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DK 27

CUARTA EPÍSTOLA DEL DIOS K

[A los grandes hombres (y mujeres) de la tierra]

NY, 14/07/2011

Querido Sr. Gates:

Ignoro dónde le sorprenderá esta misiva, pero le aconsejo que tome precauciones antes de que sea tarde. No me extrañaría nada que ciertas agencias, tras conocer que nos hemos puesto en contacto por esta vía, traten de neutralizarle aún más. Sufre usted la peor persecución de que se tiene noticia, sin contar la mía, por supuesto, y quiero advertirle de que una alianza entre nuestras respectivas fuerzas podría, nunca mejor dicho, forzar una mutación filosófica en el mercado. O mejor: una revolución metafísica en el mundo.

En estos días de reclusión y soledad, paso las horas leyendo nuevos libros científicos, meditando sobre nociones que muchos considerarían estrambóticas, interpretaciones de la mente de un demente. Es algo adecuado a mi situación, no obstante, sumirme en esa clase de reflexiones. Tengo mucho que criticar y mucho más aún que aprender. Mi vida forma parte de una cadena de acontecimientos que se me antoja cada vez más como arbitraria o aleatoria. No puede tener sentido, si lo tuviera, lo que he hecho mal tendría una razón y no la tiene. No puede tenerla, por desgracia para mí. Imagino que sabe a qué me refiero. Qué envidia me da su país, sin embargo, donde en cualquier librería o a través de internet pueden encontrarse libros tan originales y perturbadores sobre las cuestiones científicas más avanzadas de nuestro tiempo. Sepa que no le admiro, pero le respeto. Es usted uno de esos hombres que supo entender su tiempo, mirar a la realidad de frente y extraer de ella las lecciones que se requerían. Es toda la realidad ahora, tras la revolución tecnológica que usted lideró con su empuje empresarial y su poder dominante, la que se ha convertido en un computador gobernado por programas que usted sólo en parte controla. No hay vez que pasee por el mundo, y más si lo hago desde la altura, observándolo con frecuencia desde la ventanilla de un avión, y más aún si es de noche, que no piense que todo lo que veo a mi alrededor parecen piezas diseminadas de un computador gigantesco. Las casas, las calles, los jardines, los centros comerciales, las naves industriales, los aeropuertos, las autopistas, los centros urbanos, los rascacielos. Circuitos y placas del computador de la realidad. Usted fue el primero en diseñar los programas que harían manejable la información del mundo y luego los cedió, por motivos puramente lucrativos, a los nefastos gestores de siempre. Necesitamos con urgencia librarnos de ellos, por eso me permito hablarle con esta franqueza. Le ruego disculpe mis posibles errores científicos.

Todo en esa realidad del mundo recuerda un computador, como diría usted con un término más exacto, o un ordenador, como se dice en mi lengua natal induciendo la falsa idea de que la función de esas máquinas es organizar y ordenar, cuando todo es mucho más complejo, menos racional. Se trata más bien, como usted sabe mejor que nadie, de computar, de procesar, de hacer circular y conectar la información para que produzca la realidad caótica que damos por conocida sin conocer de verdad cómo está hecha. Eso es la realidad para nosotros, mucha información, escaso conocimiento. Unos átomos de aquí, unas moléculas de allá, unas partículas innombrables, todo deglutido en unidades mínimas de información que pasan por los circuitos a la velocidad de la luz y se transforman, al final del proceso, en cosas y en personas y en relaciones entre ellas. No podemos saberlo todo, cómo podríamos sin tener toda la información, sin conocer todos los programas. Alguien tenía que intuir ese potencial revolucionario, alguien tenia que captar el mensaje que desde el origen del universo venía emitiéndose sin que tuviéramos el instrumental adecuado para descodificarlo Y llegó usted, como llegan todos los genios que han cambiado el curso de la historia, como un paleto recién salido del pueblo, silbando una tonada antigua, con las manos en los bolsillos, sin saber muy bien qué hacer con ellas, pegó el oído donde debía y tuvo la suerte de poder escuchar lo que pedía ser escuchado desde hacía milenios. Escuchó la sinfonía elemental, escuchó la melodía básica. Y, como un músico, como un gran compositor de otro tiempo, en vez de buscar interpretarla de cualquier modo usted inventó toda una nueva tecnología, un nuevo instrumental para canalizarla y hacerla transmisible, como una verdad que ya no se deja formalizar en valores morales ni éticos ni siquiera estéticos. Un puro acontecer, un puro devenir desprovisto de sentido y de otra finalidad que el procesado infinito de sus datos. Esa sinfonía universal, abrumadora, era la información. Usted descubrió, quizá sin pretenderlo, que el universo no se componía de otra sustancia que no fuera información. Pulverizada, insignificante, redundante, minúscula, pero esa cantidad de información estaba detrás de todo lo existente, la génesis de una estrella o el inaudible resoplido de fatiga de una bacteria en una charca sobresaturada de otras bacterias en mutación forzosa, todo y nada, la vida, el sexo, el cerebro, la sociedad. Todo compuesto de información y conexión, infinitas conexiones para una información infinita, inagotable en apariencia, transformable en permanencia. Usted supo entender ese mensaje y se enfrentó a quienes no quisieron dejarle expresarlo en el código que usted mejor conoce. El lenguaje binario que pulsa y compulsa de forma alterna los datos ingentes proporcionados por la realidad.

Cuanto más leo esos libros, no le daré los nombres, usted ya los conoce, y no quiero pasar por un neófito ante usted, un divulgador cualquiera de los mantras y sortilegios de la ciencia y la tecnología, no en estas dolorosas circunstancias que atravieso, cuanto más reflexiono sobre la información que contienen más me parece, comparado con usted, que el buen Dios de los cristianos es un chapucero indecente, un artesano inepto, un programador plagado de defectos y carencias, un operador incompetente. No me tome a mal estas opiniones. No soy un ateo vulgar, no se confunda, por eso le he escrito una misiva respetuosa a Ratzinger explicándole mi punto de vista, en absoluto blasfemo, sobre la divinidad (le enviaré una copia para que vea sobre qué bases podrían el Papa actual y usted entablar un diálogo fructífero). Gracias a usted podemos saber que el dios del origen fue un programador, un programador caprichoso que se dormía o se emborrachaba, según fuera el estado de ánimo, eufórico o depresivo, en que se encontrara, mientras pulsaba como un loco las teclas que daban origen a los mundos y a las galaxias que los contenían. Un programador descuidado, que se aburría de procesar la información y dejaba que la máquina, con sus rutinas características, hiciera la mayor parte del trabajo duro. Así surgió el universo, con esas tendencias a la turbulencia y el desorden sólo compensadas por períodos de calma que se parecen a una forma de muerte transitoria, con el equilibrio y el desequilibrio disputándose el control como fuerzas antagónicas y complementarias. Un expansivo programa digital parece encontrarse en los más diversos regímenes de la materia y la energía del universo desde el principio. Hallamos las mismas ecuaciones no lineales, las mismas pautas fractales, los mismos algoritmos regulándolo todo. Un computador cuántico, como dice uno de estos autores que leo a diario con tanto asombro como sobrecogimiento, que rige el fenómeno incognoscible de la vida, las sofisticaciones del sexo, el flujo y el reflujo lunar de las mareas, la impredecible variabilidad de la meteorología y la regularidad aproximada del tiempo estacional, los ritmos cardíacos y sus pulsaciones apasionadas, la menstruación femenina y la alocada circulación hormonal, el plástico, la silicona y el silicio, las conexiones neuronales, la génesis celular de un cáncer, los pigmentos perdurables, la formación de los cristales de cuarzo, la maduración de los cuerpos y la oxidación del metal, la velocidad con que algunos sistemas del universo se alejan de la Vía Láctea, una floración monstruosa o el aleteo de un loro de plumaje tornasolado cruzando de la rama de un árbol frondoso a la de otro o una bandada de colibríes bailando en el aire bajo la lluvia amazónica. Todo lo que sea capaz de imaginar y enumerar y nombrar, todo eso, clasificado o inclasificable, contable o incontable, y mucho más, se rige por los mismos procesos, las mismas cifras, los mismos dígitos, y usted nos ha proporcionado la tecnología indispensable para poder comprender con facilidad el confuso misterio de la creación. Ese misterio tremendo estaba ahí, como tantas cosas, ante nuestra mirada, atónita y atolondrada, y nadie supo verlo antes de que usted comprendiera cuál era el medio idóneo de abordar la cuestión.

Leyendo esos libros que le comentaba, libros repletos de teorías excéntricas que yo sé que usted ha inspirado de algún modo, usted, con su personalidad y su inteligencia peculiares, o la tecnología que representa como creador, he comprendido que existe en nuestro tiempo algo que podríamos llamar la ideología de lo digital y que ese ideario, ese pensamiento, esa visión del mundo, ya tiene una metafísica o, si lo prefiere, una versión del universo acorde con sus postulados culturales, históricos y tecnológicos. El ser humano ya no tiene que combatir contra la máquina, ya no hay lucha de clases entre la máquina y el operador humano que la esclaviza y, al mismo tiempo, va esclavizándose a ella en un proceso de inversión de categorías tan típico del genoma de nuestra especie. Sólo una mala interpretación de la historia a escala humana nos había hecho creer que el único enemigo era el capitalismo. La máquina tentacular del capitalismo. Ahora ya sabemos que el universo es computacional, esto es, digital, o sea que se origina y controla a través de los mismos mecanismos de gestión de información que una gran corporación transnacional como la suya. Ya no importa que la información sea bioquímica, energética o geológica. Lo único que importa de verdad, como dicen estos autores tomando su ejemplo, es que desde el mismo principio el mundo es digital. Desde su misma creación, desde la gran explosión originaria, que ya implicaba una parte importante de cálculo y computación. El Génesis fue digital y el Apocalipsis lo será también, como lo es el ciclo de retornos periódicos en que ambos acontecimientos se inscriben de principio a fin. La única cuestión es determinar nuestro papel en este escenario algorítmico a escala cósmica. Si nos resignamos a que nuestro combate desde siempre ha sido contra la máquina que nos condenaba a la extinción como especie, es difícil no acabar creyendo que la historia humana se parece más a un videojuego cósmico, basado en la computación de información, que a una epopeya mitológica y maniquea sobre el combate entre las fuerzas del bien y del mal por el imperio estelar. Un juego de ordenador en que la supervivencia de la especie ya estaba en juego desde los comienzos de su andadura terrestre. Un video juego en que nos cuesta cada vez más entender, mientras lo jugamos con apasionamiento febril, en qué consistirá nuestro futuro.

Si el capitalismo en el que usted y yo hemos creído hasta ahora, yo ya me siento bastante desengañado y escéptico sobre las posibilidades de este sistema, si lee alguna vez los periódicos en internet o ve la televisión sabrá por qué sin esfuerzo, es el subproducto de esa estrategia de supervivencia, una respuesta a los desafíos de las necesidades materiales y la escasez de recursos, la necesidad de producir y distribuir con criterio, qué será de lo humano a partir del momento en que confluyan la lógica de ese sistema económico de supervivencia y la lógica computacional del universo, surgida de la conexión entre redes y nodos de información y las relaciones de la materia y la energía en movimiento. Cuando esto se produzca de manera absoluta, qué papel nos corresponderá como especie y, sobre todo, hacia qué nuevas formas de subjetividad y relación habremos de mutar. Incluso a pequeña escala, cada videojuego que se infiltra en el espacio doméstico de los hogares entraña ya una visión de la historia y el mundo como la que acabo de describir, aunque la mayor parte de sus usuarios y de sus diseñadores se nieguen a aceptarlo. Como si toda la historia universal no tuviera por otro fin que alcanzar un momento en que una especie inteligente aprenda a manejar la misma tecnología, la cibernética, cómo me gusta pronunciar ese nombre que tanto miedo produce a los ignorantes, la misma magia elemental con que, desde su misma génesis, se gestiona el complejo y vasto universo en todas sus dimensiones. De este modo, la conciencia de pertenecer a una cultura en plena mutación, que afecta a la mayoría de los ciudadanos de este siglo terminal, no excluye cierta melancolía ante una posición subjetiva híbrida, definida con parámetros agotados, coordenadas que pertenecen a una concepción de la cultura y la economía en vías de desaparición y a otra, aún emergente, en vías de alcanzar la primacía absoluta, en la realidad que conocemos y desconocemos al mismo tiempo y en los cerebros que se debaten entre una y otra posibilidad sin decidirse a dar el salto evolutivo que las nuevas condiciones de vida les están exigiendo.

Ahora bien, como a todo inventor de novedades, como a todo gran descubridor de territorios inexplorados, como a todo gran benefactor de la humanidad, nuestros casos son idénticos a pesar de que nuestros campos y nuestras carreras profesionales no se parezcan en exceso, a usted le odian todos los que no quieren ver cambiar el signo de la vida en este planeta, todos los que se aferran a sus valores mediocres y sus intereses espurios y no quieren que nada pueda producir cambios significativos en el mundo que ellos garantizan con sus falsedades y mistificaciones. No le perdonan la fea funcionalidad de sus programas, desde el viejo MS—Dos, con el que comencé mis cálculos logarítmicos, hasta las distintas versiones de Windows, sistema en el que dejé de trabajar hace años pero que me sigue pareciendo el más perfecto de cuantos existen, el más funcional y operativo, en suma, digan lo que digan sus enemigos. Le envidian, en el fondo, su comprensión total de cómo funciona el universo, su sintonía con los mecanismos y designios de éste. Usted lo sabe, yo lo sé, pero muchos, empezando por los defensores del así llamado software libre y demás anarquistas informáticos, le reprochan ese conocimiento visionario. Esos ingenuos han creído que podían intervenir en los procesos del mundo y la arbitrariedad de los procesos del mundo y arreglarlos a base de buena voluntad, ideas rudimentarias y nobles intenciones. He acabado entendiendo que la única forma de solucionar esos desfases y esas arritmias perceptibles en el funcionamiento del sistema está en la construcción de máquinas cada vez más potentes, cada vez más controladas, cada vez más capaces de gestionar la información que requiere el universo para poder funcionar como lo hace en todos sus niveles, sin variaciones significativas, desde que existen el tiempo y el espacio. Llegará el día en que esa máquina cibernética suplante a la vieja maquinaria gastada con que la naturaleza controla todo lo que ocurre en la realidad, incluyéndonos a nosotros, seres desfasados de una especie atrasada. Llegará el día en que usted sea reconocido como benefactor universal gracias a la creación del programa definitivo que podrá hacer que el hombre sustituya de verdad a la caprichosa naturaleza en la gestión de los procesos del universo. Ese día no está tan alejado como sus enemigos quieren hacernos creer por conveniencia política o por interés comercial. Ese día es inminente, no se deje vencer por la melancolía ni por la amargura, como desean esos poderosos enemigos que sólo pretenden frenar el avance de sus investigaciones y experimentos.

No dude ni por un instante que la tecnogénesis constituye el único porvenir por el que merece la pena luchar en este mundo. El renacimiento de la especie humana a través de la tecnología informática, la metamorfosis por la cual los humanos pasaremos a gestionar la realidad como si fuéramos máquinas, adiestrados por éstas para hacerlo con la extrema inteligencia y la eficiencia necesaria, al contrario del primer creador de todo, con el fin de excluir para siempre el error y la aberración en los resultados cuantificables. Este propósito le interesa a usted, sobre todo, ya que a mí me queda poco tiempo, mis enemigos han sido más astutos que yo y he cometido uno de esos errores cruciales que sólo se pagan con la vida. Pero no importa, usted sigue ahí, usted seguirá ahí cuando yo haya desaparecido, por eso le escribo, para darle ánimo, para confirmarle el acierto de su posición monopolística en el mercado. No se arredre ante las críticas, no tema los ataques de los envidiosos, no disminuya la ambición de su trabajo, ni empobrezca con gestos ridículos la grandeza y el significado de su empresa. Usted es una pieza fundamental del engranaje que conducirá a la criatura humana a gobernar el universo entero y la infinita información que contiene y lo compone, con todos sus mundos potenciales y sus agentes innombrables y aún por descubrir. Otras civilizaciones extraterrestres colaborarán en el proyecto en cuanto sepamos ponernos a su altura, comunicarnos con sus élites y compartir con ellas conocimientos y técnicas, además de acoplarnos genéticamente con ellos, al principio de manera experimental, luego ya de modo natural, una vez verificados los resultados, con el fin de producir una especie superior.

Este es el grandioso sentido que usted ha aportado a la historia integral de la evolución, renovando sus concepciones y fines, sus medios y sus métodos, y no sólo al relevante papel de la historia de la humanidad. El limitado pensamiento de Darwin, demasiado naturalista, necesitaba un suplemento o una prótesis como la que usted le ha proporcionado con sus prodigios e invenciones y la especie humana se lo agradecerá en el futuro, no le quepa duda, como suele hacerlo. Considerándolo un pionero tecnológico, el fundador de un nuevo tiempo, el descubridor y conquistador de un nuevo continente del conocimiento. Un generador de nuevos mundos y universos nuevos. Créame, desde mi posición actual, sólo puedo sentir envidia por su portentoso destino.

Atentamente,

El dios K

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