Karnaval

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DK 44

LA DOBLE MUERTE DEL DIOS K

Los dioses de este mundo mueren cuando la gente deja de creer en ellos o en su poder benéfico. Primero languidecen durante un tiempo, arrastrando una existencia al borde de la risa, perdiendo gradualmente el favor de los más crédulos, y luego ya se debilitan y perecen, desapareciendo incluso el recuerdo de los que alguna vez creyeron en ellos. Ha sucedido tantas veces en la historia que no representa nada nuevo ver a un dios borrarse de la conciencia pública como una bombilla que se funde o una estrella que de repente se sale de la órbita y se esfuma en el espacio sin dejar rastro. Así el dios K. Pero morir, en su caso, significa también recuperar la condición humana, esa misma que el dios K había abandonado, siendo aún muy joven, para poder adentrarse invulnerable y desafiante en las esferas más elevadas de la actividad profesional y los círculos más encumbrados de la vida social. Es verdad que todos los crímenes cometidos en su nombre en el último decenio han intentado preservar la raíz psíquica de su culto, arraigada tanto en el terror como en la admiración. Pero la abundante sangre de esos asesinatos en serie no ha servido para nada en un mundo repleto de actos atroces que se disputan la caprichosa atención de los medios. Tampoco su muerte, todo sea dicho, ha logrado concitar un gran interés informativo.

El dios K está sentado a la mesa, solo, en el comedor de su casa. Está a punto de comenzar a cenar. Ha pedido que dejaran abierto el balcón que da a la hermosa plaza de Los Vosgos. Demacrado y parsimonioso, se agacha con dolor para sorber la sopa de la cuchara que hunde cada poco en el plato. Una sirvienta vigila sus ralentizados movimientos de pie, desde la puerta, sin moverse, esperando alguna instrucción. De pronto se queda quieto, levanta la cabeza y comienza a gritar como si hubiera visto algo entrar por la ventana, algo que sólo él puede ver. Poco después sigue tomando la sopa, a desgana, con cucharadas cíclicas, con la espalda encorvada y la cabeza a un palmo del plato. Al cabo de un rato, se detiene de nuevo, con la cuchara llena de sopa y la cara escudriñando el contenido del plato, como si algo en el fondo del mismo lo inquietara con su presencia. Se mantiene en esa posición de inmovilidad durante cinco minutos. Luego, como enfadado, golpea la cuchara en el plato y la deja caer después, con estruendo de porcelana y metal, salpicando el mantel y parte de la ropa. Trata entonces de levantarse de la silla. El gesto es inútil. Tras intentado en vano varias veces seguidas, se queda absorto mirando el balcón abierto por el que se ve la sombría arboleda, agitada por un viento repentino, y por el que penetra un silencio sobrecogedor, la voz del vacío que invade la plaza a esta hora de la noche, y vuelve a gritar, como si se sintiera amenazado. Con uno de los brazos barre la mesa, sin dejar de gritar, y arroja todo el contenido al suelo, el plato lleno de sopa, el vaso de agua, el tenedor y el cuchillo y la servilleta. Sólo ha conservado un trozo de pan en la otra mano. La sirvienta no se atreve a dar un paso mientras él no se lo pida y se limita a observar, con la mayor seriedad, las acciones seniles del señor. Este se ha inclinado ahora en la silla hacia el lado donde ha caído el plato hace un momento y lo mira fijamente, el plato volcado boca abajo y la sopa expandiéndose hasta formar un charco repulsivo en el suelo. Mientras permanece vigilando el estancamiento del líquido, comienza a arrancar, de manera automática, pedazos de pan y a tirarlos dentro del charco. Después de un rato se aburre de hacerlo y se queda ensimismado mirando el charco donde flotan las migas antes de volver a la posición anterior. Echa hacia atrás la cabeza y cierra los ojos. Pasa una hora y no se mueve y la sirvienta tampoco se atreve a hacerlo, con el miedo de que se despierte y al no encontrarla allí la regañe y quizá la despida. Pasa otra hora y nada cambia en la habitación. Cuando despierta, mira el reloj y comprueba que la criada se ha ido sin su permiso. Descubre, sin sorpresa ya, las huellas de los pies descalzos de una pequeña criatura que salen del charco de sopa y dejan en el suelo de parqué oscuro del salón un rastro diminuto de pasos que se pierde en una de las paredes del fondo, como si la atravesara hacia la habituación contigua. Grita aterrorizado, una vez más, y se lleva las manos al pecho antes de derrumbarse sobre la mesa despejada con la cara vuelta hacia la pared donde se interrumpen las pisadas.

El dios K murió discretamente unos meses después, acompañado de una enfermera joven y, como siempre, de su fiel Nicole, quien mantuvo asida la mano derecha del dios K mientras una agonía más violenta de lo anunciado por los médicos torturaba con sadismo los patológicos restos de vida que subsistían en ese cuerpo devastado hasta el último segundo de aliento, aquel en que su cuerpo sucumbió a la inmovilidad definitiva. La versión oficial mencionaba la parada cardíaca como causa eficiente de la muerte. No obstante, los meses de sufrimiento de ese cuerpo se habían traducido en una descomposición interior de tales proporciones que resultaba difícil establecer una causa única de la defunción. Antes de morir, el dios K vio proyectarse en su cerebro la película de su vida. Una película más larga de lo habitual, más parecida, en efecto, a una serie de televisión en varios episodios que a un largometraje de exhibición corriente. Toda esa vida, habrá pensado el celoso montador, no podía resumirse así como así en unos cuantos sucesos y anécdotas intrascendentes. Y tomó la decisión de hacérsela pasar íntegra, sin escatimar ningún detalle. Hasta para el dios K, en sus últimos momentos, fue excesivo el peso de su vida. El peso de los episodios de su vida. Los amorosos tanto como los profesionales. Las mujeres, una tras otra, poseídas o sólo deseadas, entregándose sin rechistar o resistiéndose al principio para luego claudicar de mala gana a sus imposiciones. Era agotador. Esa proyección lo estaba rematando. Qué absurdo, qué sentido podía tener revivir todo eso en la memoria y, aún peor, vivirlo de nuevo, si la gracia del retorno, como a todos los dioses de la historia, le fuera concedida. Pero también estaban las otras, por desgracia, las mujeres muertas, asesinadas por el psicópata que usurpaba su imagen y la degradaba aún más ante la opinión pública. Ahora podía verlo, consumando sus crímenes con una frialdad y una apatía inhumanas, encarnizándose con sus víctimas con la misma crueldad con que la muerte se ensañaba con su maltrecha anatomía, quién era este carnicero despiadado, el perfecto reverso del gran seductor, el gran conquistador de la muerte, el tenebroso semental de los cadáveres destripados o descuartizados. Veía su rostro con nitidez y no parecía reconocerlo al principio, la fiebre y el malestar no le permitían recuperar esa imagen con la misma facilidad con que lo hacía con otras. La gloria de esas mujeres, toda una galería de cuerpos rendidos al servicio de la belleza y el placer de los sentidos, poseída por el dios K en la intimidad más gozosa de los dormitorios como alimento básico de su divinidad, se veía ahora ensombrecida por los crímenes satánicos del doble siniestro que también se proyectaban en su cabeza con exactitud forense y realismo escabroso, superponiéndose por momentos en una amalgama que habría deleitado a muchos cineastas morbosos, más enamorados del chorro de sangre manando del cuerpo mutilado que del chorro de semen y flujos que celebra con su profusión un encuentro carnal. Se es libertino hasta la muerte, y el dios K, un glande con cerebro, como lo llamó con descaro una de esas mujeres seducidas o forzadas a la seducción por su insistencia, lo es sin ninguna duda, hasta el límite de sus fuerzas, pero las imágenes abyectas de los sacrificios de las mujeres le estaban amargando los últimos segundos de vida, aquellos con que pretendía despedirse de este mundo llevándose un gratificante álbum de recuerdos eróticos con que solazarse en el otro mundo, tan descarnado y aséptico. Vio por última vez la cara amorfa del asesino, esa cara bestial, ese rostro odioso y abominable, y la reconoció enseguida, a pesar del velo borroso o el desenfoque intencionado que la difúminaba hasta feminizarla. Antes de expirar, pidió un papel para poder anotar el nombre del culpable. Sería la expresión de su última voluntad en la tierra. Denunciar al asesino de mujeres más sanguinario de la última década, un degenerado exterminador del género. Con pulso torpe y mano temblorosa, en medio de los estertores más angustiosos, anotó el negro garabato de un nombre impronunciable en el papel amarillo y luego dejó caer la estilográfica al tiempo que cerraba los ojos y cesaba la respiración y su cuerpo, ya en avanzado estado de putrefacción interna, se encogía y comenzaba a descomponerse en el exterior de manera acelerada hasta quedar reducido, con el transcurso de los minutos y las horas, a una masa repugnante y fétida donde apenas si se distinguían los rasgos faciales o la conformación somática. La enfermera, horrorizada y asqueada por la fulminante descomposición del cuerpo del enfermo, se persignó antes de abandonar corriendo la habitación para ir a vomitar y tratar de serenarse en una habitación vecina. Impávida, Nicole, a solas con el cadáver irreconocible de quien había sido su marido, entendió la nota manuscrita, al principio, como una muestra característica de la locura del dios K. Un despropósito irónico que le provocó una sonrisa involuntaria que se transformó de pronto en una mueca de espanto. Una broma póstuma del destino, eso es lo que era en realidad esa nota. Consignado en el papel, con caligrafía demente, el nombre del autor de todos los crímenes. El Emperador. No podía ser otro. Su viejo aliado.

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