Karnaval

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KARNAVAL 2 » DK 40

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DK 40

LA DETECTIVE CANTANTE

—La cama es un abismo vertiginoso.

¿Quién ha dicho esta provocativa barbaridad? No, no ha sido el asesor de imagen del dios K, hace tiempo que dimitió por incompatibilidad de puntos de vista con su cliente, ni tampoco el estrambótico dúo de cirujanos plásticos que vino ayer a ofrecerle sus servicios a precio de ganga en caso de que se confirmen las peores sospechas sobre la sentencia del jurado. Ya se sabe cómo son los hombres y las mujeres normales, le dijeron guiñándole un ojo, uno distinto cada uno, el más arrogante y guapo el izquierdo y el mejor profesional, pero menos carismático, el derecho, como está mandado. Menuda pareja de pícaros de alto nivel, cada uno en su género, pensó el dios K al despedirse de ellos con la sensación de que no podía descartar esa opción, la huida estética, el refugio en una vida de falsas apariencias donde el tiempo no fluye más que en función del placer y la carne alcanza la inmortalidad del artificio. No, este truismo oracular, un insulto en toda regla a la inteligencia del interlocutor, lo acaba de pronunciar, con voz susurrante además, una mujer sentada en el sofá de su salón de doscientos metros cuadrados. Pero no una mujer cualquiera, no, lo ha dicho una detective de la policía de Nueva York. La teniente Dorothy…

—¿Mayo?

—Sí, Mayo. Mi bisabuelo Archie, un tarambana, era director de cine, según decía mi madre, nadie lo recuerda hoy, por eso me hice policía. No te haces famosa, o no tanto, pero la jubilación está garantizada.

Esta Dorothy Mayo es una auténtica experta nacional, por lo visto, en crímenes sexuales cometidos entre los miembros de la clase alta. Abusos y violaciones VIP, como los llama sin una pizca de ironía en el tono. Viene de la gélida Pittsburgh y, según consta en su notorio currículum, entiende como pocos policías los entresijos psíquicos y emocionales de las pasiones humanas y los crímenes cometidos en su nombre. Su olfato instintivo y su sensibilidad paranormal para detectar móviles insospechados en la conducta de la élite económica le han permitido resolver casos de una dificultad sobrehumana en todo el país. Ha venido a interrogar una vez más al dios K, no se fía de la opinión sesgada de sus colegas masculinos, unos envidiosos de cuidado, según le dice con un inquietante brillo en los ojos, y ha tenido el valor de venir sola a entrevistarse con el peligroso acusado al que los medios y gran parte del público consideran culpable sin apelación posible. El enemigo público número uno del género femenino y la raza negra, en este preciso momento, a ambas orillas del océano que las lame a todas horas con dedicación sospechosa.

—Son unos brutos sin escrúpulos. Le pido disculpas por el comportamiento de esos bestias de la comisaría del distrito. Lo de las esposas no son maneras, créame, hay muchos modos de llegar a la verdad y la violencia no es, ni de lejos, mi instrumento preferido…

—No se preocupe. No fue para tanto, casi lo he olvidado. Siéntese, por favor.

Uno ochenta y cinco de estatura, en torno a treinta años, cabello moreno y rizado, suelto pero no enredado, de piel cetrina, rostro de facciones agradables pero no guapa en el sentido apolíneo convencional, barbilla puntiaguda, ojos un poco saltones quizá, vestida con un traje de chaqueta azul con una camisa blanca de lino debajo y unos zapatos negros de tacón de aguja que impresionan de inmediato a DK por su vertiginosa elevación sobre el suelo y, cómo no, sus posibilidades eróticas.

—¿Piensa torturarme con ellos?

—No necesito recurrir a la violencia, ¿verdad? Ya le he dicho que no me va. No es mi estilo.

—Me temo que no tendré esa suerte. ¿Qué quiere saber?

—Todo. ¿Qué pasó realmente en aquella suite?

La imaginación del dios K es lo único que está despierto desde hace mucho tiempo en ese cuerpo envarado. Nicole se ha marchado muy temprano, a visitar a unos amigos en un rancho de Connecticut, y el dios K apenas si ha podido ponerse la bata y salir a recibir a la investigadora recién levantado de la cama, sin tiempo para ducharse ni afeitarse, y se siente algo cohibido e incómodo en su posición de inferioridad. Ahora están sentados en el sofá del salón, uno al lado del otro. La teniente Mayo cruza y descruza las piernas cada vez que una pregunta sale de sus labios, como si ese gesto anticipara el sesgo mismo de la pregunta, mientras el dios K teme que la bata de terciopelo verde bajo la que solo lleva un escueto slip blanco de Calvin Klein no lo proteja de los sortilegios mentales de esta detective de maneras estilizadas y sibilina estrategia psicológica.

—¿Quiere que le diga que la africana miente?

—No, eso ya lo sé, no lo necesito para eso.

—¿Entonces?

—Quiero que reconozca que usted también miente.

—¿Los dos mentimos, entonces?

—Podría decirse así. No me malinterprete, pero este caso es más complicado de lo que parece. Por eso me he hecho cargo yo, mis compañeros tanteaban a ciegas, igual que el fiscal. Se me considera una experta cualificada en este tipo de situaciones equívocas.

—No me extraña, viéndola actuar uno tiene la sensación de que no se le escapa nada.

—¿Y bien?

La detective toma nota en su bloc tamaño folio de papel cuadriculado de todo lo que está pasando en ese momento entre ellos, incluidas reacciones imperceptibles para el ojo y el oído. El dios K se pone nervioso, intuye que la teniente posee poderes especiales y está dotada de percepción extrasensorial, como otras mujeres que ha padecido en la intimidad, y comienza a sudar con profusión, temiendo reacciones histéricas de secuelas análogas.

—¿Es necesario? ¿No podríamos grabar la conversación?

—No, lo siento, es mi método de trabajo desde hace años, no querrá que lo cambie ahora, ¿verdad? Sé que crispa, me lo han dicho otras veces, pero eso ayuda, predispone al otro a sincerarse, no entiendo por qué, a ser más honesto, de un modo más voluntarioso, menos forzado, no sabría lograrlo de otro modo. Es la magia milagrosa de la escritura manual. Hace años leí un reportaje en alguna revista sobre el tema…

El dios K se refiere a la exasperación nerviosa que le causa, tan temprano por la mañana, el paso a gran velocidad, como un tornado o un ciclón, de las hojas del cuaderno donde la teniente Mayo anota con letra frenética todo lo que se le ocurre mientras lo mira todo el tiempo como si le estuviera radiografiando el alma y no solo el cuerpo. Tardará horas esta misma noche en poner toda esa cantidad de información en orden, en analizarla y clasificarla, con gran derroche de paciencia, pero valdrá la pena. Habrá resuelto el caso y podrá dormir tranquila una vez más en su vida, sin ayuda farmacológica.

—En efecto, lo hice.

—¿Dígame qué exactamente?

—Todo lo que ella dice, tal cual.

—No puede ser. Ella miente y usted lo sabe. ¿Qué pretende?

—Ya no soy el que era. He cambiado, soy otro. Creo que me irá mejor si me declaro culpable, mi conciencia me aconseja un cambio de estrategia…

—No le entiendo.

—Nicole, mi mujer, me dijo algo anoche que aún me tiene preocupado. Bueno, en realidad, lo que me preocupa es mi respuesta a lo que ella me dijo…

—¿Se siente autorizado a compartirlo conmigo?

—Sí, claro. Estábamos a punto de apagar la luz para dormir, algo que últimamente no ocurre con la frecuencia deseada, quiero decir que los dos nos acostemos a la vez con la intención de dormir, y se volvió hacia mí en ese momento y me dijo, casi me susurró, aún recuerdo la impresión que me causó, poniéndome la piel de gallina, no me esperaba algo así y fue estremecedor, me dijo esto, lo recuerdo íntegro, como si lo estuviera oyendo ahora otra vez: Amor mío, ¿sabes lo que creo? Llevo todo el día dándole vueltas a la idea. Escúchame bien. Creo que deberías despedir a tus abogados cuanto antes, declararte culpable, aceptar la sentencia sin rechistar, como un buen chico, ir a la cárcel a cumplir la condena que te impongan y ahorrarnos todo este sufrimiento inútil y este escándalo vergonzoso. Yo te estaré esperando el tiempo que sea necesario. Eso es lo que creo más conveniente. Ahora lo sabes.

—Vaya, a eso lo llamo yo un buen ejemplo de sinceridad adulta.

—Sí, no cabe duda. El problema es que me he pasado toda la noche dándole vueltas a la magna estupidez de mi respuesta. Por desgracia, no he podido aún disculparme ante Nicole, quizá por eso me encuentra usted algo alterado esta mañana, o afectado, ya me entiende, con este aspecto desaseado, impropio de mí…

—Desde luego, desde luego. No se preocupe. ¿Puedo saber exactamente qué le respondió usted? Verá, no soy curiosa, no de ese modo morboso en que otros suelen serlo, no es mi caso, pero encuentro esto de gran interés para la investigación.

—Lo comprendo. Antes de apagar la luz, hasta cierto punto enfadado, o perplejo, solo supe decir esto, sin pensarlo mucho: Lo tendré en cuenta, cariño. Muchas gracias por pensar en mí.

—Hmmm. Ya comprendo, sí. Le agradezco mucho la confianza.

—¿Muchas gracias por pensar en mí? Se da cuenta del grado de imbecilidad que puedo llegar a alcanzar en el trato con mis seres queridos, imagínese con el resto de la humanidad. No me lo perdono, no puedo…

Fue entonces cuando ella, la teniente Mayo, sin dejar de garrapatear comentarios inextricables en su cuaderno y de pasar hojas rayadas de signos a una velocidad asombrosa, pronunció, sin pensar, la sentencia que condenaría al dios K a la locura si no estuviera ya navegando en solitario y a la deriva por ella desde hacía semanas.

—La cama es un abismo vertiginoso.

—He visto a muchos hombres y a muchas mujeres de buena posición, como usted, hundirse en esa peligrosa sima sin ser conscientes del peligro que corrían. Como si estuvieran en mitad de una tempestad o una niebla tan espesa que les impidiera ver sus actos y, aún peor, las consecuencias remotas de sus actos más inmediatos. Ya no me escandaliza nada, como comprenderá. Estoy curada de espanto. He visto tanto, pero tanto, dentro y fuera de ese terrible escenario.

El paso acelerado de las hojas de papel y el rasgueo del bolígrafo, en medio del silencio que se ha instalado ahora entre ellos, son como un sismógrafo disparado que tratara de predecir un terremoto o un cataclismo con fracciones de segundo de adelanto. Los temblores musculares o nerviosos que se desatan en la agraciada cara de la teniente Mayo, pendiente hasta ese momento de cada palabra pronunciada como si encerrara el anuncio de algo importante, la inminencia de alguna revelación dramática, el dios K los entiende, con su sagacidad habitual, como simples muestras de la alta concentración y el rigor con que la detective se entrega a la recopilación de información en vivo sobre el caso. Venas tensas, arrugas nuevas, estrías impensadas. Las primeras gotas de sudor orlan la suave piel de la frente de esta mujer admirable. Es entonces, con un gesto mecánico, cuando decide quitarse de pronto la chaqueta y desabrocharse el primer botón de la blusa, introduciendo una alteración en las circunstancias que no pasa desapercibida a un hombre siempre alerta al menor cambio en su entorno como DK.

—Hace mucho calor a esta hora, ¿no cree?

—Pondré el aire acondicionado si quiere.

Cuando el dios K vuelve con el mando a distancia del climatizador sostenido con fuerza en la mano y desde el sofá comienza a graduarlo hasta los dieciocho grados, la temperatura perfecta en verano, digan lo que digan los ecologistas y sus estrafalarias teorías sobre el clima continental y la radiación térmica de la atmósfera, la inquisitiva mirada de Dorothy, desentendiéndose de las palabras de DK, no hace sino escrutar el menor signo de su comportamiento y transcribirlo a ese apasionado código con que desde hace años transforma la realidad delictiva y sus aledaños sensoriales en taquigrafías dementes y en jeroglíficos patológicos que solo ella acaba entendiendo, estableciendo a través de esa modalidad de escritura una comunicación efectiva, como suele explicar a quien le pregunta por el peculiar procedimiento, entre su pequeño inconsciente individual y el gran inconsciente colectivo del crimen. Al cruzar y descruzar las piernas con tanta frecuencia mientras escribe sin cesar, la falda se le ha ido subiendo hasta desnudar la carne de los muslos, no lleva medias, y, al ver la mirada esquinada del dios K a sus esculturales extremidades, interrumpe la redacción de las notas y se toma su tiempo en restituir la falda a una posición más decente o recatada.

—Quiero que sepa que hice lo que hice porque estaba contento, como lo estoy ahora, en cierto modo. Me sentía liberado, no imagina hasta qué punto. Tenía un plan perfecto para salvar la economía europea. Me volvía a París. Había estado con mi hija. Ya le digo, estaba satisfecho, alegre, vital. Vi a esa mujer y no pude refrenarme. Quería llevarme un buen recuerdo de Nueva York. Qué hay de malo en ello…

—Nada, supongo.

—Hoy no lo haría. No soy la misma persona, pero entonces era hasta lógico, desde muchos puntos de vista, actuar como lo hice. No había motivos para despreciar una oportunidad como esa, no estoy acostumbrado a decir que no, a rechazar ofrecimientos, no sé si me explico.

—Como un mapa de carreteras. No me diga más. Y, sin embargo, usted insiste en sus declaraciones en que ella miente. Yo también lo creo, pero no por la misma razón. Explíqueme por qué debo creerle a usted.

—Lo que ella dice que hicimos no es lo que hicimos en realidad. Es lo que le conviene decir ante los medios y la opinión pública. Lo que pasó entre nosotros no es eso. No se reduce a eso.

—De modo que, según su punto de vista, ella se prestó.

—Tampoco es eso. ¿No se cansa nunca de anotar? ¿Le apetece beber algo?

—No, preferiría acabar pronto, si no le importa.

La falda ha vuelto a replegarse más allá del límite en que podría mantenerse sin atraer de modo obsesivo la mirada profana del dios K, pero ahora la teniente Mayo, sin perder de vista al acusado, no se molesta en ajustársela de nuevo. Tiene otras cosas en que pensar, está llegando a conclusiones que apenas tiene tiempo de transcribir con precisión en el orden en que las recibe, como señales de inculpación procedentes del subconsciente del hombre que tiene sentado enfrente de ella. Ella conoce por experiencia esta clase de casos en que el sujeto consciente asume un crimen, o lo rechaza, mientras todo en él declara su culpabilidad, o su inocencia. La mente del criminal puede transformarse en un laberinto hasta para sí mismo.

—Digamos entonces que ustedes fueron cómplices. O usted creyó que ella actuaba como si fuera su cómplice. ¿Es eso lo que cree?

—Algo así.

—Ya. Eso me recuerda la paradoja del prisionero. ¿La conoce? —No.

—Cada uno de ustedes está encerrado en una celda distinta sin saber lo que el otro está diciendo, con lo que la versión que proporcionan responde a la ignorancia de lo que el otro ha dicho más que a la verdad de lo sucedido. Eso les garantiza no perder más que el otro, aunque al final los dos puedan perderlo todo, ¿me explico?

—No veo la coincidencia en este caso.

—Cuando usted dice que hizo lo que hizo, en realidad no sabe lo que ella dice que hizo con usted, forzada por usted. El juez mantiene el secreto del sumario, usted solo conoce una parte. Yo he tenido acceso a lo que ella declaró desde el primer momento y le aseguro que usted no sale muy bien parado…

—Ya le he dicho antes que estoy dispuesto a asumir que lo hice, aunque no sepa de verdad lo que hice.

—¿No querrá jugar conmigo a la bipolaridad del juicio? Es un truco muy viejo entre los de su clase, casi tanto como la enfermedad diagnosticada por primera vez como psicosis maníaco-depresiva y luego ya como trastorno afectivo bipolar.

—No pretendo engañarla. A estas alturas podría acusarme de todo lo que usted quisiera, teniente. De sodomizar a la africana…

—No siga, por favor. Piense lo que va a decir antes de hacerlo, no sea loco…

—Y de violar a Marie Jo, hace un año, y a Bénédicte, hace dos, y a Isabelle y a Christine, hace cinco, y a Bérangére, no me acuerdo cuándo, y a Micheline y a Geneviéve, sí, a Geneviéve también, hace muchos años, ya ni me acuerdo, y a…

—Tiempo muerto. Deme un respiro, hombre. Como siga así se remontará a la prehistoria. Todos los crímenes sexuales de la historia los ha cometido usted, por lo que veo. Seguro que fue usted también el que violó a mi prima Mary O. en 1987, al salir de la iglesia anabaptista, en Detroit, un lluvioso domingo de noviembre que la pobre no ha olvidado en todos estos años, nunca cogieron al cabrón que lo hizo, o el que me violó a mí, ya puestos, en la fría primavera de 1994, en un apartamento del campus de la Universidad Carnegie Mellon, ¿no fue usted también?

—No me acuerdo de haber estado allí, pero tampoco lo descarto. Será como usted dice, asumo todos mis crímenes, están en mi naturaleza, no se hable más…

Desesperada con el curso hasta cierto punto predecible de la entrevista, la teniente Mayo deja a un lado la libreta emborronada de símbolos herméticos, indescifrables para una mente burocrática, no adiestrada en técnicas de inscripción paleográfica, y de algunos dibujos fálicos, realizados de un solo trazo esquemático, de una obscenidad digna de los grafitos de los retretes públicos masculinos, y coge la cabeza del dios K entre sus manos fuertes, para sorpresa del acusado, que la había agachado un minuto antes y comenzaba a llorar ahora sin poder contenerse por más tiempo, y la sostiene frente a ella con gesto enérgico, mirando fijamente a esos ojos acuosos, de una claridad inusual, que están dispuestos a claudicar ante la presión psicológica y reconocer sin tardanza todo lo que han visto, como testigos privilegiados, a lo largo de una vida no exenta de alicientes visuales de todo tipo, pero también de iniquidades sin cuento y abuso de poder reiterado.

—No sabe cómo siento lo que hice. Cómo me arrepiento de todo.

—No sea hipócrita, por favor. No he venido aquí para ver cómo se derrumba por una tontería sentimental. No sienta lástima de sí mismo. No hay razones. Nadie va a permitir que un hombre como usted vaya a la cárcel. Sería un desperdicio…

—¿De verdad?

Dorothy aprieta la cabeza cuadrada del dios K entre sus maternales manos mientras le susurra palabras de serenidad y calma, como se haría con un bebé irritado por falta de sueño o de hambre, y luego se le acerca hasta casi rozarle la nariz con la suya, la punta respingona de una contra el garfio alicaído del otro. La teniente Mayo aprovecha ese grado de intimidad entre ellos para sacar la lengua en un gesto que, en un principio, podría interpretarse como de burla a la actitud de debilidad vergonzante del dios K pero que luego se revela una prueba de afecto y simpatía hacia él. Con esa lengua felina lame con delicadeza el rastro de lágrimas que humedece las mejillas del rostro de DK, primero el de la derecha y después el de la izquierda, de arriba abajo y de abajo arriba. El dios K cierra los ojos, complacido con la sensación de alivio y la comezón placentera que le procuran los cálidos lengüetazos, y se deja hacer sin oponer resistencia, como un niño enfermo visitado en el hospital por una estrella musical. Es víctima de la ternura infinita de esta mujer. Víctima de su cariño y su devoción culpable. La teniente Mayo sorbe las lágrimas y lame la piel de las mejillas como si fueran heridas del alma afligida del dios K, motivos de mortificación insufrible. Dorothy le aporta con su gesto inesperado un consuelo moral que no es de este mundo ni, por lo que sabe, tampoco del otro. Un amor que traspasa los límites de los sentimientos comunes y lo sumerge en el amor al prójimo tal como alguna vez fue predicado en remotos desiertos y montañas peladas. Ese amor intransferible de la mujer policía establece una nueva alianza con el dios K, un pacto fraterno en tiempos de asechanza, sellado con un beso reconfortante en los fríos labios del hijo del hombre.

—¿Tiene usted equipo musical en casa?

—Sí, justo ahí detrás.

La teniente Mayo cree haber resuelto el caso sin mucho esfuerzo y, al mismo tiempo, este éxito profesional sin precedentes se ha vuelto irrelevante ahora para ella. Ha pasado a segundo plano desde el momento en que Dorothy se ha puesto en pie con una alegría y una vitalidad renovadas, quitándose antes, con insinuante coquetería, los zapatos de tacón de aguja, para que no hubiera dudas sobre sus sentimientos e intenciones, y entregándolos a la custodia fetichista del dios K con el fin de que este tuviera alguna prenda atractiva con la que entretenerse durante los prolegómenos.

—Verá, tengo dos canciones favoritas para situaciones como esta en que la comunicación con el acusado desborda el marco previsible de relación establecido en la ley. A ver cuál prefiere usted. No es casualidad que las dos sean de Irene Cara, mi heroína de los ochenta, un modelo para mí de creatividad y empuje vital desde que era muy joven. Una es «Fame», pero no nos veo a usted y a mí, ahora mismo, la verdad, asumiendo ese papel de profetas populares y poniéndonos a cantar y a bailar en la calle con este calor. Seamos discretos, seamos reservados, eso nos conviene mucho, ¿no le parece la estrategia más inteligente?…

El dios K se ha quedado también sin palabras con las que articular una respuesta racional a lo que está viendo desde hace unos minutos, un insólito despliegue de energía viril en marcha en todo el salón, como el zafarrancho de un día de limpieza general, con todo el bagaje reciente de malos recuerdos asociado a esto. El rostro y el cuerpo transfigurados de la teniente de detectives Dorothy Mayo lo tienen embelesado como a un colegial mientras desplaza los muebles de sitio y aparta todo lo que pueda suponer un obstáculo para la libertad de movimientos, lámparas, mesas, sillas, sillones, sí, el revistero abarrotado de periódicos financieros y revistas porno, eso también, fingiendo cara de asco ante unos y otras, como si encubrieran tras una portada vistosa la misma clase de porquería.

—La otra canción es «What a Feeling». Creo que esta será la más adecuada para lo que usted y yo sentimos en este momento, el uno por el otro y los dos por el mundo que nos acoge en su seno con infinita benevolencia. ¿Qué le parece? La versión extendida es conmovedora, no sé si habrá tenido tiempo de verla en internet…

La teniente Mayo extrajo entonces de su bonito bolso Vuitton un CD de grandes éxitos del cine musical, de carátula chillona y vulgar, y lo colocó en la pletina de la minicadena y al cabo de unos segundos los melódicos compases de la canción prometida comenzaron a sonar, en Dolby Estéreo Digital, en el vasto espacio acústico del apartamento, atronando los oídos de los vecinos como en las olvidadas sesiones raperas del dios K.

—No sé si se acuerda. Es la historia de una chica proletaria que tiene que abrirse camino con su cuerpo serrano en un mundo hecho de acero y de piedra. Es mi historia, en cierto modo, así se la cuento a todos los que quieren conocerme mejor en la intimidad, espero que no le importe…

En ese mismo instante, tomándolo a él por árbitro cualificado de sus singulares dotes para el baile moderno, la teniente Mayo se ha desprendido con brusquedad de la blusa, la falda y la camiseta que impedían hasta ese momento hacerse una idea exacta del tipo de cuerpo que ocultaban esas prendas de un pudor fuera de lugar ahora que la danza y el movimiento están a punto de acaparar toda la atención del dios K.

—He soñado toda la vida con poder hacer esto algún día ante un hombre como usted y ahora estoy a punto de conseguirlo, parece mentira, todo llega…

Como prueba de que sigue creyendo, como cuando era una niña piadosa, en el pecado original y la maldad innata de los italoamericanos, la teniente Mayo ha decidido conservar el negro sujetador elástico de Nike, adherido al robusto contorno del pecho, y la insinuante braguita a juego de la misma marca, diseñada en algodón para ceñirse estrictamente al pubis.

El atuendo deportivo la vuelve una figura fascinante para el dios K, incluso con los ojos abiertos esas prendas íntimas le parecen fantásticos accesorios dignos de una muñeca de colección, la princesa morena de las pistas de tenis, una campeona mundial de ensueño y fantasía. Su entusiasmo sobrevenido por la chica se empareja con el ritmo incontrolable de la música y el karaoke delirante al que se entrega Dorothy como poseída por una fuerza de origen diabólico que la impele a gesticular y agitar los brazos en todas direcciones mientras sus musculosas y trabajadas piernas recorren el dilatado perímetro del salón a una velocidad sobrecogedora.

—Escucho la música, cierro los ojos, siento el ritmo…

Qué saltos de un extremo al otro del extenso salón, qué piruetas, qué volatines en el aire y en el borde de algunos muebles, qué carreras y tirabuzones, qué brincos hasta tocar el techo, cómo se desliza y rueda por el suelo, sin dejar de repetir la emotiva letra de la canción. El dios K, acompañando el ritmo arrebatador con las manos y con los pies, solo tiene ojos para el espectáculo de esta mujer feliz, de esta joven luchadora que aspira a conquistar su lugar, como canta la teniente Dorothy Mayo, en un mundo masculino repleto de obstáculos que salvar y trampas que eludir y trabas que vencer y listones que superar con agilidad y constancia. Esta coreografía es una locura total, a quién se le habrá ocurrido la idea, piensa el dios K cuando la ve sobrevolando por encima de su cabeza y, al volverse al otro lado para no perderse nada, aterrizando sobre la espalda en el pulido parqué, sin hacerse ningún daño, para luego recuperar de un salto gimnástico la posición erguida, entonando en todo momento este himno exultante que al dios K se le antoja, por una vez, de un feminismo levemente trasnochado y encantador.

—… le entrego mi corazón, qué sentimiento, ver para creer, puedo tenerlo todo…

El dios K comienza a sospechar que esta alegría pletórica es fingida, una impostura, que es imposible tanta felicidad en el mundo, que se trata de otra trampa televisiva, otro truco mediático de algún canal en bancarrota, ya le pasó hace unos días con el reencuentro fallido con Virginie, donde se sintió estafado por todos, incluida Nicole, y empieza a preguntarse al poco, sin perder de vista las sugestivas evoluciones de la bailarina espontánea, dónde están las cámaras, dónde las han colocado esta vez, cuándo las instalaron en el apartamento sin que nadie consiguiera reparar en ellas hasta ahora. Se siente espiado, vigilado por todos sus enemigos, y, al mismo tiempo, deleitado sin remedio con el espectáculo desbocado de esta bacante sorprendida en pleno trance dionisíaco en el corazón palpitante de su apartamento.

—Las imágenes reviven, puedes bailar toda la vida, ahora escucho la música, cierro los ojos, soy un ritmo.

O será otra vez Nicole, se interroga DK, la pobre e infeliz Nicole, montando otra farsa sexual con una cómplice inesperada, otra tentativa de recuperación acelerada de su estado paradisíaco, anterior a la caída tras el incidente en el hotel. Es evidente que Nicole ha terminado cansándose de que ninguno de los espectáculos teatrales organizados por el dios K, por audaces y obsesivos que parecieran a un espectador distante, haya surtido el efecto apetecido sobre su ánimo, y después de sus misteriosas palabras de anoche cabe esperar cualquier cosa de ella. Cualquier cosa, sí. Hasta este simulacro de musical cinematográfico montado quizá a fin de forzar su confesión fehaciente de una maldita vez.

—Puedo tenerlo todo, puedo realmente tenerlo todo, qué sentimiento, tenerlo todo…

Qué le importa ahora todo esto, este cálculo mediocre, esta prosa cotidiana, esta grisura existencial, cuando, entusiasmado con el festivo espectáculo improvisado a domicilio por la seductora Dorothy, el dios K no puede impedir que sus torpes pies marquen sin descanso el ritmo febril de la música y los arreglos tecno de Moroder, y sus manos temblorosas aplaudan sin parar, por primera vez en mucho tiempo, las proezas acrobáticas de la bailarina, una artista consumada del vitalismo a ultranza de la clase media.

—Toma tu pasión y haz que algo ocurra.

Sí, es un buen eslogan para empezar una nueva vida, aquí o en cualquier otra parte, el problema es que nada ocurre, nada cambia, nada digno de reseñar, se entiende. Por más que todos se empeñen en lo contrario, la felicidad no puede durar más de seis minutos y dieciocho segundos, se dice el dios K entristecido al intuir ya el final precipitado de la canción, la tensa gravedad del aire imponiendo otra vez su ley inexorable sobre los vivos y sobre los muertos. En cuanto suena en el desorganizado espacio del salón la última nota estridente del sintetizador, la teniente Mayo recupera, algo avergonzada ahora por el estéril desenlace de la performance, su ropa y sus zapatos, se seca el copioso sudor que baña todo su cuerpo y se viste en silencio, de espaldas a la mirada intensa del dios K, sorprendido con la negativa reacción de la detective. Cuando acaba, recoge sus pertenencias, el bolso, el cuaderno de notas y el bolígrafo mágico, y se marcha a toda prisa del apartamento despidiéndose apenas con una frase que sume al dios K en una desolación difícil de calibrar con medidas terrestres de tan escasa precisión emocional.

—Tendrá noticias mías antes de lo que cree.

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