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DK 41

LA MONJA SANGRIENTA

Esa misma noche el dios K se acuesta intranquilo, inquieto. No es para menos. Después de lo que ha vivido, la ausencia de Nicole otra noche más solo le parece una secuela lógica. Las dos pastillas de melatonina que ha ingerido apenas pasada la medianoche lo sumergen enseguida en un sueño trepidante del que solo un dibujo animado japonés, con sus colores alucinógenos y su fantasía mítica, podría dar cuenta con un mínimo de fidelidad sensorial. Respira fuerte, parece ansioso, desesperado. Al cabo de una hora abre los ojos, con sorpresa. Algo ha cambiado en las circunstancias. A su lado hay un cuerpo roncando. Es Nicole. Inconfundible el problema nasal que afecta a su respiración y la hace parecer un animal acezante extraviado de noche en un bosque frondoso. No sabe por qué pero ya no se alegra de saber que ha vuelto. Más le preocupa sentir las manos atadas. El traumático recuerdo de su detención reciente le permite saber lo que ocurre. Está esposado, con las manos a la espalda. Al estar tumbado boca arriba la posición se hace más incómoda y desagradable. Trataría de ponerse en pie si no hubiera descubierto, aterrorizado, que hay alguien más en la habitación. Al principio es solo un ruido, o una serie de ruidos encadenados. No puede ver mucho en la oscuridad en que está sumido el dormitorio para favorecer el sueño de Nicole y el suyo propio, desde hace unas semanas ni siquiera durante el día se levantan las persianas para no alertar a los nuevos detectives que vigilan el apartamento desde el edificio lateral. Poco a poco, haciendo un esfuerzo, tensando el cuello, pero sin perder la inmovilidad, le conviene pasar desapercibido, el dios K distingue en la oscuridad una presencia amenazante moviéndose por la habitación con una destreza inexplicable. ¿Cómo ha podido entrar? ¿Por dónde? Y, tratando de incorporar la peor sospecha de todas, la de un cómplice, ¿quién lo ha dejado entrar?, se pregunta el dios K, cada vez más paranoico y asustado.

Se diría que el intruso va envuelto en un hábito oscuro o un mantón de camuflaje que lo cubre de la cabeza a los pies y lo vuelve casi invisible. Ahora lo ve acercarse hacia la posición de Nicole, que ha debido de tomarse los somníferos de siempre y no se entera de nada. El intruso levanta la sábana por el lado donde ella duerme y comienza a desnudarla. El dios K está paralizado, no puede hacer nada, aparte de seguir mirando, las manos a la espalda le hacen daño, como las cervicales, y también los hombros se resienten cada vez que intenta liberarse de la atadura. Una tormenta eléctrica se desata en su nuca. Cierra los ojos y una luz blanca lo ilumina desde el interior. Entrevé el cuerpo desnudo de Nicole y entrevé algo más, aparte de la figura indefinida que está parada junto a ella. El intruso lleva un cuchillo de carnicero en la mano. Un gran cuchillo con mango en forma de cruz con el que podría destripar a Nicole de un solo tajo si quisiera, aunque no parezca esa su intención por ahora, ya que se limita a pasear el filo del arma por la piel sin causarle ninguna herida, acariciando con la hoja metálica los pechos y el vientre, con morbosa insistencia. El dios K trata de gritar y es cuando se da cuenta, al fin, de que no puede hacerlo. El intruso encapuchado ha sellado su boca con cinta aislante y apenas si puede pensar en separar los labios sin notar la presión dolorosa alrededor de la boca. Despavorido e inerme, se limita a mirar con horror mientras el intruso amordaza también a Nicole y luego ata sus muñecas al cabecero de la cama. No entiende cómo Nicole sigue sin despertarse a pesar de todo. Cuando ha terminado de atarla y de comprobar las ligaduras, el intruso se da la vuelta, rodea la cama y se queda parado a los pies, mirando alternativamente a los dos cuerpos a los que ha logrado inmovilizar sin apenas esfuerzo, una vez que se ha abierto camino en el apartamento usando una llave maestra, la hipótesis más probable. El dios K lo observa y se engaña pensando que el intruso no lo ha descubierto. Suda en abundancia, por todo el cuerpo, y está cada vez más aterrado, la impotencia de sus gestos lo sume en un estado de rendición intolerable para su conciencia alerta. Como comprueba de nuevo al tenerlo más cerca, el intruso parece vestido con un disfraz que, después de mucho pensar, se diría un hábito de monja, un subproducto vestimentario de esas siniestras concesiones católicas a la estética medieval, como escribió una vez el dios K en un ensayo académico sobre la desamortización eclesiástica como instrumento del progreso económico y social en el siglo diecinueve. Pero eso ahora no viene a cuento, el intruso ataviado de religiosa no ha venido en mitad de la noche a vengarse de sus excesos ideológicos ni de sus postulados ateos. Como si estuviera echando a suertes con cuál de los dos cuerpos acaba primero, el intruso se toma su tiempo, sin abandonar su posición a los pies de la cama, en mirar a Nicole con detenimiento y en mirarlo a él después, creyéndolo quizá dormido.

Al cabo de unos minutos, ha decidido lo que hará. Como temía, no es contra Nicole contra quien se dirige este vengador disfrazado de novia de Cristo. Es contra él, el Anticristo. En cuanto llega junto a su posición en la cama ya sabe que es una monja, o una mujer que simula ser una monja, pues a una mirada avezada como la del dios K no se le puede escapar el abultado contorno tensando la parte frontal del hábito de una orden desconocida. Si el tamaño de los pechos confiriera algún privilegio en la jerarquía monástica, pensaría DK en caso de tener el cerebro menos dominado por el pánico que le infunde esa figura inquietante, esta monja gótica ocuparía sin duda el rango de madre superiora o abadesa en el convento fantasma del que proviene para hacerle pagar por sus muchos pecados. La intrusa levanta la sábana para inspeccionar de nuevo el estado del cuerpo. El pijama a rayas del dios K, empapado en sudor, es una indudable molestia para lo que se propone y no tarda en desprenderlo del cuerpo inmovilizado ayudándose del cuchillo para desgarrarlo cuando se resiste a despegarse de él. Viendo las peligrosas intenciones de la monja, el dios K comienza a patalear, único recurso que le queda para defenderse de la agresora. La religiosa debe de estar sonriendo bajo la capucha del hábito, el dios K no puede penetrar tan adentro como para averiguarlo, al ver que su víctima está despierta y va a poder asistir en directo a la cirugía elemental que se prepara para realizar sin paliativos. El dios K no es para la monja vengadora, por lo visto, más que un macho desnudo y rijoso, otro vampiro de la condición femenina, que podría violentar su preciosa intimidad y sorberle el jugo vital en cuanto lo liberara de la merecida prisión. Y así se comporta con él, sin consideración alguna. El dios K prefiere no cerrar los ojos para no perder detalle de lo que está pasando. Las manos enguantadas de la monja comienzan entonces a masturbarlo con malsana destreza. Tras todas estas semanas de miseria sexual, el dios K se siente rejuvenecer y ve erguirse su miembro entre las manos alternas de la monja con un empuje que llamaría arbóreo si aún conservara el humor o la ironía que antes hacían de él, además de un burlador de mujeres, un exquisito hombre de mundo. A pesar de todo, la monja es una experta manipuladora, por eso la habrá designado su viejo enemigo Ratzinger para esta delicada misión salvífica en la tierra de los infieles, y sabe guiar con deliciosa pericia los afectos viriles, así que el efecto deseado no se hace esperar. Una hinchazón sanguínea que colma con creces el cuenco de la mano izquierda y luego una vigorosa emisión seminal que ella no puede desperdiciar bajo amenaza de excomunión fulminante. Ha traído un vaso de plástico que acerca al glande en el ápice climático con la mano desocupada. Un bote en que se propone almacenar íntegro el plasma genético del dios K, más abundante de lo previsto. Va a ser la última vez, no puede cometer ningún error, debe de decirse mientras rebaña con celo profesional las copiosas gotas que, tras desbordar los límites del recipiente clínico, permanecen adheridas a la pared externa y estaban a punto de perderse para siempre en la nada. A continuación, ajusta la tapa hasta oír el clic que señala el cierre hermético del bote y lo introduce con cuidado en uno de los innumerables pliegues del hábito, donde uno puede imaginar sin esfuerzo que custodia no solo el cuchillo—crucifijo para matar vampiros y un rosario de cuentas enormes, como huevos de gallina, sino también un ejemplar de la Biblia políglota de Amberes y una traducción al polaco de los Evangelios y uno o dos tratados latinos del teólogo Tertuliano sobre la carne, el pecado, la resurrección y el matrimonio santo del hombre y la mujer.

Ese cuchillo tremendo, y no otro instrumento de tortura, es lo que enarbola ahora la monja sangrienta sobre el cuerpo postrado e indefenso del dios K. Para qué necesita anestesia quien pretende causar todo el dolor que es capaz de soportar una criatura, pecadora o inocente, en esto no hay diferencias teológicas que puedan aportarse al caso. El dios K había oído hablar en alguna parte de tráfico de testículos y semen en relación con la fabricación de cremas rejuvenecedoras del cutis femenino. El dios K, un incrédulo por definición, como todos antes de que el artista o el demiurgo nos fuercen a suspender la incredulidad a través del terror y la magia de sus respectivos poderes creativos, comienza a creer en la realidad traumática de la experiencia cuando siente cómo una lámina gélida le desgarra a dentelladas los tendones de los testículos, milímetro a milímetro, con una sensación aguda que solo podría describirse como despersonalización radical, y comienza a desangrarse a chorros de un realismo visceral, como un cerdo degollado en una matanza pueblerina. Si no se hubiera desmayado en el momento cumbre, habría sentido que esa misma cuchilla afilada por el aciago demonio que duerme en los sótanos del Vaticano, después de sajar el bolsón testicular, la ha emprendido sin piedad con el pene, ese villano infame de todos los escenarios feministas y matriarcales. Esta monja no sabe nada de feminismo, sin embargo, y solo cree en el matriarcado espiritual de la Iglesia, no se engañe nadie sobre esto, ni siquiera el forense, que una vez más en su carrera podría llegar a erróneas conclusiones. Esta monja es devota y piadosa como pocas y por eso hace lo que hace, con pulcritud quirúrgica. Esta fanática religiosa, hermana de algún convento decrépito del gueto neoyorquino, debe de mantener una conexión paranormal con la santa Juanita de Arco del Bronx y representa un modelo de economía distinto. Un modelo sacrificial, donde la gratuidad y el don se transforman en sacramento imprescriptible del culto, encarnado en un modo de producción e intercambio menos materialista y pragmático. Al fin y al cabo, ella misma sacrificó su virginidad por un puñado de creencias irracionales, por qué no va a inmolar un aparato impío y maloliente como este para ponerlo al servicio de una causa superior. Estos pirados exhiben otra lógica menos aristotélica, como le enseñó al dios K la doncella de Orléans a través de la médium del Bronx hace unas cuantas noches, y eso es lo que pretende la monja emasculándolo, apoderarse de su semilla germinativa para engendrar algún aborto infernal que imponga en la tierra el reino paradójico del Espíritu Santo. El Paráclito profetizado en el apéndice secreto del cuarto Evangelio custodiado en la cripta subterránea del santuario de Lourdes. El dios K, a raíz de lo sucedido, ha comenzado a tener entre los creyentes del nuevo milenio su culto exaltado, a disfrutar de una veneración mística en ciertos círculos heterodoxos, y esta es una de las primeras ocasiones en que su carne de pecador irredento ha podido comprender el canibalismo sacramental que muchas veces ha guiado en la historia a los espíritus más refinados, desde las ménades furiosas hasta las fieles parroquianas que sacrifican el cuerpo sagrado del ídolo y luego lo devoran para hacerlo suyo, carne de su carne, hijo de su vientre, sí, eso también, vástago de la imagen divina. El dios K sabría entender todo esto y mucho más si no hubiera perdido la conciencia mientras la monja cirujana se dedicaba a guardar las palpitantes reliquias extirpadas de su cuerpo en otro recipiente de plástico, de tamaño mediano, donde, a pesar de la chapuza sanguinolenta de la sección final de la carnicería, han cabido todas apretujadas sin demasiados problemas. Para cuando la religiosa castradora se ha esfumado de la habitación, el dios K sigue durmiendo como un bendito, es un decir, y Nicole a su lado, que no ha visto nada, respira con pesadez como hace siempre, como si estuviera a punto de abandonar su cuerpo por una vida mejor, idea que volvió a tentarla al acostarse en su cama esta misma noche viendo dormir al dios K como un bellaco irresponsable. Milagros del amor en el matrimonio canónico. Cómo he podido casarme con esta puta, con esta guarra, con este saco de repugnancia, como declaraba el dogmático Tertuliano a su manera misógina y autoritaria. Cómo he podido casarme con esta bestia nauseabunda, con este cabrón asqueroso, con este monstruo repulsivo, como declaraban las novicias de Cristo antes de ingresar en la vida conventual con el voto de castidad y abstinencia como ideal excluyente de cualquier contacto lujurioso con el enemigo de la creencia cristiana. Esos dilemas morales los desconoce la monja sangrienta, una iluminada de la fe que abandona el apartamento de los DK con el sigilo y la discreción que su esotérica orden le encomienda y luego se desvanece en el aire, sin que nadie, ni siquiera el vigilante de seguridad del edificio, la vea. Como si fuera un ente imaginario creado para realizar un propósito inconfesable.

Al despertar ya es de día, la luz cenicienta que penetra por las rendijas lo delata, y el dios K lo primero que hace, por precaución terapéutica, es comprobar la integridad y la salud de sus genitales. Está desnudo, así que eso sí era verdad, se debió de quitar el pijama durante alguno de los agitados sueños que ha padecido durante la noche, no debe cenar tanto y tan tarde, se está cebando como un cerdo en el matadero de la historia y está engordando por días, Nicole se lo dice cada mañana, igual que le dice que el jurado lo odiará más por verlo tan seboso y querrá sacrificarlo a la diosa de la justicia, y él no le hace ningún caso, despreciándola por su falta de tacto, nunca ha tenido sensibilidad para los problemas de las minorías. Y para colmo el olor apestoso que emana de allí mismo, cuando introduce la cabeza bajo las sábanas para hacer la comprobación desde más cerca, le proporciona otra mala información sobre la escasa higiene en la que incurre últimamente por descuido personal o por imitación de sus nuevos amigos de la calle, sin saber muy bien por qué, encuentra cada vez más placer en remedar sus malas costumbres de parias e indigentes. Pero también era verdad lo otro, por desgracia, ya que en la entrepierna todo sigue igual de adormecido, todo sigue en su sitio, en el estado de inutilidad y postración flagrante que Nicole habría ratificado si al menos se hubiera molestado en volver esta noche. Su ausencia esta mañana, después de lo sucedido, le causa un dolor lacerante. Es evidente que ha preferido quedarse a dormir en otra parte donde es más feliz, con alguno de sus seductores amantes de la avenida Madison y de algunas de las bulliciosas oficinas de los alrededores.

El sueño, o los componentes terribles del mismo, le han dado una idea, sin embargo. El dios K es un hombre de ideas no de sueños, desde luego, pero esas categorías no rigen ahora en su vida. Está decidido. No sabe cuánto tiempo tardará en realizar esa idea ingeniosa para resolver de manera definitiva todos sus problemas. En qué plazos podrá llevarla a cabo y con la colaboración de quién. Por primera vez en mucho tiempo, tiene una erección.

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