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DK 33

EL 18 BRUMARIO DEL DIOS K

¿Es posible ser absolutamente racional en una situación de crisis como ésta? ¿Tendrían todas las crisis de la historia muchos elementos en común? ¿Aprenderían algo los participantes entre una crisis y otra? Cuestiones importantes sobre las que Axel Mann se interrogaba en su influyente blog Expiación cósmica, una y otra vez, en posts cada vez más obsesivos y polémicos, con cadenas de comentarios cada vez más provocativos e insultantes. Cuestiones determinantes sobre las que el dios K habría querido interrogarse de no estar enfrentado a uno de los desafíos más graves de su crisis personal. Una crisis psíquica, como es bien sabido, que se desarrollaba como un episodio privado de otra crisis más vasta, que afectaba a mucha gente en todo el mundo y, expandiendo sus círculos de devastación y ruina, amenazaba con acabar con el sistema en que el dios K había aprendido a creer, a pesar de sus innumerables defectos e iniquidades, con una fe a prueba de desgracias y catástrofes.

Para calmar su ansiedad, sometió a escrutinio la surtida biblioteca del apartamento y comenzó a arrojar al suelo, sin piedad alguna, los libros que había leído y estudiado durante sus años de formación universitaria para entender los misterios teológicos de la economía. ¿Por qué había tantos en esta casa? ¿Sería el propietario, o algunos de los inquilinos, un colega desconocido? Uno tras otro, los gruesos volúmenes iban precipitándose al suelo y acumulándose a los pies de un enfurecido DK. Cualquiera habría dicho que estaba expurgando la biblioteca universal del conocimiento, vengándose en los libros de las malas interpretaciones y los errores más frecuentes que se habían introducido como virus en el sistema y lo habían conducido a la situación actual de postración y bancarrota. Había vaciado ya la mitad de las estanterías y anaqueles cuando un pequeño libro de color verde cayó de improviso entre sus manos. Encuadernación en tapa dura al estilo antiguo, hojas amarillentas, picos doblados marcando páginas favoritas, pasajes subrayados, notas marginales, signos de exclamación o de interrogación inscritos en el cuerpo mismo del texto. El dios K revisaba las huellas de esa lectura apasionada del pasado recuperando el ánimo que creía perdido. Con el libro entre las manos fue a sentarse en el sillón solitario desde el que presidía las sesiones musicales y las excéntricas veladas y se sumió en la relectura frenética de su olvidado contenido y de las trazas del lector compulsivo que las había estigmatizado con sus cambios de humor o sus diferencias ideológicas.

Al llegar a la página cincuenta y uno le aguardaba una agradable sorpresa. Un fajo de papeles doblado en cuatro cayó en su regazo como una profecía procedente del pasado. No quiso distraerse con la fotografía en blanco y negro que apresaban las hojas dobladas, aunque el rostro y el cuerpo de la chica le fueran familiares, y se centró en la caligrafía juvenil, de una belleza estupefaciente. Era una especie de breve tratado político escrito en inglés corriente, con pasajes en alemán y en holandés que el dios K no acertó a desentrañar. No había ningún signo que permitiera adivinar cuándo fue escrito, aunque el tipo de reflexiones enunciadas, los indicios culturales del contexto y el estado de conservación del papel podían inducir a pensar que fuera redactado hacia los años sesenta del siglo pasado. El dios K no daba crédito a las cláusulas del panfleto. El texto adquiría a veces ese tono incendiario que es característico del género, sobre todo cuando abogaba por la sublevación de la chusma, ésta era la palabra usada, en contra del régimen oligárquico dominante. El misterioso autor del tratado (las siglas N. H. al final eran la única identificación existente) sostenía ideas que DK no dudó en caracterizar como de un anarquismo místico, en especial la creencia en el poder espontáneo de la masa y la multitud de los marginados para transformar de manera radical el estado de cosas y la organización social. La igualdad de los hombres no se conquistaría, decía el texto, ascendiendo a todo el mundo al estado de dignidad de la burguesía y la aristocracia, sino sumiendo a la mayoría de los ciudadanos en condiciones generales de miseria y depauperación. Una vez conseguido este fin político y económico, el paso más importante y, por tanto, el más difícil, se podría apelar a esa parte ínfima de la población, menesterosa, analfabeta y dispuesta a cualquier barbaridad, con objeto de invertir el orden social y establecer una verdadera democracia sin clases. Éstas habrían desaparecido por efecto de la insurrección de la chusma, asesinados sus representantes más eminentes o convertidos a la fuerza al nuevo credo social. El dios K leía estas reflexiones de formulación algo primitiva y las revisaba y repetía en su mente, con sus propias palabras, para entenderlas mejor. Experimentaba al hacerlo la misma excitación que otros experimentan con una novela policial, pornográfica o de terror. Una excitación que sugiere enfrentarse a los miedos y a las pasiones y deseos que nos definen primero ante nosotros mismos, se dijo con cierta altanería, y luego ante los otros. La revolución popular enunciada por N. H. era la más revolucionaria que se había concebido nunca y, aunque hubiera sido engendrada en la cabeza de su autor tras la lectura del opúsculo de Marx, no debía nada en absoluto a las ideas de éste ni de ninguno de sus más famosos discípulos. Todo lo contrario. Para recuperar lo que denominaba el estado paradisíaco de la condición humana, N. H. abogaba sin complejos por difundir la ignorancia, desprestigiar el saber, eliminar el estudio y la formación y regresar, en cierto modo, a formas de trato y relación más elementales, menos mediatizadas por la cultura y la educación, origen de todos los males. Cuando un contingente significativo de la población occidental hubiera alcanzado ese nivel de vida reducido a la mera subsistencia, se darían las condiciones objetivas para tomar el poder y luego abolido, aboliendo con él la economía, la política, la nación, la cultura, la propiedad, el comercio y cuantas instituciones, según el adánico autor o autora del panfleto, corrompían la naturaleza humana, ilimitada y múltiple, y la alejaban del infinito moral en que, por definición, debía vivir inmersa. Sólo una humanidad devuelta al origen prístino y despojada de toda adherencia histórica podría resolver los problemas a que la enfrentaban la masificación y la tecnología, las dos bestias negras de N. H., e imponer los valores de la vida sobre los de la petrificación y la muerte. La tesis final del diletante tratado podía resumirse en un lema subversivo que sumió al dios K en la perplejidad más absoluta y habría hecho estremecerse de terror a más de un político jacobino con ambiciones de líder revolucionario: «La chusma coronará a su rey sin perder la corona que la honra desde el principio de los tiempos.»

Al concluir la segunda relectura del libelo, el dios K se fijó en la fotografía en blanco y negro que lo acompañaba. Era difícil determinar a simple vista si el texto y la fotografía guardaban alguna relación estrecha, o sólo el azar los había puesto en comunicación a lo largo de los años. Cabía imaginar que la fotografía había sido incorporada al libro y al texto por alguno de los inquilinos del apartamento. Esa había sido siempre la norma con las viviendas de alquiler. Los distintos habitantes van depositando en ellas pertenencias que legan de manera clandestina a sus sucesores y así hasta que es imposible saber qué es de quién, o quién lo dejó o puso ahí para el uso de los futuros inquilinos. Así pasa también, se dijo DK en un acceso de elocuencia, en el mundo, donde existen formas de herencia o de legado de posesiones y propiedades no reconocidas por la ley. Haría falta un nuevo Balzac para contar esta historia completa. Alguien había colocado ese libro en la estantería, con toda probabilidad el primer dueño, para rellenar el espacioso hueco de la biblioteca, quizá después de adquirirlo a bajo precio en alguna de las librerías de ocasión, tan abundantes, o de los mercadillos de la ciudad, con o sin el legajo de papeles ya incorporado. Y alguien, cierto tiempo después, había insertado la fotografía para recordar algo, marcar alguna de sus páginas por especial interés en su contenido, o como comentario a la lectura del vibrante análisis político de Marx y, quién sabe, de la llamada a una sublevación plebeya firmada por N. H., y luego había ido desplazándose por la extensión del libro como marcador siguiendo los gustos y las necesidades de los distintos lectores del libro. En cualquier caso, nada de todo esto aclararía de quién se trataba, qué relación mantenía con alguno de aquellos o con el autor o autora del tratado político revolucionario, por qué estaba allí esa intrigante fotografía tomada en una habitación corriente de la que apenas si se distinguían unas cortinas y una pared corriente y un trozo de cama detrás del rostro sonriente y luminoso situado en el centro de la imagen, como un camafeo. ¿Era ésta la musa voluptuosa que había inspirado las proclamas volcánicas del panfleto? Cabía incluso la hipótesis de que fuera una imagen de la propia autora de éste, con lo que se resolvía cualquier duda sobre su sexo aunque no sobre su identidad real o sus intenciones al redactarlo.

Por fortuna para DK, la visita inoportuna de Wendy vino a sacarlo de esas reflexiones abstractas y sumirlo en otro mundo, el mundo más concreto y seductor de la belleza y la moda, en el que el dios K, contradiciendo sus tendencias anteriores, empezaba a perder interés, cansado de su rutinaria explotación de las apariencias más artificiales. Wendy venía guapísima y muy contenta, acababa de comprarse unos cuantos vestidos preciosos en algunas tiendas de la Quinta Avenida y quería saber qué pensaba él de ellos. Al fin y al cabo, era el dios K quien financiaba sus caros caprichos vestimentarios. Aprovechando que Nicole había ido al cine, el dios K actuó durante una hora y media como testigo involuntario de uno de esos espectáculos encantadores que siempre lograban convencerlo de la superioridad evolutiva de la mujer. Wendy se llevó los vestidos al dormitorio principal, para estar más cómoda, según le dijo, y de allí salía cada vez con un nuevo vestido y posaba y pasaba y repasaba al lado de su dios financiero luciendo modelitos que no sólo la hacían más esbelta y atractiva sino que le confirmaban su poder sobre el mundo, un poder efectivo que se esmeraba en preservar mediante el sutil equilibrio entre la ocultación y la exhibición de su cuerpo. El dios K disfrutaba, sin duda, con los indudables atractivos del desfile privado organizado por Wendy para distraerlo de sus preocupaciones y melancolía, pero no conseguía en todo el tiempo sacarse de la cabeza ni las ideas expuestas en el clásico texto de Marx sobre la farsa histórica y política, de gran vigencia en la era de la simulación, según pensaba DK, aunque en sentido contrario al analizado por el filósofo más realista de la historia, ni tampoco los argumentos sediciosos del textículo de N. H. sobre la degradación social como instrumento de la sublevación del populacho, con lo que la anómala conjunción de ambas series de acontecimientos, los intelectuales y los escenográficos y hasta cierto punto eróticos, amenazaba con sumirlo de un momento a otro en uno de esos episodios críticos que le estaban arruinando aún más, en opinión de Nicole, la salud mental.

El último pase con que Wendy agasajó a su patrocinador era de lencería, un sostén malva de encaje y unas braguitas idénticas, que causaron en el dios K, a pesar de su parálisis emocional, una viva impresión por su refinamiento textil y por el modo diabólico en que se ajustaban al ondulante cuerpo de la portadora. La incitante exuberancia de Wendy no podía sino resaltar en aquel ingenioso juego de prendas concebido para catapultar el busto prominente, contraviniendo las estrechas leyes de la física, hacia arriba y hacia delante, al mismo tiempo que reclamaba toda la atención, con la misma lógica publicitaria de tantas campañas, para el triángulo pubiano, reducido a dimensiones insostenibles sin un rasurado previsor de las ingles. No tardó mucho, sin embargo, la curvilínea Wendy en demostrarle a DK, con una elegancia sensual y una carencia total de inhibición que habrían conducido al manicomio a muchos gobernantes del presente y del pasado, que la naturaleza no debía sentir ningún complejo ante el artificio y se mostró tal cual aquélla la había diseñado, con sólo liberar una minúscula hebilla y ejecutar dos graciosas oscilaciones de pelvis, a fin de perturbar la racionalidad masculina, culpable de mantener la carne femenina sometida a sus perversos dictados y transformarla así en objeto del deseo y la mirada. La muy desvergonzada vino a sentarse poco después, totalmente desnuda, en las rodillas del dios K y a pedirle, con picardía, que le leyera algún fragmento de ese feo libro que tanto lo distraía durante el improvisado pase de modelos. Resolvió entonces el dios K, con gran inteligencia situacional, reservarse el panfleto insurgente de N. H. para su uso privado y no exacerbar aún más los instintos radicales de la pelirroja, y comenzó a leerle un farragoso fragmento donde el barbudo filósofo describía el momento de suprema conciencia histórica en que se traiciona desde el poder el mandato revolucionario de la plebe y se auspicia, además, un golpe de Estado estratégico para enderezar el desorden imperante.

—Es aburrido, ¿no? Esa gente lleva muerta mucho tiempo. Sé que es una tragedia y no me alegro por ello, pero de todos modos...

—Es más bien una farsa. Una terrible y grotesca farsa, querida. Fíjate en estas palabras del preámbulo y lo entenderás: «Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe.»

—Eso es trágico, no grotesco.

—¿Eso crees? A mí lo que me parece grotesco es que Marx pudiera creer que el papel de héroe podría recaer en alguien que no fuera de antemano un personaje mediocre...

—¿Eso no es trágico? A mí me lo parece...

—Tienes razón, en parte es trágico porque demuestra lo que es la historia y lo que son los actores y protagonistas de la historia. Y en parte no es lo bastante grotesco, no llega a serlo en la medida suficiente que necesitaríamos para cambiar el orden de las cosas...

—Ahora no logro seguirte, discúlpame.

—Intentaré explicártelo lo mejor que pueda, aún estoy tratando de comprenderlo yo mismo. No es posible liderar una situación si no se tiene al lado al mayor número de gente afectada por esa situación y ese mayor número ya rebaja tus expectativas. Esa lección política me lleva a una conclusión terrible: la chusma es el sujeto revolucionario por excelencia. El problema es que no lo sabe y no sabe, por tanto, encarnar su papel en la historia más que poniéndose de parte de los demagogos y los tiranos que halagan sus bajos instintos y necesidades y les habla en el idioma que mejor conoce...

—¿Yo soy chusma para ti?

—No digas tonterías, cariño. Los discursos políticos deben dirigirse a la chusma, pero no en la lengua en que solemos hablar de política, no, debemos asumir el lenguaje de la chusma como el nuevo lenguaje de la política. Basta ya de jerga tecnocrática...

—Eso me suena a populismo. Papá, que como sabes era alcalde de la pequeña ciudad de Minnesota donde nací...

—Por cierto, sigo sin entender a qué están esperando en tu pueblo para hacerte un monumento...

—No seas malo, no te rías de mí. Papá siempre nos decía, a mis dos hermanas y a mi mamá, que el populismo era el mayor mal. Mira los nazis, me decía, mira los comunistas. Y aún lo dice. Mira Reagan, mira Bush...

—Las ocurrencias y la demagogia salvarán el mundo.

—Hablas como un libro y cuando te callas me das miedo.

—Créeme, Wendy, equivocarse de estrategia es grave, en la vida y en la política. Todos los movimientos que apuestan sólo por la liberación, la emancipación, la resurrección de un sujeto de la historia, del grupo, de la palabra, por una toma de conciencia de los sujetos y las masas, no logran ver que van en el mismo sentido que el sistema, cuyo imperativo es hoy, precisamente, de sobreproducción y regeneración del sentido y de la palabra.

—No sé adonde quieres ir a parar...

—Yo tampoco, tienes razón. Era una cita, acabo de leerla en este papel manuscrito, me la he aprendido de memoria de tanto releerla y todavía no estoy seguro de entenderla bien.

Cuando Nicole volvió, la noche ya había caído sobre la ciudad en la que el dios K vivía recluido como un prisionero de lujo acogido a una celda suntuosa decorada con privilegios y placeres prohibitivos. Wendy dormía desnuda en sus acogedores brazos, con la cabeza apoyada en su hombro derecho y los pies abrigados en su regazo, mientras el dios K seguía releyendo alternativamente el estudio histórico de Marx y la apostilla radical de N. H., tan fascinado con las discrepancias como con las coincidencias ideológicas entre ambos textos y autores. Nicole tuvo tiempo de ir al dormitorio a cambiarse y ponerse la mascarilla facial y el pijama de seda color nácar que la hacían parecer la versión femenina de un Pierrot y volver luego al salón para encontrarse a Wendy desperezándose y bostezando ya de pie, pero aún desnuda.

—Hola, Wendy, me alegro de verte.

—Lo mismo digo, Nicole. Me encanta tu pijama, ¿es nuevo?

Wendy se vistió sin prisa y recogió todas sus compras, diseminadas por el dormitorio y el salón, ante la atenta mirada de Nicole, que se había fijado con agrado en uno de los elegantes modelitos adquiridos por Wendy con el dinero de su generoso marido. Al acabar, Nicole la acompañó a la puerta y allí se despidieron intercambiando un par de diplomáticos besos en las mejillas. Nada más cerrar la puerta, Nicole se volvió hacia su marido, que no había levantado la mirada del libro y los papeles que sostenía entre las manos en todo ese tiempo, ni siquiera para despedirse de Wendy. Estuvo parada en la entrada unos minutos, contemplándolo perpleja desde la distancia, y, después de dudar mucho y sopesar la decisión hasta el último segundo, le anunció una novedad en su vida, que creía cargada de consecuencias.

—Tengo un amante.

—Me alegro por ti, cariño. Espero que te trate bien.

—Estoy muy cansada. Me voy a la cama.

—Hasta mañana, mi amor.

Esa misma noche, sobre las cuatro de la madrugada, la hora en que sólo algunos escritores trasnochadores tienen el valor de enfrentarse en soledad a los terrores y la oscuridad primigenia del planeta, el dios K salió a escondidas de su casa, burlando la vigilancia de los detectives y del portero del edificio, y caminó bajo el calor húmedo por las calles de una ciudad que ya no reconocía. ¿Era ésa la celda de cristal en que debía sufrir la condena de quince años que todo el mundo le auguraba por su crimen? ¿Era eso algo a lo que podía llamarse reclusión? ¿No vivían todos, sin saberlo, como él mismo, en el interior de una cárcel cuyas dimensiones se ajustaban con exactitud a las de la realidad circundante? No. No podía reconocerla porque esa que ahora veía con perspectiva insólita no era su ciudad ni la de nadie que él pudiera conocer. Era la ciudad de los indios a los que hacía cuatrocientos años se había despojado de sus derechos de propiedad sobre la isla en que se asentaba. La ciudad que atravesaban de norte a sur siguiendo esta misma avenida Broadway, que entonces, antes de la llegada sucesiva de los franceses, los holandeses y los ingleses que los habían estafado con abalorios de pacotilla y falsas promesas de riqueza, en una prefiguración rudimentaria de la futura sociedad de consumo, era una vía principal en sus peregrinaciones nómadas de cada estación en busca de alimentos, intercambios y protección. La ciudad parecía inmovilizada ahora en una imagen fija tomada años atrás por un visitante ocasional cuando el dios K llegó a Times Square y no había nadie allí, ningún testigo, ninguna cámara, que pudiera sorprenderse de su llegada y registrarla en algún soporte perdurable. Las pantallas ubicuas ya no emitían ninguna imagen digna de atención, como si la fuente de emisión se hubiera vaciado de repente, y el letrero del New York Times sólo transmitía una y otra vez, para todos y para nadie, datos bursátiles y titulares de noticias ya desfasados. La recorrió varias veces en círculo, rodeando su perímetro pegado al máximo a las fachadas, como había leído que hacían los indios nativos de la región en rituales mágicos que hoy en día sólo algunos antropólogos eran capaces de entender y explicar. Creyó haber localizado el centro geométrico de la plaza en la intersección de las sombras de los imponentes edificios que la fortificaban para defenderla de las invasiones aéreas y los enemigos invisibles. Allí parado, aprovechando el silencio y la inmovilidad que dominaban la escena, invocó a los poderes superiores, con los brazos alzados por encima de su cabeza y el rostro implorante vuelto hacia lo alto, y recibió de inmediato la acometida de la terrible epifanía que llevaba aguardando desde hacía meses. El sistema no tenía salvación, la alianza entre el sol y la tierra, en parte energética, en parte política y económica, había perdido la hegemonía en favor de peligrosos poderes telúricos confabulados para destronar y destruir a los espurios reyes de este mundo. El Emperador lo sabía y no pasaría mucho tiempo antes de que diera el golpe de Estado definitivo que le permitiría recuperar el control de la situación.

Mientras el dios K permanecía en esa posición incómoda, recibiendo en la cara los últimos signos del mensaje, el cielo se cubrió de repente y comenzó a llover en abundancia. Cuando intentó pronunciar en voz alta el nombre mitológico de esa revolución de la chusma (D... D... D...), temblando de pies a cabeza, como aquejado de un mal súbito y contagioso, cayó desplomado. Se arrastró por el pavimento encharcado, sin fuerzas en los brazos ni en las piernas, hasta un banco cercano, balbuceando aún ese nombre impronunciable para él, y, sin darse cuenta, pasó de las convulsiones corporales a sumirse en un sueño sin sueños del que, misteriosamente, no despertaría hasta dos días después. Estaba en su cama, postrado. Nicole cuidaba de él humedeciéndole la frente con un paño empapado para rebajar el ataque de fiebre intensa que padecía. Y murmuraba una y otra vez un eslogan que Nicole consideró producto de la demencia transitoria en que el dios K se había hundido como consecuencia de su escapada nocturna a la plaza de los tiempos. La respuesta de este recinto sagrado a su pregunta había sido intempestiva y fulminante como el rayo.

—Las ocurrencias y la demagogia salvarán el mundo.

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