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DK 14

CUENTO DE VERANO

Pero ¿quién es esta Virginie que detectives e investigadores de todo el mundo tratan ahora de localizar con urgencia por encargo de la artera Nicole? ¿Es esta Virginie un fantasma erótico que sólo aparece en los peores momentos para recordarle al dios K todo lo que no puede tener? ¿El único objeto sexual que codició y se negó a ser poseído por él? Ojalá fuera tan fácil. Esta interpretación, de ser aceptada por DK, le causaría un alivio inmediato y no el desgarro perseverante que a menudo amenaza con acabar con su vida, tan carente de consuelos. Decir que no la tuvo nunca es falso, otra cosa es que el resultado final del asunto, dadas las circunstancias, no fuera el que se esperaba. En sus reflexiones recientes sobre el patrimonio y la propiedad, revisando argumentos sostenidos en otra época, el dios K ha llegado a la conclusión casi definitiva de que el hecho de tener y poseer, fundamento elemental del sistema capitalista, ya sean bienes, dinero o personas, representa el peor mal que puede acaecerle a un ser humano. Ese afán de posesión, ligado también a la esclavitud y la explotación del trabajo, es el verdadero causante de la desgracia universal.

El recuerdo de Virginie es, para la víctima de sus numerosos encantos, lacerante como una quemadura de ácido sulfúrico que asciende por el muslo, arrasando sin piedad todo lo que encuentra a su paso, y no se detiene hasta llegar al pecho y abrasar el corazón. ¿Cuándo sucedió? ¿Verano del 75? El dios K, que acababa de doctorarse y era ya la más joven promesa de la economía y la universidad francesas, vivía lo que, en opinión de cuantos sabían de su existencia, podía considerarse un romance apasionado con la recién divorciada y muy atractiva Sophie, madre de Virginie, una alta funcionaria de la embajada francesa en Roma diez años mayor que él, y decidieron pasar juntos, para conocerse mejor los tres y profundizar su relación, según decían, un mes de vacaciones en las islas Seychelles, cuando era aún colonia británica, sólo les faltaba un año para liberarse de ese yugo anacrónico y se notaba entre la gente la ansiedad y la ilusión del cambio político que se avecinaba. Por un afortunado error de la agencia de viajes, acabaron en una extensa urbanización de búngalos de lujo (Lemuria Crescent) situada cerca de Grande Anse, en la isla de Praslin, la más turística de todo el archipiélago, según les dijo Max, el representante de otra agencia que fue a recogerlos al diminuto aeropuerto isleño para trasladarlos a su nueva residencia en la costa al fallar en el último momento la reserva de la inicialmente contratada, más en el interior de la isla, muy cerca del Parque Nacional del Valle de Mai, donde la madre y la hija, grandes aficionadas a los misterios de la vida natural en todas sus manifestaciones, habían planificado realizar diversas excursiones. Sí, cómo olvidarlo, fue el verano del 75, el verano de Tiburón. El verano del tiburón, así podría llamarlo también, con ironía intencionada, Virginie, víctima incruenta aquel verano memorable de otro depredador de piel neutra y negras pretensiones. Sí, esta misma Virginie había estado en julio en Nueva York estudiando inglés a conciencia en una reputada academia, después de pasar todo el curso escolar recluida en un colegio privado de Cambridge, Massachusetts, y vio la exitosa película en su estreno del 4 de julio con Tom, un novio neoyorquino muy guapo y alto, de padre italoamericano y madre sueca o noruega, que tenía la doble manía, como muchos de su especie cultural, de no bañarse nunca, bajo ningún concepto, proclamándose con cierta ironía objetor de conciencia en materia de higiene, y analizar secuencia a secuencia, plano a plano, era agotador, las decenas de películas que veía a la semana, solo o con ella, de todos los géneros y nacionalidades, incluso en la cama, según contaba Virginie, después de hacer el amor incontables veces en una sola tarde. ¿Hacer el amor? Por Dios, a los quince años y con un tipo que le doblaba la edad. Hasta dónde puede llegar la hipocresía y la indecencia del lenguaje en estos tiempos, se preguntaba Sophie en voz alta sabiendo que nadie querría responderle. Esta diferencia semántica y no otra cosa más oculta fue el motivo de escándalo constante con la madre de Virginie, una progresista moderada, y las dos andaban de uñas todo el tiempo por culpa de esa historia de amor adolescente con el aspirante a director y cinéfago empedernido. El dios K, cada vez que las dos empezaban a discutir a gritos, abandonaba la habitación donde estuvieran para evitar verse envuelto en una pelea que sólo podría perjudicar sus relaciones con la madre, a la que cada vez deseaba y soportaba menos, temiendo ser descubierto. Su mayor problema en aquel momento consistía en idear una buena estrategia con la que disimular ante la celosa Sophie lo que había comenzado a sentir, sin poder evitarlo, por Virginie desde que la vio descender del avión en París procedente de Estados Unidos. Habían ido la ilusionada madre y su nuevo amante a esperarla en la pista de aterrizaje del aeropuerto Charles de Gaulle y allí estaba ella, recién bajada del cielo, como una rubia aparición de belleza apolínea en medio de un paisaje industrial de una fealdad funcional insoportable, bajando cada escalón de la escalerilla con una gracia inimitable, como si todo el mundo no pudiera hacer otra cosa en la vida que mirarla mientras meditaba cada uno de sus negligentes pasos al borde del tropiezo o la caída mortal al vacío. Se había obsesionado con ella durante los días posteriores, en los complicados prolegómenos del viaje y en el viaje mismo, con algunos episodios equívocos en el largo vuelo de Air France dignos de una picara comedieta de entonces. La primera noche en la isla, tras la cena fría en la terraza del búngalo de asombrosas vistas a la bahía, comenzó a coquetear con él, a pesar del cansancio, cada vez que su madre se ausentaba unos minutos por cualquier razón. Estaba claro que a la niña Virginie le gustaba el joven amigo de su mamá, quizá porque fuera el amigo de mamá o quizá no, tanto como parecía gustarle a mamá, desde luego, y, a juzgar por el insistente tenor de sus preguntas, sentía una gran curiosidad por sus actividades. Todas sus actividades, públicas y, en especial, privadas.

Entre estas actividades, la menos llamativa para la niña curiosa sería la absorbente lectura de El pueblo del ojo (Le peuple de l'oeil), un polémico y voluminoso tratado recién publicado por una editorial minoritaria y firmado por Claude Hermet, un disidente del marxismo y un socialista heterodoxo a quien el dios K respetaba sin admirar hasta el punto de que se compraba sus libros cada vez que aparecía uno nuevo pero nunca lo citaba en público ni lo recomendaba a nadie, como si quisiera guardarlo celosamente para sí, siguiendo una práctica muy habitual en los medios intelectuales. En este último libro, Hermet abordaba con gran ambición de perspectiva y rigor académico una historia de la idolatría en todas las culturas y regiones del mundo fundándose en la idea de que la hipertrofia del sentido de la vista era el fundamento, desde la antigüedad hasta el presente tecnológico, de cualquier forma de culto idólatra. La tesis del libro era que los idólatras de todo el mundo, a pesar de sus diferencias superficiales, habían conformado durante siglos un pueblo único, unido a pesar de las distancias geográficas y las disimilitudes culturales en la adoración total de las creaciones del ojo y que el capitalismo y la sociedad de consumo, que habían establecido la idolatría a las imágenes como programa de su expansión mundial, constituían el avatar histórico más consumado de esta idolatría. En opinión de Hermet, el «pueblo del ojo» y el sistema capitalista, su forma de organización preferida, sólo podían ser combatidos eficazmente por un ideario iconoclasta, es decir, contrario a cualquier veneración de los signos corruptos de lo visual. Desde luego, Hermet lograría intrigarlo y fascinarlo, día tras día, apartado durante unas horas de las dos mujeres de su vida de entonces, con el asombroso despliegue de sofismas intelectuales sobre economía, religión y política, eruditas licencias mitológicas, exégesis insólitas de la «historia telúrica», como la llamaba, y paradójicas construcciones filosóficas y matemáticas. Y le permitiría, sobre todo, distraerse de sus perturbadoras preocupaciones afectivas y sexuales y mantener ocupada su hiperactiva inteligencia, al menos por unas horas, en asuntos de superior trascendencia. Sin embargo, por más que esta exigente obra de más de mil páginas de apretada tipografía parecía ofrecerle en apariencia una oportunidad para evadirse de la realidad circundante lo enfrentaba, al mismo tiempo, a uno de los dilemas más enredados de su vida. ¿No era esta adorable Virginie, al cabo, un ídolo absoluto en el sentido que daba Hermet a este concepto? ¿No ocupaba el ondulante cuerpo de esta criatura de perdición un elevado puesto en el escalafón de la idolatría material tal como lo entendían no sólo las culturas monoteístas mediterráneas, en su variante judeo-cristiana, mazdeísta o islámica, como puntualizaba Hermet, sino también algunas culturas de Asia? Para el dios K, la respuesta era afirmativa, sin ninguna duda. Y la voz en off de Hermet, a pesar de todas las discrepancias y desacuerdos con él, emitida como una advertencia grave desde las densas páginas del libro, constituiría para él, durante todos esos días y noches de confusión febril, una suerte de superyó tácito, una llamada insistente o invitación alternativa a salirse del guión prescrito por los rituales de la idolatría y el fetichismo politeísta estudiados a lo largo de los siglos por el intachable erudito Claude Hermet. Lo que no habría adivinado nunca Hermet, ninguna de sus múltiples scienzas antiguas o modernas lo habilitaba para ello, ni el dios K sabría hasta apurar el último sorbo, más bien amargo, de la aventura índica, es que su papel de adorador en ese guión le atribuía, sin distinción, los rasgos simétricos de la víctima y el verdugo.

De modo que DK, con astucia de viejo seductor, comenzó a llevar un diario de sus vacaciones estivales, a partir de la segunda semana de estancia en la urbanización Lemuria Crescent, con el fin de atraer la atención de Virginie y hacerse más interesante y profundo a los ojos de esta impresionable jovencita. Gran aficionado a la literatura clásica, el dios K contaba entre sus lecturas muchos modelos de los que extraer lecciones psicológicas y sentimentales para rendir de admiración y deseo a su caprichosa quinceañera de piel traslúcida y voluptuosa silueta pero escasa inteligencia. Escribía cada tarde en su diario, sentado en la terraza para que todos pudieran verlo en ese instante de intimidad onanista, fingiendo mientras lo hacía una intensa concentración, como si la construcción de cada frase surgiera de la aplicación de todas sus facultades mentales y del examen meticuloso de sus emociones más honestas, y no, como era frecuente, de la reiteración de lugares comunes y estereotipos amorosos apenas modificados por la rebuscada sintaxis o el léxico elegido. Al terminar de escribir, con gesto serio e insatisfecho, como si aún no hubiera hallado el estilo adecuado para expresarse, procedía a guardar el cuaderno en un cofre privado encerrado bajo llave en el armario del dormitorio principal, con un ceremonial clandestino de calculada lentitud que sólo pretendía atraer aún más la atención de Virginie, destinataria principal de la representación, hacia los secretos y misterios de la tortuosa vida interior de su autor, cifrados con signos convencionales entre sus inaccesibles páginas. Así fue como, en menos tiempo del que pensaba, consiguió cautivar la imaginación romántica e indiscreta de Virginie con los amañados productos de su escritura autobiográfica. Al cabo de unos días, pretextando excusas cada vez más ridículas, Virginie se las arreglaba para quedarse sola en el rosado búngalo que compartían, mientras él y Sophie iban a la playa a bañarse por la mañana o a pasear al atardecer, cogidos de la mano, por los senderos del bosque tropical que rodeaba la urbanización en pos del maravilloso loro negro, del que todo el mundo les hablaba en la isla como si verlo juntos garantizara un futuro de felicidad a los enamorados, o de compras, después de coger un folclórico autobús de línea, a la cercana población de Grande Anse. Fue así como, en sesiones de intensidad variable, Virginie pudo devorar, sin ser molestada, las apasionantes y apasionadas páginas de un breviario de vivencias en el que el dios K, con gran picardía psicológica tanto como retórica, consignaba sentimientos, sensaciones y reflexiones, a veces fulminantes, de una o dos líneas como máximo, en torno de un objeto amoroso único que nunca se nombraba por pudor, o por precaución, de otro modo que como V., pero que sí se describía una y otra vez, hasta la exaltación pasional y mística, con maníaco detalle, como homenaje, según decía, a la belleza inaprensible y fugaz de la carne. Los ojos, los labios, los tobillos, los pechos, las rodillas, los pies, el vientre, la piel, el cabello e incluso la dorada pelusa de las axilas, a imitación de sus amistades particulares de Boston, o las pecas rojizas en ciertas zonas del cutis, idénticas a las suyas. Todo el rico repertorio lírico anatómico proporcionado por sus modelos literarios y culturales era explorado y explotado por el dios K en su cuaderno con minucioso placer y detenimiento al tiempo que ese despliegue verbal, en absoluto original, lo iba atrapando sin querer en una red de referencias veladas que traspasaba el deseo intenso por su objeto para arraigar en el fondo de sus sentimientos más acendrados. La cándida Virginie, por su parte, se reconocía y no se reconocía en la deliberada exageración del retrato realizado por el dios K, pero el efecto de esa lectura, a pesar de sus defectos de vocabulario, resultaba en extremo perturbador para ella, como el dios K no tardaría en comprobar, y actuaría de modo contraproducente en muchas de sus decisiones futuras, estableciendo para él una contradicción flagrante entre los medios empleados y los fines propuestos. Pues mientras la lectura del diario fortalecía de manera indudable el narcisismo de la adolescente, obligándola a mirarse en un espejo imaginario que le agradaba y desagradaba por igual pero al que se sintió pronto adicta, por todo lo que descubría en él acerca del impacto que podía causar en los demás, sobre todo si pertenecían al sexo masculino, pero no sólo, como sabía por experiencias recientes, y el poder real que eso le confería por encima de los otros, comenzando por su necia madre, esa imagen de V. recreada en el diario de DK, por su misma naturaleza ambigua, la alejaba al mismo tiempo de su propósito de poseer su cuerpo al forzarla a enfrentarse a un fantasma femenino con el que Virginie se identificaría cada vez más y al que desearía parecerse en todo.

Y el dios K supo enseguida que la estrategia de seducción había fracasado cuando la descubrió una noche revolcándose en brazos de otro, bajo un cielo tachonado de millones de guiños estelares, en la arena de la playa más próxima al búngalo donde se alojaban. En brazos de otro no. En brazos del «otro». Ese inglés cuarentón, bigotudo y fornido, de angulosas facciones y perenne camiseta a rayas, que decía llamarse Philip y residía en el búngalo vecino con un sospechoso compañero mucho más joven, una especie de efebo mustio y demacrado que casi nunca se dejaba ver durante el día, y al que DK, por una de esas perversiones adultas que son tan gratificantes como amargas para sus protagonistas, había designado desde el comienzo del juego libertino como el único rival en su lucha por la conquista de su niña endiosada a pesar de etiquetarlo, un poco a la ligera, como «invertido» sexual. Ver ahora a Virginie, completamente desnuda, en brazos de ese musculoso sodomita, indigno de su amor o de su deseo, más que enfurecerlo o irritarlo, como esperaba, logró excitarlo por una vez. Al menos pudo comprobar que Virginie no desempeñaba con su maduro amante de una noche el pasivo papel de la virgen violada por el villano repulsivo. Todo lo contrario. En el tiempo que duró el encuentro con el agraciado desconocido, en contra de lo que había supuesto, Virginie demostró unas cualidades innatas y una capacidad de iniciativa que enloquecieron aún más de pasión por ella al dios K. En cada uno de sus actos, calculados y efectivos, éste percibía, complacido, un excelente entrenamiento en la disciplina militante del amor libre. Por lo que veía, gracias a sus binoculares de gran alcance, dedujo que la quinceañera V. no había desperdiciado ni un minuto contable de su estancia americana, aprendiendo allí, durante esos nueve meses de confraternización contracultural con amigas y amigos de todo pelaje, conocimientos prácticos y técnicas eróticas más refinadas que las normas gramaticales del endemoniado idioma nativo. Con apenas veintisiete años, el dios K ya empezaba a conocerse en profundidad y a reconocer el carácter singular de sus debilidades y flaquezas y aceptaba esos vicios privados, sin hacer un drama moral, como compensación de sus numerosas virtudes públicas. Los amigos que más lo trataban en privado lo apodaban, no por casualidad, «DK el Oscuro». No le extrañó, por tanto, sentir nada de lo que sentía viendo a su amor adolescente estremeciéndose de placer bajo las groseras embestidas de un adulto que no la merecía en absoluto. Desde esa noche estelar, la necesidad de poseer a Virginie se volvió compulsiva. El dios K estaba dispuesto a recurrir a todo, excepto a la violencia, por supuesto, con tal de lograr su objetivo incoercible. Y dos días después, en una conversación íntima en la que arriesgó más de lo debido, se atrevió a chantajear a Virginie para obtener de ella el don superior con que la vida recompensa a los libertinos vocacionales y que no tiene nada que ver, pese a lo que suele creerse, con tabúes convencionales como la virginidad o la inocencia. Pero Virginie dio pruebas de poseer una malicia impropia de su edad, durante la tensa negociación entre los dos, al responderle que si contaba a su madre su insignificante aventura con el vecino maricón, ella le mostraría enseguida, para desviar su odio hacia él, el diario calenturiento que ocultaba en el armario del dormitorio y cuya escritura había decidido interrumpir tras la aventura en la playa con el despreciable desconocido al que, por fortuna, nadie había vuelto a ver desde entonces.

En los veinte días restantes de residencia en aquel búngalo paradisíaco del complejo urbanístico Lemuria Crescent, el triángulo amoroso compuesto por la madre, la hija y el amante de la primera y acosador de la segunda fue aguzando sus dilemas geométricos hasta alterar de manera irreversible su configuración original. En ese tiempo, para desesperación del dios K, Virginie no desaprovechó ninguna ocasión que se le presentaba de enriquecer el álbum sentimental y sexual que, a buen seguro, consultaría en el futuro para confirmar, al menos en una memoria repleta de recuerdos turbadores, que había vivido intensamente la juventud y, como ordenaba el imperativo de moda en la época, había disfrutado de un buen surtido de experiencias estimulantes. Un día el elegido fue Roy, un surfista local de cráneo rapado y torso cuadrangular que vivía en una tienda de campaña junto a la playa y le contó cómo unos días atrás había sido atacado por un tiburón tigre mientras regresaba agotado a la orilla tras fracasar en su intento de amansar una ola gigantesca y le enseñó, para impresionarla y tenerla así en su poder, o eso creía él, las feroces dentelladas en la tabla, unas marcas desiguales que si las hubieran hecho un dóberman o un pastor alemán no serían muy diferentes, o el dueño de la tabla, como pensó la incrédula Virginie, con un destornillador o una navaja bien afilada. Como era obvio, Roy no parecía capaz de entender que no era el coraje o la valentía ante los peligros de la vida lo que buscaba en él, no era la figura del domador o del héroe lo que deseaba poseer a través de su cuerpo, de modo tan efímero como vicario, sino algo mucho más difícil de explicar que de sentir y que algunos analistas designarían con el anticuado nombre de necedad o de estupidez, sin entender de qué modo ese rasgo mental expresaba para Virginie una comunicación inmediata con las fuerzas brutas de la existencia. La genuina simpleza de Roy resultaba disuasoria y anafrodisíaca para otras chicas más convencionales, pero no para la aventurera Virginie, que, con perspicacia inusitada, intuía en el surfista de complexión hercúlea, como en otros especímenes similares antes de él, una posibilidad de llegar con el cuerpo y la mente a zonas de abyección moral y física situadas más allá de todos los prejuicios culturales de clase superior en que había sido educada por culpa de sus padres y entorno. Así fue como el recio surfista y la quinceañera voluptuosa acabaron pasando toda una noche al raso, a pesar de la humedad tropical que impregnaba sus cuerpos desnudos con un suave rocío de intenso aroma vegetal, refugiados en un rincón apartado de la playa de arena blanca y reluciente bajo la luna llena de agosto. Las palmeras y los matorrales formaban una espesa muralla que los ocultaba de los otros residentes, más atentos a las incidencias de la peculiar climatología nocturna del lugar y a la anunciada lluvia de meteoros, pero no de los potentes binoculares del dios K, que, transformado en mirón desquiciado y burlando la estrecha vigilancia de Sophie, espiaba cada episodio de la fogosa aventura de su amor sin perder detalle con tal de poder reconstruirla mentalmente después, así fuera de manera fragmentaria, consumiéndose de envidia y de celos masoquistas, mientras consumía su ración matutina del sesudo tratado de Hermet. En efecto, Roy resultó ser un semental digno de una epopeya de la antigüedad, un amante de envergadura heroica, pero poco más que eso, según reconoció Virginie a DK, sumiéndolo en la perplejidad, cuando éste, impaciente por completar la información, se atrevió a preguntarle al día siguiente por las secuelas de la experiencia y obtuvo a cambio el relato pormenorizado de la misma. Nada más empezar, como un profesional, Roy había encendido el piloto automático de su erección más grandilocuente, dispuesto a batir alguna plusmarca sexual sobre el cuerpo postrado de Virginie, y no parecía cansarse nunca de montarla en la misma posición, ni siquiera cuando se le acabaron los preservativos y ésta le pidió, con voz entrecortada, que le concediera una tregua hasta la próxima vez. Le mintió para quitárselo literalmente de encima. No pensaba darle esa segunda oportunidad a un idiota maleducado que, en cuanto terminó la hazaña, se había dejado caer sobre ella con todo su peso y la estaba asfixiando. Si había una sola norma que Virginie se impusiera en sus correrías de ese verano, como observó con sorpresa el dios K al cabo de varias noches de seguir sus devaneos y le contó ella misma para torturarlo aún más, era la restricción de no repetir con ningún amante, por bueno que fuera, aunque esto le costara padecer privación por un tiempo y tuviera que consolarse manualmente, tal como le había enseñado no hacía mucho una amiga bostoniana, con el temor de que su madre, enemiga furibunda de la masturbación femenina, pudiera oírla gemir desde la habitación vecina.

Días después de la aventura con el surfista homérico, la agraciada fue una guapa estudiante de antropología, seis años mayor que Virginie, a la que conoció a mediodía en la piscina de agua salada de la urbanización, donde pasaba todos los veranos con sus padres y hermanos desde hacía años en un búngalo de su propiedad orientado al norte, con vistas a las montañas lejanas y la selva exuberante. A Isabelle le daba mucho miedo el océano, plagado de amenazas innombrables, según le confesó a Virginie nada más conocerla, y prefería refrescarse en las azules aguas del recinto protegido que en las más peligrosas, por su transparencia y temperatura, del arrecife rocoso donde temía ser atacada mientras nadaba desnuda, que era lo que más le gustaba de la estación, por criaturas abisales armadas con mandíbulas enormes y colmillos puntiagudos como puñales. Estaban solas en la piscina, los demás residentes disfrutaban a esa hora de los encantos naturales de la playa o de alguna excursión organizada por los bosques de la isla, y hacía unos minutos, contraviniendo las estrictas normas de la comunidad respecto de la indumentaria mínima, se habían ayudado la una a la otra a soltarse el sostén del bikini para untarse cremas de protección solar en los hombros y la espalda y aún no se lo habían vuelto a poner ninguna de las dos, imitando con insolencia la naturalidad de las nativas. Sentada en el filo de la parte menos profunda de la piscina, removiendo el agua con los pies para hacer espuma, la nerviosa Virginie, que era la única de las dos que había visto la película sobre el espantoso monstruo marino que hacía estragos entre las bañistas de las playas americanas, se reía sin parar para disimular lo que sentía por su nueva amiga y el temblor en todo el cuerpo, mientras la otra, erguida frente a ella y sumergida en el agua hasta el ombligo, la hacía partícipe de sus terrores inconscientes de nadadora en mar abierto al tiempo que le masajeaba los muslos mojados con las palmas de las manos de modo cada vez más insinuante. El dios K se perdería estos tórridos prolegómenos en la piscina a causa de la lectura íntegra de un extenso capítulo del interminable libro de Hermet dedicado a las mitologías islámicas y preislámicas relacionadas con el petróleo («el negro cadáver del Sol», según Hermet) que le pareció de extrema pertinencia en esa coyuntura histórica de crisis energética.

La propia Virginie se encargó de describírselos con pelos y señales esa misma noche, aprovechando que su madre se acostaría más temprano de lo habitual, sin apenas probar la sabrosa langosta flambeada de la cena, pretextando estar agotada. El dios K sólo había podido verlas, por desgracia para él y sus intereses, cuando entraban en el búngalo de Isabelle, aprovechando la ausencia de su familia, abrazadas como siamesas de estatura dispar, Virginie algo menor que la morena de corta melena, rostro arisco y busto prominente que apoyaba dulcemente la cabeza en su hombro. Y sólo las volvería a ver muchas horas después, al anochecer, gracias otra vez a la increíble fuerza fantasmática de sus binoculares, despidiéndose con un largo beso lascivo en la misma puerta del búngalo familiar que destacaba entre los otros por ser el único que se mantenía aún a oscuras.

Y luego fue otro vecino de la urbanización, Pierre Charles, un médico joven y charlatán, con quien el mismo DK había entablado alguna conversación sobre sus preferencias en materia de vinos franceses durante el almuerzo, pasaba entre los residentes por gran experto en la materia y se extasiaba enumerando las más sutiles diferencias olfativas y gustativas entre el Cabernet Franc de Véron y el Cabernet Sauvignon de Burdeos, y las de otros caldos de similar fama y procedencia, y a quien, con gran disgusto, el dios K descubrió una noche bailando cuerpo a cuerpo con Virginie en la discoteca del Hotel Kumari, emplazado en la periferia del complejo urbanístico LC, después de buscarla por todas partes durante horas por encargo de su madre, y luego imaginó el resto sin esfuerzo cuando la vio volver de madrugada al búngalo, con sigilo sospechoso y las sandalias asidas en una mano y los pies manchados de arena, y encima tuvo el descaro, al cruzarse con él en la entrada, de llevarse el dedo índice a los labios para imponerle el silencio como respuesta a su gesto de preocupación. A la mañana siguiente, sin que él le preguntara ni la coaccionara de ningún modo, le hizo saber que no había nada que contar esta vez. Al contrario de lo que había creído, tomándolo por un seductor mundano y fascinante, un personaje de proustiana sofisticación, Pierre Charles era un tipo aburrido y vanidoso que poseía una mente por completo banal e infantilizada y la había matado de aburrimiento hablándole durante toda la velada, con incomprensible entusiasmo, de Lemuria, la tierra mítica que había ocupado este espacio oceánico en una era geológica muy remota y del que estas islas maravillosas constituían un residuo que sobrevivía en el tiempo para ofrecer una imagen turística falsa de aquel continente perdido donde prevalecía la violencia y la destrucción, según le dijo, como advertencia sobre los peligros ocultos tras la engañosa apariencia paradisíaca de la isla, resumiéndole varios capítulos del bestseller que estaba leyendo durante las vacaciones, y donde también se hablaba del triángulo de las Bermudas, archipiélago atlántico que pensaba visitar el año próximo para practicar la arqueología submarina, su segunda afición después de los vinos, y de la Atlántida, que ya nadie podía visitar más que en sueños, y no sucedió nada importante entre ellos, excepto unos cuantos besos furtivos y manoseos inocentes al despedirse. Por conveniencia, el dios K prefirió no creer en la desengañada versión de Virginie, tomándola por testimonio de un deseo decepcionado más que por un relato verídico de lo sucedido, hasta la siguiente ocasión, cuando la niña malcriada y viciosa se atrevió a imponerle de nuevo al adúltero DK un silencio cómplice, un mutismo culpable que lo implicaba contra su voluntad en la transgresión cometida, tras correrse una juerga interracial, en las postrimerías de un rave acalorado en otra multitudinaria playa de la zona, con dos camareros nativos del hotel. A la discreción y al silencio invocaría, desde luego, esa divinidad olvidada en estos tiempos de dominio del ruido y sus múltiples sucedáneos, cuando DK, en contra de su costumbre, tuvo que masturbarse dos veces seguidas esa misma noche para sacarse de la cabeza las sucias imágenes, captadas con las lentes prismáticas a una distancia planetaria, de su diosa adolescente revolcándose en la arena inmaculada de la playa con los dos oscuros amantes que se disputaban cada parte de su cuerpo como un trofeo en una cacería para hacerla aún más feliz de lo que ya lo era al saber que el amigo de su mamá la vigilaba otra vez, como siempre que se le ocurría tener una aventura con gente que le interesaba y atraía mucho menos que él, aunque fingiera no darse cuenta por razones que eran muy difíciles de entender a su edad.

Al mismo tiempo, las relaciones con Sophie se habían ido deteriorando en el curso de las últimas semanas como consecuencia del desdén creciente del dios K hacia sus encantos y compañía y la obsesión enfermiza con la tumultuosa vida de Virginie. Por fortuna DK había logrado en parte disimular ante ella el verdadero motivo de esa renuncia, que no era otro que la pasión que experimentaba por la hija en lugar de por la madre, un conflicto generacional que no pareció entender en toda su dimensión hasta darlo por concluido. Ya no me haces el amor, protestó un día con razón, provocándole una sonrisa que ella misma consideró ofensiva, avergonzándose de haber pronunciado una frase que sólo pretendía transmitirle, sin dramatismo, la complejidad de una situación emocional en la que, de momento, para él, la masturbación y el voyeurismo representaban los instrumentos más eficaces para tratar de controlarla, mientras la apatía y la distancia suponían para ella una respuesta suficiente a la inexplicable actitud de su ex amante. Lo cierto es que el dios K se mostraba tan intrigado por los excesos diurnos y nocturnos de la niña V., que cada vez se ocultaba menos de la mirada de los otros, como por la indiferencia superlativa de la madre, cada vez más ensimismada en la inconfesable naturaleza de sus tormentos íntimos. Alejamiento e indiferencia aparentes, todo sea dicho, pues la madre celosa no dejaba de pelear a diario con su hija, por cualquier motivo, reprochándole desde sus relaciones con su padre y ex marido hasta la ropa más bien escasa que se ponía, o, más bien, no se ponía, y los planes que hacía o no hacía para el curso siguiente, cuando se suponía que debía volver al colegio en Estados Unidos. Las tensiones insufribles entre la madre y la hija, en ese sentido, parecían servir como coartada para instigar a la hija a comportarse como lo hacía, sin preocuparse por las consecuencias, mientras la madre, que lo sospechaba todo pero parecía no querer saber nada con demasiada evidencia, la torturaba cada vez que tenía ocasión con sus ataques de rabia e impotencia y sus celos sexuales encubiertos tras un pantalla de responsabilidad materna y legítima inquietud. El dios K se situaba en la equidistancia y la neutralidad respecto de ambas mujeres enfrentadas, pues el alejamiento de la madre que, por una de esas paradojas en que se complace la vida emocional, debía haberlo aproximado a la hija, cuya conducta desordenada lo escandalizaba no por razones morales sino éticas, una distinción que a él le parecía operativa en ese momento de su vida para juzgar la suya y también la de los demás, había terminado alejándolo también de ésta, hasta el punto de que, como le pasaba con Sophie, apenas si se comunicaba con ella más allá de las trivialidades imprescindibles para mantener la convivencia y preservar una relación ficticia. Pero todo, incluso la paciencia del dios K, tiene un límite. Quedaban pocos días para regresar a París y DK sabía ya que su relación con Sophie acabaría a todos los efectos en cuanto acabaran las vacaciones, antes o después de subir juntos al avión de vuelta, y que asimismo perdería a Virginie para siempre. Sintiendo ese final anunciado como una instigación a actuar deprisa, se decidió a contratar los servicios de Raymond, un tipo ambiguo, de treinta años recién cumplidos, rubio, alto, atractivo, a quien había conocido la noche anterior en la despoblada discoteca del Hotel Kumari mientras buscaba en vano a Virginie por toda la urbanización experimentando el sentimiento paradójico de que, a pesar de su empeño, ya no le parecía tan importante saber dónde estaba, ni mucho menos con quién, y, por lo visto, a su madre tampoco. Al verlo partir después de la cena en pos de la hija, en lugar de preocupación por el paradero de ésta, Sophie sólo alcanzó a expresarle un vago interés por sus motivaciones para dejarla sola una noche más.

De modo que a la noche siguiente volvió a la discoteca, con la misma excusa fácil, y Raymond estaba allí, esperándolo, como hacía todas las noches, a la caza de jóvenes, después de haber soportado durante cinco años una relación tempestuosa con un famoso modisto cincuentón, de cuyos despóticos caprichos había huido literalmente para refugiarse en esta isla remota de una belleza natural que, en su opinión, ridiculizaba todas las pretensiones estéticas del mundo artificial de la moda, la elegancia y el glamur. Al principio la situación entre los dos hombres fue bastante equívoca, pues el guapo ex modelo, como era lógico, entendió que el dios K había vuelto, tras una primera tentativa fallida, para ligar con él. Una vez que, antes de pedir la segunda copa, estuvo más o menos claro lo que quería de él y le expuso sus intenciones, Raymond le propuso un trato igualitario. No necesitaba el dinero, a cambio de su colaboración sólo le pedía acostarse con él al menos una vez. El dios K rehusó la oferta. Lo sentía mucho, pero tal cosa era imposible. Le agradecía el interés, desde luego, pero la homosexualidad no formaba parte de sus planes en este mundo, quién sabe en el otro, ya tendría tiempo de pensar en ello, la eternidad lo cambia todo, hasta las ideas más enraizadas, aquí en la tierra, sin embargo, no había tiempo que perder y por ahora la única buena razón para perderlo a manos llenas la había encontrado en las mujeres y, en este preciso momento, en una de ellas muy en particular. El economista, siempre el economista, apropiándose de las múltiples facetas del dios K en los momentos más inadecuados, como solía reprocharle Sophie con amargura cada vez que ocurría, el administrador del cosmos, el regente del universo, el distribuidor de cantidades y cifras, el controlador de la energía y los recursos del planeta y, por añadidura, el contable de la energía y los recursos de su fatuo yo. Al final de la noche, tras invitarlo a nueve cócteles tropicales de precio exorbitante y derrochar un sinfín de miradas esquivas y sonrisas maliciosas y palabras vacías para convencerlo de la generosidad de su propósito, Raymond aceptó la propuesta de recibir, como recompensa por sus servicios, una considerable suma de francos con la que, si le venía en gana, podría comprar el favor de la totalidad de los muchachos de la isla de Praslin y de las ciento catorce adyacentes y organizar una orgía descomunal con ellos en cualquiera de las maravillosas playas del archipiélago durante todo el tiempo que le quedaba de vacaciones antes de regresar él también a París a reiniciar su andadura como diseñador de ropa masculina. Tampoco se le pedía mucho por esto. Se trataba de algo tan fácil, para un hombre con su encanto, como seducir a Virginie la víspera de su partida.

A pesar de tenerlo todo programado, el dios K no podría decir que no sintió unos celos intensos cuando vio al atardecer a su adorada y distante Virginie besuqueándose por la calle principal, atestada de turistas y nativos a esa hora húmeda y calurosa del día, con ese glamuroso acompañante, apuesto y rubio como el sol, que las demás mujeres, sancionando el éxito reproductor de la pareja, se volvían a mirar con envidia y deseo. Siguiendo los pasos del guión acordado, Raymond la condujo, después de cenar en el restaurante del hotel, al búngalo individual, el único disponible en toda la urbanización, que había alquilado esa misma mañana, en su nombre y con su dinero, y donde el dios K aguardaba ahora, agazapado en un espacioso armario como un ladrón o un asesino al acecho de su víctima, a que concluyeran de una vez los escarceos de un romance que Virginie, conociendo sus preferencias en la materia y a juzgar por sus gemidos iniciales, debía de considerar prometedor. En un momento dado, viendo con temor que la sesión se alargaba más de lo normal, el dios K se entretuvo calculando los beneficios posibles derivados de la explotación del complejo LC en que se alojaban todos los actores de esta comedia de enredo, teniendo en cuenta el número total de búngalos disponibles, la cantidad de empleados necesaria para hacerlo funcionar a pleno rendimiento todo el año y el régimen de contratación laboral que más convenía a sus intereses, las inversiones necesarias para mantenerlo en excelente estado de conservación, los beneficios computables de los otros complejos turísticos de la isla y luego, de un modo bastante aproximado, su relación fiscal con el exiguo PIB del archipiélago, y llegando a la conclusión de que la situación económica de éste mejoraría con la independencia política en una acelerada curva anual de trazo ascendente que conseguiría atraer más inversiones de capital extranjero, si sus previsiones eran correctas, y con ello más rentabilidad y beneficios, a medio y largo plazo, en una espiral exponencial que acabaría convirtiendo el complejo LC, en torno a la segunda década del próximo siglo, en uno de los establecimientos turísticos más prósperos y rentables del mundo. El escrutinio de este panorama futuro de bonanza económica local lo mantuvo distraído el tiempo suficiente como para no reparar en que Raymond, al concluir su más bien mediocre performance en la cama, había abandonado el campo sin avisarle, como acordaron, y el dios K, absorto en sus cábalas financieras de largo alcance, tardaría un tiempo aún en salir de su escondite. Cuando lo hizo al fin, contemplando la disponibilidad de su amada, supo enseguida que la larga espera había merecido la pena.

Virginie dormía desnuda en la cama individual, reponiéndose de la decepción causada por el presuntuoso seductor, de poderosa imagen y nula competencia erótica, y no parecía sospechar, por su indolente actitud, ajena a la decencia o el decoro, que el dios K la espiaba desde cierta distancia, recreándose ahora en la contemplación de las partes expuestas de su cuerpo, más bronceado de lo que recordaba. Lo único que disgustaba a DK en todo lo que se le ofrecía a la vista era eso, precisamente, la antiestética combinación del tono demasiado oscuro de la piel y el idolatrado color del cabello que se derramaba sobre ella como un baño de claridad. En su dogmática opinión, tal como se la había expuesto unos días antes a la madre, también rubia y también con fuertes inclinaciones al culto solar, el moreno de la playa, un signo del naturalismo vulgar de la época, era un contaminante perjudicial para la belleza carnal de las mujeres rubias, cuya piel blanca se resentía con la abusiva exposición a los rayos bronceadores. Sin embargo, nada lograba paralizar por ahora las pretensiones de posesión de su objeto de deseo más enconado. Virginie yacía boca arriba, en una pose de total pasividad, el brazo derecho estirado contra la almohada por encima de la cabeza, el otro colgando al otro lado junto a la pierna izquierda que también sobresalía de la estrecha cama, por lo que poco podía imaginar el dios K, cuando retiró del todo la sábana que tapaba la parte más codiciada de su anatomía, la desagradable sorpresa que le aguardaba bajo ella. El estupor, un sentimiento que hasta entonces no existía para él, no en ese grado al menos, lo acometió con la violencia de lo impensado y casi lo tira al suelo, sí, cuando creía estar a punto de ingresar en el cielo privado de los libertinos. Así es la vulgaridad de la vida cuando se manifiesta sin avisar. Ya el dios K se había quitado la camiseta y el bañador, mientras se aproximaba despacio al lecho revuelto donde imaginaba que su amada había sido poseída por Raymond, lo que no era del todo cierto, o ella había poseído a éste, conociéndola no era difícil deducir esta segunda hipótesis como la más probable, aunque tampoco fuera del todo cierta, ya su miembro ostentaba esa rigidez de mástil de los días de gloria, ya sus ojos saciaban su lujuria retiniana en la contemplación de aquellos miembros perfectos, aquellos pechos enhiestos, aquellos muslos acogedores, aquellos tobillos y aquellas rodillas turgentes, esa boca entreabierta, de labios apetecibles, descritos una y mil veces en las páginas del diario, con ardiente fetichismo y adjetivación prolija, como prendas de una belleza de valor incalculable, sí, ya se colocaba encima de Virginie, preparándose para penetrarla sin consideración a sus deseos, cuando, de repente, descubrió la afrenta. No esperaba esa traición a sus gustos, se sintió insultado y le fallaron las fuerzas en el momento decisivo. Imitando también en esto la costumbre de las hermosas nativas que le había descubierto Isa— belle, la antropóloga promiscua que confundía cada verano durante sus visitas a la isla el objeto de estudio científico con el objeto de deseo pasional, Virginie había depilado sus axilas, eliminando la pelusa ambarina que la convertía en lo que él más deseaba, una niña salvaje y maleducada de pies sucios y hábitos perversos, y no contenta con eso se había rasurado el pubis al cero, ostentando sin pudor la herida venérea que lo hizo retroceder horrorizado en cuanto se cercioró de que no era un espejismo mental producto de sus temores sino la imagen de la verdad más descarnada, expuesta ante sus ojos con absoluta crudeza, sin artificios ni oropeles culturales. La imagen obscena de lo real distorsionada por todos sus prejuicios, manías y obsesiones de hombre civilizado y cerebro cartesiano. Un espejo imaginario en el fondo del cual, unidas con el único fin de urdir su perdición, la madre y la hija se reían a carcajadas de él y de sus pretenciosas interpretaciones de la realidad. Pobre ingenuo. Cómo no había previsto una estrategia como ésta. Cómo el dios K no había podido presentir que la resabiada Virginie, después de lo que había pasado entre ellos en las últimas semanas, adivinaría enseguida sus intenciones, de una transparencia ofensiva para cualquier inteligencia, y tomaría sus precauciones para neutralizarlas. Conocía sus gustos, él no se había privado de expresarlos, con grandilocuencia innecesaria, en el falso diario íntimo del que ella había sido la destinataria privilegiada, y lo había puesto a prueba para ver hasta dónde era capaz de llegar en realidad quien había expresado de modo tan gráfico y pormenorizado sus deseos hacia ella, detallando lo que le haría a cada parte de su precioso cuerpo y por cuánto tiempo en caso de poder poseerlo. Si quieres tenerme, parecía decirle ahora con gesto desafiante, tendrá que ser así y sólo así, bajo este aspecto y en estas condiciones, desengáñate, no habrá otra oportunidad de hacerlo. Ya conoces las reglas de este juego insensato en el que sólo los idiotas creen que no hay reglas.

No era ésa, sin embargo, la información que le transmitía su propio cuerpo, perturbado y alterado, y no sólo los genitales. El glande amoratado, a punto de reventar un segundo antes, ahora desfallecía avergonzado ante la boca sonriente de su ídolo adormecido. Y no le extrañó ver cómo se vaciaba allí mismo, contra su voluntad, sin atreverse a acometer la penetración que la haría suya y reivindicaría sus relaciones con ella como algo más que un capricho de temporada. Ella no era virgen, es cierto, pero el dios K se comportó como si lo fuera, o, aún peor, como si fuera él quien tenía que haberse estrenado esa noche entre sus brazos expertos. La erección decreciente, golpeando con su cabeza las puertas de la nada, y el semen derramado que manchaba el vientre de la niña de sus sueños más húmedos, bastaron para alertarla. Se despertó de repente y cuando lo vio allí parado, observando con perplejidad y asco sus partes desnudas y la derrota flagrante de las suyas, lo primero que quiso hacer fue gritar, pero se contuvo. Ningún hombre, pensó, por peligroso que parezca a primera vista, merece ese homenaje acústico con que las mujeres les damos más importancia de la que deberíamos. Su misma madre, una histérica reprimida, era un buen ejemplo de esto. Lo que sí hizo fue incorporarse, aproximarse a él fingiendo interés en su estado de desconcierto creciente y abofetearlo varias veces, con fuerza, para que despertara a su vez del sueño egoísta en que había vivido sumido durante esas semanas de vacaciones. Un sueño estúpido, sin duda, pues cuando los reiterados golpes en la cara lo devolvieron a la realidad de la situación, no se le ocurrió nada mejor que echarla de inmediato del búngalo, sin darle tiempo para vestirse ni recoger la ropa, arrastrándola por el pelo y los brazos hasta la puerta y empujándola fuera, sin consideración alguna, y quedarse allí solo a pasar la noche. Tenía mucho en que pensar, desde luego, y no derramó una sola lágrima, a pesar de la tristeza que se apoderó de su ánimo, ni perdió más tiempo evocando el incidente. Poco le importó que al día siguiente Virginie y su madre se fueran de la isla sin despedirse de él. La hija le había contado todo a Sophie en cuanto volvió por la noche al búngalo, desnuda y llorando como una niña, le mostró a su madre el infame diario del dios K para corroborar sus palabras, se pelearon, se insultaron, se gritaron y luego se reconciliaron como lo que eran, o lo que el dios K había intuido que eran desde el principio, quizá desde que la vio bajando la escalerilla del avión en París, y se negó a reconocer hasta anoche mismo, cuando ya era tarde para rectificar. Dos versiones de la misma mujer, dos cuerpos con la misma alma, o, como él preferiría decir, después de la noche de insomnio pasada en el búngalo en promiscuidad con sus fantasmas de hombre soltero, frustrado y melancólico, dos cuerpos distintos animados por un vacío idéntico y una idéntica ausencia de alma.

El dios K no volvió a verlas y prolongó su estancia en Praslin una semana más, ninguna obligación especial lo reclamaba en París y necesitaba poner en orden su vida después de la traumática experiencia con Virginie y su madre. Durante esa prórroga estival cenó alguna vez con Raymond, tenían mucho más en común de lo que creyó cuando se conocieron en la discoteca del hotel, pero nunca más comentaron lo sucedido aquella noche, y, teniendo ahora todo el tiempo del mundo, aprovechó para terminar de una vez El pueblo del ojo, el denso tratado sobre la idolatría del infalible analista Claude Hermet. Lo que es más difícil de explicar es por qué Virginie pervive en los sueños del dios K desde entonces, como uno de esos demonios posesivos estudiados por Hermet, y reaparece en su mente cada vez que su vida se complica o, como ahora, comete algún error grave. Lo que viene a ser lo mismo, en definitiva. Tampoco es fácil de entender lo que pretende Nicole al buscarla ahora, después de tantos años, con ese despliegue de medios y recursos. Qué espera de ella a estas alturas de la historia. El enigma femenino se expande y ramifica en el tiempo, desde luego. Será porque el nuevo siglo pertenece por derecho a las mujeres, como lleva años predicando el dios K sin que nadie le preste mucha atención.

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