Karnaval

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KARNAVAL 1 » DK 8

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¿Quién está escribiendo todo esto? Yo no, desde luego. Yo nunca escribiría cosas como éstas. Yo nunca diría que salí del hotel como si tal cosa, calculando en mi cabeza todo lo que podía sacarle al asunto. Eso es falso. Se ha dicho, pero es falso. Yo diría, más bien, que estuve en el hotel muchas horas después de terminar mi trabajo. Muchas horas que nadie me pagará nunca. Sé que soy una tonta, pero así fue. Pasé tantas horas que se hizo de noche y empecé a pensar en mi hija más que en mí misma. Así soy. Me trataron muy bien. Los empleados de seguridad y la dirección, que siempre había sido desagradable conmigo, me trató especialmente bien. Estaba en su despacho, como un cliente importante, nunca había estado allí antes, rodeada de tanta gente preocupada. Quizá me tuvieran miedo, quizá temieran mi reacción, el perjuicio que podía causarles, eso me decía Lucinda, pero yo veía que no era eso. Veía que eran buenos y se preocupaban por mí. Me preguntaban una y otra vez por lo que había pasado, lo que me habían hecho, me preguntaban por quién me lo había hecho, si estaba segura de que era él y no otro el autor de los hechos. Tardaron en aceptar que había ocurrido en esa habitación y no en otra de la misma planta o pasillo, la misma suite que llevaba limpiando toda la semana. Tardaron en aceptar que yo no me había prestado. Insinuaron cosas espantosas. Insinuaron que yo podía haber hecho cosas indeseables. Lo negué como pude. Parece que me creyeron. Me sirvieron té y me pidieron que me tranquilizara, que comprendían mi estado, pero que no debía dejarme llevar por la ira ni por la rabia. No había ira, en mí, no había rabia, ni furor, ni ninguno de esos sentimientos, no sé por qué decían eso. Estaba asustada, estaba impresionada, estaba al borde de un ataque de nervios y todos, sin embargo, creían que sólo quería venganza, que sólo aspiraba a ver ahorcado al hombre que me había hecho eso. Por quién me toman. Estaba confundida y no tenía ni idea de lo que podía hacer, ni idea de los derechos que me asistían, cómo pudieron pensar que yo lo tenía todo calculado cuando sólo me preocupaba en ese momento si ese hecho podía o no suponer mi expulsión inmediata del país, la mía y la de mi hija quizá, la separación de ambas. No podía saberlo. Todos se portaban muy bien conmigo, me tranquilizaban, me preguntaban todo el tiempo, me acariciaban con ternura, nunca me había sentido tan querida, tan apreciada, nunca había sentido que esta gente pudiera tener por mí tanto afecto y tanto cariño. Hasta entonces no me lo habían expresado nunca. Yo era para ellos una sensación nueva, una emoción interesante, les daba la oportunidad de sentirse buenos, de hacer el bien, de contribuir a mejorar las cosas que van mal en el mundo. En eso me había convertido, en un pretexto para desatar los mejores sentimientos. En un generador de bondad universal. Así son de retorcidas las cosas. Me querían más que nunca, me adoraban, se preocupaban por mí, todos esos que a diario, desde que trabajaba en el hotel, sólo me habían expresado, día tras día, indiferencia y menosprecio y hasta desprecio en algunos casos. Todos esos para los que yo no era más que una trabajadora más del hotel, una trabajadora cualquiera, sí, una cualquiera. Podían haberme despedido y nadie se habría fijado en mi ausencia, podía haberme puesto enferma y hubieran tardado en darse cuenta. Suele ocurrir así, las compañeras te sustituyen y nadie se entera de nada. Podían imaginar por un momento que yo me había prestado a hacer esas cosas otras veces, como hacen algunas de mis compañeras, pero yo no y ellos no lo supieron hasta hoy. Y tardaron en comprenderlo. Entre taza de té y taza de té, los fui convenciendo, les conté detalles repugnantes que no podía inventar más que una imaginación sucia como la del violador. Se asustaron cuando pronuncié esta palabra. Les pareció muy fuerte. Sin una sentencia, nadie debería hablar así, me dijo el director, peinándose el poblado bigote con la punta de un dedo. La presunción de inocencia es un valor constitucional, añadió, pellizcándose con ese mismo dedo el lóbulo inferior de una de sus pequeñas orejas. No debemos permitirnos prejuzgar lo sucedido. Al decir esto en un tono más serio, su mirada impasible me atravesó como un láser desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas y hasta el bigote se le erizó con la fuerza de su advertencia. ¿Ha quedado claro? Me explicaba mal, es verdad, me fallaban las palabras. Les enseñé entonces las heridas, las magulladuras, las contusiones, los desgarros en el uniforme. ¿Es esto algo que se pueda llamar amor o deseo? ¿Es esto algo que alguien en el mundo pueda considerar deseable? ¿Es esto algo a lo que alguien consentiría sin degradarse? ¿De qué oscura materia estamos hechos, Dios mío? No era yo la que se hacía estas preguntas, eran ellos, una y otra vez, prestando voz a mi indecisión, a mis dudas, a mis contradicciones. Me sentía mal hablando de todo eso con todos aquellos desconocidos que me miraban al principio como a una colgada o a una idiota. Todos ellos, las compañeras que entraban y salían cada tanto, aprovechando lo sucedido para abandonar sus tareas y venir a expresarme su solidaridad y amistad, como nunca antes, la mayoría eran desconocidas para mí, con empleados que entraban y salían, nerviosos, preocupados, con los vigilantes de seguridad convenciéndome de que era necesario rellenar los papeles de la denuncia. Convenciéndome de que si era verdad todo lo que decía debía rellenarlos cuanto antes y firmarlos. Lo hice, no lo pensé por más tiempo y lo hice y ellos llamaron por teléfono a la policía y todo empezó a correr como un cronómetro en una carrera. No había vuelta atrás, me dijeron, mañana la policía me tomaría sin falta declaración. Lo comprendí. No me arrepentiría. No sé dónde estaría él todo ese tiempo, pero yo estuve ahí toda la maldita tarde esperando, decidiendo, contando, respondiendo. Les agradecía toda la ayuda y les pedí que me dejaran salir, quería tomar el aire, volver a casa, abrazar a mi hija, tumbarme en la cama y echarme a dormir y que a la mañana siguiente nada de todo esto fuera verdad. Despertarme y comprobar que no lo había vivido, que no estaba siquiera en este país sino de vuelta en el mío, con mi familia, lejos de esta ciudad infernal. Pero no lo hice así. No volví a casa corriendo. ¿Por qué lo hice? No lo sé. ¿Sabe alguien por qué hace algo en su vida? ¿Supo él lo que hacía mientras me lo hacía? No lo creo, pero eso no cambia nada. Lo hizo y debe pagar por ello, así es la vida. No sabes por qué haces nada, pero cuando lo haces ya está hecho y a partir de ahí se puede juzgar si lo has hecho bien o mal. Eso es suficiente. Yo hice algo que tampoco está bien. Quizá el tribunal no lo pueda entender, quizá el jurado compuesto de mujeres honradas y hombres decentes, hombres y mujeres que no saben lo que es encontrarse en una posición como la mía, que nunca han estado en una situación parecida, encerrados en una habitación de hotel con una bestia lujuriosa, con un animal desnudo que sólo quiere humillarte y maltratarte y degradarte, ninguno de ellos sabe lo que es eso, y por eso quizá no puedan entender lo que hice. Me vestí, salí a la calle y de pronto no tuve ganas de volver a casa, no tenía ganas de volver a mi barrio y a mi hogar con mi hija, no tenía ganas de volver a la vida que llevaba hasta entonces. Algo había cambiado. Lo noté en cuanto empecé a pasear por las calles llenas de gente a esa hora en que muchos salen de trabajar y cierran las tiendas, unas antes y otras algo después. Algo ya no era igual. Y yo notaba que la gente lo notaba. Me miraban de otro modo. Yo no era la misma. Recorría calles y avenidas a un paso lento, ese paso que no es el paso con el que vas al trabajo o a coger el metro o el autobús, ese paso que es el paso por el que vas recuperando el ánimo, en que vas recuperando lo que eres o lo que querrías ser, ese paso que en la vida muy poca gente tiene la oportunidad de llevar salvo que no trabaje o esté de vacaciones. Lo conocía, en el barrio lo había practicado cada vez que me sobrevenía alguna de mis crisis periódicas. Me deprimía, no le veía sentido a nada, no le veía sentido a haber venido a este país a vivir como vivía, en un barrio pobre rodeada de camellos y drogadictos y delincuentes. A criar a mi hija en ese entorno. Casada con un marido tarado que era peor que un animal en celo. Yo no había venido al mundo para vivir esto. Y ahí estaba yo. Paseando por la calle con todas las miradas pendientes de mí, todo el mundo mirándome, señalándome con el dedo, parándose a cuchichear sobre mí en cualquier esquina cada vez que me veían pasar. Nadie podía saber nada todavía. La noticia no había salido a la luz aún, lo comprobé en un kiosco con miedo de ver mi nombre en algún periódico, o el de él, era lo mismo, y sin embargo percibía cómo todos me miraban como si fuera alguien importante, alguien que no tardaría en ocupar todas las portadas de los periódicos y no tardaría en salir en televisión. Lo más importante en esta sociedad. Salir en televisión, que hablen de ti en televisión, para bien o para mal, por tus pecados o por tus virtudes, cuántos programas de televisión explotaban la delgada línea que separa unos de otras. Pecados que se volvían virtudes en cuanto aparecían en una pantalla y virtudes que, así expuestas a la luz, parecían pecados capitales. La vanidad, la soberbia. Pero no estaba avergonzada. Todo lo contrario. Ni me sentía humillada por las miradas y los dedos o las palabras que se pronunciaban a mi alrededor. Me sentía orgullosa como nunca en mi vida. Me sentía contenta. Me sentía satisfecha. Caminaba por las calles y avenidas como si fuera la nueva reina de esa ciudad inhumana. La estrella en ciernes del espectáculo. Me haría famosa por lo que había sufrido y todo lo que había vivido hasta entonces tendría sentido sólo por haber llegado a esto. La gente se pondría de mi parte, como en la oficina del director del hotel, y sentiría por primera vez que existía, que era alguien, que tenía un alma y un cuerpo que todo el mundo reconocía y agradecía. Una persona a la que todo el mundo respetaría por haber hecho lo que hizo. Eso sentía mientras caminaba de una avenida a otra, de una calle a otra. No sé cuánto pude estar así. No quería que el tiempo pasara. Era mi momento de gloria y nadie me lo podía quitar ya, ni el director del hotel, ni Lucinda, ni mis otras compañeras, ni los guardias de seguridad. Nadie. Yo era la protagonista de mi historia, por primera vez. Y eso es lo que veía en las caras y en las manos y en el modo en que se paraban al pasar junto a mí para mirar cómo me alejaba de ellos. Me miré en el escaparate de una tienda de ropa y vi lo guapa que estaba, lo atractiva que me había vuelto, lo deseable que podía llegar a ser una mujer cuando uno de los hombres más poderosos del mundo se fija en ella, la señala con su miembro gordo y repulsivo y dice ésta es, ésta y no otra, ésta es la mujer que deseo en este momento exacto de mi vida. No, no quería recordar nada de lo sucedido. No lo necesitaba. Sentía la amargura del recuerdo estropeando este momento. Lo que quería era esto y nada más que esto. Este bienestar, esta alegría, esta belleza. El escaparate de ropa de moda en el que me estaba mirando, un escaparte con tres o cuatro maniquíes vestidos con unos vestidos que nunca podría pagar. Los maniquíes me lo estaban diciendo, aplaudiendo mi gesto, mi valentía, mi valor, pero también aplaudían mi belleza. Me reconocían. Ellos también aplaudían a la mujer en la que me había convertido. Era otra, ya lo he dicho, pero es difícil entender lo que se siente cuando una deja de ser lo que ha sido hasta entonces y comienza a saber que otro ser ha ocupado su lugar sin que nada haya cambiado por otra parte. Miraba a los maniquíes de manera distinta. Ya no eran, como antes, un símbolo de las cosas que nunca tendría. Ya no eran una imagen de una belleza que nunca me pertenecería. Eran como yo. Mujeres guapas y elegantes que no se avergonzaban de ser mujeres, que no se avergonzaban de tener esa cosa entre las piernas que había que perfumar y maquillar y vestir con las mejores fragancias y cremas y tejidos para que los hombres, a pesar de todo, la encontraran aún más atractiva y deseable. Eso era yo y lo sentía en todo el cuerpo, incluso ahí, sí, donde me dolía y escocía, ahí sobre todo, y lo sentía en toda el alma, lo sentía todo el tiempo. Estaba excitada, estaba orgullosa, llena de mí. No sabía lo que me esperaba pero imaginaba todo lo que una mujer como yo puede imaginar en esas circunstancias. Cambié de tienda, crucé de acera y cambié de escaparate y era una y otra vez la misma mujer a la que todos los hombres se volvían a mirar con deseo y admiración. Una y otra vez la misma mujer que todas las mujeres se volvían a mirar con envidia. Estaba en la Quinta Avenida, no sé cómo había llegado hasta aquí después de dar tantas vueltas, frente al escaparate de Tiffany’s, y todas las joyas se iluminaron al verme, todas las joyas se pusieron a brillar detrás del cristal, los diamantes, las esmeraldas, los rubíes, los collares de oro y de perlas, me sonreían como si fueran mías o quisieran serlo pronto. La mujer que se miraba en la luna del escaparate no tenía que soñar ya para poseer todas esas joyas, eran mías sin necesidad de llevarlas puestas. Me pertenecían sin necesidad de pagar por ellas. Me imaginaba con ellas puestas. Me imaginaba desnuda sólo cubierta de joyas relucientes como las del escaparate, recubierta de los pies a la cabeza de pulseras y pendientes y collares y anillos y una diadema de diamantes, sí, también eso. Imaginé que ésa era la fantasía que él debía de tener en la cabeza cuando saltó sobre mí en la suite, saliendo del baño, pero ya no me horrorizó. Ahora ya nada me daba asco, ahora sólo sentía el esplendor y la novedad de las cosas penetrando en mi cuerpo por todos los poros como un fluido mágico. Esa fantasía era mía, pero ya no era una fantasía. Era la verdad, una verdad que no lo incluía a él, ya no, no lo necesitaba, sólo me incluía a mí y a esas joyas que resplandecían detrás del cristal como estrellas en el firmamento. Esas joyas me confirmaban que yo era la nueva reina de Nueva York. La nueva diosa de la ciudad donde a diario muchas otras mujeres, más jóvenes y mejor dotadas, competían entre ellas por ese puesto con todos los medios. Llegó un momento en que no pude soportarlo más, era excesivo para un solo día, me estaba volviendo loca de tanto mirar escaparates donde se reflejaban mi nueva cara y mis nuevos atributos, tenía que parar alguna vez y me marché. Fui en busca de la estación de metro. Ahora sí necesitaba volver, no quería que la noticia me sorprendiera en la calle, podía ser peligroso. En la estación todo fue igual, los hermanos me miraban con deseo, los hispanos se me acercaban haciéndome proposiciones indecentes, las mujeres me miraban con desprecio, sintiendo que no tenía rival ni la tendría en mucho tiempo, los blancos, en cambio, se mostraban intimidados por mi presencia, como niños sorprendidos en una travesura. Cuando subí al vagón, tres hombres, dos hermanos y un blanco pelirrojo, los tres enchaquetados, se levantaron de inmediato para cederme el asiento, pero no se movieron en todo el viaje de allí, pegados a mi asiento como si fueran mi guardia personal. Haciéndome sentir su fuerza, estos escoltas estaban allí para que yo supiera que ellos me protegerían pasara lo que pasara, que yo era alguien a quien había que proteger con medidas especiales, formaron una muralla de seguridad a mi alrededor impidiendo que los demás viajeros pudieran acercarse a mí. Muchos llegaban y asomaban sus caras de sorpresa al verme sonreír todo el rato, o me miraban las piernas por el hueco que los tres cuerpos de mis guardianes dejaban libre. Me divertía mucho la situación y, al mismo tiempo, tenía ganas de llegar cuanto antes, ya estaba harta de llamar tanto la atención en público. Cuando llegó mi parada, tuve que abrirme paso entre todos ellos, guardaespaldas y curiosos, noté sus manos posándose en mi cuerpo, aprovecharon el momento para tocarme y acariciarme por todas partes, pero no me importó, no podía reprochárselo, no habían estado nunca tan cerca de una mujer como yo, tenían derecho a sentirse atraídos por mí. En mi estado, era natural suscitar una reacción de este tipo. Les agradecía los cuidados que me dedicaban y las atenciones que recibía con una sonrisa invariable y me la devolvieron con amabilidad, sin quejarse de nada. Todo era tan fácil, tan agradable, tan estimulante. Así fue. Al salir a la calle, el barrio no había cambiado, paredes de ladrillo rojo y de ladrillo negro hasta el horizonte, como una cárcel de ladrillos de la que se pudiera entrar o salir por la mañana y por la tarde, pero en la que para la mayoría de nosotros existía la obligación de pasar la noche. Ya no me deprimió como otras veces. Ya no me sentía deprimida por la falta de iluminación en las calles que tuve que recorrer camino de casa, ya no me deprimieron los camellos que me saludaron como a un personaje del barrio y no como a la mujer triste a la que apenas se acercaban y si lo hacían era sólo para ofrecerle alguna de esas drogas que venden para hacer soportable la vida en el barrio, una de esas sustancias que si la tomas te vas muriendo poco a poco, sin enterarte de nada, pero al menos te consuelas de vivir allí, sin otra vista por la mañana que la misma pared de ladrillos que viste anoche antes de acostarte. Hoy se me acercaban para hacerme sus ofrecimientos. Proposiciones que nunca le habrían hecho a la otra mujer que fui. Ahora venían a decirme que si hubieran sabido quién era yo no habrían dudado ni un minuto en echárseme encima. Si hubieran podido imaginar lo guapa y atractiva y famosa que podía llegar a ser no me habrían dejado pasar sin molestarse siquiera en mirarme el culo o las tetas. El culo o las tetas no han cambiado. Son las mismas. Eso lo vio él mejor que nadie, por eso se volvió loco, como todos. Ven eso de una mujer y se desquician, algún mecanismo de sus cabezas se estropea y se te echan encima no se sabe para qué, para nada al final. Ese culo y esas tetas seguirán siendo tan mías antes como después de que metan su cosa en mi cuerpo y depositen allí esa mierda que tanto veneran. Ese es su problema. Mi amiga Lucinda lo tiene claro. Pagan por tenerte un rato, luego vuelves a ser sólo tuya, es como un alquiler. Ocurre hasta en los mejores matrimonios. Todo lo que quieren no lo tendrán nunca. Menos mal que se corren, dice Lucinda, si no fuera así no habría quien pudiera aguantarlos, no habría manera de librarse de su persecución, todo el día corriendo detrás de lo mismo, no se cansan. Mejor que se droguen y se emborrachen, mejor que se atonten, mejor que sus cerebros estén tan embotados que apenas si ven el culo y las tetas que les pasan por delante. No les dan importancia, están tan hundidos en su ceguera que apenas si perciben lo que pasa a su lado. Otros no, otros sí que te persiguen hasta la puerta como perros a ver si cazan alguna presa y luego pueden contarlo. Así fue. Después de recorrer sola el barrio esa noche, no me extrañó para nada ver la cola de negros e hispanos que se fue formando mientras pasaba por las esquinas donde estaban los grupos de hombres, jóvenes y viejos, y me siguió todo el rato. Una cola que llamaba la atención de otros y crecía en cada esquina y en cada callejón, como el séquito de una emperatriz. Cuando llegué a casa, la cola medía más de lo que alcanzaba la vista. Todos querían su oportunidad, querían pasar la noche conmigo, ser el elegido, el que compartiría el culo y las tetas con el mundo, sí, pero sobre todo la fama, la belleza, la notoriedad. Ya me los conozco yo a éstos. Años pasando a su lado sin que te miren y hoy, de repente, eres para ellos la perra en celo número uno, la guarra más cachonda del barrio, la candidata ideal a los diez polvos con cinco que todo macho verdadero aspira a echar en una noche de ardiente pasión en una habitación que no es la de su casa. No es con su mujer ni con su novia con la que aspiran estos cerdos a batir todos los récords y las plusmarcas sexuales de la historia. Es con mujeres como yo, vulnerables, solitarias, que de la noche a la mañana encendemos un clic insospechado en las cabezas de estos retrasados y más si esas cabezas están dopadas con metanfetamina o heroína o cualquier otra sustancia asquerosa. Así fue, esa noche daba risa verlo, y muchos de mis vecinos y vecinas del edificio donde vivía con mi hija pudieron verlo desde sus ventanas. Cuando esta mujer, después de haber paseado su recién estrenada notoriedad por la ciudad más famosa del mundo vuelve al barrio no recibe otra cosa que el homenaje más sucio imaginable de sus vecinos. Todos en cola, a ver si alguno tenía la suerte de subir a mi piso a compartir conmigo la fama y la belleza y, por qué no, a repartirse conmigo las ganancias del escándalo. Lucinda le había hablado de millones, con una sonrisa sospechosa, como de cómplice calculando su parte del botín, pero Lucinda es una ilusa y ve muchas teleseries basadas en hechos reales y se cree todo lo que cuentan en ellas. ¿Millones? ¿Millones de qué? ¿De escupitajos? ¿De litros de esperma? ¿De lágrimas? ¿De mierda enlatada? Por favor, Lucinda es una tonta, por eso cae en las trampas sentimentales de los clientes que le prometen que se casarán con ella y la quitarán de trabajar si les enseña las tetas, o se presta a hacerles una felación, o permite que le acaricien y chupeteen los pies, o se abre de piernas y se deja penetrar sin más. Todas las guarrerías que le ha contado, entre risas y llantos. Pobre Lucinda, éste debe de ser un día en que me envidie mucho, pero mucho. La mosquita muerta, estará diciendo. Mirad a la mosquita muerta cómo se lo ha montado. Vaya con la señora principios. Estaba esperando su oportunidad de oro. No quería perder el tiempo con tíos de segunda categoría. Esta supo esperar a su pez gordo. Llegó con cara de pánfila, daba pena verla, ¿no es verdad? Cada mañana la misma cara de no saber lo que es el pecado aunque la puta palabra no se le caía de la boca, la misma cara de ingenua y de pardilla, de no haber roto un plato, de no saber nada de la vida. Vaya tía lista. Puso la caña en el sitio adecuado, cebó el anzuelo y lanzó el sedal, os lo digo yo, lo tenía todo calculado, la muy zorra. Estaba esperando su oportunidad. Y el pez más gordo picó como un lerdo. Nos ha dado una buena lección, la mosquita muerta. Pobre Lucinda, qué envidia me tendrá ahora, con su colección de ejecutivos y senadores y congresistas y empresarios de poca monta, creyendo que alguno de ellos caería en sus redes, cayendo ella en la de ellos, que seguro que tenían mujer e hijos en alguna parte y nunca los abandonarían por una hispana carnosa y tetona, pero poco más. Así fue. No me da pena, ella se lo ha buscado. Cierro la puerta del edificio y dejo atrás la cola que se ha montado en la calle, tíos aporreando para que los deje entrar, ni hablar, aquí no entra nadie si yo no quiero. Ahora mando yo, ahora soy la dueña de mi tiempo y de mis actos. Pero es peor lo que me espera dentro. Así fue. No me lo esperaba. Toda esa gente. Todos los vecinos están en el vestíbulo y casi no me dejan recoger el correo. Los voy apartando como puedo, pasando entre sus cuerpos sin pedir permiso, me susurran cosas al oído, me dicen guarrerías, me dan la enhorabuena, me felicitan, como si me hubiera tocado la lotería o hubiera vuelto mi marido a casa. Me da vergüenza. A la mujer que era esta mañana le da vergüenza de su gente, pero la mujer que soy ahora se ha vuelto dura y segura de sí misma. Abro el buzón y lucho con las manos que intentan hacerse con mi correo, propaganda comercial, nada más, qué podía esperar, un telegrama de felicitación del presidente, una carta de disculpas, un nombramiento oficial. Nada de eso. Propaganda comercial de supermercados y compañías telefónicas y nuevas pizzerías del barrio y catálogos de ropa por correo. Propaganda barata. Propaganda para vidas baratas. El camino al ascensor es aún más pesado que el camino a casa. No me dejan pasar, soy un emblema de la comunidad, y quieren agradecerme lo que he hecho por ellos, lo que esperan que haga por ellos. Entre algunos mantienen abierta la puerta del ascensor, sólo cabemos cuatro, pero se meten seis conmigo, el ascensor se niega a arrancar. Les ruego que se bajen, que me dejen sola, sólo trato de volver a mi casa para abrazar a mi hija, lo entienden y cabizbajos me dejan todo el ascensor para mí. En el descansillo de la casa, antes de llegar a la puerta, ya están ahí otra vez, han subido la escalera a toda prisa, los mismos y alguno nuevo, me abruman, llaman al timbre para que mi hija salga y les dé una excusa para entrar. Me siento bien, me siento segura, puedo dominar la situación. Llevo el correo en una mano, con lo que la maniobra de sacar la llave se vuelve más complicada con toda esa gente echada encima de mí. Quieren ayudarme pero no les dejo. Abro la puerta y tengo que empujar a varios para que no se queden dentro, tengo que echarlos y cerrar la puerta haciendo fuerza para que no me lo impidan. La casa está vacía. Me siento tranquila. Oigo la televisión al fondo, en el salón. Huelo a comida recién preparada en el microondas. Avanzo hacia allí. Sólo tengo ganas de ver a mi hija y de presentarle a la nueva mujer en que se ha convertido su mamá. Mi hija está en el salón, acaba de terminar de cenar, pero no está sola, mi marido ha vuelto en mi ausencia y mi hija le ha abierto la puerta, es su padre, no puedo negar eso, la niña está conmovida, me mira sin reconocerme, me reprocha que no sea la misma que esta mañana la acompañó al colegio. Mi marido se pone de pie y se precipita a mis brazos, trata de besarme, lo rechazo, le digo que se siente de nuevo, que no haga el tonto, voy a donde está mi hija y la cojo en brazos, le doy muchos besos en la cara, la abrazo con una fuerza que no creía tener, siento por ella en ese momento algo que incluso esta mañana no sentía, estoy feliz, la nueva mujer que soy quiere más a su hija de lo que la quería antes, pero no quiero aquí a mi marido y le digo que se vaya. Se niega, quiero estar sola con mi hija, se pone en pie y empieza a gritarme como ha hecho siempre, a amenazarme, a decirme que es un buen momento para empezar de nuevo, que se siente dispuesto, que ahora cree que entre él y yo puede pasar algo especial, un nuevo comienzo, algo así de estúpido. Le digo que se vaya a la mierda, no hay forma de echarlo, como lo conozco, conozco su terquedad, la misma con la que me violaba cada noche, conozco su cobardía, la misma con la que me golpeaba cada vez que le venía en gana, su cobardía era mi cobardía, de modo que cuando lo veo venir hacia mí gritando y veo cómo mi hija se separa de mí y se hace con el mando de la televisión para subir el volumen, no me asusto, me quedo donde estoy, y cuando lo tengo encima con la mano levantada como si fuera a imponerme su voluntad, como si tratara de que lo que él dice sea aceptado por mí sin discusión, en ese momento, sin esperar a que descargue la furia de su brazo contra mi cara, Dios mío, cómo me gusta esto, le doy un puñetazo en plena mandíbula con la mano derecha y lo remato con una patada en la entrepierna, donde más les duele, y no sólo por razones fisiológicas, no, les duele en su orgullo, les duele en lo que son de verdad, porque son sólo eso, de la cuna a la tumba, un paquete asqueroso por el que sienten el mismo apego que si fuera su alma o su cartera, es repugnante, es culpa nuestra, es culpa de todas las mujeres, de las madres y de las hijas, de la hija que fui y aceptaba lo mismo de su padre y de otros, con el consentimiento de mi madre, de este marido con el que estuve aguantando esto demasiado tiempo. Trata de defenderse y vuelvo a darle más golpes y consigo que retroceda. Amenazándolo con mis puños y mis piernas consigo que vaya de espaldas por el pasillo hasta la puerta. Me teme, he conseguido que me tema. Me tiene miedo y veo que ha manchado su pantalón, es un cobarde, se ha meado al oír mis gritos de odio y de desprecio y mancha el pantalón. Cuando salga a la calle todos se reirán de él, pero él dirá que le tiré algún líquido encima. Acido es lo que le tiraría, ácido sulfúrico, en la cara y en los huevos, para que aprenda y no le haga a otra lo mismo que me ha hecho a mí. Al llegar a la cocina cojo el cuchillo de carnicero y lo enarbolo delante de él en cuanto noto que quiere aprovechar mi desvío para volver al salón, le cojo un brazo para acercarme y le pongo el cuchillo en el cuello, le corto lo bastante como para que vea que voy en serio, que ya no soy la misma, ni hablar, ya no se puede jugar conmigo, se lo está diciendo la sangre que mancha el cuello de su camisa, ya no soy un pelele en manos de un energúmeno, se lo está diciendo el filo del cuchillo en la garganta, una muñeca en las pezuñas de un gorila, para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, soy otra y así se lo hago saber, se rinde el muy gallina, camina de espaldas y le suelto el brazo sin dejar de blandir en alto el cuchillo para que vea que no me relajo, lo veo llegar a la puerta y darse la vuelta y abrir él mismo la puerta y cerrarla de un portazo detrás de él. Los aplausos del otro lado son estruendosos. Él podría creer que son por su valentía, por su virilidad, por haber sabido imponer el poder de los testículos a una mujer atemorizada, pero yo sé que me aplauden a mí por haber tenido el coraje de echarlo a la calle. Me aplauden por no haberlo elegido a él como amante esta noche tan especial. Es mi noche y ningún negro de mala muerte me la va a amargar con su arrogancia y su grosería de macho prepotente. Así fue, me libré de él, dejé otra vez el cuchillo en la cocina y volví con mi hija. Estaba llorando. Cuando entré en el salón, estaba llorando porque el nombre de su mamá salía en televisión. Era una exclusiva. La noticia estaba ya en todos los periódicos y en todos los canales. Mi hija estaba llorando y yo no podía despegar los ojos de la pantalla. Me acerqué a ella para abrazarla y me rechazó. Quise saber lo que pasaba y no me dijo nada mientras seguía llorando. No podía soportar tenerme cerca. Le daba asco. Así me lo expresaban sus muecas y sus gestos. Cada vez que trataba de abrazarla reculaba con la silla, haciéndome sentir su desprecio, incluso su odio. Mamá ha sido mala, me dijo. Creí que me reprochaba que hubiera echado de la casa otra vez a su padre. Pero no era así, no quise engañarme. Cuando se levantó de la silla, sin dejar de llorar, y se fue a su cuarto supe que no era por eso. Fui tras ella. Había cerrado la puerta con el pestillo que hice poner, ironías del destino, para protegerla de la maldad de los hombres. Le pedí que me abriera, supliqué que me dejara explicarle todo, debía comprender por lo que había pasado durante todo el día. Fue inútil. A la mañana siguiente, yo todavía estaba dormida en el sofá, con la televisión encendida, se marchó con sus cosas y me dejó sola en casa. Todavía no entiendo qué es lo que hice mal. En qué me he podido equivocar. Espero que algún día, cuando pase todo esto, mi hija se moleste en explicármelo. Tengo muchas cosas que enseñarle antes de que se haga mayor.

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