Karnaval

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DK 26

INSIDE JOB

La convicción de que la bruja africana, conectada con el tenebroso espíritu del continente más antiguo de la tierra, según la exégesis bíblica y la paleontología universitaria, había hechizado al dios K en el curso de su truculento encuentro en la habitación del hotel, después de todo lo que había vivido en las últimas semanas, todos los desequilibrios y las locuras, los caprichos y las manías padecidos por DK, se fortaleció hasta el punto de que Nicole hizo venir al apartamento una mañana a una espiritista holandesa (la doctora en ciencias infusas Marina Van Mastrigt) que le habían recomendado con insistencia unas amigas americanas viéndola tan afligida. Cuando la sesión se reveló improductiva, a pesar de que el dios K, a instancias de la experta en espíritus del más allá y espantajos del más acá, logró hablar como un consumado ventrílocuo por boca de algunos muertos ilustres y a exponer ante las dos mujeres visiones históricas bastante polémicas que correspondían a testigos relevantes y singulares de acontecimientos del pretérito perfecto compuesto y no a falsificaciones historiográficas redactadas con posterioridad, Nicole se mostró insatisfecha con los resultados y convencida de que éste, en particular, no parecía el tratamiento más recomendable para acabar con la maldición de su marido. Es más, como la médium Mastrigt reconoció con honestidad impropia del medio en que trataba de ganarse la vida a pesar de la dura competencia, el procedimiento de «extracción espiritual» se demostraba inadecuado en este caso al desvelar, de una parte, las múltiples identidades contradictorias dormidas en la psique del dios K y a las que no convenía en absoluto despertar de su letargo inmemorial, como se había podido comprobar hacía sólo unos instantes, y, de otra, la posibilidad de abrir con violencia, durante las intensas sesiones, las puertas del inconsciente de DK a la infiltración de fuerzas malignas que más valía mantener alejadas, tanto por la estabilidad y salud de su vida mental, más bien precaria, como por el bien y la seguridad del mundo circundante.

Con obstinación comprensible en una mujer preocupada, Nicole se decidió entonces a llamar a un parapsicólogo de la ciudad, reputado por haber limpiado (terminología del gremio) de fenómenos inexplicables y presencias parasitarias no sólo edificios o casas sino también cerebros, corazones y hasta hígados, según se declaraba sin temor alguno al ridículo en los folletos explicativos de la firma internacional para la que trabajaba. Pero fracasó de nuevo la tentativa, de modo estrepitoso además, cuando el afamado experto en el mundo de lo paranormal se negó a entrar en el apartamento habitado desde hacía meses por el dios K y por Nicole pretextando la percepción de energías maléficas, muy peligrosas y dañinas, rondando la periferia del espacio doméstico como depredadores anímicos de dudosa intencionalidad. Una vez más, fue Nicole quien abrió la puerta para recibir, con grandes expectativas, al parapsicólogo de nombre John e impronunciable apellido hindú y lo único que recibió de su parte fue la negativa inmediata y terminante a atravesar el umbral de un domicilio tan sobrecargado de fuerzas de naturaleza antagónica y belicosa que excedían su competencia y conocimientos, según le dijo a Nicole sin levantar por un segundo, en señal de perplejidad o de asombro ante lo que estaba experimentando allí parado encima del felpudo nuevo de la entrada, las boscosas cejas que caían hasta el borde mismo de los ojos como un velo ocular que lograba tapar los párpados y se enredaba con las pestañas. Como una especie de venganza privada de signo cultural, Nicole lo insultó entonces llamándolo brahmán de mala muerte y chamán chupatintas y le cerró la puerta en la cara, antes de que John S. Mukhopadhyay, el exótico parapsicólogo de Bangladesh, pudiera acabar de excusarse ante la sulfurada dienta por su incompetencia profesional, su cobardía espiritual o su terror instintivo, nunca se sabe con esta gentuza machista y vegetariana, como pensaba Nicole, a las manifestaciones ostensibles de un poder superior o inferior de semejante envergadura. Mientras tanto, el dios K, sonriente, permanecía sentado en su regia butaca favorita, de espaldas a la grotesca escena, rascando con las uñas el mullido terciopelo de los brazos, sin inmutarse con el agresivo portazo y los insultos racistas de Nicole, como si no le concernieran en absoluto, e inspeccionando con detenimiento los vividos detalles de los nuevos carteles publicitarios de una conocida marca de coches deportivos que tres operarios vestidos con monos azules estaban desplegando, desde el andamio de escala, en la fachada del edificio de enfrente.

Y sólo tras este rotundo desengaño, a pesar de todo, Nicole decidió recurrir a los servicios de un demonólogo acreditado que podría determinar si el cerebro o el cuerpo del dios K, como indicaban las experiencias más recientes, el testimonio de muchos amigos y conocidos y la opinión de los expertos consultados hasta el momento, habían sido tomados como sede efectiva y base de operaciones por un demonio de una especie desconocida hasta ahora. Un ente maligno que o bien se agazapaba en su interior desde la infancia y quizá desde más atrás, en un período coincidente con las primeras fases de la gestación, como una suerte de anomalía hereditaria o genética transmitida en el instante mismo de la concepción, y había salido ahora de su escondrijo psíquico aprovechándose de este momento personal de debilidad y desánimo, o bien, como creía Nicole, se lo había contagiado la víctima durante su encuentro íntimo, poseída ella misma, como mucha gente de su promiscua raza, por demonios territoriales que, en el curso de las últimas décadas, siguiendo el designio general del mundo globalizado, habían comenzado a deslocalizar su nefasta influencia. Esto mismo le dijo el guapo exorcista italoamericano a Nicole, ganándose de inmediato su simpatía y confianza, nada más cruzar el umbral de su aparta— mentó neoyorquino, sin miedo a las consecuencias de su acto, y percibir con un fuerte escalofrío las potentes vibraciones diabólicas y el penetrante hedor sulfúreo que emanaban de todos los rincones de la casa.

El padre Petroni, tras recibir la llamada desesperada de Nicole, acudía al fin en socorro del alma condenada y el cuerpo petrificado de su marido. David Francis Petroni S. J., doctor en derecho canónico y en teología, angelólogo, demonólogo y exorcista, según declaraba la discreta tarjeta de visita de este joven jesuita de sospechoso nombre italiano. Todos los italianos, aun los nacidos en América, son sospechosos de connivencia corrupta con el Benigno, como no se cansaba de denunciar el dios K, o el demonio celoso que poseía por momentos sus cuerdas vocales y manipulaba su laringe y su lengua como un músico demente, forzándolas a blasfemar con voz de castrado, en cuanto Nicole hizo las presentaciones, contra el atractivo sacerdote que venía a salvarlo de una pena aún peor que la reclusión a perpetuidad en una cárcel privatizada. Este santo varón, de entrepierna tan casta como un altar románico, tenía éxito no sólo con Nicole, que acababa de conocerlo en persona y ya se consideraba inscrita como socia honorífica en su club de fans, o con la amiga de Washington que le habló por primera vez de sus muchas virtudes humanas, sino con las numerosas parroquianas de la capilla de Georgetown donde impartía misa diaria, a las que tenía embelesadas con su estatura atlética, su aplomo sacramental, su verbo inflamado, su rostro lampiño y apolíneo, su sotana de paño reluciente y corte a la última moda europea y sus atildadas maneras de ejecutivo ecuménico, induciéndolas a pecar con la imaginación y la fantasía para luego poder gozar en la impunidad del confesionario del relato de esos ardientes devaneos. El increíble currículum del padre Petroni venía avalado además, y eso que apenas superaba la treintena, por haber realizado estudios superiores de soteriología y escatología en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma y, sobre todo, por poseer la patente de una controvertida metodología de exorcismo, acorde, según él, con lo intempestivo de los nuevos tiempos, cuyos misterios enseñaba una vez a la semana a un selecto grupo de discípulos en los seminarios de posgrado de la Universidad de Georgetown, donde residía desde hacía un lustro como profesor asociado y capellán en ejercicio. En un primer momento, la técnica radical de tales exorcismos podía parecer primitiva y hasta rudimentaria a un observador profano por su renuncia deliberada a cualquier objeto de culto o accesorio tradicional en esta clase de rituales, ya sea el agua bendita, las reliquias bendecidas, los misales consagrados, los óleos aromáticos o un crucifijo que blandir como escudo simbólico frente a las amenazas del Maligno.

—Créame, señora. Las manos desnudas y un corazón limpio bastan para hacer un buen trabajo. Lo demás son imposiciones del pecaminoso mundo del espectáculo.

El padre Petroni atribuía con falsa modestia la invención del método y su austera puesta en escena a los primeros padres cristianos, pero en realidad al decir esto sólo pretendía favorecer, o así lo había proclamado con astucia ante sus superiores para defenderse de los enconados ataques de los sectores más recalcitrantes de las iglesias alemana y francesa, un retorno a la letra primigenia del Nuevo Testamento («en especial el Evangelio de Marcos», puntualizó el sacerdote guiñando un ojo pícaro a Nicole sin que ésta entendiera de momento el porqué de tal gesto), donde el diálogo del Mesías con los enemigos más insidiosos de la fe, como todo el mundo recuerda, es descrito en términos tan virulentos que si se tradujeran a un código corporal contemporáneo podrían asemejarse, en la polémica opinión de Petroni, a la disciplina sadomasoquista imperante entre el cliente desnudo y la dominatrix vestida de cuero, un aborto forzado a base de golpear con varas de mimbre el vientre, el sexo y la cara interna de los muslos de la embarazada, un sangriento ajuste de cuentas entre miembros del mismo clan, con abundancia de puñaladas, mordiscos y mutilaciones, o la drástica curación de una patología infecciosa a fuerza de inmersiones en agua salada y gélida.

—La angelología y la demonología, digan lo que digan algunos teólogos ortodoxos, son ciencias simétricas. Los ángeles al corromperse y degradarse se transforman en demonios y en el corazón de todo demonio que se precie late la nostalgia por regresar cuanto antes al estado angélico. Este intercambio constante de posiciones entre ángeles y demonios, subiendo y bajando una y otra vez por la escala infinita del creador, es lo que da al mundo esa animación frenética y ese desorden y esa confusión que otros, no yo, desde luego, llaman caos. No me gusta esta palabra, suena mal. En el plan divino, las jerarquías angélicas y las diabólicas combaten como agencias de inteligencia y de contrainteligencia. Como en éstas, lo que manda no son los ejércitos, ni las armas ni las estrategias militares sino los roles asignados, la información falsa y las simulaciones pactadas por ambos bandos para preservar sus diferencias ante otros. Es como una guerra fría universal que durara hasta el fin de los tiempos, es decir, una guerra dominada por la táctica y la disuasión más que por el enfrentamiento directo. Todo esto suena bastante burocrático y anodino, ya lo sé, no es la dramática idea de la vida y la muerte que la gente suele tener. Qué se le va a hacer. En este escenario, como mortales desprovistos de cualquier poder de intervención, nuestro papel no pasaría de mediocre de no ser por las ocasiones especiales de enfrentarnos cara a cara, cuerpo a cuerpo, al sibilino adversario. Deseo con todo mi corazón que ésta lo sea, aunque aún no estoy del todo seguro, señora, seré franco con usted. No sé qué es lo que hay dentro de su marido. Los signos que detecto en él son inciertos y hasta contradictorios.

Tras este necesario exordio doctrinal, la primera tarea encomendada a una Nicole más dócil y dulce de lo habitual por el seductor y locuaz jesuita, mientras él procedía a remangarse, fue la de desnudar al dios K de sus engañosos atributos humanos, adormecerlo con un fármaco prodigioso que se había hecho traer desde las remotas regiones afganas donde se destila, según dijo, como un precioso inductor de un sueño espiritual que obra de inmediato sobre el individuo poseído como sobre el ente posesivo, anulando toda pulsión instintiva y paralizando la circulación de los humores corporales, y tenderlo después con su ayuda sobre la mesa del comedor, reconvertida, según dijo, en tabla de salvación de su alma inmortal y túmulo para su mórbido cuerpo mortal.

—Su marido, señora, se encuentra ahora en un estado de narcolepsia transitoria que podría definirse como el límite extremo del aburrimiento si no fuera porque éste es un estado pecaminoso per se. En ese lugar remoto en que se encuentra, ya no existe para el cuerpo la posibilidad del bostezo ni la melancolía para el alma. Uno no sabe que se aburre, porque uno ya no está ahí para saberlo. En esto se parece a la suprema contemplación celestial y la anticipa en cierto modo.

Postrado ahí, en esa gruesa plancha cuadrangular de oscura madera barnizada, durante una hora y media aproximada, como un neonato sin bautizar o un difunto a la espera del tiempo de la resurrección, ajeno por completo al pudor de la carne y a la castidad del espíritu, según recitaba el padre Petroni ante una Nicole fascinada con su retórica exaltada y su imagen de santidad paradójica, el dios K, contorsionando las articulaciones y los músculos del cuerpo hasta lo grotesco y lo inverosímil y segregando sin descanso espumarajos por la boca, podía provocar toda clase de sentimientos de compasión y de solidaridad en Nicole y en cualquier otro testigo del milagro. Pero no así en su potencial salvador, totalmente indiferente a las angustias y tormentos por los que atravesaba DK en estos momentos de tensión progresiva entre él y el ente sin identificar que lo poseía.

—Calla de una vez tu charlatanería estéril y sal de él, abandónalo, espíritu inmundo.

El padre Petroni, mientras rodeaba una y otra vez el perímetro de la mesa gesticulando con las manos, el torso y la cabeza como un hechicero indígena y tapándose de tanto en tanto los oídos como si el supuesto discurso del Maligno, sólo audible para él, tratara de seducirlo con zalamerías o proposiciones indecentes, apenas si dirigía alguna mirada al dios K para vigilar la evolución de la lucha a muerte que sostenía contra el ocupante ilícito de su alma racional y de sus cinco sentidos. No apartaba la vista, en cambio, de su afligida esposa, sentada en un sillón sólo unos metros a la izquierda de la mesa donde yacía el cuerpo convulso de su marido, observando con perplejidad y nervios crecientes los primeros pasos del ritual purificador.

—Te insto a desahuciar este cuerpo, maldito intruso. Búscate otro alojamiento más digno de tu infamia y tu vileza.

Para la mirada viril del exorcista Petroni, el esbelto cuerpo de Nicole, a pesar del lastre fisiológico de la edad y el descuido casual de su indumentaria, como tantas de sus feligresas mayores de cincuenta, intachables esposas y madres ejemplares, exhibía aún, en plena madurez, los signos patentes de lo bello y lo deseable. Y, viéndola entregada a la causa de la liberación de su marido con ese fervor que la hacía aún más atractiva, la invitó a repetir con él tres veces seguidas estas sentencias evangélicas, alteradas para la ocasión, y así impedir que el cuerpo del dios K, impulsado por la perversa voluntad de su captor, se descoyuntara al tratar de erguir el tronco de nuevo, agitándose como un epiléptico a gran velocidad y golpeando la cabeza cada vez contra la dura madera, con la intención de ponerse en pie sobre la mesa y, una vez conseguida esta posición, como creía Petroni, alzarse con todas sus fuerzas hasta el techo y emprender el vuelo más allá de estos dominios terrenales.

—A los que creyeren en mis palabras les acompañarán estos prodigios y estas locuras. En mi nombre arrojarán los demonios del cuerpo de los corruptos y los absorberán en su seno como prueba de que no temen al miedo, hablarán lenguas nuevas para que nadie los entienda y sólo entre ellos se reconozcan, tomarán en sus manos las serpientes de los villanos y, aunque bebieren algo mortífero, no les dañará. Por el contrario, les hará más fuertes y valerosos.

Admirables eran, en efecto, las palabras vehementes y los gestos ostentosos del padre Petroni para desalojar al intrigante demonio que usurpaba el alma y el cuerpo del dios K, pero más dignos de admiración fueron los hechos que siguieron a estos prolegómenos puramente litúrgicos.

—Que el Buen Dios de los Mercados se apiade ahora de nosotros.

Lo anunció con puntualidad el gruñido lastimero de un cerdo, comparable en intensidad y duración al emitido en el matadero por este animal hediondo en el momento de ser sacrificado, seguido de un grito escalofriante de mujer, intolerable para el oído de Nicole, que se tapó las orejas para no escucharlo, igual de estridente que el de la víctima de una violación brutal o de un asesinato encarnizado. El gruñido porcino y el terrorífico alarido femenino salieron uno detrás de otro, con un intervalo de segundos, de la garganta desatascada del dios K justo después de que éste consiguiera expulsar de su cuerpo, forzando hasta el límite la tensión de las mandíbulas, un viscoso cilindro de gelatina blanca que, una vez salido de la boca, como un gusano del grosor y la extensión de un brazo, se deslizó por la barbilla y el cuello, dejando un rastro lechoso de humedad en la piel, hasta alcanzar la superficie de la mesa. La amorfa criatura reptó luego por ésta durante unos minutos, exhibiéndose ante la mirada impasible de Petroni y la atónita de Nicole y cambiando de dirección varias veces, como si no supiera muy bien hacia dónde dirigirse, antes de resbalar en su propio desecho líquido y caer desde lo alto de la mesa al suelo, donde se deshizo, nada más tocarlo, en una nube de apestoso humo blanco. Con esta exhibición de habilidades escénicas, pensó Petroni mientras analizaba la intención del recurso acústico de mal gusto que había acompañado la evaporación del parásito pegajoso, el maléfico maestro de marionetas que animaba la vida de la infernal criatura y la mantenía bajo su siniestro control no pretendía otra cosa que confundirlo, conociendo sus debilidades humanas, y disuadirlo así de proseguir la curación anímica de su rehén.

—El alma de un ateo, señora, es un misterio tremendo tanto para Dios como para Satanás. En la economía de la Creación, donde todos los seres y los objetos, como usted sabe, están sellados al vacío y se tocan a distancia, por alusiones más que por contacto directo, ese misterio espiritual resulta más inexplicable que la Santísima Trinidad. No estoy blasfemando, es la verdad, pregúntele al doctor Ratzinger si no me cree.

Tras el aterrador despliegue de efectos audiovisuales del que el sacerdote y la mujer fueron los privilegiados destinatarios, una nueva fase del exorcismo, o de la tenaz resistencia al mismo, se hizo manifiesta cuando un objeto redondo y verde comenzó a brotar de improviso del ano entreabierto del dios K como un vástago indeseado de su concupiscencia indiscriminada, según le transmitió el padre Petroni, en su jerga jesuítica, a Nicole, aquejada ahora de un llanto copioso y repentino, para intentar calmarla con alguna tentativa de explicación racional al portento.

—Estoy asombrado. No imagina hasta qué punto. ¿Sabe por qué? Tengo la extraña intuición de que no es Satán ni ninguno de sus cornudos secuaces el que ha tomado por guarida las entrañas de su marido. Hay un tercero implicado, un parásito inorgánico, una entidad puramente energética, medio alienígena medio terrestre, a caballo de varios mundos interconectados por vínculos de una matemática indescifrable. Un gran desconocido, en su origen, en su proceder y en sus intenciones, hasta para un reconocido especialista en estas ciencias como lo soy yo. Es él, no me cabe duda, el que le está haciendo todo ese mal intestino del que somos testigos involuntarios. Digo él por designar a este ente nocivo de un modo que usted pueda comprender con facilidad, pues este impostor no se caracteriza por poseer ningún atributo convencional. Sin llegar a ser el Príncipe de las Modificaciones, no se le puede asignar un sexo definido ni tampoco una morfología reconocible. Es él, no puede ser otro, los signos de su influencia son palmarios. Se le ha visto masacrar sin motivo a la población de una pequeña ciudad del Medio Oeste. Se le ha visto desfigurar los cuerpos de sus víctimas en amasijos de órganos inclasificables. Se le ha visto absorber toda la sangre del cerebro de un individuo sin dañarlo para ponerlo a su servicio. Se le ha visto arrasar miles de hectáreas de labranza destruyendo la cosecha y esterilizando el suelo para siempre... Prefiero silenciar por ahora otras de sus insidiosas fechorías. Todo esto, como comprenderá, señora, es demasiado nuevo para mí y desborda mis capacidades, no sé si sabré estar a la altura de las circunstancias.

El exorcista se precipitó a cogerlo con la mano izquierda, sin ninguna precaución higiénica, en cuanto el extraño huevo, del tamaño de una pelota de béisbol, salió disparado con fuerza y se estrelló contra el suelo sin romperse. Y Petroni, ajeno a cualquier forma de repugnancia o de asco, se entretuvo en examinarlo de cerca, manteniéndolo depositado en la palma de su mano derecha y haciéndolo girar como una peonza con los dedos de la otra mano para comprobar sus rasgos más llamativos (el tacto estriado, la fetidez cloacal, el colorido obsceno, las manchas decorativas), mientras no paraban de brotar otros objetos similares por el mismo orificio hasta completar, excluyendo los que se quebraron antes de salir, despachurrados con la presión del esfínter, o los que lo hicieron al aterrizar, una primera serie de dos docenas. Pidió entonces el jesuita, con gran sentido práctico, que se le trajera una cesta grande para ir recogiendo la colección de huevos verdes que identificó de inmediato ante Nicole, cada vez más impresionada con el aparatoso trance de su marido, como tumores pestilentes del alma diabólica del dios K.

—Degenerados descendientes del reptil antediluviano que ha cometido fechorías impunemente, oculto tras una máscara humana, y ahora nos entrega estas pruebas abominables de su arrepentimiento fehaciente, cobrando esa aberrante forma material más por obra y gracia de las conminaciones de la fe en Cristo que por la química satánica de la vida que alienta estas negras abominaciones. Nuestro archienemigo el demonopolio de la materia.

Ordenó entonces el padre Petroni a Nicole que se arrodillara ante él, de espaldas a la mesa donde el dios K permanecía inmovilizado desde hacía unos cuantos minutos sin dar señales de agitación alguna, con objeto de no perder de vista la salida constante de los huevos de colores, unos de forma más irregular o de tamaño menor que los otros, algunos con estrías amarillas y rojas en la parte superior o en la inferior, según los tipos, otros incluso con bandas marrones que daban la vuelta en espiral alrededor de la blanda cáscara que custodiaba el vulnerable contenido. La imaginación de este fabricante de regalos es corrupta y grosera, desde luego, pensó Petroni mientras tomaba la cabeza de Nicole entre sus grandes manos, la bendecía imponiéndole las palmas sobre la coronilla y, a renglón seguido, comenzaba a acariciarle con ternura el pelo y la cara. Fue entonces cuando el dios K, sin abrir los ojos al mundo, profirió entre espasmos un monólogo ininteligible de siete enunciados marcados por sus correspondientes pausas y un total de setenta y siete palabras, según acertó a contar el exorcista en medio de la confusión del momento, desprovistas de vocales y compuestas únicamente de consonantes guturales, como sucede en algunas lenguas bárbaras de origen demoníaco cuya gramática Petroni decía conocer en profundidad.

—Confíese a mí, señora, sin temor ni esperanza. Ha llegado la hora de la verdad de la que ni usted ni yo podremos escapar. Una tempestad de arena en el desierto es la verdad. No lo olvide. Un remolino de aguas infectas es la mentira del mundo. Dios mío, no permitas que la duda haga flaquear mis humildes fuerzas en esta misión que me has encomendado a mí solo, como servicio a Tu Excepcional Grandeza.

Poco después, arrodillándose frente a la mujer, el sacerdote ya había extendido sus caricias por todo el cuerpo de ésta, como una irritación urticaria, por encima y por debajo de la ropa, con la excusa caritativa de consolarla de su aflicción y pesar, cada vez con más certeros objetivos estratégicos en sus acciones, rogándole al mismo tiempo, con vehemencia, que abandonara el sentimiento de la vergüenza moral y se olvidara del pudor de la carne. La grave situación de su marido, le dijo Petroni, así lo requería.

—Estos son los pecados capitales del esposo, Señor, horrendos y variopintos. Cuando todos estos desechos de su maldad hayan atravesado la serpiente intestinal y el ojo tuerto del Maligno, sabremos al fin quién se oculta tras estos vistosos artificios y trucos de brujería, concebidos para cretinos e ignorantes, y, lo más importante de todo, sabremos que el nefasto intruso ha sido expulsado de ese cuerpo culpable para siempre. No olvide nunca, señora, esta lección dialéctica. La creación no fue encomendada a la luz, impotente para crear. La luz sólo puede sancionar lo que la oscuridad ha creado con el poder que se le otorgó con anterioridad a la existencia del tiempo. Cuando la luz se hace en el mundo, el mundo está hecho ya. El trabajo de la oscuridad se hace visible. Y es entonces cuando comienza la larga historia de las abominaciones sin cuento que los hombres sin fe llaman Historia.

En el mismo instante en que brota un huevo azul, más rugoso y estriado aún que los verdes y los rojos, el jesuita deja de manosear el cuerpo de Nicole y se decide a estrecharle las manos, primero la derecha y luego la izquierda, y los dos comienzan entonces a levitar juntos, alejándose del suelo en trayectoria vertical, con inquietante lentitud, unidos como hermano y hermana en un sentimiento común, el sacerdote y la mujer, elevándose por encima del cuerpo postrado del dios K que sigue expulsando huevos azules por el ano y alguno rojo de vez en cuando. Sin soltar las hospitalarias manos del padre Petroni, Nicole se estremece de arriba abajo, experimenta una convulsión extrema, similar a una cadena de gloriosos orgasmos, una vibración eléctrica o una corriente continua que le recorre todo el cuerpo, desde la uña atrofiada del dedo meñique del pie derecho hasta la raíz encanecida de sus largos cabellos negros, pasando por la pequeña cicatriz reciente conectada a su pezón izquierdo, que se endurece de pronto, como el derecho, en respuesta a ese cúmulo de estímulos nerviosos. El goce es excesivo para una sola mujer, piensa antes de abandonarse al flujo que la arrastra más allá de sí misma y la obliga a respirar cada vez con más ansiedad. Se le cierran los ojos sin poder evitarlo, entreabre la boca por un instante, muerde el labio inferior hasta clavarse los dientes, se hace daño aunque no sangra y aprieta las manos de su acompañante con fuerza inusitada para compensar el dolor y el placer que siente al mismo tiempo. Se entrega por entero a él. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una emoción tan intensa y perturbadora. Sus relaciones con el dios K habían llegado en el pasado a estas cúspides de goce y el recuerdo imborrable de aquellas horas deliciosas pasadas con el que era entonces su fogoso amante se materializa ahora, en su piel humedecida por el sudor del esfuerzo y en sus órganos más receptivos y sensibles, mientras permanece suspendida en el aire como réplica carnal de una difamada santa de mármol.

—No me abandone ahora, padre. No me deje así, por favor. No quiero estar sola nunca más en mi vida.

Cuando Nicole reabre los ojos, el exorcista ya no está junto a ella. Está sola, sí, como se había figurado en el ápice extático del trance que le hizo perder cualquier noción de espacio y de tiempo calculables, y está desnuda, sí, aunque no guarda ningún recuerdo consciente de cómo ha llegado a estarlo y se siente desconcertada por el hecho. No sólo está totalmente desnuda sino que, además, está arrodillada encima de la mesa del comedor ante el cuerpo también desnudo de su marido, que ha dejado por fin de expulsar huevos de todos los colores del espectro por el ano y exhibe, en cambio, lo que un urólogo consultado llamaría, sin dudar, una erección funcional de rendimiento íntimo más que probable. Aunque parezca mentira, esta evidencia genital la hace recuperar de inmediato el sentido de la realidad. Nicole se siente degradada y sucia como pocas veces en su vida. Se siente como se sentiría alguien que hubiera participado contra su voluntad en alguna forma de prostitución ritual. Como se sentiría si varios desconocidos hubieran abusado de ella aprovechándose de su estado de embriaguez e inconsciencia. Todos los signos en su cuerpo apuntan en esa dirección dolorosa pero no consigue recordar nada de lo sucedido con claridad suficiente. No es casual que sea entonces cuando descubre que no está sola con su marido, como creía, ni lo ha estado nunca en toda la noche. Hay un incómodo testigo de su arrebato, agachado a sólo unos metros de ella, en el mismo salón de este apartamento donde hace tiempo dejó de existir la intimidad. El jesuita Petroni está recogiendo todos los huevos expelidos por el dios K, metiéndolos con sumo cuidado en la gran cesta que lleva colgando del brazo izquierdo. Mientras lo hace, el sacerdote tararea con júbilo creciente una melodía que la mujer no podría reconocer por más que se empeñara. Es el pomposo allegro final de la sonata para piano en cuatro movimientos compuesta por el padre Petroni, en homenaje a su admirado Stravinsky, como banda sonora de las cuatro fases de su arcaico método de exorcismo. Al descubrir al sonriente jesuita canturreando esta pieza impertinente como si nada hubiera pasado, Nicole experimenta, sin saber muy bien por qué, la irrefrenable necesidad de vestirse y, para ello, se baja de la mesa tapándose el cuerpo desnudo con las dos manos y luego comienza a buscar y a localizar a toda prisa la ropa dispersa por todo el salón sin preocuparse más de la cuenta por la presencia del intruso de la sotana planchada y reluciente. No entiende cómo ha podido producirse este espantoso desorden en su propia vida. En qué momento perdió el control de sus actos hasta ese punto de turbación. A medida que recupera las prendas diseminadas y se las va poniendo una a una, Nicole no se siente más cómoda sino, al contrario, cada vez más abochornada y horrorizada por lo que su imaginación le insinúa que ha podido suceder entre ella y Petroni mientras su marido permanecía inconsciente. Comparten el mismo espacio y, sin embargo, la mujer y el sacerdote se cruzan en varias ocasiones sin decirse nada, por decencia o por discreción, rehuyendo incluso mirarse a la cara. Absortos en sus respectivas actividades, fingen no prestar atención a la proximidad del otro y aun así logran evitar que sus cuerpos tropiecen o se rocen al pasar. En cuanto concluye la recogida de todos y cada uno de los subproductos del endemoniado dios K, el padre Petroni interrumpe el canturreo y engola la voz para anunciar su voluntad de marcharse enseguida a la pudorosa Nicole, que aún está terminando de vestirse, de espaldas a él, en el otro extremo del extenso salón. Como no podía ser menos, la despedida entre la mujer y el sacerdote es bastante fría al principio, pese a todas las experiencias que han compartido esta noche.

—No olvide que no debe contarle nada a nadie sobre todo esto. Tampoco a su marido, no le conviene hacerlo. Aquí no ha pasado nada, ¿me oye? Nada. Es un secreto que ambos debemos aprender a sobrellevar en soledad. Un don divino, si lo prefiere entender así.

La mujer asiente en silencio, avergonzada de su actitud hostil hacia el sacerdote y aliviada al mismo tiempo por su inmediata partida. El padre Petroni le pide un último servicio, no para él esta vez, sólo una manta invernal para poder cubrir los huevos en la cesta y mantenerlos calientes y protegidos durante el largo viaje de vuelta. Así pretende repeler también, según dice, la morbosa atracción de los extraños por este tipo de objetos inclasificables.

—¿Por qué me sonríe de ese modo hipócrita, padre? ¿Es que cree que no me doy cuenta de lo que ha hecho conmigo?

Nicole, sin pensarlo mucho, se desabrocha los botones a toda prisa y se quita la camisa delante del sacerdote. No lleva sostén, no ha sido capaz de encontrarlo y lo da ya por perdido. No es necesario que se disculpe, piensa el padre Petroni, boquiabierto. Sus pechos conservan al desnudo la espléndida arquitectura que todas las mamografías que se ha hecho en su vida celebran con términos científicos que nadie entiende mejor que ella. El jesuita parece reconocer, como experto en la materia, su efigie carismática y se arrodilla ante ella para expresarle reverencia y veneración. Como indican los protocolos del antiguo culto, sin perder de vista los senos de Nicole, le toma la mano derecha y se la lleva a los labios y la besa con unción en el dorso, en señal de devoción, y, haciéndola girar con delicadeza, en la palma rosada y sudorosa, en señal de amor. Está ardiendo, como su frente y sus muñecas, una extraña fiebre posee su cuerpo de nuevo. Su semblante parece haber rejuvenecido veinte años de golpe. Tan radiante es la belleza de la mujer en ese estado de transfiguración que los ojos de Petroni se deshacen en lágrimas, sin poder refrenarse, e inundan su rostro de un llanto copioso. Fracasa al tratar de recordar todos los nombres que se le han dado a lo largo de las eras.

—Mujer, no soy digno de entrar en tu casa. Perdóname todo el mal que te haya podido hacer.

Seis horas después de su irrupción triunfal, el padre Petroni abandona con discreción el apartamento del dios K, ahora purificado de toda presencia maligna, convencido de que ha hecho bien su trabajo, cumpliendo honestamente con su deber misionero. Toma el último tren a Washington D. C. y luego un taxi, desde la céntrica estación, para llegar, ya de madrugada, al barrio residencial de Georgetown y al recinto amurallado de la universidad. Está acostumbrado a dormir poco y mañana tiene clase temprano, su temido curso de teología moral. Bosteza al abrir la puerta trasera de la pequeña capilla. No enciende las luces, sabe dónde va. El rostro de la Virgen está iluminado como otras veces. Rodea el pedestal que la sostiene en vilo contra las asechanzas de los santos y de los pecadores y, cerciorándose como siempre de no ser visto, se abre paso por la trampilla lateral que nadie conoce excepto él y su antecesor, ahora retirado en algún lugar remoto de la montañas de Vermont, desde donde le envía de vez en cuando misteriosas cartas repletas de observaciones incomprensibles y dibujos aterradores sobre la monstruosa fauna local. La escalera de piedra, construida muchos siglos antes de que se erigiera la iglesia bajo la que se sitúa, parece descender al centro de la tierra. El calor aumenta a medida que se hunde en la profundidad del subsuelo, donde los escalones más antiguos dan señales de fuerte desgaste y la luz disminuye hasta perder su nombre y su esencia primigenia. Sólo una gruesa puerta de hierro con rejas lo separa de su destino aquí abajo, ya presiente la presencia temible, el aliento cálido, ya percibe el hedor penetrante, la atmósfera irrespirable. Abre la puerta con la gran llave oxidada, de aspecto medieval, por la que le han preguntado tantas veces sus alumnos más despiertos y algunos novicios de paso en la universidad para ampliar su formación. Nada más traspasarla, ahí, como siempre, están los dragones. Son numerosos y entre los opresivos muros de la cripta, por desgracia, hay cada vez menos sitio para todos ellos. Se reproducen sin que él pueda controlarlos y duermen amontonados unos encima de otros aprovechando al máximo el espacio disponible. Camina con sigilo hacia el más grande de todos, que parece dormido, y deposita ante él, como un tributo, la cesta repleta con los huevos extraídos del ano del dios K. El animal resopla complacido, sin levantar los párpados. Cuando se despierten del pesado sueño se encargarán de repartirlos entre todos y de darles calor y cobijo hasta el día en que eclosionen. El jesuita se marcha con prisa, no le conviene permanecer mucho tiempo aquí para no llamar la atención, y tropieza al pasar con algunas cestas vacías que, en ocasiones anteriores, habían quedado abandonadas tras cumplir su cometido. Cierra con delicadeza la puerta metálica, echa el doble cierre de la llave, sube la escalera de piedra con cuidado de no resbalar, sale por la trampilla y, mientras adecenta su atuendo y su apariencia, rodea de nuevo el pedestal de la estatua y se enfrenta a la turbadora imagen aposentada en él. Como cada noche desde hace décadas, el Maligno ha vuelto a mofarse esta noche de sus expectativas de salvación derramando sobre el alabastro vilezas e infamias sin cuento en forma de garabatos inextricables, comentarios calumniosos contra sus creencias y actividades sacras. El padre Petroni pretendía santiguarse, para conjurar el efecto nocivo de la profanación, pero la Virgen María, con gesto pícaro, se lo reconviene. Ya sabe él, mejor que ninguno, que para los padres primitivos persignarse era un gesto manual sucedáneo de la masturbación ante las provocativas efigies de los paganos. Ha estudiado a fondo a San Agustín y a Tertuliano y, por desgracia, lo sabe todo sobre la tentación de la carne y el culto idólatra a la misma tan extendido entre los hombres santos.

—El mundo no será destruido por el fuego del odio sino por el hielo del amor.

La cara luminosa y sonriente y los pechos desnudos de la estatua de María lo confunden aún más y le hacen pensar en la hermosa mujer del endemoniado, a la que se complace en imaginar pensando también en él y en lo que ha vivido con ella hace sólo unas horas en la intimidad de su casa. Es tiempo de irse a la cama, se dice. Ya empieza a dar señales de fatiga mental. Ha sido un día muy largo y agitado.

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