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DK 36

SEXTA EPÍSTOLA DEL DIOS K

[A los grandes hombres (y mujeres) de la tierra]

NY, 14/07/2011

Querida Sra. Lagarde:

En las actuales circunstancias, como comprenderá, con usted al frente del FMI y yo al frente del caos creativo en que se ha convertido mi vida, la primera idea que me viene a la cabeza cuando pienso en usted es sólo ésta: que le den por el culo. No hay ninguna discriminación negativa hacia usted como mujer, no crea que me cebo en usted por misoginia, para vengarme de afrentas femeninas demasiado dolorosas como para discernir en ellas otra cosa que un destino aciago y no sólo una conjura transnacional de intereses creados e infamia colectiva. No. Cuando pienso en su colega Trichet pienso lo mismo: que le den por el culo. Cuando pienso en Bernanke también: que le den por el culo. Cuando pienso en muchos de mis amigos banqueros y financieros, los mismos que fabricaron de la nada una política económica basada en los productos derivativos y vendieron las hipotecas basura a todo el mundo como el nuevo oro mercantil e hicieron piruetas acrobáticas con el dinero de los demás y se hicieron millonarios a costa de los mismos clientes a los que habían arruinado, sumiendo al mundo en una espiral económica descendente, al clan de los keynesianos y los idiócratas del Nuevo Orden Mundial les deseo otro tanto, sí: que les den por el culo. Y no es un exabrupto, no. Es una recomendación, o un consejo. Les puedo proporcionar, si no la conocen todavía, hasta la dirección exacta del lugar donde hacerlo con total comodidad y discreción. Se lo explicaré y sé que usted, con la inteligencia que las estrellas y las galaxias le han concedido para beneficio de la humanidad, sabrá extraer la lección más provechosa para su carrera en vías de expansión ilimitada hacia las más altas instancias del poder solar.

Como teórico más que como practicante, cuando vine a Washington para encargarme de mi nuevo puesto, ese mismo que usted ocupa ahora tras mi destitución, quise hacerme una idea cabal de las costumbres de mis colegas antes de tomar ninguna decisión equivocada. Oía mucho hablar del fist-fucking, sobre todo a mis colaboradores más críticos. Acusaban a la institución y a sus líderes anteriores de haberlo practicado con muchos países. Me decidí entonces a probarlo en mi cuerpo con objeto de entender, si tal había de ser mi designio, qué podía sentirse al hacerlo. Mi amiga Wendy, que vive en Nueva York pero viene al DC a menudo, se prestó gustosa, a cambio del estipendio mensual que le pago por someterse a mis caprichos, a practicarlo, eso sí, empleando guantes de látex y una vaselina aromática que anula cualquier hedor intestinal. La primera vez no fue nada extraordinario. Wendy se mostró torpe y prejuiciada y mientras me revolvía las entrañas con su mano enguantada no tuve otra convicción que la de que esa práctica era el mejor antídoto imaginable a la erección. Lo cual no podía ser malo para alguien que como yo padece de eretismo y satiriasis desde la más tierna adolescencia. Así que reconozco que me aficioné, más que nada por efectos terapéuticos, a esa manipulación entrañable. Y la pelirroja Wendy fue ganando en pericia y recursos y supo hacer de cada ocasión un momento de ataraxia inigualable, pero nunca logré convencerla para que lo hiciera sin protección ni lubricante. Cada vez que las tensiones del cargo o la crítica situación mundial se arrojaban sobre mi sistema nervioso con objeto de devorarlo, llamaba a Wendy y la situación alcanzaba con rapidez portentosa una mejoría notable, una estabilidad emocional a prueba de infartos y malos pronósticos fiscales. En la repetición y en la disciplina está la clave del éxito y así fue como una de esas veces, contemplando la imagen de Wendy con la mano izquierda hundida en mi ano hasta más arriba de la muñeca mientras con la derecha sostenía un cigarrillo encendido que fumaba con absoluta indiferencia hacia mis sensaciones o sentimientos, tuve una intuición clara de lo que podía significar la intervención económica de un país. Pero, como siempre, yo quería más. Quería saber más, quería experimentar más, llegar más lejos aún. Le sugerí a Wendy algunas ideas que tenía en mente y ella, con su desparpajo habitual, las descartó enseguida por disparatadas. Ninguna lesbiana con conciencia de tal se prestaría a hacerle eso a un hombre, por más que éste se creyera el pináculo evolutivo de su género. Wendy me habló de ciertos bares neoyorquinos especializados en clientela homosexual y me aconsejó que probara ahí, a ver qué tal me iba con otros hombres. La muy golfa se reía sin parar, sabiendo lo poco que me atrae el sexo con otra cosa que no sean mujeres, y me repetía, sin dejar de reírse, qué te has creído, haz como nosotras, piensa que son animales y tómatelo como un safari o una cacería exótica. Y podrías, de paso, aprender algo de zoología. Piénsalo bien. La buena de Wendy conoce las entrañas de NY y del DC tan bien como las mías, así que imagínese lo que podría enseñarle sobre la historia secreta de esas dos grandes capitales del mundo. Recuérdeme, querida Christine, que se la presente algún día. No estará aquí por mucho tiempo, se lo garantizo, le conviene divertirse un poco y pasarlo bien, NY es única para eso, créame. No se asuste, no voy a contarle nada escandaloso o intolerable. Acompáñeme sin miedo en esta expedición en busca del sentido último de nuestro trabajo al frente de la principal institución económica del mundo.

Wendy se encargó en persona de comprarme un traje de cuero negro, muy estilizado y ajustado, y un taparrabos de látex a juego que aún guardo en uno de mis armarios más secretos y, sin temor ni temblor, como diría el clásico, me fui solo un viernes por la noche a visitar una de esas sucursales o franquicias de Sodoma, situada al extremo oeste de la calle 14. Feast of the Ass, así es como se llamaba el antro soez recomendado por Wendy. Pasaba por ser una de las paradas obligatorias en la «ruta de la carne», como se la conocía entre los entendidos. El ambiente en aquel subterráneo de exiguas dimensiones estaba caldeado, como una mina donde se ha estado trabajando duro todo el día y al llegar la noche los mineros, sucios, sudorosos y medio desnudos, se exhiben unos delante de los otros en un carnaval de deseo, agresividad y transgresión que me hizo sonreír todo el tiempo por sus grandilocuentes pretensiones. Como dice Wendy, comentando sus experiencias con hombres, incluido yo, su cliente más generoso, la falta manifiesta de deseo propicia la carcajada y la burla. Estos tíos necesitaban hacer tal afirmación de su rechazo a las mujeres y al coño de la mujer (disculpe mi vocabulario, tan grosero como el espectáculo desatado a mi alrededor), que estaban dispuestos a llegar todo lo lejos que hiciera falta con tal de que pareciera que habían dejado atrás su vinculación con ellas desde que abandonaron el útero materno. El hilo invisible, como decía aquel curilla inglés metido a detective, no sabrá de quién le hablo, no tiene usted pinta de leer mucho, querida Christine. No se lo he contado nunca porque apenas nos hemos tratado, a pesar de todo, pero sostengo la teoría de que las madres son el único coño que estos tíos han sacralizado y eso les impide desear los otros, más bien al contrario, cualquier vagina que no sea la materna les parece abyecta y asquerosa. En mi caso, como se imaginará, la imagen del coño de mi madre sólo consigue enternecerme, le tengo un gran cariño, y me entristece que haya envejecido hasta perder la capacidad de fascinar a los hombres como hizo en otro tiempo, incluyéndome a mí en el séquito de sus admiradores. Doy fe de ello. En cualquier caso, estoy bebiendo mi tercer gintónic pensando todo esto en presencia del festival felliniano de cuerpos desbocados que estos tíos montan aquí cada fin de semana para divertirse y excitarse a tope, rindiéndole culto a la testosterona que exudan por la piel como una nueva droga más adictiva que cualquier otro estupefaciente, casi podía inhalarla por la nariz, tal era su nivel de presencia en el aire irrespirable, un nuevo fármaco revitalizador de la virilidad mermada cuyas dosis se pagan en especie, con actos lúbricos y contactos innombrables, y me acuerdo de algunos diputados de mi partido y también de algún que otro demócrata cristiano que conocí en Bruselas y que se enfangaban cada noche en sórdidos clubes de este tipo y aún de peor categoría. Al final no sabes si iban a Bruselas a representar a sus electores y a los programas políticos de sus partidos, o todo no era más que una excusa y una farsa para poder mantener la erección superlativa que les provocaba el rollo sadomasoquista, la humillación y el vicio anal, el esfínter y sus enigmas y secretos inconfesables. A estas alturas, como comprenderá, me da igual, yo también me he perdido por una mala erección y aquí estoy, unos años atrás, en un templo consagrado a la erección, al mito de la erección fálica, al infundio de que eso es lo importante en la vida y lo que nos hace hombres ante las mujeres y ante los otros hombres, sobre todo ante éstos, ya lo sabe, querida Christine, es usted inteligente y ha pasado por muchas universidades y eso se lo han enseñado todos sus maestros, quizá de un modo desagradable, incluso violento, quién sabe. Me pierdo en mi laberinto, tenga paciencia conmigo, hasta mi estilo cambia al evocar esas escenas, se vuelve más sarcástico y desenfadado, como acaba de comprobar, es inevitable...

No paro de sudar en este caluroso local de alterne alternativo, rodeado de todos estos cuerpos masculinos en celo, y me alegra tener un gran pañuelo escarlata colgando del cuello en el que Wendy ha cosido con sus manos de costurera primorosa la inicial curvilínea de su nombre de niña imposible para que no me olvide de las formas voluptuosas de su cuerpo en estas circunstancias, una suerte de talismán erótico contra fantasmas indeseables. Me acuerdo de Wendy, sí, siempre tengo el mejor recuerdo para las mujeres que me han hecho feliz, en la cama y fuera de ella, y Wendy está la primera en mi lista, por delante de Nicole, qué se le va a hacer, y me imagino lo que le gustaría verme por un agujerito ahora que estos tíos han empezado a rondarme porque han entendido el mensaje de mi cuerpo acodado en la barra con la impertinencia de quien se sabe bien dotado o posee medios para financiar sus vicios, por depravados que sean. Soy un cincuentón aún potable y lo noto en las miradas que me echan los jovencitos. Cuando uno de éstos, con la cabeza rapada, se me acerca para que lo invite a una copa y le pregunto qué quiere, me dice a ti, con tono seductor, yo no estoy en venta le digo, entonces pídeme otro de ésos, me dice, sin cambiar el tono insinuante, señalando mi cuarto gintónic, y otro para ti, si te apetece compartirlo conmigo y no con otro. Brindamos a desgana por los malentendidos del deseo y cuando pretende besarme en la boca le planto el vaso en los labios para enfriar sus intenciones y le digo sin cortarme un pelo, no me gustan las mariconadas, tío, a mí me va la marcha dura de verdad. El chico se asusta como si le estuviera proponiendo asesinarlo y luego comerme sus partes, comenzando por la más jugosa, o que me mate y luego me devore pedazo a pedazo, dejando la principal para el último bocado, algún espantoso pacto caníbal de esa clase, y se larga de mi lado sin apenas beberse su copa, tomándome por un psicópata. Lo sigo con la mirada y veo que va a hablar con un tío rubio y musculoso que está al otro lado, en compañía de otros cuatro tíos macizos, como una banda de forajidos de gimnasio, con cadenas rodeándole el torso como si fuera el esclavo de algún deseo infamante, el deseo de otro que aspira a esclavizarnos a sus necesidades vitales. Conozco la sensación y he vivido esa experiencia con alguna mujer, no me imagino lo que debe de ser padecerla con otro hombre. El chico desaparece detrás de la cortina roja que separa este salón de otro contiguo y el tío encadenado se acerca a mí con aire desafiante, es bastante guapo y se ve que lo sabe, que sabe el efecto que causa en los tíos a los que impresiona la belleza de otros tíos, no a mí, que lo miro como se mira una estatua en un museo o un muñeco en una tienda de juguetes, sin que me diga nada que no sepa de antemano cuando me miro en el espejo cada mañana, la evolución no nos eligió a nosotros para completar su trabajo, somos un apéndice necesario, pero poco más, y el tío no para de mirarme de arriba abajo con cara de estreñimiento, como si tuviera el culo obstruido por una mierda mental que no sale ni con el desatascador más corrosivo, y luego me dice que me quiere invitar a una copa, vale, le digo, y acepto la mano amistosa que me tiende, una mano que huele mal, a polla y a culo, una mano que pasa demasiado tiempo en contacto con esas partes ocultas. Me dice que le han dicho que no me gustan las mariconadas, le digo que es cierto, entonces para qué has venido aquí, me pregunta justo cuando el camarero nos sirve los dos gintónics, aquí sólo hacemos mariconadas, aquí sólo venimos a hacer mariconadas, la verdadera marcha está en otro sitio. Esperaba otra cosa, le digo, algo más fuerte, no sé, más excitante. Brindamos, como con el otro, por las falsas expectativas y aprovecha un momento de descuido para lanzarse sobre mi boca con intención de besarla, me aparto enseguida y se lo repito, no me gustan las mariconadas, si quieres me agacho aquí mismo y te doy ese mismo beso en la boca del culo, con lengua, eso es lo que más me gusta hacer. Tío, ya te lo he dicho, busco otra cosa, con el puño a pelo me gustaría mucho más. Estás anticuado, me replica, eso sí que es una mariconada, no me jodas, creí que buscabas algo serio de verdad. Sin dejar de mirarme a la cara con gesto de estar pensando lo que yo daría por tirarme a este vejestorio y que encima me alquilara un piso en alguna zona de lujo de la ciudad, un puto piso adonde invitar a todos los amigos de la pandilla a disfrutar de las alucinantes vistas sobre los rascacielos y el parque central mientras nos hacemos unas pajas, se pone a rebuscar en sus bolsillos, tiene muchos y no demasiado bien repartidos, se ve que su traje no se lo ha diseñado una Wendy laboriosa y lista sino una friki resentida que lleva toda la vida esperando que se enamore de ella y se consuela cosiéndole y descosiéndole vestiditos de maricón para que se ligue a la infinita cadena de tíos que lo separan de ella y nunca le permitirán tenerlo en su cama para ella sola, como en realidad quiere, aunque se engañe sobre esto también. Ufff, dice al fin, creía que no la iba a encontrar nunca. Me tiende una tarjeta arrugada y mugrienta. Es la nueva moda, me anuncia, dándose aires de iniciado en este culto o secta de reciente implantación.

—Creo que es lo tuyo, por lo que veo, te pega mucho. Los tíos que conozco que lo han probado ya no quieren otra cosa. A mí no me va nada, pero me temo que por desgracia a ti sí. Como un guante de seda. Es lo tuyo, si me equivoco y no te gusta vuelve por aquí y te haré lo que quieras sin pedirte nada a cambio...

Imagínese, querida Christine, mi gran decepción, después del trabajo que me había tomado, el trajecito de Wendy, de diseño tan coqueto y seductor, la inmersión en las catacumbas del amor prohibido, el flirteo equívoco con los tíos, en fin, y ahora todo lo que tenía en mis manos era una tarjeta publicitaria sobre un establecimiento hípico y un criadero de caballos situado al norte del estado. VADEMEQUUS: una granja en las afueras de Catskill, a dos horas y pico del centro de Manhattan, un villorrio infame donde puedes acabar siendo secuestrado y asesinado de manera truculenta por una secta puritana con ramificaciones masónicas en todo el país. Así que me olvido del asunto y ni siquiera lo comparto con Wendy cuando, entre risas y aplausos, le cuento mi noche de ligue gay a esta pelirroja despampanante y cachonda por la que todos los tíos de ese sitio infecto perderían el culo, nunca mejor dicho, y se harían pajas sólo por haberle mirado el escote aunque fuera de reojo, sin hablar de las nalgas, espectaculares, y del peluche de color rubí que cultiva como un jardín privado para el viajero que busca un poco de descanso y de amor en este mundo hostil y se adentra entre los muslos de terciopelo sin imaginar la gratificación incomparable que le aguarda al final del viaje, como una iluminación tántrica, no exagero lo más mínimo. De verdad, querida Christine, no sabe cuánto le convendría conocerla. En fin, pasan meses, y comienzo a sospechar que mucha gente conoce ese sitio. Mucha más gente de lo que yo habría imaginado, escucho hablar de él por casualidad aquí y allá y me vuelvo paranoico, acechando las conversaciones y las charlas más triviales, en cualquier momento espero que alguien diga pasé el fin de semana en Catskill montando a caballo, o fui a ver cómo domaban una recua de caballos salvajes, o estuve a punto de comprarle un poni blanco a mi hija pequeña ayer por la tarde. Se lo pregunto a Wendy, ya desesperado, y no sabe nada y pone cara de irónica extrañeza, como preguntándose qué estará tramando éste, qué querrá otra vez. Se lo pregunto a Mildred, la secretaria eficiente que usted acaba de despedir de su puesto por mi culpa, y se encoge de hombros sin saber muy bien qué decirme. Tengo una reunión importante en mi despacho con algunos ejecutivos y financieros y, en mitad de una disertación sobre el reciclado de la plusvalía comercial china en bonos del tesoro estadounidense y los beneficios de esta práctica reiterada en el aumento de la competencia china y la disminución paralela de la inflación americana, dejo caer el nombre del lugar, como por casualidad, digo Catskill, nada más, Catskill. Pregunto a continuación si alguien ha estado allí, o ha oído hablar del sitio, y veo las caras de sorpresa y preocupación y los intercambios furtivos de miradas e intuyo lo que está pasando. Soy un experto en analizar los sentimientos colectivos. He de confesar, en cambio, sin pretender hacer ninguna alusión al incidente que le dio la ventaja a usted sobre mí en la institución, que no suelo ser tan perspicaz, es verdad, cuando se trata de interpretar los sentimientos individuales. La seriedad se apodera entonces de la reunión, hasta ese momento todos comentaban con humor e ironía los datos de la situación económica, las crecientes primas de riesgo de algunos países europeos y sus consecuencias políticas inmediatas, pero al mencionar el nombre de ese lugar (Catskill) todos han enmudecido de repente. Al cabo de un momento de tenso silencio, uno de mis colaboradores más estrechos toma la iniciativa en nombre de los otros. Señor, si me permite, ¿podría hablar con usted en privado?, me pregunta Mathias, un niñato inteligentísimo y recomendadísimo, ya se imagina por quién, recién salido de los altos estudios y que hace unos ocho meses aterrizó aquí, en las oficinas del Fondo, para hacer una estancia de dos años con la intención de comprender cuanto antes los mecanismos disfuncionales del sistema, eso me dijo en la primera entrevista, con seriedad impostada, y le digo que sí, que quiero hablar, que se marchen los otros, hemos terminado la reunión, y me quedo a solas con él en mi despacho. Es guapo también, así que no me extrañaría que fuera adicto a la testosterona en dosis variables y hubiera pasado alguna noche de amor loco o de relajación visceral en los sótanos de Sodoma. Me dice que no debo ir allí, que nada se me ha perdido en esa granja del demonio, eso dice literalmente, esa finca de Satanás, que una personalidad de mi nivel y de mi relevancia internacional no debería aparecer por allí nunca, por ninguna razón. Le miento, al verlo tan preocupado, y le digo que era una broma, que me la había gastado un amigo la noche anterior, durante una cena distendida con directivos de una corporación japonesa de visita en la ciudad, y que esperaba que todos los ejecutivos de la reunión fueran capaces de pillar el chiste y reírse conmigo como hicieron los japoneses, somos inteligentes, tenemos una buena formación y ganamos un sueldo acorde, todo el mundo debería estar a la altura de las expectativas y saber leer correctamente los matices de las palabras y las expresiones. Desde luego, me dice, algo avergonzado de su exagerada reacción de alarma. No estoy seguro, cuando se marcha de mi despacho, de que esté convencido de mi sinceridad cuando le he dicho que no sabía nada. El caso es que no sé nada, pero tengo la tarjeta guardada en mi cartera y con eso me basta. Le pido a Mildred que me alquile un coche para el día siguiente, quiero tenerlo a la puerta de mi casa en Georgetown a las ocho en punto de la mañana.

Y ahí está, aparcado en la acera a la hora convenida, un Toyota Fortuner gris metalizado. Pienso que Mildred ha debido de pensar que iba a hacer una excursión al campo o a la montaña y ha elegido para mí este elegante todoterreno diseñado para no echar de menos los encantos tecnológicos de la ciudad. No sé por qué no me sorprende que Mathias esté esperándome de pie junto al vehículo. Me tiende las llaves en cuanto me aproximo. No le pregunto, prefiero no saber cómo ha averiguado lo que me proponía hacer. Tenemos más de seis horas de viaje por delante, más vale que nos llevemos bien. Nos subimos al coche y salimos de la ciudad, a esa hora el tráfico es razonable, como los movimientos de la bolsa, todo se enreda a media mañana, como usted sabe bien, cuando los cierres de unas arrastran las transacciones que aún les restan a las otras para terminar al alza o a la baja sus gráficas de movimientos. Sueño con ese minuto mágico, que quizá alcancemos algún día, en que todas las bolsas del mundo se mantengan abiertas al mismo tiempo con independencia del huso horario. Ésa sería una buena solución a todos los problemas de los mercados. Sé que a usted, querida Christine, le fascina tanto como a mí esa posibilidad, no desespere de verla realizada un día u otro, esta crisis demoledora traerá muchos cambios, no todos negativos, no se deje dominar por el pánico. Se lo cuento a Mathias mientras no despego la vista del parabrisas, sin darme cuenta de que lleva puestos los auriculares de su MP3 y no puede oírme. Llamo su atención para que despeje los oídos y le explico mi teoría. Eso piensan también los caballos, me dice. ¿Te estás burlando de mí? No, ya verá. Hubiera sido mejor que no lo supiera, pero ya veo que su curiosidad es insaciable. Si tú supieras, muchacho, le digo, hasta dónde sería capaz de llegar con tal de saber algo. El conocimiento es un fuego que me abrasa las entrañas. Si no sé algo, mataría por saberlo antes que otro. Entonces no podía imaginar que esta conversación, querida Christine, resultaría profética además de patética. ¿Qué estás escuchando?, le pregunto por cambiar de tema. Schubert, El viaje de invierno. Ya veo, todo el mundo me decía que eras especial, no quise creerlo, después de esto podríamos ser grandes amigos. Por el momento, nos conformamos con estar sentados dentro del coche, acogidos a su confort insuperable, viendo desfilar las horas una detrás de otra como en una marcha militar, él escuchando a Schubert y yo la exuberancia de ideas que saturan mis redes neuronales, viajar acelera mis mecanismos de asociación y procesado de la información y disfruto de este tiempo de productividad libre que cuando vuelva a mi despacho sabré rentabilizar, como tantas otras veces. Nos guiamos sólo por el satélite que nos vigila como a terroristas o delincuentes transnacionales y estamos buscando, bajo la fuerte lluvia que ha empezado a bombardear la región hace unos momentos, la maldita granja, pasando Catskill a la derecha, un camino de tierra tras una valla metálica, dos kilómetros de carretera infame, una carretera que en África no usarían ni los perros. Se lo digo a Mathias, no sé por qué, me parece que hacerle reír es importante, quizá porque no lo hace nunca, y lo veo señalarme con el dedo un edificio fantasmal que destaca al pie de una colina poblada de árboles que parecen antenas parabólicas. Allí es, me dice, y me obliga a prometerle que no contaré nada de este viaje a nadie, así sea bajo presión. Me parece que este muchacho no ha aprendido nada en la vida y no sabe reírse del mundo, nada es tan dramático como él lo ve. Es verdad que uno puede saber cosas que enturbian el ánimo y lo que pasa en esta moderna factoría es una de ellas, como estoy a punto de comprobar.

Nada más entrar en el enorme atrio que hace de sala de recepción, con Mathias como diligente gestor de la visita, me doy cuenta de que no sé nada del mundo en el que vivo. Y tampoco me consuela, hoy, cuando han pasado tantas cosas en mi vida y en el mundo, constatar que es probable que usted, mi querida Christine, tampoco las conozca y que me deba a mí el gran favor de habérselas descubierto. Por su bien. Sí, porque hay cosas que merece la pena ignorar aunque uno sepa que existen y hay cosas que uno no querría ignorar aunque no sepa que existen. Pero hay un tipo de cosas, y éstas son las peores, créame, que uno ni llega a saber que existen ni llega a imaginar por qué tendrían que existir ni a comprender las razones por las que las ignoramos o hacemos como que las ignoramos. Suena enrevesado, pero es que aquello era bastante enrevesado en sí mismo y aún estábamos sentados en el vestíbulo de un edificio que parecía más una nave industrial que una granja de animales, desde luego, recopilando información para mí y terminando de rellenar un breve cuestionario que encuentro ridículo, punto por punto, pero que es, al parecer, el único medio de acceder al interior del establecimiento hípico. Para empezar, como me explica Mathias tendiéndome un folleto con el plano del edificio diseñado por no sé qué arquitecto islandés, hay cinco plantas.

—En cada una de ellas, en orden ascendente, los clientes reciben el tratamiento que requieren en función de sus antecedentes, deseos y necesidades. Está todo organizado de un modo muy lógico y eficiente, ya lo verá. En unos casos el tratamiento es más físico, más de choque, por así decir, y en otros de tipo más espiritual, por así decir, dependiendo de la gravedad y la urgencia de cada paciente, aunque luego puede cambiar, según la respuesta de cada uno.

—¿Paciente? —le pregunto sorprendido con la terminología clínica con que pretende describirme el funcionamiento interno del lugar.

—Sí, hágase a la idea, señor, de que esto es una clínica surgida en 2007 cuando se intuyeron los primeros signos de la hecatombe económica que se avecinaba. ¿Qué hacer con los financieros y los banqueros, los agentes de calificación y los ejecutivos y los auditores que perderían su empleo en cuanto estallara la crisis? A alguien que no estoy autorizado a nombrar se le ocurrió la genial idea de montar este centro de reeducación, rehabilitación o reprogramación de hábitos, como también se lo considera según cuáles sean los efectos terapéuticos sobre los pacientes, con el fin de encauzar las vidas corporativas de las víctimas colaterales del estropicio y asimismo las de los que habrían de sacarnos del atolladero, ¿me sigue, señor?...

Y lo seguí, vaya sí lo seguí, con una fidelidad impropia de mi edad y de mi temperamento, querida Christine, como usted me sigue a mí, en este momento, pendiente de mi relato porque ha empezado a reconocer en él cosas que le resultan familiares, bien porque las ha oído en algún pasillo de la institución que regenta desde hace apenas un mes, sin atreverse a preguntar por lo que significaban, bien por haberlas deducido de las intrigantes actitudes de algunos de sus colaboradores más estrechos. Todos hemos pasado por experiencias similares, no se inquiete, acabará acostumbrándose a ese clima de sigilo sacramental y falso misterio burocrático. Como le decía, seguí a Mathias hasta las entrañas del estrambótico edificio, en cuanto la guapa enfermera, vestida de pies a cabeza como una amazona ecuestre, dijo que mi solicitud de ingreso había sido aceptada, tras estudiar los resultados del test y las respuestas al cuestionario, todo en regla, y, sin embargo, estaba autorizado a ingresar de momento en el establecimiento sólo como visitante, no aún como cliente. Una formalidad temporal, no hay que darle más importancia, me comunica Mathias enseguida para tranquilizarme. De modo que decidí seguirlo, en efecto, como miembro más veterano del club no podía hacer otra cosa, en contra de lo que mi razón me aconsejaba en ese momento y a día de hoy me alegro de haberlo hecho, a pesar de todo. Tras esta experiencia he comprendido que los subordinados pueden enseñarle a uno cosas cuya ignorancia es perjudicial para sus intereses y aspiraciones. En puestos de tan alta responsabilidad se debe aprender a confiar ciegamente en el personal al servicio de uno. Con el tiempo, querida Christine, ya verá como me agradece este consejo.

Prefiero omitir ahora, por respeto a usted y a la institución que representa, así como por no ofender su sensibilidad más de lo debido, el relato pormenorizado de mi visita turística a las cuatro primeras plantas, donde los «pacientes» del centro recibían un tratamiento equino a la altura de la fortuna monetaria que les costaba cada sesión. Una terapia cuadrúpeda intensiva, encomendada por los cuidadores del establecimiento a sementales de primer rango. Los resultados, por lo que podía ver, eran altamente gratificantes y a buen seguro redundarían en el rendimiento de estos individuos en sus respectivas empresas y compañías. Tuve que despedirme de Mathias en la cuarta planta, donde el tratamiento, siendo parecido a los anteriores, según me dijo él mismo, introducía algunas variantes sofisticadas en las que no quiso ahondar por no tentarme a experimentarlos demasiado pronto.

—Ya tendrá ocasión de regresar, señor, si así le apetece, pero confórmese hoy con el conocimiento intelectual que nos proporciona la mera existencia de este laboratorio experimental donde los hombres y los caballos restablecen una intimidad que durante siglos se ha visto interrumpida por prejuicios absurdos. Al fin, gracias al desarrollo tecnológico de nuestras sociedades y a nuestros cambios de mentalidad, ese giro copernicano que nos permite mirar al animal, y en especial al caballo, como a un igual, hemos podido liberarnos de estereotipos estúpidos y recuperar una relación beneficiosa y saludable para ambas especies.

Cuesta separarse de un guía tan eficaz como Mathias, lo reconozco, es un pozo de ciencia en materias que uno ni se imaginaría que existen en ningún currículum académico reconocido y me alegro de que a la salida podamos volver a encontramos y proseguir la interesante conversación durante nuestro regreso al DC. De momento, me limito a seguir las indicaciones que me ha dado con el fin de no perderme en el laberinto de pasillos sin salida, dependencias clausuradas y cuartos privados. Tomo el ascensor para subir a la quinta planta y, una vez allí, de la mano de otra enfermera clónica, vestida de amazona ecuestre, como todas las demás enfermeras anónimas que he visto en el silencioso edificio, recorro un largo pasillo blanco flanqueado de puertas de madera sin barnizar con la rúbrica Dr. Houyhnhnm y un numeral latino inscrito en ellas. He contado quince doctores antes de que la atractiva amazona se detenga ante la número dieciséis, llame a la puerta y me haga entrar, quedándose, por desgracia, en el exterior, embutida en esa equipación femenina que me fascina desde la infancia, cuando veía montar a caballo a mi madre y a mis primas cada fin de semana en una finca familiar de Normandía. No me hubiera importado nada que ella me enseñara de nuevo los rudimentos de la equitación, primero como montura y luego como jinete, si hacía falta, cabalgando desnuda sobre mí con las botas puestas y el casco de montar y blandiendo la fusta para incitarme a terminar pronto, pero nada aquí, según me anuncia la sabia enfermera con una sonrisa de cortesía antes de cerrar la puerta detrás de ella, es tan vulgar como la fantasía pornográfica de un hombre que afronta ya sus últimas décadas de existencia con el sentimiento de no haber sabido explotar al máximo las posibilidades encerradas en cada minuto de la misma.

—El nuestro es un mundo para jóvenes impetuosos que buscan experiencias nuevas con las que atravesar el túnel del tiempo a toda velocidad y adentrarse en la morada de la muerte con la misma arrogancia con que vivieron sus días y sus noches. Éste ya no es su caso, por desgracia para usted, y necesita el tratamiento adecuado a sus debilidades y manías, de una senilidad galopante. Antes de administrárselo, sin embargo, es necesario hacerle un diagnóstico riguroso. Hable con el doctor, no tenga miedo, no es un dogmático ni un moralista. Muéstrese abierto, cuéntele sus problemas, sus dudas, sus temores, y él sabrá encontrarles una solución infalible al mejor precio.

Convencido de que todo esto, mi querida Christine, es una broma americana de muy mal gusto, una estafa para ingenuos estampada con el prestigioso sello de la Costa Este, como sus guerras de ultramar y esos tratados económicos con países vecinos o aliados cuya letra pequeña y cláusulas especiales usted se conoce de memoria, entro con prevención en este amplio aposento que pasa por consulta médica y lo primero que compruebo, mis sentidos siempre alerta, es que esto huele a humedad y está oscuro y parece despoblado.

—Siéntese, por favor.

La voz procede de alguna parte del fondo de la estancia, que no logro distinguir del todo a causa de la escasa iluminación, y me temo que la broma pesada esté llegando demasiado lejos cuando percibo un sonido identificable mientras me siento donde se me indica. Como cascos de caballo resonando contra el mármol. No tardo en comprobar que estoy en lo cierto por una vez. La borrosa silueta de un caballo, erguido sobre sus dos patas traseras, ha caminado hasta la puerta de entrada para cerrarla con llave desde dentro. El animal quiere intimidad y, por lo que veo, quiere mi amistad. Se acerca a saludarme, me tiende una de sus pezuñas herradas, me pide que lo acaricie en el hocico, al parecer es un signo de aceptación psicológica de su autoridad, y luego se vuelve para recuperar la posición distante de donde venía. Después de unos minutos de silencio, en los que puedo escuchar un roce apresurado de papeles y algunos nerviosos carraspeos, el doctor equino toma la palabra.

—Hablemos en francés, si le parece, imagino que le alegrará volver a cabalgar sobre su lengua natal.

—Desde luego, se lo agradezco, aunque no sé si encuentro el uso del verbo «cabalgar» del todo adecuado en este caso, sobre todo después de lo que he visto en los niveles inferiores.

—Es usted un yahoo, no me extraña que se sienta incómodo al principio.

—¿Un qué? Yo prefiero google, no sé por qué, tal vez me considere de gusto algo convencional, no me importa.

—Abra un poco su mente y relájese. Todos los otros yahoos que usted ha visto vienen aquí una vez al mes a recibir instrucciones sobre cómo gobernar mejor sus asuntos y negocios. Como su acompañante de hoy, ese tal Mathias, un asiduo a nuestras instalaciones. Tenga mucho cuidado con él, es un tipo ambicioso y solapado y tiene facilidad para hacer amistad con gente indigna con tal de medrar, no se fíe de él, es peligroso, un oportunista de la peor especie. Usted me gusta, por eso le advierto del riesgo de mantener a este individuo traicionero tan cerca de usted.

—¿Nos conocemos de algo?

—No me menosprecie. Leo a diario la prensa, toda la prensa, en inglés, francés, árabe, español y chino, sobre todo, por ver las tonterías que hacen, por enterarme de lo que están preparando, por seguirles la pista. No espere de mí una respuesta cabal a todas sus locuras. No me gusta la televisión, no me gusta el fútbol, no me gustan los negocios donde está implicado el dinero de mucha gente. Los problemas que ustedes han creado no los podría solucionar nadie, ni los ingenuos alienígenas, con toda su arrogancia tecnológica, ni nosotros, los humildes y filosóficos caballos. Ni siquiera esos coleópteros inteligentes que los entomólogos más avanzados anuncian como el futuro inminente de la evolución natural. Es una completa falacia. Nadie puede solucionar los problemas que no sería capaz de producir. Esto lo aprendí de las especies alienígenas, no sé si sabe que estamos en contacto con ellos desde hace siglos, nos eligieron a nosotros de entre todos los seres del universo para comunicarnos sus conocimientos y técnicas. Cómo decirlo sin ofenderle, nos prefirieron a ustedes como confidentes y aliados, sopesaron los pros y los contras y decidieron que nosotros, como especie, no sólo teníamos más futuro, un futuro garantizado que ustedes han perdido, sino que además, llegado el momento, sabríamos detener la proliferación de las bacterias, que es la mayor de sus preocupaciones desde siempre, no sé si lo sabía. La relación de los alienígenas con las bacterias es nefasta, se odian mutuamente, de un modo enconado, quizá porque proceden del mismo pozo infecto, nunca entendí bien las razones de este conflicto, y la idea de que ellas se multipliquen sin freno y acaben dominando la tierra por culpa de ustedes y sus torpezas ecológicas les preocupa mucho más de lo que parece. De modo que vieron en nosotros una posibilidad de salvación, ¿lo entiende? De ustedes no se fía nadie en el universo, sus corrupciones, su codicia infinita, sus manipulaciones, sus perversiones, sus vilezas, sus mentiras, todo el lote los hace muy impopulares en cualquier galaxia que visite y hay muchas más de las que se imagina. Nosotros, en cambio, somos únicos y muy apreciados en todas. Es verdad que nos vemos obligados aún a mantener con ustedes una relación humillante, pero cuán diferente de la que ha regido a lo largo de todos estos siglos. Esos colegas de usted que vienen con frecuencia, como adictos a las experiencias extremas, a que alguno de mis congéneres ponga a prueba con su miembro enhiesto la fortaleza y resistencia de sus intestinos, demuestran a qué clase inferior de seres pertenecen. Lo tienen todo, riqueza, posición, relaciones, y sin embargo vienen aquí en busca de algo que no encuentran allí, en su mundo de rutinas y privilegios. Eso nos ha hecho recuperar el tiempo perdido. Ahora somos nosotros los que nos estamos resarciendo de siglos de explotación y humillación. No le diré, como dicen algunos hermanos míos, que la locura de nuestros clientes se está trasladando al mundo entero. Sería absurdo pensarlo. Pero pretextar que visitan esta clínica para poner en claro sus ideas, rectificar errores y encontrar soluciones es tan disparatado que demuestra que son unas criaturas fallidas, como también creen nuestros amigos intergalácticos. No quiero aburrirle, pero sé que tenía una gran curiosidad por este sitio, sé también que usted no siente interés alguno por lo que pasa en las otras plantas de este centro, por eso le he hecho venir a mi despacho. No soy excepcional ni pretencioso, soy el vigesimosexto de una cadena de ciento treinta y cuatro consultores reconocidos, pero puedo ayudarle si lo necesita y usted me lo demanda. No dude en acudir a mí cada vez que tenga algún problema de la índole que sea. Por el precio que la enfermera le indicará al salir, le proporciono la respuesta que usted quiera tantas veces como quiera. No buscamos inmiscuirnos en sus asuntos, no queremos el poder, de algún modo ustedes nos lo están dando y no tardaremos en tenerlo del todo, como nuestros socios cósmicos profetizaron hace siglos. Mientras tanto, cuente con mi colaboración, vienen malos tiempos, la gente va a sufrir mucho, usted no saldrá indemne tampoco, le conviene refrenarse, controlar sus actos, hable conmigo, serénese, ya verá como todo se resuelve aunque sea para volver a complicarse de nuevo, en direcciones nuevas e imprevistas, siempre lo hace. Las crisis son pasajeras, periódicas, como dicen ustedes los economistas, pero sólo cambiarán el decorado y algunos actores, la acción, aunque lleve otro nombre o la llamen de otro modo para hacerla pasar por algo distinto, será siempre la misma. La autodestrucción sistemática y la extinción de cualquier otra forma de vida, ésa es la empresa letal a la que han estado dedicando toda su energía y recursos de modo preferente los miembros de su lamentable especie desde que se les cayó el pelo del cuerpo y se volvieron por ello melancólicos y posesivos. Al revés de lo que se cree, son los mismos fines los que llevan a recurrir una y otra vez a los mismos medios catastróficos para alcanzarlos. Es un tropismo simiesco inscrito en su código genético desde los orígenes. No lo olvide, aquí estaré esperándole. Si prefiere a otro, no lo dude, no soy competitivo ni celoso. Tiene un listín numérico a su disposición. Tenemos también un servicio telefónico para urgencias. Aunque no se lo recomiendo, no lo lleva un personal cualificado. Y recuerde siempre nuestro lema: No es posible pensar hasta que uno descubre que la razón es el principal enemigo del pensar. La razón, como es natural, gobierna nuestra vida, pero no nos sentimos más orgullosos de ello que de andar sobre dos patas unguladas, tener una cola larga con la que espantar insectos y unas orejas prominentes o un aparato reproductor encomiable. Sí, sé que estará pensando que algunos yahoos piensan o han pensado lo mismo que nosotros. No todos los caballos que hay en el mundo lo parecen. No lo olvide. Somos astutos, sabemos disimular, camuflarnos. Aprendimos a escapar a las obligaciones de la montura, odiábamos ser tomados por bestias cuadrúpedas, nos gustaba demasiado, como a ustedes, tener las manos libres para hacer lo que quisiéramos, jugar a las cartas, rascarnos la cabeza o acariciar el cuerpo de otros. Ya hemos visto lo que ustedes han hecho con sus manos. Nosotros somos diferentes. Nuestros aliados del universo no se cansan de repetirlo. Espero volver a verle pronto. Presiento que nos entenderemos bien. Cierre la puerta al salir, por favor.

Como comprenderá, querida Christine, apenas pude pronunciar una palabra en toda la entrevista, un monólogo didáctico del que he extractado sólo las partes que más podían interesarle, por la sencilla razón de que me quedé mudo mientras contemplaba la sombra del caballo que me hablaba desde el fondo de la estancia como un gurú o un chamán espiritual. Al salir, la enfermera me comunicó que la primera visita era siempre gratuita, generosidad equina, y me mostró las tarifas prohibitivas de las siguientes. Pagar cuantías elevadas constituye, al parecer, una parte fundamental de la terapia hípica. Le dije que la llamaría la semana próxima sin falta para concertar la primera visita. Mathias ya me estaba esperando en la planta baja, sentado otra vez en el vestíbulo, curioseando unos folletos publicitarios sobre nuevos tipos de tratamiento en oferta limitada. Parecía muy fatigado y nervioso y tenía la cara recubierta de erupciones cutáneas. La reacción alérgica es pasajera, no se preocupe, mañana no quedará ni rastro, me anuncia compungido. Apenas si nos dijimos algo más en el viaje de vuelta, no había nada que decirse, ni yo tenía intención de resumirle el enjundioso parlamento del doctor Houyhnhnm, ni él querría hacerme partícipe de su interacción bacteriana con algún primo semental de éste. Esa actitud reservada y fastidiosa se prolongó durante los meses que estuvimos en contacto en las oficinas del Fondo. Desapareció un día sin avisar y no volvimos a saber nada de él. Temí que le hubiera pasado algo grave pero un año después, cuando casi me había olvidado de Mathias, leí en una revista especializada que había sido nombrado director de recursos humanos de una industria petroquímica de Pittsburgh.

En cuanto a mis visitas a la clínica equina de Catskill, querida Christine, prefiero dejarle adivinar cuántas fueron y durante cuánto tiempo y con qué fines. De mis actos y decisiones de los últimos años podría extraer bastantes conclusiones. Espero que no se equivoque tanto como yo.

Atentamente,

El dios K

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