraída compañía del dios K.

Antes de perecer como los demás protagonistas atrapada en la violencia descomunal de la orgía que ha desencadenado en escena, la arpía deslenguada exhorta al público a echar en agua, nada más llegar a casa, las partes recolectadas del falso cadáver para mantenerlas frescas mientras se pueda con un objetivo que un día no muy lejano, si todo marcha conforme a las previsiones más optimistas, se hará manifiesto.

Al poco de entrar en el apartamento de Mildred, apreciando de inmediato su buen gusto, el provecho decorativo, mobiliario y tecnológico que sabe extraer del sueldo medio y los ingresos extra que le abona la institución monetaria para la que trabaja, DK se muestra atónito cuando ella, con pícara hospitalidad, antes de servirle el primer whisky como le ha pedido para poder digerir bien el impacto de las imágenes monstruosas y las ideas aberrantes que le han obligado a suscribir contra su voluntad, lo invita a sumergir la cabeza a la que se aferra como un recuerdo de lo sucedido en el barreño de plástico donde flotan ya, como restos de un naufragio olvidado, las tres manos, el solitario pie y la otra cabeza que ella misma ha sabido atesorar esta noche como una inversión de futuro. Con beneficios garantizados a medio y largo plazo, según le prometía el dionisíaco frenesí de la fiesta. Nunca el dios K la encontró más deseable que entonces, la verdad es que nunca la había deseado hasta entonces y no volvería a hacerlo nunca más, así que no tarda en besarla, como es su costumbre, y en obligarla enseguida a desnudarse, descubriendo bajo el anodino vestido de noche un cuerpo fragante y encantador que ella, según le dice en los primeros abrazos y caricias, desperdicia a diario trabajando para él solo como secretaria todoterreno, y arrastrarla después a la cama de soltera en la que ha dormido sola los últimos ocho años para hacerla aún más feliz de lo que ya es y, de paso, intentar esta noche serlo él algo más de lo establecido en el especulativo mercado de la felicidad y la gratificación afectiva. Cuando está a punto de correrse sin protección, Mildred le ha dicho antes de penetrarla que no la necesita, es una mujer de su tiempo aunque no lo parezca a simple vista, DK sólo tiene en mente la imagen imborrable de otra mujer desnuda, la viuda furibunda. Qué bien los ha engañado a todos esta bruja maquiavélica durante la representación, apareciendo en cada uno de los intermedios como defensora acérrima del orden y la ley, haciéndoles creer, con sus gesticulaciones desaforadas y sus discursos delirantes, en la iniquidad de una conspiración criminal contra su presunto marido y tirano universal para sumarse a ella con pasión y saña una vez consumada. Extraño papel. Extraño espectáculo. Extraña mujer, su eficiente secretaria.

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