Karnaval

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DK 42

LA NUEVA CIENCIA

Termino peor que empecé. Es una evidencia dolorosa. Estoy aquí sentado en el salón, leyendo libros científicos que esta misma mañana me trajo un mensajero de UPS, los había encargado en Amazon unos días atrás. Es tarde, las dos de la mañana, no tengo sueño ni me siento cansado, apenas si he bebido esta noche. Nicole y Wendy están en la terraza, metiéndose mano, jugueteando con sus bonitos cuerpos como si fueran nuevas adquisiciones de ropa de temporada o de objetos decorativos. Hace una noche muy agradable, con una brisa fresca que recorre la ciudad como un ventilador natural, y no quieren desperdiciar la oportunidad de conocerse mejor en la intimidad. Se han divertido mucho esta noche, están contentas de haber encontrado la compañía adecuada para celebrar el hecho de estar vivas y prolongar las gratificantes experiencias más allá de lo razonable. Por si fuera poco, se sienten bien con ellas mismas y con el mundo que les ofrece, por arriba y por abajo, un decorado espectacular para realizar sus inofensivos escarceos eróticos. La terraza es elevada y tienen todo el cielo estrellado por encima de sus cabezas y todas las calles y las fachadas iluminadas a sus pies. Las veo desde el sillón, abrazándose pegadas a la barandilla, sin miedo a la altura. Se están besando, cuerpo contra cuerpo. Wendy está desnuda de cintura para arriba y Nicole se ha quitado la chaqueta y el sujetador y tiene la camisa abierta y sacada, veo mecerse al viento los blancos faldones de la camisa. Imagino que, mientras se besan, los blandos pechos de Nicole se frotan con los opulentos pechos de Wendy, producto de costosas operaciones, en una tentativa, placentera pero fallida, de apropiarse de sus exorbitantes cualidades a través del roce incesante. No creo que hagan esto solo por mí, para excitarme como a un viejo voyeur, un libertino fuera de juego, para halagar mi instinto retiniano de macho inapetente. Espero que les guste también a ellas y sepan disfrutarlo. Vuelvo a concentrarme en la lectura y subrayo en rojo, como suelo hacer, las ideas que más me llaman la atención.

El Régimen de Computación proporciona, entonces, una narrativa que toma en consideración la evolución del universo, la vida, la mente, y la mente reflejando a la mente al conectar estas emergencias con procesos computacionales que operan tanto en las simulaciones creadas por el ser humano como en el universo entendido como el programa que hace funcionar el «Computador Universal» que llamamos realidad. Este es el más amplio contexto en el cual el código adquiere un significado especial, incluso universal. En el Régimen Computacional, el código es concebido como el sistema de discurso que refleja lo que sucede en la naturaleza y que genera la naturaleza misma.

Esta misma noche, hace solo unas horas, hemos ido a la inauguración de una nueva discoteca. Galileo 62, en la calle Spruce, en la torre de Babel diseñada por Frank Gehry como contribución al proyecto de revitalizar el barrio financiero. El gran Hogg me había invitado y me siento honrado al sentirme tan bien recibido. Lo han contratado como encargado de la entrada, al parecer, y aunque se inaugura esta noche, la sala lleva funcionando algunas semanas sin publicidad. Me alegro por él. Necesitaba ganar dinero. Le propongo a Wendy que me acompañe y Nicole se apunta en el último minuto. Wendy se ha encargado de contratar la limusina. Estamos los tres en ella camino de la discoteca. He decidido no beber nada esta noche, se está acabando mi larga relación con el alcohol como con tantas otras cosas, y rechazo la oferta de Wendy de servirme un whisky. Nicolé y Wendy se meten un par de rayas de cocaína cada una y me da miedo mientras las veo hacerlo, no sé cómo puede terminar la velada. Hogg viene a abrirnos la puerta en cuanto llegamos. Se le ve contento. Al principio no lo reconozco, se ha afeitado las pobladas barbas de profeta y exhibe un rostro afilado, de rasgos más juveniles de lo que pensaba. Saluda a Wendy como si la conociera de toda la vida y a Nicole como si la hubiera visto la noche anterior. El ambiente entre nosotros es alegre y festivo. Como me conoce bien, Hogg me mira un momento temiendo que vaya a cometer alguna tontería o a decir alguna impertinencia. Lo tranquilizo, esta noche vengo dispuesto a divertirme. Hogg nos conduce adentro saltándonos la cola inmensa de gente jovencísima que se acumula en la entrada esperando su turno para entrar. Recorremos un pasillo de moqueta blanca y paredes pintadas de negro y nos plantamos ante la caja transparente del ascensor. Hay otra gente esperando para subir, pegada a la pared formando una cola no muy larga. La discoteca está en la planta 40 del edificio. Por alguna razón que no comprendo, Hogg me gasta una broma sobre lo que voy a ver ahí arriba. Le digo que no tengo vocación de astrónomo. Se ríe. Cuando llega el ascensor y se baja la gente que venía en él, Hogg se acerca al encargado del mismo para hacerle saber que debe dejarnos pasar por delante de los que llevan esperando más tiempo. Entramos primero y la gente nos mira con mala cara, no creo que ninguno me reconozca en estas circunstancias. Vengo vestido como un turista de vacaciones, o un artista cotizado de SoHo, como dice Wendy, con un polo azul oscuro de manga corta y unos vaqueros blancos y unos mocasines negros sin calcetines. Nicole y Wendy, una con su escotado vestido granate de Dior y la otra con su traje sastre gris y negro de Versace, suplen la cuota de elegancia y formalidad que se requiere para ser tomado en serio como cliente en estos locales de moda. Después de nosotros, entran los demás, el ascensor está abarrotado y me da algo de angustia al principio. Estamos al fondo del ascensor y tengo la sensación de que nos van a aplastar para vengarse. No soporto estar encerrado con toda esta gente a la que no conozco en un sitio tan angosto, me recuerda la cárcel, me entran sudores repentinos. Wendy y Nicole, en cambio, están empezando a divertirse de lo lindo. Me dan la espalda y se entusiasman viendo cómo el ascensor se eleva a toda velocidad despegando del suelo como un cohete en dirección a las estrellas. Les da vértigo, como a mí, pero se ríen sin parar. Las encuentro encantadoras. Las vistas sobre Brooklyn y el puente de Brooklyn, ascendiendo en vertical a esa velocidad, son increíbles. Nicole le dice algo al oído a Wendy y luego le da un beso en la mejilla. Wendy se vuelve y me mira de reojo y me guiña un ojo. Todo va bien entre ellas. Parece que la noche va a ser divertida. Sin embargo, cuando la puerta del ascensor se abre y la tromba de música nos inunda y los otros pasajeros salen y, al salir nosotros del artefacto, tenemos que atravesar la cola de gente que espera para bajar, vuelvo a sentir lo viejo que soy y lo cansado que estoy y lo poco que me gusta trasnochar en la calle. Es como si me echaran encima cuarenta años más de los que ya tengo. La edad media en la discoteca, por lo que veo, no pasa de treinta y cinco. Me asusta un poco. Menos mal que el bueno de Hogg ha avisado a uno de sus colegas jóvenes de arriba, que viene a hacerse cargo de nosotros y nos conduce a un palco situado tres niveles por encima de las dos pistas donde la gente está bailando como loca. Toda esa energía, toda esa transpiración, toda esa actividad desperdiciadas en un baile sin sentido. Es la vida, me digo. Parece que al decirlo en voz alta, para que lo oyeran Wendy y Nicole y supieran así que me lo estaba pasando bien, he rejuvenecido una década de golpe.

El habla y la escritura no deben ser vistas, sin embargo, como predecesoras del código que desaparecerán sino como socios vitales en muchos niveles de la escala en la evolución de la complejidad. El habla y la escritura aparecen entonces como escalones de piedra necesarios para elevar al Homo sapiens hasta el punto en que los humanos puedan comprender la naturaleza computacional de la realidad y usar sus principios para crear tecnologías que simulen las simulaciones que circulan en el Computador Universal.

Cuando me siento veo que la discoteca está diseñada como un viejo teatro de ópera a la italiana, con cortinajes de terciopelo azul ocultando una parte de la sala, y las pistas ocupando el lugar del escenario. Hay palcos y asientos por todas partes, muchos vacíos, la gente abarrota la barra, una larga lámina de cromo y cristal iridiscente, situada al fondo, a la derecha de nuestro palco. El amigo de Hogg me pregunta qué queremos beber. Cada uno elige su brebaje preferido y esboza una sonrisa, no sé por qué, al hacerlo. Yo he pedido un botellín de agua de Evian, para sorpresa de Nicole, así quizá pueda recordar con cada sorbo mis maravillosas vacaciones de infancia allí, hasta los quince años. El amigo de Hogg también es afroamericano, pero mucho más joven. Se llama Ralph. Cuando vuelve con las bebidas, entablamos una fugaz conversación sobre Hogg, sobre mí, sobre él, en la que no descubro nada que no supiera ya. Todo parece muy amistoso y cordial hasta que una nueva canción empieza a atronar las pistas y los que están en ellas comienzan a gritar y la gente salta de sus asientos para unirse a estos. La conversación se interrumpe porque Wendy dice que le encanta esta canción que acaba de empezar a sonar en todos los altavoces de la sala. Wendy me dice que es nada menos que la gran sacerdotisa Britney Spears la que está cantando y esto que suena en todos los altavoces es su nuevo tema, con el que espera recuperar el éxito de su carrera, y por lo que a ella respecta no está dispuesta a perder más tiempo en sumarse a la fiesta para celebrar el regreso triunfal de la diva. Arrastra a Nicole, que no se ha resistido. Veo en las pantallas que rodean las pistas, y donde a veces se proyectan imágenes de la gente bailando, que es una cantante rubia y flaca y algo chillona la que desata esta pasión colectiva. El videoclip no está mal, me gusta la pirotecnia de las imágenes, la chica es mona. Veo desde lejos cómo Nicole y Wendy aterrizan en la pista más lejana cogidas de la mano y se lanzan a bailar con la misma efusión que los otros. Me alegro por Nicole. Le hacía falta un tratamiento de choque de este tipo para sacarla de la atonía en que se muestra a menudo. Por culpa mía. El amigo de Hogg se siente incómodo de pie a mi lado y le pido que se siente, me dice que lo tiene prohibido. Le pregunto si el nombre de la discoteca tiene algún sentido, yo siempre con el mismo tipo de cuestiones estúpidas, a mi edad ya debería haber aprendido que nada responde a su nombre, nada es como dice ser. Nada es, en el fondo. Ni yo soy lo que soy, no todo el tiempo al menos, ni lo es Nicole, como es evidente cuando la veo bailar frente a Wendy, ni quizá lo sea Wendy, que tiene muy bien aprendido su papel de alegre profesional. Ralph sí parece ser lo que es, o así me lo parece mientras se molesta en enseñarme algo situado a mi espalda en lo que no había reparado. Un ventanal donde se proyecta una imagen del cosmos y, a unos metros de él, una réplica a escala del telescopio Hubble. ¿Qué es esto?, le digo a Ralph, que me sonríe con amabilidad. Me invita a seguirlo. Me cae bien este Ralph, no sé por qué, pero me da la sensación de que es alguien en quien se puede confiar. Se me ocurre la estúpida idea de que los afroamericanos desconocen la ironía, ese es su mayor encanto personal. Todo es directo con ellos. Es posible que sea una cuestión cultural, no sé. Soy solo un viejo europeo, malhumorado y quizá resentido con la vida. Un europeo viejo, como el vino, una especie amenazada, y a lo mejor hay matices lingüísticos que se me escapan, pero Hogg y Ralph me parecen dos ejemplos de mi tesis. El hecho de que sean amigos no me parece nada casual. Me fijo en las zapatillas de deporte de Ralph, me gustan mucho, tan blancas y ligeras, y le pregunto por la marca. Reebok, me dice. Mañana mismo me las compraré, debe de ser muy cómodo pasear con ellas por el mundo, te hacen sentirte más liviano y flexible, como si flotaras sobre el suelo, se lo noto en el modo de andar y, en especial, al pararse.

Cuanto más la dinámica de ocultar y revelar se convierte en parte cotidiana de la vida y una estrategia ubicua en todos los ámbitos, desde los dominios comerciales de Internet a las obras de arte digitales, más plausible se vuelve la visión de que el universo genera realidad a través de una estructura jerárquica similar de niveles correlacionados procesando códigos de manera incesante y perdurable.

La vista es impresionante, desde luego. No se ve la ciudad, no se ven los otros edificios, no se ve el río, no se ve la fisonomía nocturna que causa tanto éxtasis en los turistas que suben a los restaurantes giratorios para contemplarla desde una posición privilegiada. Es una simulación perfecta del cosmos. Se ven planetas del sistema solar y galaxias más lejanas y nebulosas y miles de estrellas, pero no como en una fotografía fija. De algún modo muy logrado se percibe el movimiento de todo, el movimiento que anima la representación para que no parezca muerta. Para que no parezca un simulacro del universo y todo brille al mismo tiempo reclamando la atención del observador. Ralph me dice que se ve todo aquello por lo que Galileo habría dado su vida por ver con ese grado de definición. Me hace gracia el comentario. Podría tenerse la sensación, si no fuera por la música y por la gente que se mueve sin parar de un lado a otro por la discoteca y abarrota las pistas y baila como poseída por las canciones, que estamos viajando a la velocidad de la luz por el espacio sideral en una extraña nave transparente decorada como un decimonónico teatro de la ópera. No entiendo el motivo de esto último. Se lo digo a Ralph. Me mira con cierta perplejidad y me dice que fue idea de los dueños, unos italoamericanos de Brooklyn, y del arquitecto, un judío canadiense, todos apasionados de la ópera y de la astrofísica. Querían sacar a la gente del pequeño contexto. Sumir a los clientes en una experiencia sublime que les hiciera olvidar de dónde vienen. El ascensor es el primer paso para situarlos fuera de las coordenadas terrestres a las que están tan habituados. Los arranca del suelo sin violencia y los propulsa en un mundo ingrávido donde no hay asideros, excepto los que proporciona el mismo edificio y, por supuesto, la música, sonando a todas horas en todas partes. Me señala el telescopio, es la pieza clave del montaje, me dice. Vamos hacia él. Me invita a que acerque el ojo derecho al objetivo. Lo hago. La experiencia es grandiosa. Al principio cuesta acostumbrarse. Siento vértigo otra vez y me mareo un poco. Aparto el ojo y miro a Ralph con la misma cara con que lo miraría si al otro lado, en vez de una sección del cosmos, estuviera una mujer desnuda o desnudándose o alguna otra clase de acto obsceno. Es la Vía Láctea, le digo, nada más y nada menos. Una de las grandes señoras del universo. Ralph me sonríe de nuevo, con esos dientes blancos que prometen la paz definitiva de los sentimientos y las intenciones y, sobre todo, la tranquilidad eterna. No tiene prisa, puedo tomarme el tiempo que quiera hasta que mis ojos se acostumbren a la contemplación. No puedo creer lo que veo. No creo que haya palabras capaces de transmitirlo con exactitud. Es una simulación tridimensional, imagino, por el modo en que la percepción de los cuerpos de los planetas y las estrellas se me impone. Cuando me ve confundido con el uso del dispositivo, Ralph me enseña que puedo desplazar el telescopio en todas direcciones, arriba y abajo, a derecha y a izquierda, y luego graduar con la mano el nivel de aproximación que quiera apretando el botón situado a la derecha del objetivo. Enfoco Marte y con el mando recorro la superficie palmo a palmo, como si estuviera allí, y Júpiter, sus anillos de asteroides y sus lunas crepusculares no guardan ningún secreto para mí. Y luego atravieso la espiral de la galaxia de un extremo al otro de su eje de rotación, localizando nuevos planetas, nuevas estrellas separadas por años luz de distancia. Sin darme cuenta, voy cada vez más lejos, adentrándome en la profundidad de un espacio que es infinito pero que va desplegando en cada nivel sorpresas distintas, nuevos sistemas que no sabría nombrar desfilan ante mí. La contemplación se expande en todas direcciones, sin límites. Me asombra descubrir un cometa cruzando el cielo y poder atravesarlo con la vista, las capas de gas y material suspendido, la cola, y más allá, donde siempre encuentro algo, más cuerpos celestes a los que mirar con detenimiento antes de pasar a otros no tan lejanos. En esta representación del universo, si es que lo es, me digo, el vacío ha sido excluido. Interrumpo la trayectoria por un momento, me siento extraviado, había una estrella solitaria y exultante que me atraía desde lejos con su luz naranja, pero a medio camino la pierdo de vista y vuelvo hacia atrás para encontrarla de nuevo, nada, no la veo más, galaxias y estrellas retrocediendo o avanzando en fuga, según la perspectiva, simples manchas de luz, planetas familiares, satélites, reconozco el sistema solar, he regresado al hogar sin pretenderlo, sonrío y enfoco el objetivo hasta localizar el sol en el centro coreográfico de todas las órbitas circulares de los planetas. Me adentro en su masa de gas, en la oscuridad de las manchas, avanzo y avanzo y no encuentro nada sólido, no encuentro nada, no encuentro… Me detengo un momento para descansar. Estoy mareado otra vez. Pasan innumerables años luz mientras cambio la perspectiva de un ojo a otro. El sol ha dejado su lugar a un agujero negro gigantesco sobre el que todo gira, un vórtice excéntrico de materia oscura que en su decadencia lo absorbe todo, energía o materia, devorando como un cáncer cuanto se encuentra a su alrededor en la galaxia. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. La simulación es de una complejidad sorprendente, como un dibujo animado que cobrara vida con la mirada anímica del observador. Cada cosa está ahí tal como la vemos o la conocemos y, al mismo tiempo, está íntegra, sin que al acercarnos al máximo perdamos nitidez o consistencia en la visión de sus características. No sé cuánto tiempo he pasado ahí encorvado, mirando por el objetivo como un voyeur galáctico, pero cuando me siento agotado del viaje celestial y me separo del telescopio y me incorporo, noto molestias en la espalda y en el cuello, ha sido un esfuerzo considerable, Ralph ya no está ahí, esperándome, ha desaparecido, debí de agotar su tiempo y su paciencia. Vuelvo a mirar el ventanal y pienso en la astronave en la que estamos viajando a los confines del tiempo y en toda esa gente que solo piensa en bailar y en beber y en hablar por hablar y ni siquiera se ha molestado en mirar qué pasa fuera de la discoteca. Fuera quizá no sea la palabra exacta, es obvio que esa simulación no está en ningún exterior que podamos localizar sin instrumentos. Es un viaje interior y he tenido que venir aquí para descubrirla. Estoy seguro de que Hogg lo había planeado así. Quería que lo viera y me hace sentir por él, en este momento, mientras camino de vuelta hacia el palco que nos han asignado, una infinita simpatía. Mi amigo Hogg. El gran Hogg, mi cómplice, mi hermano. En el camino encuentro a Wendy y a Nicole volviendo de la barra con nuevas bebidas en las manos. Creían que me había ido. Que me aburría con la música y el baile. Me he divertido mucho viéndoos bailar. Las dos están acaloradas y sudan bastante, pero no me da asco ese sudor, no me repugna ese calor, esos cuerpos me fascinan con su vitalidad desmedida, hasta cierto punto vulgar, ya no me importa. Quizá porque el frío del espacio me ha vuelto más complaciente con la vida en todas sus modalidades. No lo sé. Nos sentamos los tres en el palco y sigo sin beber. Solo de vez en cuando doy un sorbo alterno al gintónic de Nicole y al Bloody Mary de Wendy. No hablamos de nada, no tengo ganas de contarles mi descubrimiento estelar, ellas tampoco parecen tener muchas ganas de hablar, están descansando un rato y se limitan a mirar a la pista a la que no tardarán en regresar con la mirada nostálgica con que un exiliado debe de mirar a su país al abandonarlo para siempre. La mirada con que yo, hoy, podría mirar a mi país y a mi casa y a mis posesiones. Esa mirada no dice nada que no sepamos de antemano. Está prescrita en el guion de nuestras vidas. Sabroso gintónic. Sabroso Bloody Mary. Bebidas para una alianza femenina que aún no tiene nombre. Un pacto de complicidad nocturna. Nicole y Wendy, juntas, cuando se marchan de nuevo camino de la pista me parecen las mujeres más deseables que he conocido en mi vida. Después de todo lo que he vivido creo que dos mujeres me hacen más feliz que una sola y me alegra ver que Wendy y Nicole, con tanto en común, a pesar de todo, han terminado cayéndose bien.

De ahí se sigue el impulso para construir un marco en el que los animales, los humanos y las máquinas puedan encuadrarse. Con la creciente importancia y el poder incrementado de los medios computacionales, ese marco ha tendido a ser visto no solo como un flujo de información sino como procesos computacionales específicos. El universo es un computador gigantesco que genera de manera incesante la realidad física por medio de los procesos computacionales que al mismo tiempo encarna y representa. Ese postulado tiene importantes implicaciones para la naturaleza de la realidad. Incluso el espacio y el tiempo forman parte de esos procesos computacionales.

El ruido es demasiado insoportable en estos momentos. La música es atronadora, pero por alguna razón el movimiento frenético de la multitud que se aglomera en las dos pistas, una por encima de la otra, me mantiene ocupado y me hace pensar. Se me ocurre la idea de que no hay mejor imagen del sistema de producción capitalista que esta de ahora. Hombres y mujeres entregando sin límites la energía de sus cuerpos estimulados por las promesas publicitarias del sistema del mismo modo que estos cuerpos se entregan al flujo de la música y diseñan agotadoras coreografías por un motivo que me resulta difícil entender. Del todo, al menos. Wendy y Nicole bailan juntas con una insinuación creciente, sin preocuparse por lo que puedan pensar los demás. Imagino que habrá más de un jovencito en la pista que se habrá fijado en ellas. Sí, ya veo ahí a uno y a otro un poco más allá, veo dibujada en sus caras la obscena expresión de lo que están fantaseando en ese momento sobre esas dos mujeres, una algo mayor para sus gustos y la otra inaugurando la treintena, bailando juntas como si conocieran la intimidad más recóndita del cuerpo de la otra. Es un milagro ese acoplamiento de los cuerpos. Siempre me lo ha parecido, no soy el único. Tanto como el de las estrellas y los planetas, que siguen obsesionándome. Me impaciento con lo que está pasando en la pista, aquí abajo es todo tan banal, tan previsible. Vuelvo al telescopio, allí me aguardan aún algunas preguntas sin respuesta. Esta vez me toca esperar. Hay una pareja compartiendo la visión, imagino que esa experiencia absoluta podrían traducirla después, cuando se encuentren a solas en algún cuarto de algún apartamento u hotel de la ciudad, en una experiencia de reconocimiento del otro aún más conmovedora. De momento, me armo de paciencia viéndolos alternarse en el objetivo y riéndose de todo como si estuvieran viendo algún programa cómico en televisión en vez de un espectáculo de esa impactante naturaleza científica. No me importa lo que hagan, lo que quiero es que terminen cuanto antes. Mientras espero veo desde lejos que Wendy y Nicole han vuelto a la mesa a terminar sus copas y están hablando sin parar. Por un estúpido reflejo, deduzco que están hablando de mí, aunque en ningún momento las veo buscándome por la discoteca. No soy fácil de localizar, pero ellas tampoco se esfuerzan mucho en hacerlo. Me alegra descubrir que no me echan de menos, están bien sin mí, es un alivio. Por fin la pareja de necios enamorados termina su extraño ritual de cortejo y deja libre el telescopio. Vuelvo a hundir mi ojo derecho, el que mejor ve de los dos, y descubro que todo ha cambiado en el panorama. Ya no reconozco nada de lo que estaba viendo antes en esa pantalla que simula ser un ventanal con vistas al corazón del cosmos. Ha cambiado el escenario. Planetas que no identifico, galaxias enredadas en espirales incompletas, largas tiras errantes de masa estelar que me recuerdan las tiras de material genético de algunos anfibios o peces. Diría que se trata de un nuevo universo, o de una perspectiva inédita sobre el antiguo. En ese momento me causa terror pensar que en ninguna de mis visiones anteriores he conseguido ver una sola forma de vida. Ya sé que hay quien atribuye vida a la piedra, a la roca y al cristal. Pero este diorama tridimensional se me antoja ahora una perversa representación de un universo sin vida, un escenario de pureza abstracta concebido solo para venerar la aridez y la esterilidad de la materia inerte. Nada de lo que veo contradice esta idea. Siento que toda la vejez del mundo y toda la vejez del universo se abaten sobre mí. Se apoderan de mi cuerpo como un germen infeccioso, o un virus paralizante, y me hacen sentir una pesadez insoportable en los brazos, las piernas y el cuello. Mis ojos están casi ciegos, no veo más que formas borrosas, y mi piel se agrieta y se siente como anestesiada, solo capaz de registrar ya su propio proceso de agrietamiento e insensibilización. No puedo soportarlo más. Acumulo millones de años luz en cada arteria. El peso muerto de los eones se transforma en el único líquido que circula por mis venas con una lentitud exasperante, como si fueran granos de arena atascados en un tubo de plástico de dimensiones exiguas. Siento los pies de plomo y no puedo despegarlos del suelo. El universo se contrae a una velocidad incalculable. El tiempo se acaba, todo se precipita sobre mí y aparto horrorizado el ojo del objetivo. La rigidez y la esclerosis me dominan ahora, impidiéndome caminar, mientras intento volver, paso a paso, apartando a la multitud que obstaculiza la inercia fatal de mi avance, con Wendy y Nicole, dos especímenes de un sexo que amo y admiro y de una especie que ya no me produce horror ni desprecio, quizá sí compasión, pero solo por momentos, solo cuando los veo sufrir o torturarse unos a otros más de lo debido. La pesadilla universal que acabo de experimentar me aterroriza y en cuanto me siento de nuevo con ellas en el palco y me dejo arrastrar por su conversación despreocupada y chispeante empiezo a sentirme mejor. Todo ese despliegue ocioso de música y de cuerpos bailando, todo ese espectáculo indescriptible, con luces y efectos especiales envolviendo la pista en una atmósfera onírica, como el del capitalismo totalitario que rige en este país y se expande fuera de sus fronteras sin que nadie lo frene, me digo sin dejar de sonreír hacia el exterior para disimular ante ellas el curso de mi pensamiento, solo conducirán a esto con el tiempo.

A un mundo devastado y desertizado donde cualquier forma de vida será residual, una reliquia o un vestigio de un tiempo anterior considerado más primitivo, más caótico e inhabitable, como imaginamos hoy esas eras de la tierra, como el jurásico o el triásico, donde la vida se manifestaba con tal depredadora exuberancia que aún puebla, con sus garras y colmillos y fauces ubicuas, nuestras peores pesadillas antediluvianas.

En este punto, la ficción mantiene solo una tenue conexión con la realidad, pues ninguna simulación ha logrado nunca escapar de los límites del programa que la creó, sin mencionar la posibilidad de catapultarse fuera del computador que regula la misma plataforma que produce nuestra realidad. Como se ha argumentado, sin embargo, la condición humana, aunque pueda contener elementos computacionales, incluye una conciencia análoga que no puede ser interpretada simplemente, o de manera primaria, como computación digital.

Wendy y Nicole han terminado sus nuevas copas sin dejar de hablar de flamantes tiendas de moda que han descubierto no hace mucho, vagando por calles adyacentes a las grandes avenidas, tiendas donde se ofrece ropa magnífica a un precio excelente, y también de tiendas maravillosas que ambas frecuentaban y, por desgracia, han sido víctimas de la crisis, cerrando de la noche a la mañana sin apenas tiempo para liquidar existencias. Les pregunto si quieren tomar algo más y me dicen que no las dos a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente. Ya no les gusta la música y quieren irse a un lugar más íntimo y silencioso. No las culpo. El nuevo DJ solo pincha una música electrónica que ambas, con risa sarcástica, desautorizan como horrible. Estridente, dice Wendy. Insufrible, añade Nicole. Irritante, insiste Wendy. Les digo que se equivocan, no saben de lo que hablan, no han visto lo que yo he visto mientras ellas perdían el tiempo bailando y bebiendo. Esa música es la música perfecta para el modelo económico de organización del universo que he visto representado hace un momento gracias al mendaz telescopio. Es la música ideal del capitalismo del mañana. Me miran con cara de no entender nada. Es demasiado tarde para dar explicaciones inútiles, así que los tres críticos musicales improvisados en que nos hemos convertido deciden marcharse a la vez de este lugar consagrado al padre de la astronomía y la observación astral. El viejo Galileo Galilei, si le dejaran hablar por su cuenta y la ciencia oficial no lo mantuviera secuestrado para sus retorcidos fines, nos daría la razón sin discutir. Caminamos decididos hacia el ascensor, veo al simpático Ralph atendiendo a otro grupo en una de las mesas más cercanas a la pista inferior y le hago un gesto de despedida desde la distancia. Creo que no me ha visto. Hacemos cola hasta que llegue el ascensor y volvemos a pasar, al entrar en la cápsula astronáutica de plexiglás, por el ritual de opresión y estrechez de unos cuerpos contra otros que parece obligatorio si uno quiere salir de la nave espacial antes de que nos transporte sonámbulos al borde exterior de la galaxia y luego nos abandone a nuestra desgracia en alguno de los planetas muertos donde no hay agua ni flora ni fauna alguna, nada excepto rocas de cristal de todos los colores y gamas del espectro, conocido o desconocido, y cráteres enormes rebosantes de un gas tóxico letal para la vida celular. Abrazo a Hogg nada más salir por la gran entrada del zigurat babilónico, he perdido cincuenta años al atravesarla y he recuperado la vitalidad adolescente de otro tiempo, respiro aliviado el aire limpio y caluroso de la noche y la calle y le agradezco la invitación, a pesar de todo, la velada ha sido muy instructiva, le digo con seriedad impostada. Hogg me conoce como pocos y sabe a lo que me refiero. Wendy y Nicole, las dos a la vez, estampan sendos besos de agradecimiento en una distinta de las lustrosas mejillas del amigo Hogg para expresarle en el lenguaje más simple lo bien que se lo han pasado. Estos besos afectuosos deben de parecerle bendiciones celestiales al viejo Hogg. Sé que el de Nicole le habrá gustado en especial, significa también que no le guarda ningún rencor por nada de lo que pudo pasar entre ellos la última vez que se vieron en el apartamento. Supongo que es una forma de agradecerle a su manera lo que está haciendo por mí. El gran Hogg dormirá más contento esta noche sabiendo que mi mujer aprueba con gusto sus relaciones conmigo. Ya en la limusina, Wendy y Nicole se sientan juntas, rodilla contra rodilla, como en un escenario porno para vejestorios adinerados, yo estoy sentado enfrente, como si fuera uno de ellos, y al principio no me divierte pero luego me resigno a ver cómo empiezan a coquetear la una con la otra, a acariciarse y tontear, haciendo comentarios cada vez más provocativos sobre sus pechos, sus piernas o la lencería que cada una lleva puesta y la está mortificando en una parte distinta de su anatomía, besuqueándose en los labios como un juego de colegialas traviesas y luego dándose un beso con lengua que consigue estremecerme por su duración. Pero no de placer esta vez, esta noche no me siento preparado para estas cosas. Me obligan a apartar la mirada con su actitud falsamente provocativa. Quieren escandalizarme, pero no lo van a conseguir. Se han puesto de acuerdo para burlarse de mí. Enciendo la pequeña televisión. Sintonizo el canal Bloomberg y me paso todo el viaje de vuelta a casa pendiente de las bandas de cotización bursátil que pasan al pie de la pantalla y de las malas noticias económicas del día. Los índices financieros bailan como los cuerpos en la pista de la discoteca al son de los mercados y sus caprichosos operadores. Las fluctuaciones me alarman, demasiada inestabilidad. El Dow Jones ha conseguido salvar el tipo, sin embargo, aunque algunas acciones se pagan a un interés bajísimo. Estos americanos se defienden con uñas y dientes de la recesión, tienen experiencia y saben cómo atajar las pérdidas. No se puede negar, han aprendido a achicar agua cuando el barco se inunda y la línea de flotación amenaza con hundirse. Las bolsas europeas, en cambio, por lo que dice la lúgubre locutora, maquillada como si estuviera invitada a su propio entierro, o al funeral inesperado de su jefe supremo, quién sabe, están pasando por un mal momento. Tensión e indecisión, son las palabras que más repite esta fúnebre muñeca de cera a las órdenes de los mercados financieros de la Costa Este. Ver después al viejo brujo Trichet dando una siniestra conferencia de prensa más para explicar el desastre a que sus nefastas políticas monetaristas están arrastrando a la eurozona me crispa los nervios y logra sumirme en la depresión. Cada mañana se encomienda a los dioses pornográficos de los druidas para salvar las apariencias, como hacen en estos momentos todos los directores de bancos nacionales europeos, y ni por esas engaña a nadie con sus estratagemas de estafador barato. Ahora sale en pantalla el aprendiz de brujo francés, ese enano de los castillos del Loira, con su cinismo de baja estofa y sus maneras de caporal chusquero, abrazando en público a la horrible bruja de la selva negra, esa valquiria matronil que pasa por canciller alemana, como si se felicitaran por sus logros y sus progresos en el combate contra la crisis económica que devasta Europa, y luego, para colmo de males, dando juntos explicaciones a lo que no las tiene, o tiene solo una razón, que no se puede hacer pública, exigencias de Bilderberg, o muchas causas, pero no todas conocidas, no todas achacables solo a la economía o las finanzas o el estado de las deudas soberanas de los países, y me dan ganas, viéndolos montar una vez más su teatro demagógico electoral ante las cámaras, de decirle al chófer, un jamaicano de complexión atlética, que pare la limusina para que pueda vomitar en paz, sin deberle nada a nadie por una vez. Apenas si he cenado esta noche, me asquea cada vez más la comida del catering y estoy perdiendo gradualmente el apetito, así que lo único que podría expulsar, en caso de hacerlo, serían líquidos estomacales y bilis y un licor negro, espeso como el engrudo, que no tiene procedencia fisiológica conocida. Emana directamente de mi alma emponzoñada, como un pozo de aguas pútridas, pero eso no lo sabe nadie, ni siquiera Nicole. Ahí adentro todos los deseos sin realizar y todos los realizados, sin distinción de clases, se han convertido con el tiempo en petróleo sin refinar, un día todo ese líquido almacenado me saldrá por la boca a chorros, como un géiser, e inundará el mundo. El nuevo combustible de la realidad. Es deprimente. No quiero estropear la velada a las señoras, por lo que me retengo de exteriorizar mis reacciones viscerales delante de ellas. Están tan radiantes y felices esta noche, no quiero amargarles la fiesta con mis problemas de estómago. Le pido al chófer que nos lleve de paseo por Broadway y por Times Square y sigo mirando Bloomberg, donde ahora, acabado el luctuoso informativo con la presentadora cadáver, se emite un reportaje sobre las nuevas industrias productivas de Taiwán que me relaja bastante al recordarme lo bien que lo pasé en mi última visita a Taipéi y que no todo es ruina o devastación en el mundo, como pretenden hacernos creer estos mercachifles de la información.

En este escenario, el Computador Universal persiste computando, computando y computando a través de los eones evolutivos hasta que finalmente pueda crear la conciencia capaz de reconocer los mecanismos naturales del propio Computador Universal y recrearlos entonces en medios artificiales. Los humanos son, desde esta perspectiva, el modo para el computador de construir más computadores. Este escenario, sin ninguna duda, favorece la idea de que la reflexividad es una característica importante de la visión computacional del universo.

Cuando llegamos a casa, me bajo el primero de la limusina y, sin esperarlas, subo al apartamento a toda prisa, me pongo cómodo, me quito la ropa, apunto la marca de las zapatillas de Ralph en mi cuaderno, tomo algunas notas sobre lo que he escuchado en Bloomberg para recordarlas mañana, me pongo la bata verde de terciopelo y voy al salón a leer un rato antes de acostarme. Wendy y Nicole ya están en la terraza, tomando una última copa y disfrutando de las vistas y la compañía. Se han descalzado y han depositado sus preciosos zapatos de princesas de la noche junto a mi sillón, una a cada lado, para que no me olvide de ellas. Me apetecen mucho estos tres libros científicos que acabo de comprar, responden a mis necesidades de esta noche. Comienzo con el primero, leo a saltos unas cincuenta páginas, no puedo con la prosa, no en este momento. Paso al segundo, hago lo mismo, me entretengo algo más, su escritura es más seductora. Del tercero solo leo el prólogo, me da una idea aproximada de lo que contiene, no está mal para empezar. Elijo el segundo, postergando así la lectura completa de los otros, es el más atractivo desde un punto de vista intelectual y no por casualidad está escrito por una mujer, de una inteligencia analítica admirable. Me sumerjo en la lectura con curiosidad, apuntando comentarios en los márgenes todo el tiempo y subrayando párrafos enteros con mi rotulador rojo de punta fina. Como continúe así, en este estado de excitación mental, dudo que consiga dormir mucho esta noche. Sigo leyendo con entusiasmo cuando Wendy y Nicole se presentan ante mí, cogidas de la mano, para comunicarme que se van juntas a la cama. Están cansadas de estar de pie. Están cansadas de esperarme. Las miro de arriba abajo. El maquillaje ha comenzado a descomponerse, los labios ya no conservan ese brillo vitalista que tenían hace unas horas, los ojos de Nicole parecen hinchados y su cara algo demacrada. La despampanante Wendy trae alborotada la melena pelirroja y no se avergüenza de mostrarse ante mí con el torso desnudo, tiene motivos para estar orgullosa. Nicole tampoco se avergüenza de su estado, su melena negra está igual de revuelta, lleva el sujetador negro colgando del hombro izquierdo como un trofeo de caza y lo que veo a través del revuelo de la camisa me devuelve una parte del amor que siempre profesé por ella. Confirmo mi impresión anterior. A pesar de la diferencia de edad perceptible en sus cuerpos respectivos, son las criaturas más deseables y encantadoras con que uno podría soñar en esta vida. Por lo menos para mí lo son. Cuando me preguntan si pienso acompañarlas les miento diciéndoles que iré al dormitorio en cuanto termine el capítulo del libro que estoy leyendo y me tiene absorbido con sus fascinantes argumentos. No se reprimen en nada, es el signo libertario de la noche, y bostezan a dúo, las aburro con mis excusas de perdedor. Que empiecen sin mí, sabré encontrar el modo de incorporarme a la sesión. Esta vez no parece importarles mucho mi reticencia. Estoy seguro de que me lo han pedido por educación. Por cortesía. Creyendo que me hacían un favor. Es lógico que no insistan. Prosigo la lectura sin poder despegar la vista de las líneas y las palabras, como hipnotizado por ellas. Para no molestarlas, esta noche, cuando acabe de leer, me quedaré a dormir en el sofá.

El universo es un computador cuántico: la vida, el sexo, el cerebro y la sociedad humana surgen de la habilidad del universo para procesar información al nivel de los átomos, los fotones y las partículas elementales. Nada de todo ello, sin embargo, permite pensar que la realidad sea reducible a formalizaciones matemáticas como las ecuaciones o los logaritmos.

Llegado un cierto punto, según los parámetros de la nueva ciencia, es imposible distinguir la realidad de la fantasía.

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