Karnaval

Karnaval


KARNAVAL 1 » DK 23

Página 28 de 57

DK 23

EL MARAVILLOSO MAGO DE OMAHA

Y fue entonces cuando los mercados se hundieron, sin miedo a lo desconocido, hasta encontrarse con el reverso de la nada. Y el sistema entero, por un descuido imperdonable de las agencias de calificación de riesgos, estuvo a punto de quebrar, colocándose al borde del abismo financiero y la bancarrota. En un estado de cosas tan crítico, a nadie le extrañaría que las más altas instancias europeas, en un gesto de desesperación, encargaran al dios K la misión más difícil de su vida. Entrevistarse con el Doctor Edison. Sí, nada menos que con Edison, el mago de Omaha. ¿Y quién es Edison?, se preguntarán con razón los más escépticos y menos informados. El mismo Edison, con el prurito didáctico y la verborrea que caracteriza a los más poderosos personajes de la tierra, lo puede explicar mejor que nadie.

—Edison es el nombre genérico que damos en este país al cargo que está por encima del Presidente y por encima del director de la Reserva Federal y por encima del jefe de la CIA y el FBI y el ejército. Por encima de todos, los nombrables y los innombrables. En fin, es el que toma las grandes decisiones en momentos especialmente complicados. El gran arquitecto, el gran corrector, el gran ajustador. El contable supremo de las arcas mundiales. Llevo setenta años al frente del puesto de más alta responsabilidad del Estado, pero no soy el primero en haberlo ejercido. Tuve cuatro antecesores, algunos desaparecieron en desgraciadas circunstancias antes de que terminara su contrato. Espero que a mí no me pase lo mismo. La creación de este puesto responde, como tantas cosas en nuestro maravilloso sistema, a Ben Franklin. El bueno de Ben un día se quedó dormido en mitad del campo con una cometa anudada en el dedo meñique de un pie y tuvo una pesadilla terrible. Éste es un país de hombres pequeños y mujeres malas, le dijo una voz en el sueño desde detrás de una nube negra como el carbón, y al despertar, con fiebre y sudores en todo el cuerpo, Franklin decidió inventar la pieza que le faltaba a la maquinaria del sistema, esa que se pondría en marcha cada vez que fallara todo lo demás. El primer Edison no se llamaba Edison, como es natural, aunque no me está permitido pronunciar su nombre, ya que quedó suprimido para siempre de los registros federales por culpa de la intervención del gran usurpador. Ya sabe a quién me refiero. Pagó con su incalculable fortuna para que todos los sucesores en el cargo no se llamaran como quiso Ben Franklin, un buen hombre, sino como él mismo. Edison a secas. O Doctor Edison, si lo prefiere.

El dios K había venido hasta aquí superando en taxi las dificultades de tráfico del final de la mañana para encontrarse sentado enfrente de este hombre de pequeña estatura y cráneo despoblado, apenas tres pelos de punta adornaban su redonda cabeza, y maneras y palabras tan veloces como la circulación monetaria en las gráficas que manejaba mentalmente como otros intercambiarían imágenes porno en internet. Una especie de homúnculo hiperactivo y nervioso hasta extremos impensables que, sin embargo, poseía una voz meliflua y seductora, de sutiles tonos femeninos, con la que lograba persuadir al interlocutor sin apenas necesidad de presionarlo con la toma de medidas impopulares y drásticos reajustes del sistema.

—En eso consiste básicamente mi trabajo, amigo DK. Como ha podido comprobar, la cosa no carece de alicientes...

El Doctor Edison vestía como un deportista de élite, con un chándal blanco resplandeciente, y vivía como un monje moderno, apartado del mundo y recluido día y noche en la planta ultrasecreta situada por encima del piso 89 de este rascacielos neoyorquino de apariencia astronáutica apenas reconocido por los turistas y los visitantes ocasionales de la ciudad. Y eso que lo que más sorprendió a DK al llegar al vestíbulo del edificio fue comprobar que la fachada comercial tras la que se ocultaba el gabinete de Edison era una agencia turística, Media Tours, donde todas las empleadas era antiguas modelos y vestían a la última moda para satisfacer los gustos y los deseos de Edison y su clientela selecta de empresarios, hombres de negocios, políticos y banqueros. Durante la hora aproximada que el dios K tuvo que aguardar en la sala de espera, por indicación de una de las secretarias, Edison se encontraba muy ocupado reajustando algunos estropicios del día, Wall Street acababa de cerrar con pérdidas millonarias, amables y guapísimas empleadas de la empresa se ocuparon de su bienestar integral, sirviéndole por turnos un refrigerio como aperitivo y luego un almuerzo ligero, sin obviar los sensuales y efectivos masajes en hombros, sienes y pies, para relajar al viajero y también al sedentario, y una selección inteligente de semanarios especializados, magazines populares y últimas ediciones de diarios internacionales.

—No me diga, amigo DK, que mi idea del bienestar no es más envidiable que la suya. Ustedes los europeos siguen sin entender las verdaderas necesidades humanas. Son demasiado idealistas, en el fondo.

Es cierto que el dios K, a pesar de todo el lujo y la sensualidad del tratamiento, se sintió bastante incómodo durante la espera. Eso es lo que se pretendía. Hacerle dudar, rendir sus defensas a través del trato privilegiado. Por otra parte, la misión que se le había encomendado era imprecisa y hasta confusa. Se le había advertido que Edison no se dejaba intimidar por ninguna amenaza ni ningún peligro. Era alguien a quien la preservación del sistema tal y como fue concebido desde su origen preocupaba mucho más que las catástrofes humanitarias, la pobreza sistémica, como la llamaba, achacando su existencia a factores internos insolubles, o las pérdidas económicas de los individuos, las empresas y las familias. El Doctor Edison encarnaba, en todo, como aseguraban sus enemigos ideológicos, no todos localizados en la izquierda oficial, el cinismo y la indiferencia del sistema, sin duda, pero también su optimismo ontológico, a prueba de calamidades y siniestros.

—Me acaban de llamar de Japón. Buenos amigos, los japoneses. Están preocupados. Es natural. Desde que perdieron la primacía han dejado de gozar de nuestro favor, como temían. Hemos invertido mucho en ese país, también en vidas humanas, como para perdonarles su torpeza y su negligencia de las últimas décadas. Han querido comer más de lo que podían digerir y se les ha atragantado. Esa gula en mi pueblo se considera pecado y se acaba pagando con creces. ¿O es que usted se cree que la segunda guerra mundial, con sus bombardeos masivos y su destrucción casi total del país, tenía otra finalidad que ayudarles a lograr de la noche a la mañana el objetivo de progreso y prosperidad que se habían trazado el siglo anterior? Lo logramos entre todos, con mucho sufrimiento y dolor en ambas partes, pero lo conseguimos finalmente. Japón se puso a nuestro nivel como quería. Se convirtió en un simulacro, otro más, ni más ni menos que mi país, donde, como todo el mundo sabe, las máquinas son cada vez más complejas y las personas cada vez más simples...

Nada más entrar en el despacho, pero sobre todo en el momento en que tiene que descalzarse y comenzar a caminar en penumbra con los pies desnudos sobre la gravilla blanca que cubre el suelo en señal de devoción a las fuerzas telúricas, DK tiene la sensación de que la entrevista con el Doctor Edison no va a servir de nada, o sólo para lo contrario de lo que se pretendía al enviarlo allí como emisario de malas noticias. Quizá porque la pasión de Edison por las ceremonias y la decoración niponas le comunica de inmediato que se encuentra ante alguien que se toma, en efecto, por un ser superior, un emperador de otro tiempo, conectado a la divinidad solar, en este caso el dinero, por vías intransferibles, y que ha elegido ese decorado de película de samuráis y artes marciales para expresar su poder a los clientes y visitantes que se atreven a molestarlo con bagatelas. Como en todo imperio desde la antigüedad, un sistema sólidamente establecido de convenciones y protocolos designa al representante de ese poder superior con la misma arbitrariedad con que se elige un nombre y no otro para bautizar a una criatura recién nacida bajo el sol.

—¿A qué llamo simulacro?, se preguntará usted. Y no le falta razón, se suele abusar tanto del concepto que ya nadie sabe lo que significa. No me tome por loco. No es nada excéntrico ni monstruoso. Un sistema organizado en torno a lo básico, lo elemental, que se permite tener como lujos accesorios todo lo demás. Y cuando digo todo lo demás, quiero decir todo lo demás. No se equivoque. La cultura, los sentimientos, las instituciones políticas, el deporte. En Europa lo intentamos también, pulverizando a los nazis esperábamos que el poder que a partir del final de la guerra gestionara ese territorio hubiera entendido las mismas lecciones que sus colegas del astro emergente. Fue un error. Ustedes nunca aprendieron. La atracción gravitacional de la Unión Soviética y el socialismo utópico era demasiado grande como para resistirse. Y cayeron bajo su influencia, a pesar de todos nuestros esfuerzos por evitarlo. La Unión Soviética, sí, qué nostalgia, ¿verdad? Todavía recuerdo aquella reunión con el viejo MacArthur. Se atrevió a gritarme, uno de los pocos que ha sido capaz de hacerlo en mi vida. Se estaba volviendo loco, era un profeta y nadie le hacía caso, puedo comprender su actitud después de estos años. Pretendía que convenciera al Presidente de que tras liquidar a los nazis nuestras tropas debían proseguir la guerra hasta conquistar Moscú, destruir a los comunistas en su nido, como a las arañas, porque si no la red que estaban tejiendo terminaría amenazando nuestros logros. Cuánta razón tenía, el pobre, y no le hice caso. Tuvimos que esperar mucho tiempo, hasta Reagan, después de que Nixon nos fallara a última hora, con todo lo que habíamos invertido en él, para encontrar una visión semejante y una fuerza gemela para cumplir con el deber que la historia nos había encomendado y explicárselo a los electores de manera convincente, sin medias tintas... Por cierto, ¿quiere tomar algo? Yo no bebo, nunca lo he hecho, pero comprendo las debilidades humanas sin compartirlas...

El dios K se volvió hacia la chica asiática, enfundada en su kimono negro de seda con bordados de oro, que se había abierto paso con sigilo diplomático entre la jungla de bambúes y bonsáis que colmaba el despacho y lo convertía en un invernadero caluroso y sofocante donde se le hacía difícil respirar y pensar, y no sólo a causa de la exuberante presencia vegetal o la escasa iluminación.

—Lagavulin. Doble, sin hielo ni agua. Si es el último de mi vida, me conviene aprovechar la ocasión.

—No sea pesimista. Todo tiene arreglo. Tráele al visitante europeo lo que pide y tráeselo pronto, no alimentemos más su desprecio y su odio, eso les hace creerse más fuertes de lo que son en realidad.

—No sé de qué me habla.

—Lo entenderá antes de lo que piensa. Ya verá. No desespere. ¿O es usted otro de los que se han tragado los mitos y mentiras de la crisis? Verá, en la guerra fría creamos de la nada toda una mitología adecuada a nuestros intereses. Hemos tardado mucho en revisar sus errores y encontrar otra nueva con que sustituirla. La crisis financiera mundial, con todas sus ramificaciones y secuelas privadas, es uno de sus componentes narrativos más imprevistos y gratificantes. Un verdadero golpe de genio estratégico, infinitamente más efectivo en el inconsciente universal que la añagaza del terrorismo jihadista...

La guapa camarera ha regresado a la velocidad del sonido, pero con el mismo silencio y la misma discreción natural de la primera vez, y le acaba de poner el vaso de whisky encima de la mesa lacada en negro, donde Edison no acumula ningún papel, ningún archivo, ningún ordenador, nada de nada, lo que desconcierta al visitante pero no le asusta. Esa falta de ostentación relaja sus defensas psicológicas y lo predispone a escuchar con agrado las razones del otro.

—No me diga que la idea no es brillante. Organizar a la vista de todos, sin disimulo, una fuga de capitales impresionante, una transferencia multimillonaria de los bolsillos esquilmados de la clase media a las bolsas repletas de los más ricos, haciéndola pasar por bancarrota del sistema bancario y financiero. El mayor atraco de la historia, el más limpio, además, sin rehenes ni tiros ni derramamiento de sangre. Era necesario, por diversas razones que a usted no se le escapan, poner nuestro dinero a buen recaudo, ¿dónde mejor que en las cámaras acorazadas de los millonarios de este país?

—No deseo interrumpirle, desde luego, es muy interesante todo lo que me está contando, pero me atrevería a pedirle una última cosa.

—Lo que usted quiera, es mi invitado de honor.

—Un buen cigarro. Cubano si es posible.

—Ah, eso sí que no. Lo siento mucho. Por ahí no paso. Este es un espacio sin humo, un espacio preservado de cualquier forma de polución, como puede ver, y más si afecta al olfato y los pulmones. Ni hablar. Con gusto eliminaría de la población ese hábito cancerígeno. Por decreto. El problema es que ningún político importante me secunda en esto. Las tabacaleras sufragan muchos de sus vicios privados, no se puede cambiar un país de la noche a la mañana, ¿verdad, amigo DK? Y de Cuba prefiero no hablar por ahora, y menos con usted, no me fío...

El dios K necesita tomarse un descanso, la charla del Doctor Edison puede resultar agotadora a la larga, son tantos los temas que saca a colación sin venir a cuento, hay que darse tiempo para digerirlos como más conviene a cada uno, así que DK da el primer sorbo, inconfundible, de este extracto petrolífero embotellado que se hace pasar, por razones publicitarias, por malta destilada en barricas de madera a baja temperatura ambiental. Alentado por el impacto explosivo del trago en la base del estómago, el dios K, consciente de no poseer toda la información que creía necesitar para enfrentarse a Edison, le pide permiso para encender el iPhone que le habían obligado a apagar, por motivos de seguridad, antes de ser admitido a esta audiencia privilegiada con el mago de las finanzas y los presupuestos.

—Lo siento, eso tampoco está permitido. Quién sabe qué información relevante, sin saberlo usted, podría estar transmitiendo su inocente terminal a nuestros enemigos de ahí afuera.

—No estoy para bromas.

—Podrían incluso utilizarlo como arma de destrucción, es tan fácil hoy transformar estas tecnologías en lo contrario de lo que se pensó que serían. O como receptor de instrucciones malintencionadas. Imagínese que una imagen mía, tomada por usted involuntariamente, viajara por las redes telefónicas hasta almacenarse en la memoria de algún ordenador conectado a internet. En cuestión de minutos estaría dando la vuelta al mundo. El daño sería irreparable. Permítame que le diga algo, en confianza, mientras sorbe un poco más de ese licor exquisito, cuánto placer puede albergar una simple molécula bien diseñada, ¿verdad?, no digamos ya un agregado caprichoso de ellas. A un hedonista teórico como yo no podrían pasarle desapercibidos estos detalles que hacen la vida más grata, menos áspera, más tolerable. Permítame, en este ambiente de distensión que noto instalarse entre nosotros, que le haga una recomendación...

—Diga lo que quiera, está en sus dominios.

—La difusión de su imagen y de otros colegas suyos del mismo nivel por todos los medios es perjudicial para los intereses del sistema. No sé cómo esto no lo han aprendido aún sus jefes. Nosotros tenemos al payaso de la Casa Blanca y al bobo de la Reserva Federal para que le pongan cara a mis decisiones y mis mensajes. Una cara humana en la que los votantes puedan confiar. Así funciona la cosa, unos tienen la imagen y otros el poder. Si me vieran a mí, tal como soy, con la grandeza de mis virtudes oculta tras la siniestra pequeñez de mi apariencia, no dude de que, mucho antes de lo pensado, germinaría entre los ciudadanos la convicción de que viven en una pesadilla hecha realidad, y nadie podría reprochárselo. No soy un androide, no se engañe, pero el impacto negativo en la conciencia humana, lo tengo estudiado, sería muy parecido en caso de conocerse mi imagen...

—¿Y no lo es? Quiero decir, ¿por momentos no tiene usted la sensación de que no merece la pena engañar a la gente como se la engaña para convencerla de lo contrario de lo que es evidente, de lo que ven en la televisión y en la realidad que los rodea, de que eso es verdad y lo otro una fabricación, una mentira espectacular, un artificio mediático...?

—Ya estamos con la sofisticación europea. No aprenderán nunca. Nos costó una fortuna, como le decía, tratar de enderezar la desastrosa historia en que habían naufragado por culpa de su irracionalidad latente y sus ambiciones intelectuales. Y ahora vuelta a la carga. Qué pesados resultan. Dos siglos enteros echados a perder en nombre de sus mitologías de pequeñas naciones y pequeñas regiones. Mitos de pequeña gente que se toma por dioses de la galaxia y se construye grandes palacios para encubrir lo pequeños que son y lo pequeños que se sienten, ¿no se da cuenta de que esa lección sigue viva, está repleta de actualidad? Y no hubo manera después de la guerra de que nos hicieran caso. Los rusos les gustaban más, con sus mensajes sibilinos y sus promesas de una felicidad irrealizable, les hacían gracia, qué se puede hacer contra eso. Eran simpáticos, lo reconozco, y muy divertidos, con sus planes quinquenales y sus purgas siberianas, sus uniformes de opereta vienesa, su exhibicionismo infantil del armamento y sus coreografías marciales en la Plaza Roja, al más puro estilo Bolshói. Lo tenían todo, pero todo, para caerles bien. No se puede negar. Y para colmo eran sus vecinos de toda la vida y, como todos los perdedores a lo largo de la historia, tenían ese punto de locura patética que suscita lástima y admiración en el otro. Es infalible como recurso escénico. Yo mismo, sin ir más lejos, caí en su trampa, víctima de su encanto, y pensé que era posible ser amigo de los rusos. Por fortuna no forcé mucho las cosas, di algunas instrucciones erróneas que se siguieron, por desgracia, con cierta torpeza, todo sea dicho, y luego me retiré sin molestarme en recoger los cadáveres de las víctimas. Era tarde para rectificar, pero no pediría perdón. No tenía por qué hacerlo. En cambio, a ustedes, entonces como ahora, nada los seduce más que un estado de beneficencia social a coste cero para la población. Como si esto fuera el bien supremo de la república. Cuando está comprobado, los informes de nuestros laboratorios de experimentación psicológica no indican nunca lo contrario, que nada hace más daño al individuo y por descontado a la colectividad que poseerlo todo sin esfuerzo, sin trabajo, sin angustia, sin sufrimiento. La sensación de que todo lo conquistado puede perderse en una noche, contradiciendo los infundios de sus bien pagados sociólogos, no sólo hace la vida más excitante sino que hace de las personas mejores servidores del bien público. Mejores ciudadanos y mejores vecinos y mejores trabajadores. Es el imperativo capitalista fundamental. La abundancia no está permitida. La gente debe competir por recursos escasos, así se asegura su fibra moral. No sé si me entiende. ¿Le apetece otra copa para tragar esta verdad insidiosa? Percibo en usted una cierta desorientación...

—Este brebaje escocés me proporciona poderes paranormales, no se imaginaría cuáles, y no sé muy bien por qué pero intuyo que me va a costar más de lo previsto salir de aquí indemne.

—Si es eso lo que teme, le anuncio que no soy Fu-Manchú, qué más quisiera, ni el doctor No, veo que por edad podría compartir algunas de mis referencias preferidas para definir al enemigo público. Soy un simple funcionario, creía que eso al menos crearía un vínculo entre los dos, aunque fuera un vínculo falaz. Dos viejos servidores de sus respectivas naciones. Una más antigua que la otra, desde luego. La suya tuvo sus momentos envidiables, la revolución, y, sobre todo, un emperador, qué gran personaje, cómo entendió que Rusia sería el principal problema del mundo tarde o temprano. Y China, no se olvide. Qué gran visión. Un nuevo Carlomagno con una nueva carta magna de derechos y deberes en forma de códigos legislativos. A menudo, perdone mi sinceridad, veo proyectarse la sombra histórica que arroja su figura sobre su país para empequeñecerlo y empequeñecerlos a ustedes, pálidos remedos.

La camarera asiática ha vuelto de improviso, esta vez con cierto bullicio de pies descalzos en el suelo inestable y vidrios entrechocando, y le ha entregado en mano el vaso de cristal abombado con la carga de Lagavulin demandada. El dios K se lo bebe de un solo trago y se lo devuelve a la camarera para que le traiga otro, con urgencia. Cree necesitarlo ahora como un motor de explosión necesita el combustible para ponerse en marcha. Y así lo hace ella de nuevo, en el menor tiempo posible, reapareciendo entre los bambúes y los juncos y los biombos con escenas eróticas como una diosa desnuda en la orilla de un río sagrado de aguas ondulantes y diáfanas.

—¿Sabe que me encanta el paisaje de este despacho? Crea confianza en las propias posibilidades, por así decir, transmite seguridad...

—Gracias, aprecio su aprecio en lo que vale. No mucho, si le soy sincero, en las presentes circunstancias. Todo lo que ve lo mandé copiar de una tabla japonesa del siglo diez de estilo Yamato-e, no sé si lo reconoce. Me impresionó cuando la vi en un museo de Kioto hace más de cincuenta años por su intento de describir las impresiones sensoriales del cambio de las distintas estaciones. No las vulgares estaciones y sus accesorios naturales, no, sino el cambio mismo, la energía y la naturaleza inasible del cambio, era lo que fascinaba al artista y a mí como espectador de su obra. Pensé que si lograba traducir en tres dimensiones las sensaciones que despertaba en mí la sutil composición de la pintura habría resuelto uno de los problemas más importantes que se me planteaban en la vida.

—¿A saber?

—El problema por excelencia del pragmatismo.

—Ah, ya entiendo, no me cuente más...

—No se burle, amigo DK. El problema del pragmático programático que soy y he sido, sin apenas cambios ideológicos, excepto aquella tentación pacifista que le mencioné hace un momento, desde que era niño en la granja agrícola de mis padres en Omaha y pensaba ya en estas cosas y hablaba de ellas con mis animales favoritos. Acabar de una vez con el peso del ideal sobre la vida humana. Eliminar de la realidad esa desagradable decepción que proviene de que los logros no están nunca a la altura de los planes, ni los medios desplegados de los fines alcanzados. Mientras no resolvamos ese hiato insalvable de la experiencia, los rusos, los comunistas, los socialistas y todos sus imitadores orientales y latinoamericanos de segunda y tercera categoría seguirán, desde el otro lado de las cosas, controlando el sistema con su capacidad para insinuar fracasos allí donde sólo hay imperfecciones y desajustes fáciles de reparar y suplir con un poco de atención y cuidado. Accidentes de recorrido, como solían decir sus compatriotas más comprometidos con humor quizá involuntario...

—No le sigo, ¿podría ser más concreto, por favor?

—Un reloj que da la hora en punto no es la imagen de la perfección para mí. La imagen de la perfección no la puede proporcionar ningún reloj, ni siquiera uno que se adelante y dé la hora antes de que corresponda hacerlo. No hay ningún reloj creado que pueda producir ese efecto que sólo la perfección causa cuando uno la tiene delante y puede reconocerla. Hay muchos relojes, muchos desfases horarios, si me entiende, lo que necesitamos es otra cosa. Otra imagen más perfecta de la perfección.

—El relojero ciego, ¿se refiere a eso?

—Empiezo a notar en su voz desganada y en su lengua trabada por el alcohol y en su actitud insolente esa predisposición a la objeción constante y la crítica arbitraria que es, sépalo desde ahora, lo que más odio en el mundo. Los políticos la padecen una y otra vez por culpa de sus votantes, pero nosotros no deberíamos incurrir en ese vicio intelectual, yo más que usted, desde luego, ya he oído que tiene ambiciones políticas, usted sabrá, en realidad no tendrá más poder por ello, aprenda algo de mí, ni más poder ni más seguridad, no se engañe, nada de nada...

—Me tomaría con gusto otro Lagavulin, quizá así podría intentar recordar por qué concebí semejante pretensión. Y, de paso, para qué vine a entrevistarme con usted...

—Lo segundo es más fácil de explicar, me temo. Nos necesitan, reconózcalo, sus jefes no se lo habrán dicho así, pero así es, nos necesitan de manera ineluctable. Una vez más la vieja puta europea necesita al chulo americano para que la proteja de los rufianes y los canallas, sean éstos quienes sean esta vez, los chinos, los indios, los árabes, los sudamericanos, cualquiera.

Necesitan al chulo patibulario contra la chusma barriobajera que ya no los respeta como antes, ¿a que no? ¿A que duele ver cómo las razas y los pueblos inferiores se le suben a uno a las barbas y hasta le tiran de los pelos de la nariz sin miramientos? Pero esta vez el precio por salvarlos de la denigración será más elevado. Esta vez, con todos los datos en la mano, luego hablaremos en detalle de éstos, les costará mucho más conseguirlo. Ya hemos espabilado. Como le decía, se rieron de nosotros durante la posguerra y la guerra fría. Se estuvieron riendo de nosotros, por lo bajo, hasta que cayó el Muro y quedó claro quién tenía razón en la pugna. Entonces les entró el pánico, miraron en todas direcciones y se dieron cuenta de que eran los únicos que habían estado perdiendo el tiempo durante todos esos años tan preciosos. Los únicos en todo el mundo, ni siquiera los chinos habían sido tan tontos de creer en esas entelequias sociales. Y estaban perdiendo el tren, con su visión socialdemócrata de la educación y la cultura y la economía y el bienestar. Les habían vuelto la espalda a los valores más rentables y ahora se daban cuenta de que el escenario mundial estaba cambiando a velocidad de vértigo y apenas si les quedaba opción para recuperarse de sus errores y despistes. Creyeron que absorbiendo los países residuales que los rusos, los más listos del continente con diferencia, liberaban como excrementos encontrarían una salida rápida al problema expandiendo sus mortecinas inversiones y exportaciones. Qué ingenuos, perdone que le diga, y luego el chiste supremo de sus tecnócratas, la broma hilarante de la moneda única. En Wall Street todavía se oyen las estruendosas carcajadas en los servicios de caballeros y no digamos en los de señoras, con más ironía si cabe. Hasta el último de los limpiabotas de las inmediaciones de la bolsa se está riendo todavía a mandíbula batiente con esa burla gastada a los mercados con la intención de quedarse con la mayor participación posible en el casino global. La clase superior europea nos tomó por tontos de nuevo emitiendo esa moneda cómica, con esos billetitos de juguete, pintados de alegres colores, como en un vodevil barato, para competir a muerte con la nuestra y dar una idea carnavalesca de la economía de mercado y las necesidades humanas cubiertas por el Estado del bienestar y demás chorradas de la propaganda estatal de sus ruinosos países. Y ahora lo están empezando a pagar. Ahora están comprobando que un mal chiste contado en el peor momento puede ofender a otros con sus aires de grandeza histórica y pretensiones injustificadas. Ahora se acabó, me entiende, se acabó. No habrá clemencia, me entiende. No al menos mientras yo esté al frente del negocio.

—Con su actitud ridícula y agresiva, no me deja usted otra salida que informar a mis superiores de que se niega a avalar, con todas las consecuencias, nuestros planes de rescate para toda la eurozona.

—Ande, amigo DK, no se reprima, pídale otra dosis de su brebaje, si le apetece, a la guapa camarera, ya veo que no le quita ojo cada vez que aparece en mi despacho, aprovéchese de su posición de ventaja, es lo único que se llevará de positivo de esta entrevista.

En dos tragos meteóricos, el petróleo refinado durante treinta años en la isla escocesa de Islay se desliza como lava por la garganta del dios K, arrasando cualquier infección bacteriana o forma de vida hostil instalada en esa abrupta galería para debilitar al organismo huésped, y obra el milagro de la lucidez instantánea en su cerebro adormecido hasta el momento por el monólogo disparatado de su egregio anfitrión. Al final ha comprendido para qué ha venido hasta aquí. Por qué le dijeron que lo hiciera. Estaba claro desde el principio.

—Es eso, entonces, lo que pretende. Ahora lo veo con nitidez. Usted, Edison, cree de verdad que declarando la guerra financiera y comercial a Europa podría garantizar sus posibilidades de recuperación ante los mercados. No me lo puedo creer.

—No sea estúpido, amigo DK, no me haga dudar del criterio de quien le nombró para el puesto de responsabilidad que le permite estar aquí ahora hablando conmigo con esa petulancia propia de la vieja escuela de negocios. ¿Los mercados? ¿Sabe usted siquiera lo que son los mercados? Venga conmigo, hombre. Venga, le enseñaré algo importante sobre los mercados. Algo que no podrá olvidar nunca...

Tras el sillón en el que el Doctor Edison, como máximo guardián del orden económico mundial, se retrepaba en la posición del loto para estar a la altura de su invitado, a una orden suya, se abre un panel del tamaño de la pared del que proviene un ruido ensordecedor. Tanto que Edison se ve obligado a gritar para que DK pueda escuchar lo que tiene que decirle.

—Ésta es la bolsa de todas las bolsas. El mercado de todos los mercados. No habrá visto en su vida nada igual. Venga, no se asuste, la primera vez impresiona, pero un hombre de su experiencia y conocimientos tiene que saber estar a la altura cuando llega el momento.

Sí, era evidente que la sala inmensa que se desplegaba ante sus ojos excedía los poderes descriptivos del dios K. Trató de retener lo fundamental, de hacerse una representación traducible a términos divulgativos, comprensibles para la mayoría de sus futuros votantes. Una sala infinita, de paredes blancas y techos transparentes, repleta de gigantescas pizarras, bombos enormes cargados hasta los topes de bolas numeradas y ábacos inmensos manipulados por un número indefinido de replicas exactas de Edison. Miles de homúnculos vestidos con un chándal blanco tan reluciente como el original que operaban con una velocidad inaudita las piezas de los ábacos atendiendo a códigos de color bien definidos (los tres colores primarios más el negro como agente negativo). Casi no podían seguirse sus rápidos movimientos por la sala sin perder la cuenta de cuántos participaban en cada una de las operaciones de contabilidad financiera que se llevaban a cabo en su interior con asombrosas diligencia y armonía. Edison señalaba la adscripción regional de los grupos y su distribución por el espacio disponible con visible orgullo. Era su gran creación.

—Si se fija, verá que a cada ábaco le corresponde un conjunto de bombos y de bolas numeradas. Este de aquí es el sistema de América del Norte y aquel de allí, tan dinámico en este momento, el del Sudeste Asiático...

Iban recorriendo las regiones de actividad en que se dividía la sala, con el Doctor Edison explicándole el procedimiento por el que las bolas numeradas que salían de los bombos repercutían en las cifras reflejadas con precisión milimétrica en las fichas coloreadas (amarillas, rojas y azules) de los ábacos. El tamaño de éstos y el número de filas de fichas que les correspondían dependía, según le explicaba Edison a su invitado, del volumen de actividad de cada región y de cada país y de la circulación de capitales entre regiones o entre países, o de unas a otros, como transfusiones de sangre allí donde el funcionamiento del sistema la reclamara para mantenerse con vida. Finalmente, se plantaron frente a un ábaco más pequeño que los demás, con un volumen ralentizado de actividades y un número reducido de operadores a su cargo. Edison fingió apenarse o entristecerse antes de comentar, con una sonrisa apenas disimulada, el estado comatoso de esta pieza esencial del sistema.

—Este de aquí, en cambio, tan raquítico y descaecido, corresponde a la zona europea en toda su extensión actual. Ve lo que le decía, amigo DK. Ve cómo no le engañaba. Entiende ahora por qué no puedo hacer nada por ustedes. Las estadísticas de su futuro son tan deprimentes que no quiero insultar su inteligencia creándole falsas expectativas. No las hay. Mire bien, acérquese y mire bien y verá lo que quiere ver, como siempre suele pasar...

El dios K siguió las instrucciones del viejo Edison al pie de la letra. Estudió con detenimiento el ábaco europeo, donde el dominio de las fichas negras era aplastante sobre las otras, miró los bombos y sus bolas numeradas y volvió a mirar los otros ábacos en las paredes contiguas, donde, por el contrario, la fiesta no tenía fin, las fichas rojas y azules eran las más frecuentes, con un equilibrio mayor entre las negras y las amarillas, y cuando creyó discernir en el complicado mecanismo de comunicación entre los bombos y los ábacos de la zona europea, a pesar de todo, una serie de signos que parecían alentadores, se volvió hacia su malhumorado interlocutor para señalarle la importancia de esos indicios innegables de revitalización económica, era esto mismo lo que había venido a recordarle con su visita, la necesidad de ser pacientes y generosos, de esperar a la recuperación anunciada por todos los indicadores fiables, pero el Doctor Edison se lo impidió de la única manera que podía hacerlo.

—Que tenga un buen viaje de vuelta, amigo DK.

Una trampilla se abrió entonces a los pies del dios K y cayó por un tobogán interminable hasta encontrarse, tras padecer muchas vueltas y revueltas y vómitos incontrolables, en la parte trasera de la torre, en el callejón donde se agrupaban los contenedores de basura orgánica y los contenedores de reciclaje de papel, cristal y plástico. En ese mismo lugar, en los huecos existentes entre la batería de seis contenedores, se había construido un refugio precario un trío de inmigrantes hispanos, dos hombres y una mujer, que dieron la bienvenida al dios K, en cuanto lo descubrieron instalado de buenas a primeras en su mismo dormitorio, con alegría folclórica. Como si su divina aparición hubiera sido profetizada en alguna tabla mágica o algún antiguo calendario astral. Para reponerse del viaje atropellado por las entrañas del edificio, lo invitaron a beber de la lata de leche condensada que atesoraban como su mayor bien y trataron de preguntarle por su origen, la procedencia de su elegante vestimenta, sin obtener respuesta alguna de su parte. El dios K lo había olvidado todo con la caída en desgracia y no pudo contarles nada significativo a sus paradójicos anfitriones, unos miserables gobernados por la extrema generosidad de sus costumbres y modos. Se limitó a expresarles gratitud y agradecimiento con gestos convencionales y a compartir con ellos sus escasas reservas de alimento, festejando la opulencia de recursos que puede darse en la más extrema pobreza. Ellos también se mostraron reservados en la comunicación con el dios K, lo temían y reverenciaban por igual, alguno de los tres parias, el más alto y atlético, murmuraba por lo bajo que conocía incluso algunas de sus proezas y hazañas pretéritas y estaba asombrado con su repentina aparición. La noche había caído sin piedad sobre la ciudad de los rascacielos y con ella un pesado manto de frío glacial y el dios K seguía sin recordar qué hacía aquí, cómo había llegado a esta condición de desahucio y soledad a la intemperie. No tenía adonde ir, así que también aceptó la invitación de pasar la noche apretujado entre ellos, a pesar del hedor insoportable que despedía el exiguo tinglado de cartones, plásticos y mantas robadas de camiones de mudanza que los tres residentes domiciliados allí denominaban su casa con un eufemismo publicitario digno de un promotor inmobiliario de los tiempos boyantes anteriores a la crisis hipotecaria que había asolado el país y sus aledaños como un ciclón tropical.

Como era evidente, la situación económica del mundo seguía siendo inviable, pero el dios K supo, con total certeza, que ya no se trataba del mismo mundo.

Ir a la siguiente página

Report Page