Karnaval

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DK 16

MASAJE REVOLUCIONARIO

Teniendo conocimiento de las zonas del

horror que no estaban lejos, privado de

todo miedo a la muerte, el cuerpo desnudo

agarrado por las manos, se entregó

completamente a la hora resonante, vaporosa,

penetrado por las ondas de las toallas blancas.

PETER WEISS

Estoy muy fatigado esta noche, mental y físicamente agotado, me siento mucho más viejo hoy que hace sólo veinticuatro horas, no sé por qué, y Wendy me está dando un masaje en todo el cuerpo con un gel balsámico maravilloso (Sea Revolution) que acaba de comprar a un precio prohibitivo en una tienda de SoHo especializada en productos exóticos de importación. En realidad, es el cuerpo de Wendy el que me está dando el masaje y el gel revolucionario sólo sirve de lubricante para que el contacto de su piel con la mía sea aún más delicioso, más sensual e intenso, pero yo creo, después de todo, que tenía razón el vendedor recomendándoselo por sus efectos alucinantes. Está compuesto, como dice el barroco texto del prospecto, de un extracto de algas de los bosques marinos del océano Pacífico y diversos ingredientes vegetales del trópico mezclados con esencias aromáticas, aunque como en casi todos los productos actuales, da igual si son culinarios, analgésicos, barbitúricos o cosméticos, debe de haber algún componente secreto en forma de gránulos que es el que produce esta gratificación inmediata, esta agudización sensorial de la piel y los nervios. El aroma del gel es suave, huele como a coco y a vainilla y a canela mezclados con un penetrante olor a mar, y la sensación procurada por las algas abisales, que proporcionan el color verde claro del ungüento, es de reconfortante frescor, pero hay algo más, no me cabe duda, algo que no puede leerse ni siquiera en la letra pequeña de la receta, un misterioso fármaco adictivo. Wendy es una experta en este tipo de masajes cuerpo a cuerpo, así que en cuanto me siento deprimido o exhausto no lo dudo y le pido que no pierda el tiempo con otro tipo de estimulaciones menos eficaces. Primero me ha estado masajeando por delante, con todo el cuerpo encima del mío, parte a parte, y luego eligiendo zonas especiales como muslos y vientre para ir extendiendo con pautada lentitud ese grado de relajación que sólo una mujer de la estatura y la complexión de Wendy es capaz de producirme, sobre todo con sus grandes pechos, pero también con las manos y los pies, como un retorno libidinal al cuerpo materno, una regresión a ese paraíso de sensaciones placenteras y plenitud carnal del lactante.

Descartado el final feliz clásico, no necesito eyacular para sentirme bien, todo lo contrario, la retención seminal me hace más fuerte, cuando me doy la vuelta sólo espero quedarme dormido, perder la conciencia y sumirme en ese estado de indolencia total en el que las fricciones y los roces, las caricias deliciosas de Wendy se van diluyendo en una bruma cada vez más difusa y agradable, como un baño de espuma para el cerebro y los neurotransmisores. Antes de desaparecer como una gota de agua en un mar en calma, estoy revisando de memoria las previsiones de deuda de los países de la eurozona anunciadas hoy por el director del BCE a bombo y platillo como si fueran un indicio de la recuperación global. No me encajan con lo que dicen las bolsas de las principales capitales del mundo ni con lo que puedo colegir de los informes de las agencias de calificación que he podido leer esta misma mañana en internet. Ellos sabrán. Como Wendy es una perfeccionista absoluta y una increíble contorsionista y este nuevo gel balsámico es un prodigio de elaboración, siento la esencia burbujeante de las algas del fondo oceánico acariciando mi espalda, como si estuviera nadando desnudo allí abajo, rodeado de frondosos tallos submarinos, mientras los redondos pechos de la sirena Wendy, con sus pezones despabilados, pasan una y otra vez sobre mis nalgas y la parte posterior de mis muslos provocando una reacción inesperada, un cosquilleo simultáneo en la planta de los pies y en la piel de la nuca. Sin embargo, no consigo aclararme con las cuentas de Italia y España, dos países que no me parece que puedan salir con facilidad de los problemas presupuestarios que atraviesan en este momento de grave crisis internacional. No me cuadran los números que sus respectivos bancos nacionales proporcionan para acallar las dudas de los mercados financieros. Algo falla, como en el caso griego, en estos balances amañados, y no tendré ocasión de averiguarlo a tiempo. Me hundo sin remedio, me estoy hundiendo en este lecho esponjoso de algas emolientes donde mi carne se ablanda y pierde su consistencia material y se vuelve maleable e hipersensible. Y comienzo a tener una visión que no estaba prevista en ningún informe de uso interno de las comisiones oficiales de la UE. No es agradable pero no consigo escapar de ella, se me impone en cuanto cierro los ojos y me sumerjo en este vacío de sensaciones puras e imágenes insoportables.

Primero es un fogonazo blanco, una cara desencajada, un rostro espectral, en primer plano, una cara desconocida, de un hombre joven, y luego más fogonazos, más caras, otra y otra más, mujeres y hombres, caras de hombres y caras de mujeres, confundidos, y luego miembros, más miembros, formando una amalgama de piernas y brazos y torsos, además de las caras, los ojos, las bocas, las narices, las orejas. Los fogonazos me ciegan por momentos. Están gritando, proclaman consignas que apenas oigo, mis sentidos, excepto la vista, están anestesiados por el dulce oleaje que arrastra mi cuerpo mar adentro. Vienen en masa por una calle y por otras adyacentes, van confluyendo hacia zonas ya ocupadas por otros cuerpos y otras caras, ahora las veo desde más lejos, desde arriba y desde los lados, como si mi mirada se multiplicara gracias a algún sistema de vigilancia especial incorporado a mi cuerpo. Los cuerpos se detienen, son demasiados para avanzar, pero siguen gritando sin parar. Enseguida aparece la violencia, pero no la veo con nitidez, no la distingo entre los fogonazos de cuerpos y caras, no es la violencia algo que se pueda ver o distinguir con facilidad, la violencia es un concepto abstracto, lo que veo, más bien, son actos violentos, agresiones, coches incendiados, escaparates rotos, el asalto a un edificio oficial, un parlamento o una sede gubernamental, no lo distingo con claridad, todo se confunde en un impulso común, una masa humana que irrumpe en el edificio y va destruyendo a su paso todo lo que encuentra, muebles y cuadros, y nadie se le opone, nadie parece oponerse a esa violencia que se moviliza y desata como una fuerza irrefrenable de la naturaleza, una catástrofe de origen social. Toman el edificio y otros colindantes, vuelven a salir a la calle, la masa se mueve en todas direcciones, incendios por todas partes, destrucción por doquier, veo caras y cuerpos corriendo en grupo por unas calles y llegando a plazas ya tomadas, veo otros cuerpos y otras caras, por trozos o fragmentos, aquí un brazo, allí una pierna o una cabeza, los veo arrojando piedras, golpeando puertas, saqueando edificios. Ya no puedo despertar, ya no puedo escapar a esta pesadilla. La masa de cuerpos y de caras, miembros y partes de cuerpo, lo dominan todo, ocupan todo el espacio, en la calle y en los edificios, no hay ninguna fuerza capaz de oponerse a esa fuerza destructiva, no veo ninguna oposición posible, nada puede pararla. Cuerpos avanzando al frente de otros cuerpos por toda la ciudad, tomando todas las calles sin resistencia, asaltando a su paso los edificios importantes, periódicos, instituciones, bancos, televisiones, hoteles. Nadie sabe por qué, no hay una explicación. Esos cuerpos se han puesto en marcha, algo inexplicable los ha activado de pronto y los ha arrastrado a abandonar cualquier actividad que estuvieran realizando con anterioridad y salir a la calle y sumarse a la multitud de cuerpos que ya estaban allí, participando en la movilización, viviendo el acontecimiento de esta insurgencia masiva. Los conductores se han bajado de los coches y los autobuses para incorporarse al cuerpo de cuerpos, la multitud que cortaba el tráfico, interrumpiendo la circulación motorizada. Grupos interminables que bajan las escaleras de los edificios y salen de los portales para integrarse en la masa que desfila ahora por esta gran avenida de dirección única. De todos los edificios y calles que rodean y confluyen en la avenida afluyen cuerpos que incrementan la masa de los que avanzan por delante o por detrás de otros cuerpos. Caras y cuerpos, miembros y otras partes, todos avanzando por la larga avenida sin que nada se oponga a su paso. Sigo sin entender que no haya resistencia ni oposición a esa marcha imparable. Toda la ciudad está tomada por esta masa de cuerpos y caras, caras y cuerpos, caras sin cuerpo y cuerpos sin cara. Los veo a fogonazos sumándose sin cesar a esa masa creciente que camina en la misma dirección. Se han sublevado contra el estado de cosas. Han decidido sublevarse contra la ignominia y la injusticia, así lo expresan sus gritos y sus proclamas. No derraman sangre, no siembran la muerte a su paso, no es ella su aliada ni su amiga, al revés de otros movimientos similares de la historia. Luchan por la vida, luchan por sobrevivir, luchan por tener una vida digna. Lo que destruyen son objetos, edificios, vehículos, escaparates, no personas, no cuerpos, si pudieran destruirían las abstracciones económicas que los humillan y explotan a diario y las instituciones y corporaciones que las respaldan y patrocinan. Todo el que se los encuentra se suma a ellos, se incorpora a la masa, suma su cara y su cuerpo a la lucha de los otros cuerpos y caras que ahora luchan por algo más que por ser reconocidos. Luchan por la dignidad de la vida, escenificando en la calle una resistencia a la degradación, una resistencia al mal, una estética de la resistencia, así lo entiendo mientras la corriente marina me sigue arrastrando cada vez más lejos, fuera de control, y siento en mi cuerpo los síntomas de la rendición y el abandono. No me poseo, no soy yo, no estoy aquí, apenas si me reconozco. ¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué he venido?, me pregunto una y otra vez con la ingenuidad filosófica con que en otro tiempo me decía por qué no, qué importa. Y quizá por eso me veo ahí, entre ellos, cara y cuerpo que reconozco porque era el mío antes de dejar de serlo, enarbolo una bandera tricolor que desconozco, cuyo significado se me escapa y aun así la ondeo en alto en señal de victoria, una enseña nueva que expresa nuevos valores que aún no he aprendido a comprender cuando ya me veo implicado en defenderlos con todas mis fuerzas. Es una ruidosa asamblea en la que soy uno de los líderes, hay otros, sólo me reconozco a mí, en primera línea. Nos protegemos del sol tiránico bajo una gran carpa construida con lonas de color verde colgadas de postes de madera pintados de blanco y poblada con olores corpóreos irreconocibles y no siempre agradables. Discutimos ideas antiguas sobre la igualdad y la justicia y me veo acalorado en la pugna dialéctica, sosteniendo posiciones radicales contra el parecer de otros que defienden soluciones menos arriesgadas, más consensuadas y responsables. Las mujeres presentes en la abarrotada asamblea se ponen de mi parte enseguida, sus cuerpos y sus caras emiten signos de adoración a mi persona, me veneran como a un líder, como a un dios político, un magnetizador de masas, todas desean entregarme en privado, en cuanto llegue la hora del descanso y las expansiones, sus partes más tentadoras. Siento la exaltación y la excitación que rodean mi figura carismática y mi discurso incendiario, la admiración con que me miran y escuchan es como un bálsamo que baña mi piel y mi ropa. Todos me dan la razón al final. Se ponen de mi parte, ya no les importa que sea extranjero. Están de acuerdo en que hay que tomar el poder y el control sobre la realidad y dejarse de protestas y demandas ingenuas, de propuestas bienintencionadas pero inofensivas. Me siento revolucionario, siento que no hay ninguna razón para detener lo que hemos puesto en marcha, la revolución corre por el río rojo de mi sangre como un hilo azul y blanco. La revolución corre por la ciudad, confundida con los cuerpos que la encarnan, como un río de fuego y lava, abrasando todo lo que se opone a nuestros deseos y necesidades. Asaltamos el edificio de la televisión estatal y nadie se nos enfrenta, todos nos aplauden y festejan nuestro gesto al ver— nos llegar, incluso los directivos. Leo ante las cámaras una proclama a los ciudadanos en que declaro proscrita la propiedad privada, en que declaro abolidas las instituciones burguesas, en que declaro iguales y libres a todos los cuerpos que hoy se han sublevado contra los códigos del Emperador y sus aliados infames en todo el mundo. El éxito de la revolución es total. Tomamos el palacio real, que se ha quedado vacío tras la fuga del monarca borbónico y de su familia a un paraíso fiscal caribeño, y nos hacemos con las riendas del poder. Llamo por teléfono al presidente del gobierno y le exijo que dimita de inmediato y destituya a todos sus ministros. El país es nuestro. El país se nos ha entregado sin resistencia. Llevaba muchos siglos esperando algo así. Una sacudida sísmica de esta envergadura. Ha tardado mucho en darse cuenta de que era eso lo que fallaba, a pesar de sus esfuerzos, en sus estructuras vetustas y en la mentalidad tradicional de sus gentes. Como una solterona senil que ignora los placeres de la carne, mortificándose a diario con la disciplina austera de la renuncia, la castidad y el dolor, así este país castigado por la historia, la religión y la economía. Prometo a todos, en presencia de los militantes más exaltados de la causa, un gobierno de los cuerpos y para los cuerpos. Un poder promiscuo y generoso. Un gobierno de verdad democrático, sin fuerzas represoras ni violencia legal. Una vez conseguido este momento de gloria, como un gran actor tras su escena cumbre, es hora de desaparecer. Una vez tomado el poder es bueno dejarlo antes de que uno se acostumbre a sus peligrosos mecanismos y caiga en la trampa de sus corruptelas y vicios y se transforme en una estatua de mármol o en un fósil político. Me voy, les he enseñado el camino de la libertad y ahora los abandono a su suerte, al principio no sabrán perdonármelo, pero es necesario actuar así. Con el tiempo me lo agradecerán. Los cuerpos alzados para formar la masa insurgente que se ha hecho dueña absoluta de la situación del país están festejándolo del modo lúdico que más gusta hoy a los jóvenes, con cánticos y bailes interétnicos y orgías sin fin, no es para menos, y tardarán en darse cuenta de mi ausencia y mi deserción. Se han sacudido el yugo que les impedía ser felices, ya no pagarán más hipotecas abusivas ni créditos despóticos a los bancos ni estarán obligados por leyes inicuas a pensar cada decisión y cada acto de sus vidas como si fueran irreversibles. Son libres en todo y por todo. La historia nacional me hará justicia como al libertador de este pueblo. La gente estará contenta. Me voy por donde vine, dejándolos instalados en un nuevo modelo de bienestar. La fuerte corriente me arrastra mucho más lejos de lo que había previsto y ya no veo ningún cuerpo, ninguna cara. No veo nada, así es, sólo fogonazos de luz blanca y un líquido espeso de color verde esmeralda envolviendo mi cuerpo como un abrazo de muerte. Mi desaparición es total. El agujero negro de la historia me devora como a uno de sus hijos más amados...

En el curso del intensivo y dilatado masaje, Wendy se ha quedado dormida sobre mí y cuando despierto noto el hálito de su respiración en mi espalda, con un brazo posado en mi cabeza y sus pechos ejerciendo una presión amistosa sobre mis nalgas. No quiero despertarla, pero necesito ir al baño con urgencia. Con cuidado, me deslizo por debajo de su cuerpo y la dejo tumbada boca abajo en la cama. Me quedo un rato admirando su escandalosa belleza desde la puerta antes de abandonar la habitación. Qué portento de criatura, me digo, tratando de recordar dónde había oído esa expresión con anterioridad y, aún más importante, referida a qué otra llamativa sex-symbol del cine o la moda. Tendida ahí, de ese modo, Wendy me recuerda a alguien y no sé ahora mismo a quién. La memoria es tan caprichosa como las emociones privadas y los fantasmas eróticos de cada quien. Ese cuerpo sonrosado y exuberante envuelto apenas en las sábanas de seda negra no merecería envejecer y morir y desaparecer en la nada como todos los demás, al menos mientras sea capaz de dispensar tanta felicidad y placer. Con su existencia al servicio del prójimo, Wendy se ha ganado la inmortalidad, pero nadie se la regalará, ni siquiera yo podría comprársela con todo el dinero del mundo. La vida es injusta, ya lo sé. La vida, en el fondo, es un matadero atroz dirigido por un canalla sin escrúpulos. Me miro en el espejo con aprensión y la imagen del ungüento verde manchando ciertas zonas de mi piel, incluida la cara, me hace parecer un humanoide salido del abismo oceánico para eliminar todas las barreras morales entre la vida en el agua y la no vida en la tierra. Me meto en la ducha para demostrar con hechos esta falacia fantástica, gradúo con tiento la temperatura del agua caliente, no quiero quemarme como la última vez, meo alegremente en la bañera mientras canturreo en voz baja «La marsellesa», me enjabono bien por todas partes para quitar los residuos balsámicos, canto a voz en grito el estribillo del himno revolucionario por excelencia, para que todo el mundo me pueda oír, para que todo el mundo sepa quién soy en realidad, un hombre conectado a las vibraciones de su tiempo, la experiencia resulta excitante, las algas marinas tienen un doble efecto al desaparecer de la piel que resulta tonificador para ésta y te hace sentirte en el pináculo de la gloria. La patria te bendice y condecora, como me decía mi padre cuando era niño cada vez que obraba bien. Cuando salgo del cuarto de baño, desnudo y contento como pocas veces en los últimos días, me doy cuenta enseguida, como en una pesadilla recurrente, de que he vuelto al hotel, sí, a la suite del hotel, señoras y señores del jurado, aquí estoy otra vez, atrapado en un bucle sin sentido, y la camarera negra está ahí, otra vez, parada frente a mí, conteniendo el grito de horror al verme desnudo, con la polla tiesa como una palanca de primera clase, se siente amenazada por mí, o repelida, o atraída, o todo a la vez, yo qué sé. No es posible, me digo. Lo que pasó después lo he contado tantas veces, en tantos sitios y ante tanta gente distinta, que ya no merece la pena insistir. Todo el mundo sabe lo que sucedió. Es inútil volver a contarlo. Nadie me va a creer esta vez. Siento náuseas.

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