Karnaval

Karnaval


KARNAVAL 2 » DK 24

Página 34 de 57

DK 24

LA MARAVILLOSA TIERRA DE HOZ

Ya nada es lo mismo, desde luego. Y nunca volverá a serlo, como auguran los profetas más pesimistas a sueldo del sistema. La devastación ha consumado su obra maestra, como estaba anunciado, y el dios K, al despertarse aquella fría mañana en aquella cabaña de cartones y plásticos rodeado de tres cuerpos mal vestidos, mal alimentados y mal lavados, que respiraban con una dificultad y una pesadez animal, supo que nunca volvería a ser el mismo. Ni él ni el mundo que lo rodeaba como los decorados rodean una escena para darle un sentido distinto del que tendría sin objetos ni muebles ni paisaje de ningún tipo. Había caído en un mundo que parecía agravar los defectos de aquel del que parecía proceder. La memoria volvía por ráfagas y recordaba detalles de las últimas horas vividas y de su propósito al acudir al rascacielos de Media Tours y de nada más. Lo que había sucedido durante la entrevista espectral con Edison se había borrado de su cerebro en gran parte por razones de seguridad, para proteger la localización de la sede de la organización que regentaba y los oscuros intereses asociados a la misma. Sólo un aforismo del fantasma logomáquico llamado Edison resonaba aún en su cabeza como una amarga profecía del presente.

—Es el imperativo capitalista fundamental. La abundancia no está permitida. La gente debe competir por recursos escasos, así se asegura su fibra moral.

Sin dar tiempo a que sus compañeros de refugio se despertaran decidió dar un paseo matutino por la ciudad. Era y no era la misma de otras veces. Como casi siempre en sus exploraciones del espacio urbano, sus pasos sonámbulos acabaron llevándolo a Times Square, ombligo visionario de su desventurada vida neoyorquina. No reconoció las noticias de alarma que circulaban por los letreros luminosos, ni las películas que se estrenaban ni la mayoría de los productos que se anunciaban. Al abandonar la plaza de los tiempos y adentrarse en el juego de calles en zigzag que lo llevaron a la octava avenida y a la novena, en un desafío a su propia capacidad de reconocimiento, se quedó estupefacto al doblar una esquina y contemplar al fondo de la avenida la silueta duplicada, como un espejismo mental, de lo que no esperaba volver a ver en pie nunca más. Las torres gemelas, con toda su arrogancia económica y su banalidad arquitectónica, alzándose contra el cielo blanco del mediodía como un proyecto de conquista nunca realizado por falta de presupuesto o de valentía para afrontar el fracaso. Cayó al suelo, de rodillas, impulsado por una energía emocional extraña a su voluntad, implorando una ayuda exterior que nadie le podría conceder, y comenzó a maldecir y a golpear la acera con sus puños una y otra vez, como un simio furioso, sintiéndose impotente, vencido, dando salida a toda su rabia y su frustración, hasta que uno de los hispanos anónimos con los que había compartido esa noche la promiscuidad del refugio a la sombra de los contenedores de basura, vino en su socorro y lo levantó del suelo, donde estaba empezando a llamar la atención de los otros peatones, que amenazaban ya con denunciarlo a la policía por trastorno mental y contenido ofensivo en sus reiteradas proclamas y protestas.

—Maldita seas y maldito sea este mundo por siempre y todos los que lo habitan.

El hispano era alto y fuerte, a pesar de la mala vida y el desgaste físico de la supervivencia callejera, y pudo sostener en sus brazos al dios K sin esfuerzo mientras éste se reponía del choque causado por la visión sobrecogedora de las torres aún incólumes.

—En este mundo no existe Al Qaeda. Lo cual, visto lo visto, no sé si es una bendición o una maldición.

Como todo recién llegado a un mundo nuevo, la perspectiva del dios K era limitada en extremo y sus reacciones emocionales sólo podían responder a una drástica carencia de información. Poco podía imaginar el dios K, antes de que su amigo hispano, que dijo llamarse Julio y ser argentino de nacimiento, le proporcionara una primera versión bastante confusa, que había caído en un mundo como el descrito entre las páginas 150 y 151 de este libro. Un mundo alternativo donde la ciudad de Nueva York no había recibido los ataques del once de septiembre, pero no sólo eso. Una ciudad donde el único edificio destruido por una violencia no relacionada con el progreso ni la especulación inmobiliaria fue el edificio Chrysler, demolido hace cinco años como consecuencia de un error descomunal durante la realización de un experimento científico sobre la velocidad de los viajes en el tiempo, pero no sólo eso. Una ciudad donde la mayoría de sus habitantes profesaban una variante occidentalizada del budismo mahayana y se declaraban pacifistas y vegetarianos y habían excluido la violencia como forma perversa de relación entre los individuos y los pueblos, pero no sólo eso. Ya no había conflictos que resolver que no pasaran por el desembolso económico. Las violaciones, los asesinatos y los robos se castigaban con dinero, no con años de cárcel, pero no sólo eso. Un mundo donde no tener dinero ni propiedades se entendía como un castigo merecido y no como un estado transitorio, producto de la mala suerte o la falta de oportunidades. La riqueza se heredaba y se acumulaba y multiplicaba, pero rara vez se conseguía en vida. La gente se arruinaba intentando mantenerse a salvo de las multas y los impuestos onerosos con que el Estado policial mantenía a sus corruptos agentes. Y sólo una pequeña casta de privilegiados mantenía el nivel de vida que la sociedad valoraba como la máxima realización individual.

—Pero no sólo eso...

—Ya me hago una idea. No hace falta que sigas, Julio, de verdad.

—La realidad cambia todos los días, así que esto sólo vale para hoy. Mañana serán otras las condiciones y las reglas, debes acostumbrarte a no saber nada de antemano y a no prejuzgar.

Después de un largo y estimulante paseo por la Quinta Avenida, mirando al pasar escaparates donde se exhibían mercancías de utilidad irreconocible y mujeres y hombres jóvenes posando en lugar de maniquíes, el dios K y su amigo Julio, que andaba con grandes zancadas y solía dejarlo atrás con facilidad, llegaron a las inmediaciones de Central Park. Atravesaron las zonas más transitadas y visitadas, donde la gente se dedicaba a lo mismo que en todas partes, hacer deporte, tomar el aire, charlar sentados en los bancos, tumbarse en la hierba a meditar, dar de comer a los peces y a los patos, pero con un ritmo distinto, más pausado y reflexivo, consciente del sentido de cada gesto, de cada acción, y no sólo, también de su repercusión inmediata en la conciencia de los otros, los que pasaban al lado o compartían el mismo espacio dedicados a otras actividades igualmente respetuosas con los demás y con el ecosistema. Según el argentino charlatán, no merecía la pena perder el tiempo observando cosas que, en sí mismas, no demuestran nada más que el aburrimiento de la gente y la preferencia universal, promocionada por la cultura mediática dominante, por lo anodino y lo inofensivo. En un mundo como en el otro, no nos engañemos. Pasaron las explanadas de juego y esparcimiento y se adentraron en una zona más boscosa y recóndita antes de sumirse en un sendero que, rodeando varios peñascos de gran tamaño, y descendiendo cada vez más respecto del nivel del suelo, los condujo a la oculta entrada de un túnel excavado al pie de uno de los promontorios más poblados de árboles y matorrales.

—Aquí desembocan todos los túneles de la ciudad. No vamos a recorrerlos todos, sólo quiero que conozcas a alguien antes de que sea tarde. Para ti y para nosotros.

Ese alguien era un personaje importante, o que se daba importancia ante los otros, la diferencia es sutil pero irrelevante en este caso, esa importancia sólo puede medirse por los resultados no por los aires que el personaje se daba ante sus seguidores. Y en este caso los resultados eran indiscutibles en su nulidad. Por eso quizá, viendo la inutilidad absoluta del actual líder, Julio había decidido fichar al dios K para la causa. La rabia y el furor que había visto en su cara al describirle el mundo en que había caído por un capricho del destino le parecían una garantía de éxito. Al menos, de sinceridad. Y ya se sabe que en esta clase de luchas la sinceridad y la honestidad pueden representar las claves del éxito. En cualquier caso, Ernesto, así era como se llamaba el comandante de este ejército subterráneo, no tenía ninguna de esas virtudes reconocibles a simple vista. Así lo demostraba, entre otras muchas cosas, el hecho de que la armada de aficionados bajo sus órdenes sólo sabía entrenarse y adiestrarse para entrar en un combate que nunca se producía, en parte por culpa del pacifismo profeso en que habían sido educados sus integrantes por una sociedad tiranizada por los buenos sentimientos, en parte también por una manifiesta falta de recursos e inteligencia estratégica. Abunkerados todo el tiempo en las galerías del túnel, a causa de la cobardía de su líder, apenas si tenían una noción exacta de lo que ocurría en la superficie. Informes diarios, repletos de datos inexactos y errores flagrantes, les comunicaban los cambios acaecidos en la última jornada y se veían obligados a revisar sus estrategias en todo momento con objeto de adecuarlas a unas circunstancias que, como no ignoraban, volverían a cambiar sin remisión al día siguiente y así hasta el infinito, sumiéndolos en una lacerante parálisis. El enemigo era muy astuto y muy hábil, repetía el comandante Ernesto para justificar su indecisión y falta de confianza en sus posibilidades frente a las fuerzas del adversario. Por otra parte, como Julio y el dios K diagnosticaron juntos al cabo de un tiempo de convivencia con esta armada nada invencible, la mayoría de sus estrategias y tácticas de combate estaban copiadas del mundo del deporte. En el mundo alternativo, el deporte era considerado el valor absoluto, todo se sometía a sus valores y reglamentos, incluso los sentimientos y el amor, por no hablar de la economía y los negocios. Todo pasaba por el deporte y el juego, por todos los deportes y todos los juegos, acomodando en cada caso las particularidades de los más apreciados por la ciudadanía, el fútbol y el baloncesto, a las disciplinas de rigor. Así era imposible vencer.

—Se lo había dicho muchas veces, pero no me tomaban en serio. Creían que estaba loco. No se dan cuenta de que al compartir los mismos valores que rigen arriba nunca podrán conquistar la ciudad por mucho que se empeñen.

Tras varias tentativas de demostrar su eficacia y liderazgo a través de operaciones de comando que siempre acababan en desastre y cuantiosas bajas, el descrédito del comandante Ernesto dio paso, bajo la tutela ideológica de Julio, al liderazgo del dios K, cuya mente privilegiada sería capaz de desmontar las trampas retóricas del enemigo y también las estrategias morales por las que éste desarticulaba cualquier posibilidad de resistencia al mundo de valores predominante. En una primera demostración de fuerza, el dios K se atrevió a proclamar una huelga general y a convocar en Times Square, la plaza de sus sueños de gloria, una movilización de trabajadores y, en general, de una muchedumbre descontenta con el sistema que habría pasmado a los sindicatos del otro lado. Todos los que lo habían odiado antes se dieron cita allí, en el corazón del país y la ciudad, para dar testimonio de su indignación y de su intención de cambiar las cosas, si era necesario usando la violencia y la fuerza de las armas. La aparición de la palabra violencia en el vocabulario de los medios del enemigo estuvo a punto de arruinar las intenciones de la demostración pública de poderío. Pero una astuta jugada dialéctica del dios K contrarrestó la publicidad mediática que se vertía en su contra haciendo ver a la multitud, enfervorecida con las palabras del nuevo líder, que la violencia es el otro nombre de la creación y no sólo de la destrucción.

—¿O es que creían ellos que el Gran Vishnú, de quien nadie sospecharía connivencia alguna con el mal o la maldad en su vertiente más estéril, no recurría a ella a través de su feroz avatar Shiva cada vez que lo creía necesario? Nada puede ser conservado si no es antes creado. Y nada puede ser creado si algo antes no es destruido. La violencia es el camino necesario a la creación. La libertad política exige ese recurso para garantizar la eficacia de la conquista del poder.

Los medios oficiales temblaron al ver, a través de cámaras y pantallas ubicuas, a la masa liderada por el dios K expandirse desde la plaza de los tiempos convulsos en todas direcciones a la conquista de los espacios que se les habían negado durante decenios. El mismo comandante Ernesto, a pesar de haber sido relegado en el mando, asentía con la cabeza hasta descoyuntarse las cervicales y comenzaba a comprender el error paralizante en que se había mantenido durante todos aquellos años, combatiendo en vano una forma de dictadura instalada en las mentes a tal nivel de profundidad que se confundía con los deseos de sus súbditos hasta parecer un régimen necesario e inmejorable. Esa misma noche miles de ciudades en todo el país imitaron el gesto de Nueva York. Tomaron los edificios más representativos y se apoderaron de los estudios de televisión y de las radios y de los laboratorios donde se fabricaba el consenso político y la creencia ciega en el principio de realidad. El mensaje estaba lanzado y el dios K formaba parte consustancial de ese mensaje como sujeto activo del mismo. Su liderazgo, incuestionable, servía para extender el nuevo culto revolucionario por todo el país y más allá.

Al día siguiente, por orden del dios K, la multitud, empleando todos los medios de transporte a su alcance, avanzó hacia Washington. El objetivo era rendir la capital federal, donde una facción de oficiales y suboficiales del ejército se había hecho fuerte entre los muros geométricos del Pentágono y emitía comunicados de resistencia a la población con objeto de convencerlas de que la suya era la verdadera causa del pueblo y no la de tres o cuatro generales ambiciosos que aspiraban a hacerse con el poder absoluto en cuanto se lo pidiera, con la excusa de defender el mandato constitucional otorgado en las urnas, el flamante presidente Ronald McKinley, un androide de quinta generación que había sucedido hacía poco a Bill Kennedy porque éste, tras años de servicio irreprochable a la nación, se había quedado obsoleto y ya nadie soportaba, ni siquiera entre sus votantes más fieles, sus fallos y equivocaciones constantes. Estos militares insurgentes habían esperado mucho tiempo, agazapados en la sombra del escalafón, a que un acontecimiento como éste tuviera lugar y, tras años de planificación metódica, las nuevas circunstancias económicas, la prosperidad ilimitada de la minoría dirigente y la miseria irredenta de la mayoría aseguraban que esa petición presidencial de intervención, como estaba escrito, a la manera romana, esto es, en los términos establecidos en los códigos legales de la Antigua Roma, modelo reconocido y venerado del sistema, no tardaría en producirse con todas las consecuencias. Con qué inteligencia retórica supo entonces el dios K, en tan delicadas circunstancias, adelantarse a sus enemigos y dar al traste con esas intenciones conspirativas al demostrar ante la opinión pública las aporías institucionales y contradicciones ideológicas del discurso legitimador del golpe de Estado militar que pretendía arrebatarle el triunfo y desacreditar al mismo tiempo la causa democrática que servía al presidente en contra de la ciudadanía. Sin ningún miedo a las represalias, se plantó con su masa de seguidores acérrimos ante las verjas de la Casa Blanca durante tres días, acosando mediáticamente a sus ilegítimos ocupantes, McKinley y su equipo técnico de mantenimiento, hasta que una noche un informante anónimo les comunicó que todos los representantes del gobierno sin excepción habían abandonado el edificio por la puerta trasera, huyendo del país a las pocas horas en un avión privado con destino desconocido. Se proclamó entonces, sin más tardanza, la fiesta interminable del pueblo que luego habría de transmitirse vía satélite y por internet al resto del mundo, tantos países sumidos en las mismas condiciones históricas de opresión e iniquidad pero por razones culturales y educativas evidentes mucho menos capacitados para reaccionar en contra de los males endémicos que aquejan a las sociedades humanas desde el comienzo de los tiempos, como pensaba Julio, cronista veraz del vertiginoso decurso de los acontecimientos, con sutileza no exenta de melancolía.

Todos los medios anunciaban ya la noticia y se disputaban la exclusiva de entrevistar al nuevo presidente de la nación, el celebrado dios K, la leyenda de cuyo origen había comenzado a circular en internet intrigando por su inverosimilitud a los futuros votantes que debían creer a ciegas en el líder revolucionario que se les proponía como alternativa a siglos y siglos de injusticia.

El mensaje de los militares alzados en contra de la revolución fue terminante. El suicidio en masa, a la manera japonesa acreditada en los manuales especializados. Una forma de despedida muy adecuada para hacer entender al enemigo que uno no está dispuesto a colaborar con él en la tarea que se proponga, por honorable y justa que pueda parecer. Sólo algunos mandos inferiores se negaron a entregar la vida en nombre de una quimera tan rastrera como la enunciada por el gesto de sublevación de los generales y algunos coroneles envidiosos. Pero nadie lo lamentó. Cuantos menos residuos de su existencia quedaran sobre la tierra, escribiría Julio en su diario íntimo de esas jornadas gloriosas, menos probabilidad existiría en el futuro de un retorno de sus decrépitos y desfasados valores castrenses.

Pero no había tiempo que perder con esta noticia insignificante en comparación con el acontecimiento trascendental que se estaba viviendo en todo el país y en todo el mundo, a través de las pantallas de televisión de los hogares, y también en directo en el magnífico edificio de la Casa Blanca, tomado ahora por la ruidosa muchedumbre de sus partidarios y defensores. El dios K estaba entrando en el despacho oval, como había soñado tantas veces antes, para comenzar a tratar asuntos de urgencia con sus más estrechos colaboradores y leer después un breve comunicado a toda la nación para declarar sin ambigüedad las intenciones y los propósitos de su mandato y, sobre todo, tranquilizar a los mercados con un programa de acción contundente contra los excesos y abusos del sistema financiero. Previamente, la mayor parte de los agentes económicos le había otorgado hacía unas horas el apoyo público a su persona y al programa de medidas ejemplares que planeaba adoptar en cuanto se le diera mano libre para actuar sobre la economía con el conocimiento que, en cualquiera de los dos mundos conocidos, se le reconocía sin problema. Pero no había tomado en consideración el detalle más importante. Tenía que haberlo sabido. O previsto. Toda victoria resulta demasiado fácil si no tiene en cuenta el factor más peligroso para sus intereses. Y el dios K, arrastrado por la velocidad de los hechos, había pasado esto por alto. Se había olvidado del poder superior de Edison y pagaría caro el descuido.

—Éste es un país de hombres pequeños y mujeres malas.

Esa lección era engañosa y podría mantener ocupadas a las universidades del mundo y a sus departamentos de semántica y estudios culturales y de género durante siglos sin que ninguno de sus eruditos miembros llegara a determinar el verdadero sentido de la frase apócrifa atribuida a Franklin. Cuántas películas y libros y series de televisión han hecho falta a lo largo de la historia reciente para aprender a deletrear siquiera la primera sílaba del misterio escatológico cifrado en ese refrán de exégesis inagotable. Pero al hombre pequeño que la sostenía como eslogan de campaña para entretener a las mentes más despiertas y adormecer aún más a las más adormecidas no se le podía vencer con argumentos tan peregrinos y baladíes. No, ni siquiera el dios K, con todas sus artes embaucadoras, gozaba de ese poder supremo. Los banqueros podían ponerse de su parte por conveniencia, los políticos concederle el fuero del escepticismo pero no imponerle la prohibición, los militares suicidarse para no ver los desmanes y tropelías que pensaba cometer en nombre de divinidades pedestres y el pueblo, consciente de su papel fundamental en la historia, aclamarlo como al líder planetario en que se había convertido gracias a su acertada capacidad de decisión, a su indudable don de mando y a su inteligencia estratégica. Pero no el hombre pequeño. Éste nunca, así se hundiera la tierra natal bajo sus pies, le concedería esa prerrogativa a uno de sus enemigos más fervientes. No, ese privilegio no lo obtendría jamás del gran cerebro del hombre pequeño. Nadie lograría disuadir al Doctor Edison de su idea monomaníaca de que todas estas algaradas populistas no eran sino una mascarada del dinero para alzar, mediante ardides y maniobras espectaculares, su cotización al máximo y alcanzar un valor insospechado en los mercados. La victoria final del hombre pequeño, un nihilista de buen corazón, sumiría a la muchedumbre sublevada en el pesimismo y la tristeza definitiva. Eran sus armas anímicas más poderosas para mantener sometida a sus dictados a la población.

—Yo velo en los dos mundos, como un árbitro fiel, para que nada los aparte de su fin prescrito.

Cuando el dios K, sentado en el despacho oval, con todas las cámaras de televisión enfocándolo y los micrófonos y los fotógrafos pendientes de él, con esa sensación de que estaban viviendo una jornada única, irrepetible, una de esas jornadas heroicas que se dan pocas veces en el tiempo de una vida, agarró el micrófono principal para comunicar al pueblo del modo más expresivo imaginable sus recetas políticas y su programa de acciones y reformas a llevar a cabo para acabar cuanto antes con la injusticia y la opresión que padecía, vio primero cómo le fallaba la voz, comenzaba a toser y a tartamudear sin poder explicar su afonía repentina, y luego cómo el cuerpo iba desvaneciéndose, desapareciendo a los ojos de los demás y los suyos, que veían aún pero ya no eran vistos por ninguno de los presentes. Ya no estaba allí donde se le aguardaba desde hacía siglos para guiar el camino a la recuperación moral y económica. La volatilización súbita de su figura ha logrado engendrar, como subproducto energético del evento, un agujero negro en la estancia presidencial y todos los que se encuentran en ella y han sido testigos del insólito acontecimiento se han quedado paralizados al asistir al fenómeno en directo. Sienten enorme el vacío creado en sus vidas y en sus corazones por esa desaparición inesperada. Para cuando entienden una parte de lo que ha pasado, Julio, con signos de desesperación en el rostro y lágrimas en los ojos, se ha encargado de improvisar una explicación satisfactoria al suceso, la vida es así, el dios K ya está en otra parte, muy lejos de allí. En otro mundo donde quizá se le necesite más, camino de otro lugar. Encerrado en la cabina de un taxi que se dirige a toda velocidad al aeropuerto JFK, al menos ha tenido el hilo de voz suficiente para comunicarle al conductor, un afroamericano de asombrosas habilidades al volante, el destino deseado. Se hace tarde. No puede permitirse el lujo de perder ese avión. Otra vez no. No se lo perdonaría.

Ir a la siguiente página

Report Page