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DK 39

LA MÁQUINA DEL TIEMPO

Esa noche especial, sí, es verdad, nada de lo sucedido tendría el mismo sentido sin esa noche en particular. La de la fiesta multitudinaria en su apartamento que supuso la consagración del dios K como líder histórico de masas.

En mitad de la fiesta se la presentan al fin, tenía tantas ganas de conocerla en persona. El barbudo Hogg viene a buscarlo y le dice, esta tía es una adivina sensacional. Esta tía con solo mirarte a los ojos y acariciarte la palma de la mano derecha primero y luego la palma de la mano izquierda, rozándote la piel con la punta de los dedos, te dirá lo que te espera. Si tendrás un juicio justo, si el programa de televisión será un fiasco o si te cabe concebir alguna esperanza de alcanzar la presidencia francesa en algún período del futuro.

El dios K y el gran Hogg, su mejor amigo del momento, han organizado una fiesta fantástica que, sin embargo, no dará que hablar en ningún medio porque a ella no asisten personajes importantes de la ciudad o del país. No cabe esperar que haya un solo medio, ya sea televisión, prensa, radio o internet, que destaque a ningún reportero o enviado especial para cubrir aunque sea la entrada de los distintos invitados. Un reportero inteligente habría sabido obtener una información preciosa entrevistando al portero del edificio, sin ir más lejos. La versión de este personaje sobre los asistentes no habría diferido mucho de la de un carcelero o el mismísimo cancerbero del infierno. La escoria de la ciudad. El lumpen, los parias, los pobres, los drogadictos, las putas, los chaperos, todo el que no tiene ninguna razón para estarle agradecido por su existencia a ningún dios, sea el de la mitología monoteísta de cristianos, judíos o musulmanes, como los de mitologías más paganas, esas en las que el dios K podría ingresar sin esfuerzo un día de estos en razón de sus milagros acreditados y su existencia portentosa. Pero nadie le preguntó al desgraciado, con lo que el mundo se perdió esa crónica memorable de una fiesta que no se parecía tampoco a ninguna otra. Consumación mundana de una serie de cenas y escenas que habían tenido lugar desde el momento en que el dios K cayó en el convencimiento de que debía ampliar el círculo de sus conocidos y relaciones para hacer del mundo un aliado seguro y no un enemigo más. Es verdad que tampoco abundaron los cronistas de eventos similares a lo largo de la historia. Los medios de cada época decidieron por su cuenta qué mitin era relevante y cuál debía pasar al olvido. De ese modo, solo las crónicas de algunos marginales, que apenas si sabían escribir con dificultad o pensaron alguna vez en hacerlo antes del acontecimiento que cambió sus vidas, se impusieron a la reescritura de la historia para ofrecer el testimonio engañoso de algunas noches faustas y otras infaustas que, en cierto modo, trastornaron también el curso de esa misma historia. Piénsese, por ejemplo, en abundantes episodios evangélicos donde solo gracias al fervor del testigo o del discípulo, así sea remoto, conocemos la grandeza del personaje a quien la atención de los medios de su tiempo apenas si concedía relevancia. Es la ley dominante en la historia y en la escritura de la historia, la relatividad absoluta de las versiones de la realidad en pugna mediática, como diría otro cronista interesado en dar a conocer los rudimentos de su menospreciado oficio.

Por fortuna esa noche en concreto el dios K contó con la presencia de algunos testigos y observadores casuales a partir de cuyos relatos fragmentarios cabe reconstruir lo sucedido en el apartamento cuando, con la intención de celebrar la mera existencia del dios K, se dieron cita allí, en número difícil de precisar, los mismos que meses atrás se habían concitado alrededor de un televisor de pantalla plana en un sórdido tugurio neoyorquino para festejar su arresto y encarcelamiento provisional, regodeándose con crueldad en las imágenes de un hombre arruinado, de un monarca destronado, de un jerarca degradado, que todos los medios ofrecieron al mundo para complacer el sadomasoquismo innato de las masas. Eso fue lo que el dios K, convencido de la necesidad de comenzar de nuevo desde lo más bajo, se decía cada vez antes de tragar saliva y aceptar el saludo de los amigos de Hogg, uno detrás de otro, sus numerosos invitados de esta noche, los que podían traicionarlo en cualquier momento, si se descuidaba, pero los mismos de los que dependían sus planes políticos para el futuro. Así, por amor a su marido, lo entendió también Nicole, quien haciendo de tripas corazón y tapándose por momentos la nariz para no respirar el hedor agreste que emanaba de ciertos cuerpos humanos, demasiado humanos, se paseaba entre los invitados rellenando copas del mejor champán y sirviendo canapés como una anfitriona encantadora haría con sus invitados más distinguidos. No parecían caber todos en el salón de doscientos metros cuadrados y se tiraban en el suelo, como en una acampada en un parque de las afueras, para poder deglutir mejor el alimento y la bebida que se les servía con generosidad y abundancia.

Uno de los más listos camellos de Brooklyn, de nombre Lester, trajo una nueva droga de síntesis que estaba triunfando en las aceras de todo el país como una epidemia de realismo social, según decía sin entender del todo el concepto. La «máquina del tiempo», como la llamaban de broma sus vendedores y distribuidores, transportaba mentalmente al que la ingería a episodios del pasado que no se parecían a ninguno de los que los manuales de historia suelen reconocer como acontecidos, pero que, con todo, mientras el consumidor participa en ellos con un grado extremo de compromiso personal, tiene la convicción de que tuvieron lugar de ese modo descrito y no de otro diferente. Según la atrevida interpretación del propio Lester, que la vendía y consumía, transgrediendo las normas vigentes en el negocio, lo que la revolucionaria droga lograba transmitir a sus consumidores era la versión de la historia vivida por los pobres y humillados de todos los tiempos, destacando los hechos y los datos que a ellos les parecían importantes y no los que se lo parecieron a los diversos señores y amos de cada época y lugar. Más que una droga, como se creía, algún consumidor de cierto nivel académico, profesores asociados y estudiantes de doctorado en situación de paro técnico por culpa de la grave crisis económica, había llegado a considerarla en serio como un psicótropo ideológico que producía una mutación profunda en las convicciones y el modo de comprender la historia y el mundo, la realidad y la cultura. Fuera lo que fuera, una leyenda urbana capitalista o un invento publicitario de dudosa finalidad política, el caso es que el camello Lester, para promocionar el consumo del nuevo producto entre los suyos y aprovecharse de la oportunidad que le procuraba el dios K al reunirlos en su apartamento, mezcló altas dosis de la «máquina del tiempo» con las bebidas y licores que se estaban tomando en la fiesta y al cabo de un tiempo casi todos los invitados se encontraban aislados unos de otros, echados en el suelo o en algún mueble confortable, experimentando con intensidad acontecimientos radicalmente distintos de las versiones oficiales de la historia.

El dios K, que se había vuelto abstemio no hacía mucho tras un desagradable incidente relacionado con el abuso de Lagavulin, constatando cuán manipulable se vuelve uno al ingerir cualquier especie de droga, aprovechó la ventaja que le confería la sobriedad para pasearse por el suntuoso salón, ocupado en su totalidad por las tropas del submundo, prestando atención a los disparates históricos, algunos francamente divertidos, otros simplemente curiosos, que cada uno de los invitados de la noche estaba alucinando por su cuenta y riesgo. Encontraba elocuente el hecho de que, por un prurito comunicativo inexplicable, todos ellos se sintieran obligados a compartir sus visiones más íntimas con otros, sintiéndose creadores de la experiencia imaginativa y exasperando, según los casos, las descripciones paisajísticas y los detalles de vestuario y ambientación, perdiéndose en digresiones sin sentido sobre aspectos secundarios del suceso, o atribuyéndose un protagonismo excepcional en el curso de la acción.

Fue mientras escuchaba ya sin interés el desenlace de una de las patrañas más absurdas de todas, la truculenta historia de un melancólico asesino en serie de niños y niñas en la Grecia de Pericles que resultaba ser un tragediante fracasado, cuando Hogg, otro abstemio militante, vino a buscarlo para que conociera a la pitonisa cubana de la que tanto le había hablado en estas últimas semanas, desde que la conoció en otra fiesta de adictos y drogatas en el Bronx. Sí, no era casualidad, como le explicó, que procediera del Bronx, un barrio de la ciudad donde un fermento religioso insólito estaba agitando las conciencias de sus habitantes y generando de la noche a la mañana toda suerte de fenómenos paranormales, cultos místicos y creencias esotéricas vinculados al consumo de nuevos estupefacientes y fármacos experimentales puestos en circulación, respectivamente, por la mafia reaccionaria y por agencias gubernamentales corruptas. Esta venerable mujer se hacía llamar por sus innumerables seguidores santa Juanita de Arco del Bronx y era comprensible, por tanto, que cuando Hogg se la presentó aquella noche confesara estar en comunicación directa con la santa homónima y, en particular, con el momento estelar de su vida en que fue violada repetidas veces por el mariscal Gilíes de Rais. En realidad, según le cuenta la santa francesa en confianza y la médium cubana se encarga a su vez de transmitir a sus interlocutores de este lado, con su pésimo acento inglés, no fue tanto violada como forzada a aceptar los términos de un pacto diabólico, urdido por la Iglesia oficial para oponerse a la monarquía borgoñona y establecer una dinastía única a los dos lados del Canal de la Mancha, por el que el mariscal más importante de Francia engendraría en el vientre de la futura santa y mártir al gran emperador que acabaría con la influencia vaticinada de la casa de Borbón en la historia de Francia e Inglaterra. Como se sabe, nada de esto tuvo lugar y esa violación reiterada y ese pacto tenebroso fueron silenciados tras la caída en desgracia de los dos personajes, hermanados en eso como en tantas otras cosas, la santidad y la depravación, la luz y la oscuridad, cara y cruz de la misma moneda intemporal.

Al suspender por un tiempo su viaje alucinante al medievo francés y situarse de vuelta en la realidad del apartamento neoyorquino, la santa Juanita de Arco del Bronx se estremece al reconocer a DK como a un hermano maldito y prófugo de otra época. Algo en él le resulta muy familiar, reconoce entre ellos un oscuro parentesco espiritual y comienza a acariciarle la cabeza y también las manos y a murmurar palabras de un conjuro provenzal que, según ella, le está comunicando su homóloga heroica del siglo quince. No tarda entonces en llevar el reconocimiento a los lugares non sanctos de la anatomía del dios K y comienza a palpar con las dos manos a través del pantalón la masa de carne inerte que allí se cobija esperando despertar a la vida y luego, no contenta con ese primer contacto mediatizado por la gruesa tela, baja la cremallera e introduce su mano derecha, con cierta dificultad, en el sanctasanctórum de la intimidad del dios K y se apodera del pene y los testículos encerrándolos en su puño calloso. En ese momento, la santa Juanita de Arco del Bronx cierra los ojos, entra en trance y su boca balbucea otro conjuro, en latín macarrónico esta vez. Sin dejar de pronunciar el ensalmo con que se comunica con la Juana de Arco de la intrahistoria, con la mano izquierda abate los párpados de DK y mantiene esa mano interpuesta ante los ojos con la intención, según dice, de neutralizar su agudo poder de visión. Pasan quince minutos exactos en esa posición incómoda en la que la santera cubana y médium medievalizante, agotando el repertorio canónico, pronuncia un ensalmo tras otro, un conjuro detrás de otro, unas veces en latín eclesiástico y otras en lengua occitana y otras en dialecto yoruba y otras aún en lo que parecen extractos en langue d’oil. El mensaje de la doncella de Orléans se hace menos enigmático poco después, cuando al volver del trance milenario la santa Juanita de Arco del Bronx le dice en su nombre al dios K, con la mano derecha aún en contacto con sus genitales y tapándole los ojos con la otra mano para que su mirada no entorpezca la profundidad de su juicio:

—Serás rey y padre de reyes. Oh tú, más grande que otros y más pequeño también. Yo soy la mujer que esperabas para renacer.

Al escachar la ambigua profecía, el dios K siente que las energías primigenias de la vida se renuevan en su cuerpo como había sido anunciado tantas veces. Siente que su miembro late al fin con fuerza y vigor en manos de la vieja pitonisa afrocaribeña. El pacto con la matriz del tiempo y la historia está firmado con sangre menstrual. El lugar para consumarlo no es otro que el dormitorio, como sucede siempre que una dinastía regia se juega su futuro en la sucesión al trono, ante testigos acreditados. El gran Hogg y algunos de sus amigos en mejor estado mental se prestan, por amistad y solidaridad con DK, a verificar lo que ocurra entre él y la embajadora cubana de la santa francesa. Nicole da su consentimiento a regañadientes y prefiere marcharse a dar un paseo por la ciudad del que ya no volverá en toda la noche. Los dados están lanzados, las apuestas aún abiertas. El dios K está desnudo una vez más, nadie diría lo contrario viéndolo ahora en esa actitud de arrogancia priápica, y los testigos le alientan para que tenga éxito en su empresa como desea. La santa Juanita de Arco del Bronx se tumba en la cama boca arriba, con profesionalidad mal recompensada, y levanta sus largas faldas para encubrir el rostro ojeroso y arrugado y descubrir un pubis fragante de jovencita que aguarda desde hace años su consagración definitiva en la cama de algún magnate dispuesto a pagar por ella todo lo que vale en realidad. El dios K, por un milagro afrodisíaco que solo cabe achacar a los ensalmos babélicos de la médium, emite unos signos de vida que causan envidia en muchos de los presentes, empezando por Hogg, y cuando se dispone a penetrar a la sacerdotisa exiliada de Guanabacoa un destello de luz antinatural, proyectada desde el cielo o desde el infierno, nunca se sabe con estas cosas, bendice el glande del dios K, henchido como cabeza de halcón con las alas extendidas sobre campo de gules. No obstante, al llegar la hora de la verdad, el instante supremo de hacer realidad la promesa, a pesar de todas las ilusiones depositadas en él, la carcajada siniestra de la bruja africana irrumpe en el cuarto a través de los labios ocultos de la santa Juanita de Arco del Bronx y todos se estremecen al reconocer el timbre de su voz cavernaria renovando la maldición venérea del dios K.

—Irás a la cárcel. Pagarás por lo que me hiciste. Estás enfermo.

En ese momento, el dios K comprende con clarividencia que su pequeña historia será olvidada como tantas otras. Como todas esas que mantienen aún embelesados a sus invitados de la noche, adictos a la sustancia mágica denominada la «máquina del tiempo». El dios K sabe ya, con tristeza, que nunca formará parte de la versión de la historia que contarán los futuros habitantes de la tierra por más drogas que tomen o se inventen para fomentar la comunicación entre épocas que no tienen en realidad nada que decirse, ni nada en común, por más que digan los que tienen algún interés en afirmar lo contrario.

No vale la pena extenderse sobre lo que ocurrió a continuación. El apartamento se vació a la velocidad de la luz en cuanto todos los que estaban inmersos en los sueños psicodélicos de una historia alternativa escucharon los primeros alaridos del dios K procedentes del dormitorio donde acababa de comprobar de nuevo que no era tan fácil como pretendía escapar a la fatalidad de la historia. Como un loco furioso, así apareció en el salón para echar a todos los que se resistían aún a marcharse. En compensación, les comunicó, sin dejar de gritar como un predicador energúmeno, que podían llevarse del apartamento lo que quisieran. Las alfombras, los jarrones, la vajilla, los libros, las lámparas, los cuadros, las sillas y los sillones. Todo lo que pudieran o quisieran cargar con ellos sin entretenerse más de lo necesario. Ninguno de ellos desperdició la oportunidad de arramblar con algo de utilidad o valor por lo que, llegado el caso y demostrando su procedencia, quizá pagarían un buen precio en los mercados de segunda mano de la ciudad. Mañana mismo el dios K, en connivencia con la compañía de seguros del propietario, se encargaría de la renovación completa del mobiliario del apartamento.

Si alguien, aquella noche, le hubiera pedido al guardia de seguridad que redactara un informe detallado sobre lo sucedido, este no habría dudado, con el desprecio habitual en esa clase de profesiones hacia los individuos de inferior rango y posición en la escala social, en calificar el tropel de desarrapados que salió corriendo del ascensor, en varias tandas y dando tumbos, transportando cada uno un valioso objeto de su elección entre los brazos, como en una subasta pública, de banda carnavalesca de facinerosos y delincuentes. La Corte de los Milagros, en palabras de otro testigo aventajado de aquella noche, uno de los ilustres vecinos que regresaba ebrio a casa y se asustó y casi decide llamar a la policía al cruzarse con la grotesca comitiva que salía a esa hora de la madrugada por la puerta principal del edificio cargada de tesoros y trofeos. Un tétrico ejército de pesadilla donde los muertos vivientes y los espectros desahuciados, según contaría al día siguiente en el vecindario, se codeaban con los maleantes, los rufianes, las putas y los pandilleros. Es inevitable acabar así. Los que escriben la historia, grande o pequeña, siempre tienen el poder de deformar los hechos y la identidad de sus protagonistas.

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