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DK 22

EL ÁNGEL EXTERMINADOR

—Sí, señoría, le contaré la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, lo juro.

Al juez Holmes, un veterano de los litigios penales, esta declaración rimbombante le parece una argucia más del acusado, pero ya ha visto que los dos, la víctima y el acusado, mienten sin parar, con lo que deduce que dejarlos hablar es una forma de aliviar el dolor de una y la culpabilidad del otro y también la culpabilidad de una, todos la tenemos, es inevitable, nadie es del todo inocente, nadie del todo culpable, dice este juez salomónico, y el dolor del otro, la imagen desoladora que había dado en todos los noticiarios y primeras planas de periódicos en papel o en internet, hubiera bastado para arruinar la moral de muchos hombres de importancia. Esposado, cabizbajo, juzgado culpable por la opinión pública antes siquiera de haber hecho la primera declaración. Mientras que ella, sí, ella, era la novia mediática de la audiencia, esa mujer iletrada e insignificante había pasado en cuestión de días del anonimato totalitario en que viven y mueren la mayor parte de sus semejantes a la fama inmediata e inmerecida por la que muchos otros entregarían la vida sin pensárselo dos veces. El mundo es injusto y la felicidad está muy mal repartida, se dice el juez, repitiendo consignas que leyó alguna vez en las páginas de sus maestros juristas, esos prohombres que se alzaron por encima de la media estadística para cincelar códigos legales y sentencias ecuánimes, esa divina jurisprudencia con la que el mundo puede dormir más tranquilo cada noche, pues el orden y la justicia cifrados en sus palabras le garantizan un mínimo de cordura y de sensatez. El mundo, sí, es hora de que el mundo oiga la enésima mentira que este fabulador, el insigne dios K, tiene que contarle antes de que sea demasiado tarde. Ya han escuchado las múltiples versiones de su víctima, la africana que mantiene hechizadas a las cámaras de televisión y a los periodistas y a los padres de familia, sobre todo a estos ruidosos impostores, que aún creen en sus patrañas y mitos y viven pendientes del televisor, esperando que la condena de ese hombre los libere de la culpabilidad ancestral que la camarera ha sido capaz de remover en sus cabezas como quien remueve con un cucharón de madera podrida un caldo maloliente en un caldero mágico.

Este juez magnánimo como pocos es ahora todo oídos. Sólo él y dos policías y el abogado principal de la defensa están en la sala cuando el acusado, un hombre de ingenio e inventiva inagotables, comienza a narrar su último hallazgo como quien cuenta un chiste tan antiguo que todo el mundo lo ha olvidado y, sin embargo, cuando llega el final, lo celebran con estridentes carcajadas como si fuera la última novedad cómica. No lo hacen por compasión con el mal humorista, o el pésimo fabulador que los ha tomado a todos por idiotas integrales, sino por ese viejo sentido de la decencia que la gente asocia con el narrador de historias. Esa honestidad primigenia y esa decencia milenaria, como proclama el juez Holmes, que la cultura humana no debería perder nunca a riesgo de hacer cada vez más difícil la búsqueda del sentido de los actos y el rigor moral de la conducta.

Entonces, señoría, estábamos en que la camarera entró en la habitación mientras me estaba duchando. No tengo ni que decirle que la ducha me había causado efectos perniciosos, es un mal fisiológico que arrastro desde la infancia por culpa quizá de la circuncisión, según dice mi médico de cabecera, le pago una buena pasta por sus diagnósticos, así que tengo que darlo por bueno. Por culpa de eso, por cierto, nunca me hice masón, no podía aceptar ensuciar el templo de la sabiduría y el progreso con esos accesos intolerables. Vale, digamos que entonces mi pene se puso todo inflado y a punto de reventar a causa del exceso de higiene, como decía mi padre, amonestándome desde que era un niño con tendencias viciosas, según él, y cuando estaba mirándolo con gran preocupación en el espejo, tratando de entender por qué no me dolía tanto como otras veces, la camarera, negra y sigilosa como una pantera, se planta en la puerta del cuarto de baño, le juro que no la había oído entrar, señoría, y se me queda mirando la entrepierna, como asombrada de cómo se me ha puesto con la ducha. Se lleva una mano a la boca y está a punto de dar un grito, un grito de sorpresa primero y luego otro de socorro, imagino, para alarmar al médico del hotel o llamar la atención de otras colegas o clientes que puedan venir en mi ayuda en ese momento. No sabía qué hacer, cómo actuar. Para evitar el escándalo que eso supondría para mi reputación le salto encima, pidiéndole que no grite, por favor, que guarde silencio, me lanzo sobre ella para evitar que siga gritando y parece que, sin saber muy bien cómo, le agarro las dos tetas e intento que no se escape de mí para que no siga gritando, ella se tapa la boca para no gritar más, pero yo no despego las manos de donde las he puesto para que entienda que no pretendo hacerle ningún daño, no sabe nada de francés, por lo que veo en cuanto me dirijo a ella para tranquilizarla y decirle que el estado de mi pene no es tan grave como parece, no, el francés, por su reacción, debe de parecerle la lengua del demonio o de alguno de sus socios financieros más peligrosos, pero es que tampoco el inglés corriente la convence de mi buena intención y no hace otra cosa que gesticular para librarse de mis manos y gritar una extrañas palabras en un dialecto que desconozco. Conociendo su origen étnico por alguna conversación anterior, entiendo que está profiriendo alguna clase de conjuro tribal para liberarme del mal que no hace sino hinchar cada vez más mis genitales, no sólo el pene, también los testículos se están hinchando tanto que ella se asusta aún más y yo estoy tan aterrorizado con todo lo que está pasando que, con la fuerza del impulso, mientras la agarro fuerte para que no huya de mí, consigo arrastrarla sin darme cuenta hasta los pies de la cama, donde cae sentada, con las piernas abiertas y la camisa desgarrada y la cara levantada hacia mí para advertirme sobre el empeoramiento de mi estado. En ese momento, al estar tan cerca uno de otro, por un error de cálculo o por una inexplicable casualidad, mi pene a punto de reventar se cuela en su boca, se desliza sin querer entre sus labios abiertos, y no sé qué hacer, de verdad, para sacarlo de ahí, lucho y forcejeo con ella para convencerla de que fuera estará mejor que dentro, ya que tiene que reventar mejor hacerlo en el exterior, donde hay más espacio, pero esta pobre mujer no me entiende, su conocimiento de las lenguas es deficiente, y mientras yo intento sacarlo ella se empeña sin motivo en agarrarse a mis rodillas y apretarse contra mí, la empujo hacia atrás y ella se inclina hacia delante, vuelvo a alejarla de mí y ella se esfuerza en aproximarse más, la lucha entre los dos no cesa y creamos un vaivén que acaba como tenía que acabar, mal para ambas partes. Parece que le he destrozado también el sujetador mientras trataba de impedirle que diera la voz de alarma en todo el hotel y que le he hecho algunas magulladuras en el brazo y en los muslos al precipitarme sobre ella en el forcejeo por desprenderme de su abrazo. Caigo extenuado encima de la cama y, desde ahí, la veo que me está mirando con horror para indicarme que algo anormal le pasa a mi pene, endurecido aún como si no hubiera reventado hace un momento, manchándolo todo a su alrededor.

Todo lo que sigue ya lo sabe usted, señoría, se lo he contado mil veces, aunque se empeña en no creerme. Esto sucedió tres días antes, no el 14 de mayo, sé que parece increíble, pero así fue, ya se lo he dicho. Cuando salí de esa maldita habitación para ir al aeropuerto yo llevaba tres días encerrado con esa mujer en la misma habitación, sin hacer otra cosa que esperar a que pasaran las horas y pudiéramos abandonarla los dos. Tenía la sensación de que me había hechizado para mantenerme en su poder todo ese tiempo e impedirme partir como quería desde el principio. Tuvimos mucho tiempo, tumbados en la habitación, para conocernos mejor y hablamos de todo como podíamos, del extraño estado de mi pene después del incidente, de sus heridas y laceraciones, de mi deseo de ayudarla. Era una maldición, se lo aseguro. Todo aquello, una pesadilla recurrente. Yo me ponía en pie, tal como estaba, caminaba hacia la puerta y antes de poder pensar siquiera en abrirla se me ocurría algo que quería saber sobre ella sin falta, así que volvía a la cama y le preguntaba sobre su familia y su origen y su país, pensando que así se ablandaría un poco y me dejaría salir cuando acabara de contármelo todo, pero nunca lo hacía. Al segundo día fue peor, después de pasar la noche en vela, fue ella la que por la mañana temprano hizo amago de levantarse para limpiar el cuarto de baño, me reprochaba que lo había inundado y que las toallas estaban en el suelo empapándose de agua, pero antes de que pudiera levantarse de la cama deshecha donde estábamos tumbados los dos, uno junto al otro, le pregunté algo que no debía. Lo supe en cuanto vi la expresión arisca de su cara y escuché que la voz se le ponía ronca y empezaba a toser. Le pregunté por su marido y ella se levantó entonces hecha una furia y se metió en el cuarto de baño, sin cerrar la puerta. Me había equivocado al preguntarle eso, no podía pretender abandonar aquella habitación si me mostraba impertinente con ella. Debía ganarme su simpatía, después de lo que había ocurrido entre nosotros era lo menos que podía hacer. Para intentar paliarlo comencé a vestirme sin que ella se diera cuenta, mientras se distraía ordenando un poco el cuarto de baño, con la intención de abandonar la habitación, pero antes de terminar de ponerme los calcetines y los zapatos, como si hubiera intuido mis intenciones, ella apareció sonriente en la puerta del cuarto de baño, sudando por el esfuerzo, refrescándose con una de mis toallas mojadas, lo recuerdo muy bien, y me preguntó, como si tal cosa, por mi mujer. Mi mujer, murmuré, déjame que te hable de mi mujer, me levanté entonces de la cama y traté de llegar corriendo a la puerta, haciendo un esfuerzo colosal me encaminé en su dirección, pero me fue imposible, una fuerza inusitada me lo estaba impidiendo, a mitad de camino me paré en seco, me volví y le conté todo lo que sabía de mi mujer, punto por punto. Todo lo que podía contarle de mi mujer a esa otra mujer a la que apenas si conocía. Pensé que así ablandaría su duro corazón. Pero fue en vano, señoría. Estaba claro que yo era su prisionero y esa mujer estaba decidida a mantenerme secuestrado en aquella habitación todo el tiempo que hiciera falta, hasta que supiera qué hacer conmigo, si matarme o pedir un rescate, qué sé yo, nunca había vivido una situación parecida. Cuando comencé a llorar al acabar mi relato, no pude evitarlo, cada vez que hablo de mi mujer me entristezco sin remedio y el llanto brota espontáneo de mis ojos, ella vino a mí, parecía emocionada con mi historia conyugal, y me acarició la cabeza con ternura y se sentó junto a mí en la cama, me pidió que no llorara, tampoco era para tanto, dijo, y así pasamos cinco o seis horas, sin decir mucho más, mientras ella no dejaba de acariciarme el pelo y la cara, como si se apiadara de mí o de mi mujer, o de los dos, menuda pareja, debía de pensar, hasta que se me secaron los ojos de tanto llorar y me cansé de lo absurdo de la situación en que estaba atrapado y volví a levantarme con la firme intención de abandonar la habitación. Ahora me voy, no podrás impedírmelo, le dije, no te lo voy a impedir, me dijo. Ya no, ahora debo hacer la cama. Caminé sin prisa hacia la puerta y cuando iba a abrirla y poder salir al fin, me volví, movido por un reflejo pasivo que no soy capaz de entender aún, y le pregunté su edad, parecía más joven de lo que era en realidad, y cuánto tiempo llevaba trabajando en el hotel y si tenía muchas amigas e hijos y hasta cuánto ganaba en dólares a cambio de limpiar y ordenar habitaciones en el hotel. Estaba terminando de hacer la cama, alisando las sábanas y plegando la colcha, y me invitó a que me acercara con un gesto ambiguo. Cuando llegué a donde estaba, se había sentado en el borde con las piernas cruzadas, me invitó a sentarme a su lado y escuché entonces la larga historia de su llegada a este país y lo que le sucedió después, saliendo de su boca como si se la hubiera aprendido de memoria para poder contársela a todo el que estuviera interesado en ella. Era una historia bastante triste a pesar de todo y me conmovió con su llanto al concluirla con un desenlace terrible que no me esperaba, enjugué sus lágrimas y luego nos tumbamos encima de la cama recién hecha, uno al lado del otro de nuevo, sin tocarnos ni mirarnos ni decirnos nada más. No sé cuánto estuvimos en esa posición, señoría, pero cuando la vi levantarse y caminar hacia la puerta de la habitación creí que saldría por fin y me dejaría libre, pero no fue así. Se detuvo junto a la puerta, con la mano prendida de la manija, como si pretendiera abrirla pero una última duda se lo hubiera impedido, y sin volverse hacia mí me preguntó, en voz muy baja, casi inaudible, si tenía hijos varones, no, ¿amantes?, demasiadas para un solo hombre, si había conocido en la cama a algún hombre, no, ¿y tú?, le pregunté con ingenuidad, sin imaginar a lo que me exponía, ¿has conocido a muchos hombres en la cama? Se volvió de repente, ofendida, me miró con desprecio y odio, como a un vulgar violador, llevaba esta acusación escrita en los ojos, pude verlo con claridad, abrió la puerta y se dio a la fuga. Eso fue todo lo que pasó, señoría, no sé qué más quiere que le cuente...

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