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DK 32

LA CAÍDA DEL MURO

A instancias de Nicole, el dios K recibe la visita de EB, un famoso banquero español de visita de negocios en la ciudad. Al comienzo del encuentro hablan, como es lógico, de la situación económica mundial, ambos tienen puntos de vista originales e información privilegiada que compartir sobre este asunto de actualidad, pero poco a poco el humor melancólico del prisionero DK se impone y las historias personales acaban dominando, con su tenor sentimental, el diálogo entre los dos hombres, de edades y vidas disímiles. El dios K se entusiasma comentando la derrota política sufrida años atrás a manos de una rival pretenciosa, las emociones sexuales del enfrentamiento ideológico, el masoquismo flagrante de la humillación pública, el deseo encubierto tras una pantalla de confrontación. Como suele suceder en esta clase de encuentros, unos recuerdos ingratos llevan a otros más gratificantes y termina apareciendo una anécdota en principio intrascendente que, sin embargo, causa mucho impacto en el inestable ánimo de DK. Le recuerda su juventud, le recuerda los ideales dilapidados a lo largo de una larga vida repleta de errores y tropiezos. Le recuerda demasiadas cosas como para enumerarlas todas sin faltar a la verdad de una sensación intensa que le oprime el vientre y lo obliga a convertir a este español de maneras y apariencia algo toscas, a pesar de su acento inglés deplorable, en un confidente esencial. Con su acostumbrada elegancia, Nicole tuvo la inteligencia de dejarlos solos en el salón en cuanto percibió el sesgo nostálgico y a la vez indiscreto de las palabras de su marido.

—Pobre SR. La veía así, no podía evitarlo, a pesar de su triunfo aplastante sobre mí. Avejentada carne de mujer, endurecida a través de una larga virginidad, como diría Balzac. Y todo por culpa de la otra.

—¿La otra? Como comprenderá ya he perdido la cuenta. Si me aclara a quién se refiere, se lo agradecería.

—Creí que se lo había contado. La conocí cuando acompañé a FM, siendo aún muy joven, a una visita oficial a la RFA. Estaba aprendiendo de los maestros y FM quería instruirme en algo que aún hoy no consigo comprender.

—¿No me dijo que era en la RDA?

—Sí, bueno, el viaje oficial fue a la República Federal de Helmut Schmidt, eso es lo que los periódicos y la televisión nacional contaron, pero el viaje oficioso fue a la República Democrática. Ironías de la historia. Con lo que pasó unos años después, imagínese si lo hubieran sabido. El presidente francés, sospechoso de todas las connivencias imaginables, visitando en secreto el campo de concentración estatal de la Stasi.

—No entiendo cómo se arriesgó a tanto.

—Siempre hay una razón para todo. A pesar de lo que yo mismo creía al principio, cuando me anunció a través de su secretario que contaba conmigo para una visita extraoficial al día siguiente, después del almuerzo previsto en el programa oficial. Pensaba que nos entrevistaríamos con líderes de la disidencia, o con mandatarios para pedirles que ablandaran la severidad del régimen sobre la población, cualquier cosa que estuviera entre las exigencias diplomáticas de aquella época.

—¿Y no fue así?

—Para nada. Cómo iba a imaginar yo, cuando nos subimos los dos en el coche oficial, sin otro acompañante que el chófer, lo que íbamos a hacer al otro lado del infame Muro de la vergüenza. El caso es que después de atravesar Berlín a toda velocidad y cruzar de incógnito el maldito Checkpoint Charlie, el puesto fronterizo que te conduce al otro lado del espejo, como se decía en no me acuerdo qué novela sobre los rigores de la guerra fría, y de despistar a los espías americanos que nos seguían como perros de presa sin entender qué hacía un coche con miembros de la legación francesa infiltrándose en suelo prohibido, nos encontramos de pronto en el corazón del infierno proletario, no exagero. Un barrio de edificios bajos y grises, alineados como soldados de una guerra perdida de antemano, todos vistiendo el mismo uniforme de tristeza y de malestar social, hasta el punto de que era imposible distinguir unos de otros excepto por la numeración caprichosa y el escandaloso deterioro de la pintura en las fachadas.

—En algunas urbanizaciones actuales pasa lo mismo. He financiado muchas, como sabe, y no dejo de asombrarme cada vez que las visito. Todas las calles parecen iguales, ¿no se ha fijado? En el fondo, no sé si el comunismo y el capitalismo son tan distintos, tengo mis dudas, ¿usted qué cree?

—No lo sé. Entonces sí lo sabía, estamos hablando de comienzos de los años ochenta. Qué gran época, todo estaba tan claro, tan definido, unos de un lado, otros del otro, sin confusión ideológica pese a las múltiples ambigüedades de la situación, con fronteras bien delimitadas e intraspasables en todos los órdenes de la vida. Hoy, sin embargo, tengo la sensación de que, al desaparecer del escenario con gran astucia, el comunismo ha logrado infiltrarse en la realidad capitalista y es como un huésped indeseado, un parásito si lo prefiere, pero no se esconde, al contrario, se hace visible en muchos aspectos de la realidad, aunque casi nadie sepa ya detectar sus signos. Cuando viajo por Estados Unidos, en especial, a menudo me acomete esa sensación irónica. Los rusos pasaron por aquí, me digo al atravesar ciertas ciudades o ciertos barrios, y nadie se dio cuenta de su presencia. El mismo sentido de planificación económica a escala ínfima, la miseria de las apariencias y los materiales y la morfología degradada de las cosas, la servidumbre absoluta al funcionalismo. Cada vez que me ocurre esta perversa especie de déja-vu pienso en los viejos jerarcas soviéticos y en su inteligencia mefistofélica...

—No siga por ahí, se lo pido por favor.

—De acuerdo, disculpe. El caso es que yo no sabía dónde estábamos, pero era evidente que el chófer sí y FM también y por eso nos habíamos parado en el lugar exacto, frente a uno de esos tristes edificios de uniformidad militar donde debían de malvivir los excluidos del régimen de felicidad colectiva gobernado por Erich Honecker con envidiable filantropía. Sin dejarse impresionar lo más mínimo por el decorado deprimente, FM me tiende entonces un papel donde hay anotados, con una caligrafía que no es la suya, un nombre completo, una dirección y un número de piso. Me dice que ahí vive una mujer, TF, y que ha pagado mucho por saber eso. Una mujer mayor que él, me dice sin motivo alguno, por la que dice sentir algo que quizá yo no esté en condiciones de comprender. Ha esperado mucho tiempo esta ocasión, pero no quiere precipitarse y estropear el reencuentro con ella cometiendo algún error. Me pide que hable en su nombre con la mujer, mi alemán es decente, el suyo no tanto, así que confía en mí como embajador de sus deseos. Quiere que le explique a esta mujer quién quiere verla y para qué, nada más.

—Me tiene intrigado, conociendo el pasado del personaje me espero cualquier cosa.

—Ahora no me interrumpa. Recuerde que soy un hombre muy joven, hasta cierto punto inexperto, con una larga carrera por delante, según dicen mis amigos, y una corta carrera por detrás, según mis enemigos, y no tengo ninguna intención de fallarle a mi presidente y líder de mi partido, uno de mis posibles valedores. Así que llamo desde el primitivo interfono situado a la entrada del edificio, una mujer contesta enseguida, me identifico, le explico lo mejor que puedo las razones por las que estoy allí, me abre la puerta, me impresiona, una vez dentro, la sordidez funcional del edificio, en línea con la depresiva arquitectura exterior, la temperatura ártica, subo las escaleras, cinco pisos, sin ascensor, la mujer me está esperando con la puerta abierta. Es una mujer de más de sesenta años, no es fea, rubia, alta, delgada, tipo alemán logrado, pero demasiado mayor para mi gusto. Lleva puesta una bata vieja y desteñida y debajo nada, a pesar del frío, y entiendo que no debe de haber entendido muy bien mi mensaje porque, en cuanto me acerco a ella para saludarla con cortesía, se abre la bata y se me echa encima, cierra la puerta detrás de mí y me conduce del brazo a su dormitorio, donde hacemos cosas que no quiero contarle porque no vienen a cuento, usted se las podrá imaginar con facilidad. Esa mujer es ardiente y experta y yo, como usted sabe bien, nunca he sabido decir que no. Estaba sorprendido más que nada y me dejé hacer.

—Sí, casi mejor no entrar en detalles, por favor, a mi edad ya no es aconsejable estimular la imaginación del acto. No quiero obsesionarme con esto, me interesa más el lado humano de la historia. ¿Qué edad tenía usted entonces?

—Treinta y dos, si no me confundo. A veces me ocurre, sobre todo con el acoso que estoy padeciendo en estos últimos meses, que no soy capaz de calcular mi edad con exactitud. Fíjese lo que le digo. En Fin, es triste. Cuando acabamos de hacerlo por segunda vez consecutiva, le cuento a mi veterana seductora a lo que he venido y quién me ha mandado y por qué. Se le cambia la cara de inmediato cuando le digo que él quiere verla, hablar con ella, tomar un té quizá, pero que sería recomendable que se arreglara y adecentara para hacerlo. Dice conocerlo por las imágenes de la televisión, pero no recuerda en absoluto haberlo conocido con anterioridad. Le digo que lo comprendo, que han pasado muchos años y ella debería hacer un esfuerzo para mostrarse a la altura de los recuerdos del presidente, que ha venido hasta aquí sólo para verla, le digo con mi mejor retórica diplomática, y no de la realidad, más bien miserable y desengañada, de todos estos años. No pretendo insultarla, al principio se lo toma a mal, como si la hubiera ofendido denigrando su apariencia descuidada y la del humilde piso en que sobrevive sola, con un ridículo subsidio estatal. Luego se calma y me dice que la deje ahora y vuelva en media hora acompañado por el presidente. Regreso al coche, FM está impaciente y me asalta a preguntas, quiere saberlo todo sobre ella, estado de conservación, modo de vida, detalles particulares del piso y del vestuario de la mujer. Le digo sólo lo que quiere oír, como un buen político, y guarda silencio, imagino que está muy emocionado con la idea de volver a ver a esa mujer que ocupa un lugar tan destacado en su memoria. Como es natural, no le cuento nada de lo sucedido y, sin embargo, siento una vergüenza que está a punto de arruinar mi disimulo cuando, durante el tiempo de tregua acordado con la mujer, FM me cuenta su aventura en el pasado con ella. O, más bien, su no aventura. Ella era una comunista alemana combatiente en Francia a la que conoció en Limoges cuando él era aún colaboracionista. Había intentado volar un tren de mercancías y la habían detenido unos milicianos. Esa noche él llevó al mismo cuartel a unos partisanos detenidos durante una escaramuza y allí se la encontró, mientras los milicianos la sometían a un humillante interrogatorio. Logró interrumpir éste, convenciendo a sus compañeros de militancia de que él tenía mejores recursos para sacarle la información que buscaban, y se pasó toda la noche en una celda, hablando con ella, fumando sin parar, acariciando sus manos finas y blancas y su pelo rubio de aria traidora a los propósitos de la raza superior a la que pertenecía por genética, conforme a los dictados de la propaganda nazi que tampoco a él le convencían del todo, como se encargó de decirle para tratar de ganarse su confianza. Según me confiesa FM, con lágrimas en los ojos, experimentó por ella de inmediato un sentimiento en que el amor, el deseo y los ideales se mezclaron a tal punto que cuando él pretendió consumar ese complejo sentimiento en el hermoso cuerpo de ella, aprovechando que sus colegas se habían ido a dormir confiándole la vigilancia de la prisionera, ella se negó radicalmente, pretextando que su virginidad estaba al servicio exclusivo del partido y no pensaba malgastarla con un jovenzuelo cualquiera y menos con un enemigo ideológico, por mucho que pretendiera abolir las distancias entre ellos postulando la identidad de fondo entre el socialismo revolucionario y el nacional—socialismo. Esa actitud bastó para convertir a TF en objeto absoluto del amor de FM, esa capacidad de entrega heroica a una causa más noble que la suya y esa resistencia tenaz en las circunstancias adversas que la hacían vulnerable a la violencia de los hombres, lo rindieron ante ella y, jugándose la vida, al día siguiente la ayudó a escapar de sus captores. A su vez, FM no tardaría en desertar, como es bien sabido, del bando petainista y sumarse a la resistencia antinazi, pero nunca volvió a ver a esta mujer mitificada, a pesar de haberla buscado sin cesar en todos los años posteriores, más que en el recuerdo y en la fantasía, convertida en la imagen combativa de la virgen comunista que lo sacrifica todo, hasta la propia felicidad, por la liberación de los pueblos. No pude evitar sonreírme ante FM al concluir su historia recordando el episodio de mi primer encuentro carnal con TF, hacía unos minutos, y sólo se me ocurrió decirle, mintiendo como un canalla, presidente, sepa que ella le está esperando en su piso, se acuerda perfectamente de usted y está dispuesta a hacerle olvidar todos estos años de separación. FM me pide entonces que lo acompañe hasta la entrada del edificio y me ocupe de llamar al interfono para que la mujer abra la puerta, una vez allí no sé lo que ocurrió realmente, sólo sé lo que él mismo me contó al volver, y puede que mintiera, como en tantas otras cosas su sentido de la realidad era peculiar y cuando se mezclaban el sexo y el comunismo llegaba a cegarse a tal extremo que los resultados podían ser confusos. Según me contó a su regreso, los dos solos metidos en el coche mientras el simpático chófer portugués a sueldo de la embajada se fumaba un cigarrillo tras otro en el gélido exterior, la mujer lo reconoció en cuanto le abrió la puerta, le tendió la mano en señal de camaradería y respeto y le hizo pasar con mucha amabilidad al interior de su modesta vivienda. Lo llevó al saloncito donde ya había una tetera humeante esperándolo y le sirvió una taza de un té venenoso que casi le hace vomitar todo lo que había ingerido en el almuerzo protocolario con la flor y nata de la banca alemana, pero lo peor de todo, en su opinión, fue el silencio impertinente de TF en los primeros minutos de la entrevista. Luego él se atrevió a preguntarle si se acordaba de él y ella, en su francés deficiente, le mintió y le dijo que sí, que no había dejado de pensar en él en todos esos años, su protector, su salvador, su benefactor, y luego hablaron de trivialidades políticas, intercambiaron pronósticos sobre el futuro del capitalismo y del comunismo, ella apostó, con terquedad, por la rápida caída del sistema capitalista, manejando estadísticas elaboradas por el partido, mientras él, para disgusto de ella, se atrevió a augurar el colapso inminente, industrial y económico, del sistema comunista, apelando a su información privilegiada, y llegado el momento, llorando los dos, al parecer, sin tocarse ni una vez durante el encuentro, se despidieron como sólo lo pueden hacer dos extraños que han creído reconocerse por un instante y una vez comprobado el error todos sus gestos sólo indican la urgencia de alejarse y no agravar más la situación creada por ese desagradable malentendido. FM decía sentirse muy emocionado con el reencuentro, pero también decepcionado. Me ha dicho algo terrible. Me ha asegurado que aún es virgen y que el partido le sigue exigiendo como lo hacía entonces, para la consecución de sus fines, ese sacrificio personal, y me ha parecido sincera al decirlo. La he creído. La compadezco. He pensado que un poco de dinero no le vendría mal, ¿has visto en qué condiciones vive? Y FM extrajo del bolsillo de su abrigo un grueso fajo de marcos de la República Democrática que, según me contó, se había molestado en adquirir esa misma mañana, levantando algunas sospechas, en la recepción del lujoso hotel del otro lado donde nos hospedábamos y me pidió que se lo entregara a la mujer de su parte. Como es tan susceptible, dile, si se le ocurre rechazar este donativo, que no se sienta insultada u ofendida por él. Que este gesto no va contra sus ideales, basta con mirar los billetes para saber que no es así. Es por el recuerdo. Sólo eso. Por el recuerdo de lo que ocurrió entre nosotros. Sí, era una evidencia para mí, mientras subía con parsimonia las escaleras hasta el quinto piso, tuve mucho tiempo para pensar, que esos billetes con la efigie desmelenada de Karl Marx impresa en el anverso pagarían por conservar un falso recuerdo, un recuerdo artificial de una época más real que la nuestra, por preservarlo de la amnesia histórica en que el mundo no tardaría en caer, y la mujer, esperándome en la puerta como la primera vez, debió de entenderlo así al recibirlos con una sonrisa maliciosa y estrecharlos entre sus manos sin molestarse en contarlos, antes de depositarlos en alguna parte que no alcancé a ver. Lo que no formaba parte del plan de FM, supongo, es que yo fuera la generosa propina en especie que TF volvió a cobrarse en la cama de sábanas heladas adonde me arrastró en cuanto acepté la proposición de tomar, para calentarme un poco, otra taza de ese mejunje marrón que llamaba té, con ironía aristocrática, y me aventuré a cruzar el umbral de la vivienda, como un ingenuo, dispuesto a cumplir hasta el final con mis obligaciones diplomáticas. Durante el accidentado viaje de regreso a Berlín Oeste, FM guardó un silencio sospechoso, o, si lo prefiere, una reserva inexplicable, y no me comentó nada más ni me preguntó por lo que me había dicho la mujer tras hacerle entrega del dinero. Como si, de algún retorcido modo relacionado con el tipo de relaciones que mantenía con sus colaboradores más cercanos, hubiera comprendido lo que había pasado entre nosotros sin necesidad de que nadie le informara sobre ello. No sé, nunca volvimos a hablar de aquella extraña visita, pero a mí siempre que la recuerdo, como he hecho hoy, me queda la duda de hasta qué punto FM era honesto. Hasta qué punto todo lo que me contó sobre la mujer era verdad, no sé si me explico. Si, en el fondo, FM no sabía, como yo intuí nada más verla, que la falsa virgen comunista se ganaba la vida como prostituta a domicilio y, sin entender nada de lo que le dije por el interfono, me tomó por un cliente extranjero y me hizo entrar en su piso de mala muerte y satisfizo mis baratos deseos sin preguntar cuáles eran, ni falta que hacía, y luego, entendiendo aún menos mis explicaciones posteriores, me siguió la corriente y tomó a FM por un jefe mío algo retraído y con necesidades especiales que se conformaba con hablar sin parar de cosas del pasado que carecían totalmente de sentido para ella. Imagine la cara que debió de poner cuando, nada más irme yo, contó el dinero que le había entregado. Cómo se debió de sentir, más que halagada, desde luego, al comprobar la cuantiosa suma de moneda nacional con que, al cabo de tantos años, se recompensaban sus servicios.

—Tal como lo veo, ese aspecto de la cuestión no tiene tanta relevancia en la historia como usted pretende atribuirle.

—¿Usted cree?

—No me negará que en el mundo en que usted y yo nos movemos eso, precisamente, suele ser lo de menos.

—Quizá tenga usted razón. Todo cambia tan aprisa. De todos modos, con el paso de los años sigo teniendo la persistente sensación de que ese día, tras nuestra grotesca visita a la vieja dama comunista, el Muro se resquebrajó aún más. Se le abrió alguna fisura imprevista en algún lugar de su estructura monolítica y que era en eso, en gran parte, en lo que pensaba FM en el largo camino de vuelta a la embajada. En cómo agrandarla hasta lograr que se derrumbara del todo.

—Esto podría ser una prueba de su idealismo, sobre el que no me canso de prevenirle. Le traerá muchas complicaciones, si no se las ha acarreado ya.

—Yo lo veo, más bien, como una inagotable lección de realismo. En esta como en otras materias nuestras discrepancias parecen profundas, a pesar de todo. En fin. Vayamos ahora a lo sustancial, no creerá que le he hecho venir para nada. Necesito gastarle una broma pesada a alguien.

—¿Cómo de pesada?

—Mucho. Una de esas bromas que sólo los banqueros de su nivel están en condiciones de gastar, ya me entiende.

—Mejor de lo que cree.

—Vayamos entonces al grano.

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