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DK 11

PRIMERA EPÍSTOLA DEL DIOS K

[A los grandes hombres (y mujeres) de la tierra]

NY, 14/07/2011

Querido Sr. Sarkozy:

Como presidente en ejercicio y futuro candidato presidencial al gobierno de nuestra gran república, reciba mi consideración más distinguida.

Usted ya sabe que yo no competiré con usted por la presidencia francesa, lo que sé que le hace inmensamente feliz, pues usted me temía como rival aunque no se atreviera a confesárselo abiertamente. Usted sabía que yo era el único que podía disputarle el favor electoral de nuestros queridos conciudadanos. Pero esto ya es del dominio público, no aporto gran cosa haciéndoselo saber. Me tomará por un necio que se limita a repetir lo que dicen todos los comentaristas, aun los más ineptos a sueldo de nuestros respectivos partidos. No, en realidad le escribo para darle una importante exclusiva y liberarle del peso de la culpa que otros han proyectado sobre usted, quizá para eclipsar su figura, o engrandecerla aún más, nunca se sabe con las estrategias políticas, el fin es siempre esquivo aunque los medios sean los más eficaces. Acabo de descubrir con satisfacción que usted no tuvo nada que ver en el desafortunado incidente en que me he visto implicado. Tenía mucho que ganar y, de hecho, como se verá el año próximo, lo ganará todo con mi desaparición. Pero insisto en que usted no tuvo nada que ver con la conspiración que ha acabado con mi carrera política y quién sabe si con mi vida. A día de hoy es imposible para mí saber con exactitud el alcance de mi desgracia. Le escribo para comunicárselo sabiendo que usted agradecerá esta muestra de confianza de su antiguo enemigo, a pesar de que los dos servíamos, cada uno a nuestra manera y con nuestro propio programa, a los supremos designios del Emperador. Él, en su infinita sabiduría, sabrá recompensarnos a los dos como corresponde cuando llegue el momento. De eso no me cabe duda, incluso en las actuales circunstancias. Quizá usted, para atenuar su odio con palabras, como solemos hacer los hombres políticos, prefiera llamarme adversario, o contrincante, o rival, esos eufemismos que los periodistas han aprendido de nosotros a repetir sin ponerlos en cuestión, como deberían. Yo estaba orgulloso de ser su enemigo y sé que usted también estaba orgulloso de ser el mío. Éramos buenos enemigos, no cabe decirlo de otro modo, aunque los dos nos mostráramos en extremo reservados acerca de ese sentimiento mutuo de complicidad en el odio. En cualquier caso, era un honor saberse su enemigo desde el amanecer hasta el anochecer, como en uno de esos duelos a espada o a pistola del siglo que más nos gusta a los dos, a usted más, es cierto, a mí ya ha dejado de gustarme, ahora, tras el incidente que ha arruinado todas mis expectativas, me empeño en ser un hombre de mi tiempo, me esfuerzo en tomarle el pulso a ese mundo que no he sabido comprender por aferrarme a códigos de conducta y conceptos totalmente desfasados. Ni usted ni yo lo comprendemos, es verdad, la única diferencia es que yo pagaré un alto precio por esa incomprensión y esa ignorancia, y usted parece que no, ya ve que el mundo no deja de ser injusto en esto como en tantas otras cosas. Las cosas han cambiado mucho, desde luego, y esto sé que usted no lo sabe, a pesar de que duerme con su modelo de pasarela pegada al culo todas las noches, usted no se entera de por dónde va el mundo en estos momentos. En su posición de privilegio, es hasta cierto punto lógico ese desconocimiento. Ya le digo que yo sólo lo he aprendido al final, me ha costado mucho obtener esa información. El amor de mi mujer, el respeto de mis fieles, la cordura, incluso, sí, la cordura, estoy dispuesto a perderlo todo con tal de comprender mi tiempo y el tiempo por venir, quiero formar parte de todo eso, no quiero quedarme atrás de nuevo, he entendido que se me ha concedido una oportunidad para conseguir ese conocimiento y esa capacidad de comprensión y quiero aprovecharla hasta las últimas consecuencias, por difíciles o complicadas que puedan ser. Vivo en un interregno de productiva infelicidad del que, sin embargo, no quiero desperdiciar ni un minuto. Me juego mucho en este lance. Algún día acabará todo esto y lo que tenga que vivir a partir de entonces dependerá de lo que haya podido cosechar en este tiempo de desolación y tristeza. No me importa lo que tenga que perder. Es lo de menos. Cualquier sacrificio es bienvenido para defender una causa que sólo mi amigo Attali supo anticipar y yo, por ceguera y ambición, me negaba a entender hasta ahora.

Pero no se equivoque. No le escribo sólo para hacerle saber que ya no le odio, que ya no le considero un enemigo, ni en lo personal ni en lo ideológico, estas diferencias carecen ya de valor para mí, no somos tan distintos en lo esencial, hasta el punto de que podría considerarlo incluso un aliado vital a poco que usted abandonara ciertas posiciones públicas y se prestara a entender los nuevos presupuestos políticos que aún no ha llegado el momento de compartir con usted. Y no es sólo que me haya liberado de la sospecha de que usted no tuvo nada que ver con la conspiración que urdieron mis enemigos de todo el mundo contra mí. No, no es esto sólo, por desgracia. Escúcheme bien. No era usted, mi querido Sarkozy, quien más iba a ganar con el escándalo que arruinaría mi imagen ante el electorado y la opinión pública. Ahora lo sé. Otros tenían mucho más que ganar. Alemania y Estados Unidos e Israel y el Reino Unido y hasta el maldito Gibraltar. Todos han ganado con mi fracaso. Mucho más que la Francia que amamos en lo más profundo de nuestro corazón. Nadie quería admitir mis propuestas económicas para evitar el daño a Grecia, un daño inicuo e innecesario. La tragedia griega, como me gusta llamarla para irritar a mis escasos confidentes. No saben lo que se está preparando, no tienen ni idea de lo que sucede en el mundo, han perdido el control de la situación y siguen haciendo pomposas declaraciones que sólo agravarán la situación. Yo quise evitar la catástrofe y me cazaron como a una alimaña en una granja de gallinas. No me pregunte quién lo hizo, no lo sé a ciencia cierta, pero sí sé que me avisaron días antes de lo que me pasaría. Recibí un anuncio al que no supe prestar la atención debida, me falló el instinto de conservación y caí en la trampa como un colegial. El cepo me había atrapado con fuerza, me habían interceptado en pleno vuelo y alguien me lo había anunciado con antelación. Debería haber tomado medidas para evitarlo. Pero no lo hice. Ése fue mi único error. Por una fatalidad que sólo puedo atribuir a mi carácter, confiado en exceso, no supe entender el mensaje a tiempo.

Mis enemigos habían triunfado. Ya no volaría a la reunión prevista para convencer a los ministros europeos de modificar la política que cercaba a Grecia como los griegos antiguos cercaron Troya, según la leyenda, en la prehistoria de nuestra civilización. Esa herida sangra aún y ni usted ni yo, por mucho que escenifiquemos en público nuestro enfrentamiento, podremos alcanzar nunca la gloria de aquellos héroes y aquellos guerreros que han alimentado durante siglos nuestro ideal de grandeza y de nobleza cuando no debían hacerlo. No eran un buen ejemplo, no entendían nada de valores cívicos. No eran más que unos bárbaros sedientos de sangre y de sacrificios, de masacres y de cadáveres, adoradores de dioses feroces y crueles, como lo somos nosotros y todos los que gobiernan las instituciones con las que mantenemos relaciones y establecemos acuerdos. Bárbaros capitalistas dispuestos a todo con tal de imponer sus criterios de eficiencia y rentabilidad, al precio que sea, sobre una realidad compuesta de personas de carne y hueso, personas necesitadas y débiles, y no sólo de intereses y beneficios. Eso somos usted y yo, y el presidente de la comisión, y el presidente del banco central, y todos los demás comparsas de este poder incontrolable que acabará, más tarde o más temprano, con toda forma de vida en la tierra. Esto me dijeron en la extraña reunión en la que me avisaron de mi dramático destino. Me dijeron que la tragedia debía cumplirse y yo debía ser sacrificado para que la tragedia del asedio al pueblo griego se pudiera realizar con impunidad, hasta el último acto, como había sido programado en las más altas instancias. Se lo cuento para que sepa que no le culpo de lo sucedido. Sé que no tuvo usted nada que ver en ello, a pesar de todas las evidencias en su contra, no está usted implicado en lo que me ocurrió en ese maldito hotel regentado por alguien que presume ante los demás de ser su amigo íntimo. No importa. Yo le absuelvo de mi desgracia. Es usted todo lo inocente que se puede ser en estas circunstancias, siga viviendo en paz y durmiendo tranquilo en un mundo que nunca alcanzará a comprender en todas sus dimensiones. Créame, soy todo lo sincero que puedo ser al decirle esto. No le oculto nada. La información que poseo en exclusiva me permite hablarle así, sin circunloquios ni fingimientos.

Imagínese ahora, si la gestión del gobierno no ha embotado del todo sus facultades mentales, una estación de metro subterránea donde se han reunido clanes y grupos de todo el país para expresar a gritos, sabiendo que nadie podría oírles fuera de esa estación abandonada, todo su rechazo y su odio y su asco ante la situación creada por el sistema financiero mundial. Imagínese el ruido ensordecedor de la masa, los alegatos de guerra, las protestas viscerales y los eslóganes ultraviolentos que se oyen allí contra nosotros, contra el fondo monetario y contra los gobiernos de las grandes potencias y contra las comisiones y los ministerios y los bancos involucrados en el desastre. Están equivocados, gritan sin contención. Están todos equivocados. Los bancos, equivocados. El fondo, equivocado. Los gobiernos, equivocados. Todos están equivocados, según proclamaban estos salvajes con aullidos y gritos que a usted mismo le pondrían la carne de gallina si los hubiera tenido tan cerca como los tenía yo, sintiéndome un intruso en medio del clamor popular. Y no me consideraba un valiente por estar allí, aguantando aquello. No tome estas palabras como una presunción de virilidad frente a usted, no es ésa mi intención al contarle mi experiencia. Todos se han equivocado en esta crisis, en sus previsiones y en las soluciones. Equivocado en todo y del todo. Ése es el mensaje unánime que puedo escuchar repetido por miles de bocas indignadas, mientras avanzo con dificultad entre los cuerpos allí congregados para poner fin a todos los desmanes y los errores que hemos cometido en estos años. Toda aquella gente amedrentaba con su actitud desafiante al enemigo encubierto que caminaba junto a mí. Toda esa gente sabía muy bien lo que quería y se había preparado para conquistarlo, armada con bates de béisbol y latas de gasolina, con palos de hockey y bastones, porras y pistolas y escopetas, vestida con todos los disfraces de perdedores y parias que la humanidad ha imaginado a lo largo de la historia para encubrir la vergüenza de la derrota total, del fracaso absoluto, de la bancarrota. Todos esos representantes de mundos marginales y miserables, favelas de vida fabulosa que usted no conoce más que por las películas o la televisión y que se extienden por el mundo como una metástasis cancerosa. Ya las hay en África y en Asia y en América y también en Europa, sí, en la vieja Europa, donde deberían empezar a prestar más atención a estos fenómenos de agrupación en la carencia extrema que amenazan ya, como sabe, la estabilidad social de nuestras precarias democracias. He visitado algunas, créame, no le gustaría saber lo que ahí piensan de nosotros, desde luego les importa muy poco lo que pensamos de ellos. El olor es el mismo, en esas sórdidas barriadas y en la promiscua masa de cuerpos apretados unos contra otros que atravieso como una barrera de contención para acercarme al estrado. El olor de la pobreza congénita y de la comida de los pobres y de la suciedad de los pobres y de los detergentes de los pobres y de la ropa de los pobres y las casas de los pobres, olores a cocina étnica y a comida tradicional de pésima calidad. Tengo estómago, siempre lo tuve, por eso me aguanto la arcada y pienso que esta gente, obviando todo lo que nos separa, ha querido invitarme esta noche, antes de condenarme como un idiota al desahucio moral, para parlamentar y comunicarme el plan de urgencia que han concebido entre todos, en asambleas convocadas en todo el mundo, en plazas urbanas y en foros de internet, para tratar de impedir que el mundo prosiga la deriva autodestructiva en que lo ha sumido la situación económica. Un decálogo infalible de soluciones a la crisis, eso me dice el líder parlanchín y gesticulante, un barbudo sudoroso que habla un inglés cavernario, entregándome en presencia de sus correligionarios el maletín metalizado que contiene las demandas venidas de todas partes como una voz única de indignación universal y las respuestas elaboradas por él y algunos reconocidos expertos para lograr un mundo más justo y equitativo, sin infamias flagrantes como la de Grecia, me dice ahora, guiñándome un ojo, antes de afrontar en poco tiempo la necesidad impostergable de una revolución. Esta palabra mágica el líder de todas las bandas y grupos presentes la repite en todo momento, como un mantra leninista, enfatizando con su mala pronunciación la separación entre el prefijo y el resto de la palabra, ese descabezamiento simbólico enfervoriza a la masa cada vez que se produce y es como si la idea material de la revolución se traspasara entonces de boca en boca, sílaba a sílaba, como una consigna subversiva que prende la mecha de sus acusaciones y quejas. El líder preconiza la instrucción del lumpen, el inmigrante y el excluido como la tarea política más relevante del nuevo siglo. Quién de entre todos vosotros quiere pertenecer al pasado, que levante la mano y será fusilado con nuestro desprecio. Risas y abucheos, aplausos y proclamas estentóreas. Este discurso incendiario y esta reacción explosiva consiguen asustarme al principio, lo reconozco sin rubor, como burgués y como mandatario, pero la excitación colectiva es contagiosa, no soy insensible a esa clase de estímulos y experiencias, más bien al contrario, siendo un individualista con conciencia social, los momentos orgiásticos de cualquier sublevación colectiva me atraen tan poderosamente como mis orgasmos privados. No se escandalice con mis palabras. Como comprenderá, en mi situación es fácil sentirse más allá de los tabúes corrientes. La franqueza expresiva es mi nueva racionalidad, no me queda otra opción. Lástima que no pueda aplicar los beneficios de ésta a la vida política, esa terapia sería saludable, el sistema se hunde, está podrido y nadie cree ya en él. Se requieren líderes que hablen con libertad, sin ataduras institucionales, despojados de la obligación de ser políticos responsables y moderados. Se necesita con urgencia un discurso más radical y menos complaciente sobre el estado de cosas. Y ese estrafalario mitin, se lo aseguro, fue uno de esos momentos cenitales en que uno siente de verdad en todo el cuerpo que las cosas podrían cambiar y ser de otro modo si nosotros, los que gobernamos el mundo velando sólo por nuestros intereses y los de nuestros poderosos amigos, no estuviéramos al mando para impedirlo. Y la gente está aquí, siento su peso y su fuerza gravitando sobre mí, aplastada contra las bóvedas y paredes estrechas de esta estación de metro clausurada, como en muchos otros lugares del planeta en ese mismo momento, dando testimonio de pertenencia a la multitud de los desfavorecidos, dando cuerpo a una nueva clase social y a una nueva categoría política, monstruosa, si la observamos con mirada clásica, demagógica, si la juzgamos con criterios partidistas, pero con un porvenir prometedor si sabemos canalizarla entre todos con inteligencia en la dirección conveniente.

Y cuando salgo de ahí, convencido de que ese mitin tumultuoso y clandestino podría servir para algo bueno, lleno de expectativas y con un nuevo sentimiento de alegría sobre el curso de la situación, como si mis enemigos tuvieran información privilegiada sobre mis movimientos y relaciones, caigo al día siguiente en la sucia trampa de la bruja africana, esa víctima falsaria, una grotesca marioneta en manos de algún poder superior, sin duda, y me roban el maletín, sin que logre saber ni cómo ni cuándo ni mucho menos quién, y con él la gran esperanza de toda esa gente, depositada en mí como una fortuna millonaria en una caja de seguridad suiza, sé que entiende por qué no puedo verlo de otro modo. Les he fallado a todos. Usted conoce bien esa sensación universal de derrota y por eso puedo compartirla con usted sin temor a equivocarme de nuevo, aunque en mi caso el trago sea mucho más amargo, lo comprenderá con facilidad. Sepa que fueron esos hombres mugrientos y esas mujeres desarrapadas que se movían por el subsuelo de la ciudad como si fuera su nuevo reino y ellos una nueva fuerza desatada de la naturaleza, huyendo a toda prisa por los túneles del metro con una agilidad asombrosa cuando la policía apareció para dar por terminada la reunión con una violencia inaudita, la violencia impotente de la máquina que se sabe condenada a la inutilidad y el desuso, fueron ellos mismos, formando un coro inesperado, los que me advirtieron en numerosas ocasiones de la amenaza que se cernía sobre mí como un ave de presa, como si conocieran de antemano el riesgo que corría por entrar en contacto aquella misma noche con sus líderes revolucionarios y sus legiones de seguidores. Alguien los había denunciado también, pero tuvieron tiempo de avisarme de lo que me pasaría y de encargarme esa misión trascendental que se reveló imposible. Me dijeron que tuviera cuidado, que me estaban vigilando, que me había vuelto peligroso para los intereses de los consorcios, las corporaciones, el gobierno americano, algunos gobiernos occidentales y la mayoría de las instituciones económicas y financieras. Esa vigilancia sigue hoy, día a día, como un cerco constante a mi persona y a mi vida en general. Los que me vigilan a todas horas temen que cada vez que salga a la calle entre en contacto de nuevo con ellos y me haga eco de su indignación y de las delirantes propuestas que defienden para acabar con el dominio planetario de la economía neoliberal. Imagino que el valioso maletín, por desgracia no tuve tiempo de abrirlo para conocer su verdadero contenido, acabaría en el fondo del río Hudson. Sería lo mejor, sin duda. La idea de que haya podido caer en manos de alguna agencia de inteligencia, nacional o internacional, me hace estremecerme aún cuando lo pienso. De ser así, podrían usarlo para fines que ni a usted, amigo Sarkozy, ni a mí, por supuesto, nos beneficiarían en absoluto, aunque no llegara a saberse nunca nuestra vinculación en este asunto.

Le ruego, entre tanto, que tome en serio mi declaración sincera de amistad y camaradería y haga algo de inmediato por evitar el desastre hacia el que todos nos encaminamos. No sueñe con una nueva presidencia si no ha resuelto los fatídicos problemas a los que el mundo se enfrenta y que podrían arrastrarlo a la ruina total. No permita que el pueblo griego sea sacrificado impunemente en nombre de una entelequia financiera. Téngalo en cuenta y téngame a mí por un aliado fiel y un asesor de la causa. Todos saldremos ganando con ello.

Atentamente,

El dios K

P. S.: Tengo serias sospechas de que el individuo que, aquella noche de mediados de mayo, ejercía como líder y orador principal en el mitin de la estación de metro es un filósofo mediático de origen centroeuropeo, si no me equivoco, residente en Nueva York desde hace años por razones más que dudosas. Creo haberlo visto en televisión alguna vez, aunque no pueda acordarme de su nombre. Es un hombre muy peligroso para nuestros intereses. Escuchándolo mientras aleccionaba a la multitud a base de chistes groseros y soflamas grotescas comprendí que había transformado su locura en pensamiento.

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